—Me preocupa Abdalá —le insistió Bartomeu a Joan en su siguiente visita a la librería.
—Hablé con él, le advertí.
—Sin embargo, no ha modificado su conducta.
—Ya os comenté lo que me dijo. Será legalmente mi esclavo, pero aún es mi maestro, y no soy capaz de dictarle su forma de vivir. Al contrario, trato de aprender de él.
—En el Consejo de Ciento se oyen muchas cosas —continuó el mercader—. Felip ya le odiaba antes, pero desde que en la procesión, camino del auto de fe, los muchachos que rodeaban a Abdalá gritaron a favor de Francina abucheándole a él le aborrece mucho más. Después, en la plaza del Rey, durante el auto de fe, hubo un conato de motín y las voces se originaron donde destacaba el turbante blanco de Abdalá.
—Yo soy el responsable, no Abdalá.
—No importa. —La expresión ceñuda de Bartomeu mostraba su preocupación—. Te costará creer lo que te voy a decir, pero Felip empieza a temer a Abdalá. Y eso le pone en mayor peligro. Dile que se ande con cuidado.
—Se lo diré, Bartomeu. Aunque conozco su respuesta.
—Por favor, maestro, quedaos unas semanas en el
scriptorium
, no salgáis a la calle ni bajéis a la librería.
—Me queda ya poca vida, Joan —repuso él con su dulce sonrisa—. ¿Es que quieres encerrarme en mis últimos días?
—No quiero encerraros, solo que os protejáis por vuestro bien. —Joan se sentía angustiado, pero a la vez incapaz de darle una orden al maestro.
—Mi bien es la libertad que tú me concedes. Déjame que la goce. Y será lo que Dios quiera, nada ocurrirá fuera de su voluntad.
Felip Girgós y sus dos matones, siempre a caballo, aumentaron su presencia en la calle Especiers, la plaza de Sant Jaume y la calle Paradís. El fiscal de la Inquisición, que nunca antes había entrado en la librería, ahora lo hacía a diario. Se hacía acompañar por uno de sus hombres y sus modales eran altaneros y bruscos, a lo que los Serra respondían tratándole con firmeza. Con frecuencia, Anna le llamaba la atención sobre su comportamiento y él respondía desdeñoso. El pelirrojo quería intimidar y los libreros se negaban a dejar translucir el menor indicio de temor. Revisaba algunos libros, los dejaba desordenados y se iba. Y aunque los Serra fingían lo contrario, la presión del matón iba, poco a poco, minándolos.
Un día, después de almorzar, Joan oyó un alboroto en la calle. Al asomarse vio a Abdalá, que había salido a pasear con un par de aprendices, encarándose con Felip, que, secundado por sus matones, le increpaba desde la altura de su caballo.
—¡Sucio infiel! —le decía—. Das asco, arderás en el infierno.
—El infierno es para quienes hacen el mal —repuso Abdalá irguiéndose y mirándole sereno a los ojos con una sonrisa en los labios. Su actitud tranquila, su porte estilizado, su turbante, túnica y barba blancos, y su mirada azul le conferían un aspecto principesco—. Y tú lo haces enviando a inocentes a la muerte. Yo nunca maté a un inocente. Por mucho que te rodees de eclesiásticos, por mucho que te bendigan, tus obras te arrastrarán al averno.
—Te libras de la hoguera porque eres un esclavo —replicó Felip con irritación. La serenidad y confianza con que le respondía el musulmán le sacaban de quicio—. Suerte tienes.
—Y tú tienes suerte de que la Inquisición te ampare —contestó Abdalá sin inmutarse. Mantenía su sonrisa—. De lo contrario, te hubieran paseado por toda la ciudad dándote azotes como a un vulgar ladrón cuando de aprendiz robaste a tus patrones, los Corró. Y no te importó traicionarlos a pesar de que te habían recogido y cuidado en tu orfandad. ¡No se puede ser más ingrato!
—¡Cómo te atreves! —rugió Felip con el semblante rojo de rabia. Y encabritó a su montura, que se puso sobre las patas traseras elevando las delanteras contra el musulmán.
—¡Detente! —aulló Joan, que abandonó la ventana y bajó la escalera a saltos para acudir en ayuda de su maestro—. ¡Detente! —gritó de nuevo mientras corría, ya en la calle, con la intención de frenar al caballo.
La gente de la librería, alertada por los gritos, empezó a salir para ver qué pasaba. Abdalá apenas retrocedió un par de pasos y, sin inmutarse, continuó reprochándole a Felip su conducta.
—Y sigues igual —le dijo—. Tú y los tuyos quemáis a inocentes para robarles sus pertenencias.
