Tormenta de Espadas (141 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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Ser Kevan lo volvió a visitar más tarde y otra vez al día siguiente. Su tío le informó con educación de que Sansa no había aparecido. Tampoco se encontraba al bufón Ser Dontos, que se había esfumado la misma noche. ¿Tenía Tyrion otros testigos a los que quisiera hacer llamar? No, no los tenía. «¿Cómo coño puedo demostrar que no le puse veneno en el vino si mil personas me vieron llenar la copa de Joff?»

Aquella noche no pudo conciliar el sueño. Se pasó las horas tumbado en la oscuridad, contemplando el dosel de la cama y contando sus fantasmas. Vio a Tysha sonriendo cuando lo besaba, vio a Sansa desnuda y temblando de miedo. Vio a Joffrey desgarrándose la garganta, con la sangre corriéndole por el cuello a medida que el rostro se le oscurecía. Vio los ojos de Cersei, la sonrisa astuta de Bronn, la risa traviesa de Shae... Ni siquiera pensando en Shae se le levantaba. Se acarició con la esperanza de que, si despertaba su polla y la dejaba satisfecha, luego le sería más fácil descansar, pero no lo consiguió.

Y así llegó el amanecer y el día en el que empezaría su juicio.

No fue Ser Kevan quien acudió a buscarlo aquella mañana, sino Ser Addam Marbrand con una docena de capas doradas. Tyrion había desayunado huevos cocidos, panceta tostada y pan frito, y se había vestido con sus mejores galas.

—Ser Addam —dijo—, pensaba que mi padre enviaría a la Guardia Real para que me escoltaran hasta la sala del juicio. Sigo siendo miembro de la familia real, ¿no?

—Así es, mi señor, pero mucho me temo que la mayor parte de la Guardia Real va a presentar testimonio contra vos. Lord Tywin pensó que no sería apropiado que también fueran vuestros guardias.

—Los dioses no quieran que hagamos algo poco apropiado. Por favor, adelante.

El juicio se iba a celebrar en el salón del trono, donde Joffrey había muerto. Ser Addam lo escoltó cuando cruzó las imponentes puertas de bronce y también cuando recorrió la larga alfombra; sentía todos los ojos clavados en él. Se habían congregado cientos de personas para presenciar su juicio. O al menos eso esperaba, que estuvieran allí para mirar. «Por lo que sé puede que todos vayan a testificar contra mí.» Divisó en la galería a la reina Margaery, pálida y hermosa con sus ropas de luto. «Dos veces casada, dos veces viuda y sólo tiene dieciséis años.» Junto a ella estaba su madre, muy alta, y su menuda abuela al otro lado, rodeadas por sus damas y por los caballeros de la casa de su padre, que ocupaban toda la galería.

El estrado estaba todavía al pie del desierto Trono de Hierro, aunque se habían retirado todas las mesas menos una. Junto a ella estaban sentados el fornido Lord Mace Tyrell, con un manto dorado sobre ropas verdes, y el esbelto príncipe Oberyn Martell, con una larga túnica a rayas naranjas, amarillas y escarlatas. Lord Tywin Lannister se había situado entre ellos.

«Puede que aún me quede alguna esperanza. —El dorniense y el de Altojardín se detestaban—. Si encuentro la manera de utilizar eso en mi favor...»

El Septon Supremo empezó con una plegaria en la que se pedía al Padre en las alturas que los guiara hacia la justicia. En cuanto hubo terminado, el padre en la tierra se inclinó hacia delante.

—Tyrion, ¿mataste tú al rey Joffrey?

«No pierde un instante.»

—No.

—Menos mal, qué alivio —comentó Oberyn Martell en tono seco.

—¿Fue entonces Sansa Stark? —preguntó Lord Tyrell.

«Si yo hubiera estado en su lugar lo habría matado, desde luego.» Pero, estuviera donde estuviera Sansa, fuera cual fuera el papel que había desempeñado, seguía siendo su esposa. Al rodearle los hombros con su capa había jurado protegerla, aunque para hacerlo hubiera tenido que subirse sobre la espalda de un bufón.

—Los dioses mataron a Joffrey. Se ahogó con la empanada de paloma.

—¿Echas la culpa a los cocineros? —Lord Tyrell se había puesto rojo.

—A ellos o a las palomas. Pero a mí no me metáis en esto.

Tyrion oyó algunas risitas nerviosas y supo que había cometido un error. «Vigila esa lengua, enano idiota, o te cavará una tumba.»

—Hay testigos contra ti —dijo Lord Tywin—. Primero los escucharemos a ellos, luego podrás presentar a tus testigos. Hablarás sólo cuando te demos permiso.

Tyrion no pudo hacer otra cosa que asentir.

Ser Addam le había dicho la verdad: el primer hombre al que se hizo pasar fue Ser Balon Swann de la Guardia Real.

—Mi señor Mano —empezó después de que el Septon Supremo le tomara juramento de decir sólo la verdad—, tuve el honor de luchar al lado de vuestro hijo en el puente de barcos. Pese a su tamaño es un valiente, y me niego a creer que hiciera esto de lo que se le acusa.

Un murmullo recorrió el salón. Tyrion se preguntó a qué estaría jugando Cersei. «¿Por qué presenta un testigo que me considera inocente?» No tardó en descubrirlo. De mala gana, Ser Balon relató cómo había tenido que apartar a Tyrion de Joffrey el día de la revuelta.

—Golpeó a Su Alteza, es cierto. Pero no fue más que un momento de ira. Una tormenta de verano. La turba había estado a punto de matarnos a todos.

—En tiempos de los Targaryen el hombre que osaba golpear a alguien de sangre real perdía la mano con la que lo había tocado —observó la Víbora Roja de Dorne—. ¿Es que al enano le volvió a crecer o los Espadas Blancas olvidasteis cumplir con vuestro deber?

—Él también es de sangre real —respondió Ser Balon—. Además, era la Mano del Rey.

—No —intervino Lord Tywin—. Actuaba como la Mano, pero en mi lugar.

Ser Meryn Trant estuvo encantado de ampliar el relato de Ser Balon cuando ocupó su lugar como testigo.

—Tiró al rey al suelo y empezó a darle patadas. Gritaba que era una injusticia que Su Alteza hubiera escapado ileso de la turba.

Tyrion empezaba a entender el plan de su hermana. «Ha arrancado con un hombre conocido por su honestidad y le ha sacado todo lo posible. A partir de ahora cada testigo contará algo peor hasta hacer que parezca una mezcla entre Maegor el Cruel y Aerys el Loco, con un toque de Aegon el Indigno para dar color.»

Ser Meryn pasó a relatar cómo Tyrion había detenido a Joffrey cuando estaban golpeando a Sansa Stark.

—El enano le preguntó a Su Alteza si sabía qué le había pasado a Aerys Targaryen. Cuando Ser Boros habló en defensa del rey, el Gnomo amenazó con hacerlo matar.

El propio Blount fue el siguiente y corroboró aquella historia. Si Ser Boros guardaba algún rencor a Cersei por expulsarlo de la Guardia Real, no lo demostró y dijo lo que ella quería oír.

Tyrion no pudo seguir en silencio.

—¿Por qué no les decís a los jueces qué estaba haciendo Joffrey?

—Ordenasteis a vuestros salvajes que me mataran si abría la boca —contestó el hombretón de la papada mirándolo—, eso es lo que diré.

—Tyrion —intervino Lord Tywin—, sólo puedes hablar cuando lo indiquemos. Esto es una advertencia.

Tyrion, rabioso, se mordió los labios.

Los siguientes fueron los Kettleblack, los tres, por turno. Osney y Osfryd relataron su cena con Cersei antes de la batalla del Aguasnegras y no omitieron ninguna de las amenazas que había formulado.

—Le dijo a Su Alteza la reina que le iba a hacer daño —narró Ser Osfryd—. Que iba a sufrir.

Su hermano Osney fue un poco más lejos.

—Dijo que esperaría un día en que ella se sintiera segura y feliz y haría que la alegría se le convirtiera en cenizas en la boca.