Felip espoleó su caballo contra Abdalá, que esta vez se mantuvo firme. Joan se lanzó a sujetar las riendas del animal, pero llegó tarde. Los cascos de las patas delanteras del caballo golpearon la cabeza de Abdalá, que perdió el turbante y cayó al suelo. Felip, rojo de rabia, espoleó de nuevo su caballo, que pisoteó al caído, y fue entonces cuando Joan, de un gran salto, se abalanzó sobre él y agarrándole, le derribó de su montura. El grueso pelirrojo fue a dar con sus huesos en el suelo con Joan encima, que empezó a golpearle con una furia ciega mientras le gritaba todo tipo de insultos.
Los guardaespaldas desmontaron de un salto para defender a su jefe; sin embargo, no pudieron acercarse porque varios de los aprendices los apartaron a empujones y golpes. Desenvainaron sus espadas, pero entonces se encontraron de frente a Pedro, con la suya en posición de guardia, y a los hombres de la librería armados con dagas, garrotes y barras de hierro.
—¡Dejad paso en nombre de la Inquisición! —gritó uno de ellos.
—¡Al diablo con la Inquisición! —dijo Pedro—. Largaos si queréis seguir vivos. A ese os lo devolveremos en un rato.
Los soldados quisieron recuperar sus caballos, pero se enfrentaron a una multitud hostil que se lo impidió y, ante la lluvia de golpes que empezaron a recibir, decidieron huir a pie hacia la plaza del Rey. Cuando Pedro vio que se iban se apresuró a detener a Joan, que machacaba con puños y pies el cuerpo inmóvil del fiscal de la Inquisición.
—¡Dejadlo! —le dijo mientras le apartaba ayudado por uno de los oficiales de la imprenta—. Si lo matáis, os vais a perder.
Joan lo soltó y, sin mirar el corpachón que quedaba tendido en el suelo ensangrentado, corrió a la puerta de la librería. Habían despejado uno de los bancos de venta para colocar el cuerpo de Abdalá. Sangraba abundantemente de la cabeza y tenía el pecho hundido. Respiraba con dificultad.
—¡Maestro! —sollozó Joan—. ¡Maestro! —Se sentía aturdido, la rabia dejaba paso a un inmenso desconsuelo.
El viejo tardó en responder.
—Hijo —dijo con dificultad—, te dije que mi libro terminaba y esta es su última página.
—No, no moriréis, os curaremos —murmuró Joan a pesar del nudo que le oprimía la garganta.
—Es la última página, Joan —repitió—, y, ¿sabes?, me gusta cómo termina.
Joan calló. La emoción le atenazaba, no podía hablar y levantó la mirada hacia Anna, que al otro lado del banco, llorosa, trataba de detener con un pañuelo la hemorragia de la cabeza del viejo. Pedro, María, sus hijos, los aprendices; todos estaban allí, atentos a Abdalá.
—Me voy rodeado de amigos —continuó este levantando levemente la mano, que Joan se apresuró a tomarle—. Jamás imaginé que un esclavo que perdió Granada, su patria, tuviera tan bello fin.
Se quedó en un silencio que nadie se atrevió a romper. Sabían que se moría y escuchaban sus palabras con un profundo dolor.
—¿Sabes? Confieso que ese matón me atemorizaba. —Joan notó cómo apretaba su mano y le devolvió el apretón—. Vencí el miedo, me enfrenté a él. Muero libre.
—¡Claro que sí! —exclamó Joan—. Os doy la libertad ahora mismo.
El viejo sonrió, parecía incapaz de hablar, pero lo hizo.
—No, no me entiendes. Tú no me das la libertad, la gano yo.
—Sí, claro, perdonad, maestro —se apresuró a responder Joan lamentando su torpeza—. Sois libre al vencer el miedo.
El librero notó otro leve apretón en sus manos; al viejo le costaba trabajo continuar hablando.
—Sí. Ya sé que lo entiendes —dijo—. Siempre fuiste el mejor de mis aprendices.
Anna dejó ir un sollozo, Joan vio que lloraba y que también lo hacían en silencio María y muchos de los hombres. Las lágrimas acudieron a sus ojos.
—Gracias, maestro. —La pena y la admiración le embargaban. Se sentía orgulloso de Abdalá, de haber sido su aprendiz. Aquella era su última lección.
—¡Que el Señor me acoja y que os bendiga a todos! —suspiró—. Mi libro se ha cerrado.
Expulsó el poco aire que quedaba en su pecho y quedó en silencio para siempre. Joan notó que su corazón se encogía y que un extraño sonido se formaba en sus pulmones y salía por su garganta. Era un desgarrado aullido de rabia y desconsuelo.
—Huid de inmediato. —Pedro zarandeó a Joan, al que el desconsuelo mantenía inmovilizado frente al cuerpo de su maestro—. Los soldados de la Inquisición caerán sobre nosotros de un momento a otro.
—Por favor, Joan, corred —le suplicó Anna.
El librero despertó como de un sueño. El cuerpo inerte de Abdalá estaba sobre el banco y más allá, en el suelo, inmóvil y tendido con los brazos en cruz, se encontraba Felip sangrando.