Ninguno mencionó a Alayaya.

Ser Osmund Kettleblack, la viva imagen de la caballería con su inmaculada armadura de lamas y su capa de lana blanca, declaró bajo juramento que el rey Joffrey sabía desde hacía mucho tiempo que su tío Tyrion pretendía asesinarlo.

—Fue el día en que me entregaron la capa blanca, mis señores —les dijo a los jueces—. Aquel valiente muchacho me dijo: «Mi buen Ser Osmund, guardadme bien, pues mi tío quiere hacerme daño. Quiere sentarse en el trono en mi lugar».

—¡Mentira! —exclamó Tyrion. Aquello era más de lo que podía soportar. Dio dos pasos adelante antes de que los capas doradas lo arrastraran a su sitio.

—¿Tendremos que encadenarte de pies y manos como a un vulgar bandolero? —le preguntó Lord Tywin frunciendo el ceño.

Tyrion rechinó los dientes. «El segundo error, idiota, idiota, enano idiota. Mantén la calma o estás perdido.»

—No. Os pido perdón, mis señores. Sus mentiras me enfurecen.

—Sus verdades, querrás decir —intervino Cersei—. Padre, te ruego que le pongas grilletes, es por tu seguridad. Ya has visto cómo es.

—Yo he visto que es un enano —señaló el príncipe Oberyn—. El día que tema la ira de un enano será el día en que decida ahogarme en un tonel de vino.

—No harán falta grilletes. —Lord Tywin miró hacia las ventanas y se levantó—. Se está haciendo tarde. Seguiremos mañana por la mañana.

Aquella noche, a solas en la celda de la torre con un pergamino en blanco y una copa de vino, Tyrion no pudo evitar pensar en su esposa. No en Sansa, sino en su primera esposa, Tysha. «La esposa puta, no la esposa loba.» El amor que decía sentir por él había sido fingido, y él se lo había creído, y al creerlo había sido feliz. «A mí dadme dulces mentiras y guardaos vuestras amargas verdades.» Se bebió el vino y pensó en Shae. Más tarde, cuando Ser Kevan acudió para la cotidiana visita nocturna, Tyrion pidió ver a Varys.

—¿Crees que el eunuco hablará en tu defensa?

—No lo sabré hasta que charle con él. Ten la bondad de pedirle que venga a verme, tío.

—Como quieras.

Los maestres Ballabar y Frenken abrieron el segundo día de juicio. También habían abierto el noble cadáver del rey Joffrey y juraron que no habían encontrado ningún trocito de empanada de paloma ni de ningún otro alimento en la garganta real.

—La causa de su muerte fue el veneno, mis señores —dijo Ballabar, a lo que Frenken asintió con gesto serio.

Luego hicieron entrar al Gran Maestre Pycelle, que llegó apoyado en un bastón retorcido, caminando tembloroso, con unos cuantos pelos blancos saliéndole del largo cuello de pollo. Últimamente estaba demasiado débil para mantenerse en pie, de manera que los jueces permitieron que declarara sentado en una silla y tras una mesa. Sobre la mesa había varios frasquitos, Pycelle fue nombrando el contenido de cada uno.

—Setagrís —dijo con voz temblorosa—. Se extrae de hongos venenosos. Solano, sueñodulce, danza del diablo... Esto es ojociego. A esto lo llaman sangre de viuda, por el color. Una pócima muy cruel, hace que a la víctima se le cierren la vejiga y los intestinos hasta que se ahoga en sus propios venenos. Esto es matalobos, esto veneno de basilisco, esto son lágrimas de Lys. Sí, los reconozco todos. El Gnomo Tyrion Lannister los robó de mis habitaciones cuando me hizo encerrar con falsos cargos.

—¡Pycelle! —exclamó Tyrion aún a riesgo de incurrir en la ira de su padre—, ¿es posible que alguno de estos venenos ahogue a un hombre?

—No. Para eso hay que recurrir a uno más raro. Cuando era niño, en la Ciudadela, mis maestros lo llamaban tan solo «el estrangulador».

—Pero no se encontró ni rastro de ese raro veneno, ¿verdad?

—No, mi señor. —Pycelle lo miró y parpadeó—. Lo gastasteis todo en matar al niño más noble que jamás pusieron los dioses sobre esta tierra.

—Joffrey era estúpido y cruel —soltó Tyrion; la rabia le había nublado los sentidos—, pero yo no lo maté. Cortadme la cabeza si queréis, pero no tuve nada que ver con la muerte de mi sobrino.

—¡Silencio! —exclamó Lord Tywin—. Es la tercera vez que te lo digo. En la próxima ocasión ordenaré que te pongan los grilletes y la mordaza.

A Pycelle lo siguió toda una procesión interminable y agotadora. Damas y señores, nobles caballeros, gente de alta cuna y de baja estofa por igual, todos habían asistido al banquete de bodas, todos habían visto cómo se ahogaba Joffrey, cómo se le ponía la cara tan negra como una ciruela de Dorne. Lord Redwyne, Lord Celtigar y Ser Flement Brax habían oído a Tyrion amenazar al rey; dos criados, un malabarista, Lord Gyles, Ser Hobber Redwyne y Ser Philip Foote lo habían visto llenar el cáliz nupcial. Lady Merryweather juró que había visto al enano poner algo en el vino del rey mientras Joff y Margaery estaban cortando la empanada. El anciano Estermont, el joven Peckledon, el bardo Galyeon de Cuy y los escuderos Morros y Jothos Slynt relataron cómo Tyrion había cogido el cáliz mientras Joff agonizaba y había derramado en el suelo el resto del vino envenenado.

«¿Cuándo me he creado tantos enemigos?» Lady Merryweather era una completa desconocida para él. Tyrion no sabía si era miope o si la habían comprado. Por suerte Galyeon de Cuy no había puesto música a su declaración, de lo contrario habría contado con setenta y siete versos de mierda.

Cuando su tío lo visitó aquella noche después de la cena su trato era frío y distante.

«Él también cree que fui yo.»

—¿Quieres presentar algún testigo? —le preguntó Ser Kevan.

—No, no como tal. A menos que hayáis encontrado a mi esposa.

Su tío hizo un gesto de negación.

—Parece que el juicio lleva muy mal camino para ti.

—¿De verdad, tú crees? No me había dado cuenta. —Tyrion se rascó la cicatriz—. Varys no ha venido.

—Ni vendrá. Mañana testificará contra ti.

«Estupendo.»

—Ya veo. —Se reacomodó en el asiento—. Satisface mi curiosidad, tío. Siempre has sido un hombre justo, ¿qué te ha convencido a ti?

—¿Para qué robar los venenos de Pycelle si no ibas a utilizarlos? —respondió Ser Kevan sin tapujos—. Y Lady Merryweather vio...

—¡Nada! No vio nada porque no había nada que ver. Pero ¿cómo lo puedo demostrar? ¿Cómo puedo demostrar algo si estoy aquí encerrado?

—Puede que haya llegado el momento de que confieses.

Pese a los gruesos muros de piedra de la Fortaleza Roja, Tyrion oía el repiqueteo constante de la lluvia.

—¿Me lo repites, tío? Me ha parecido que me decías que debía confesar.

—Si reconocieras tu culpabilidad ante el trono y te arrepintieras del crimen, tu padre no decretaría la espada. Se te permitiría vestir el negro.

Tyrion se le rió a la cara.

—Las mismas condiciones que Cersei ofreció a Eddard Stark, y todos sabemos cómo terminó aquello.

—Tu padre no tuvo nada que ver en esa ocasión.

Al menos eso era verdad.

—El Castillo Negro está lleno de asesinos, ladrones y violadores —señaló Tyrion—, pero cuando estuve allí no conocí a ningún regicida. ¿Quieres que crea que si me confieso culpable de regicidio y de asesinar a mi sobrino, mi padre sonreirá, me perdonará y me mandará al Muro con una muda de ropa interior abrigada? —Soltó una carcajada grosera.

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