—¿Está muerto? —quiso saber señalando al fiscal de la Inquisición.
—No lo parece —repuso Pedro—. Pero si os demoráis, vos seréis el muerto. Los soldados están al llegar.
—Tomad este caballo —le ofreció uno de los aprendices.
—¡No! —dijo Pedro—. Es de la Inquisición, no queremos que se os acuse además de robo. El robo de una propiedad de la Inquisición puede penarse más incluso que la paliza, si ese individuo sobrevive a ella. ¡Huid a pie, mezclaos con la gente! La Inquisición apenas tiene caballos y haré que tarden en recuperar estos.
—¡Mi espada! —pidió Joan.
Un oficial dijo que iba a por ella, mientras Anna le componía con rapidez las ropas y le cubría con su sombrero. Después le besó, aún estaba llorosa y Joan contempló aquellos ojos suyos, tan dulces para él. No sabían cuándo podrían verse de nuevo, ni siquiera si tendrían la fortuna de volver a encontrarse. En unos instantes su mundo se había trastocado.
—Os amo —le dijo Joan. Y ella afirmó con la cabeza tratando de sonreírle.
—Yo también —murmuró—. Pero huid, por el amor de Dios.
Cogió al vuelo la espada enfundada que le lanzó el oficial, miró por última vez el cuerpo de su maestro y, a paso rápido, apartando a los curiosos, se dirigió a la plaza de Sant Jaume. Mientras se sujetaba el arma al cinto se decía que la usaría antes de dejarse prender. Si le cogían los soldados de la Inquisición, podía pasarse la vida en prisión sin que ni siquiera le juzgaran. Le encerrarían en una mazmorra durante años solo para escarmentar a la ciudadanía y recordar que los inquisidores y sus secuaces eran intocables. El gobernador y los soldados del rey, como siempre, apoyarían a los inquisidores, y los de la ciudad nada podrían hacer.
Los guardaespaldas de Felip llegaron a todo correr a la sede de la Inquisición, en la plaza del Rey, situada a escasa distancia de la librería, y de inmediato dieron la alarma.
—¡Ayuda! —gritaban—. ¡El librero Serra ha agredido al fiscal y una multitud hostil nos ha impedido auxiliarle cuando descabalgamos! ¡Nos golpearon y robaron los caballos!
Fueron llevados ante el inquisidor.
—¡Eso es inadmisible! —rugió el fraile—. Enviad un destacamento completo a la librería y un mensajero al gobernador para que saque sus tropas a la calle. No dejaremos que el populacho crea que se puede atacar impunemente a uno de los nuestros. ¿Dónde se encuentra el fiscal?
—Quedó en el suelo tendido frente a la librería y no pudimos ayudarle. Ni siquiera sabemos si está vivo.
—Sargento, rescatad al fiscal y traed aquí a ese librero —ordenó el fraile—. Debe recibir castigo. Actuad, sin embargo, con prudencia; la masa amotinada es peligrosa. Salid al menos con veinte hombres y bien armados. Esperad a los soldados del rey si es menester.
El trabajo de la tropa de la Inquisición consistía en detener a los sospechosos y custodiar a los presos y condenados. Por lo tanto, solo la componían destacamentos de infantería. Uno de ellos, armado con lanzas, escudos y espadas, acompañado de alguaciles y notarios, se dirigió con los dos jinetes descabalgados al lugar del suceso. Cuando llegaron encontraron a Felip Girgós aún tumbado; Pedro, que le vigilaba desde la librería, se dijo que se hacía el muerto para que no le golpearan más. Aun así, precisó la ayuda de sus hombres para levantar su corpachón del suelo, tenía un labio partido, distintas contusiones en la cara, sangraba por una brecha de la cabeza y se lamentaba de dolor en el pecho y la espalda. Miró en la dirección por donde Joan había escapado y les dijo a sus guardaespaldas:
—¡Deprisa! —Su voz sonaba a lamento—. Montad y perseguid al librero. Debe de haber cruzado la plaza.
—¡Vaya, qué mala suerte! —dijo Pedro—. Los caballos no están aquí.
—¿Qué hicisteis con ellos? —chilló el sargento—. ¿Quién se ha atrevido a robar los caballos de la Inquisición?
—Al ver que los jinetes se habían ido —repuso Pedro— y que el señor fiscal no los podía usar, les pedí a unos aprendices que los tomaran de las riendas y los llevaran a vuestro cuartel en el palacio real. Quise evitar que alguien los robara.
—¿Cómo es eso? Deberíamos haberlos visto.
—Bueno —repuso Pedro disimulando una sonrisa—, quizá tomaron un camino más largo.
—¡Maldita sea! —gruñó Felip—. ¡Mandad a los soldados a por el librero! —Después dejó ir un lamento y tuvo que sentarse en el suelo con ayuda de uno de sus guardaespaldas.
—Un momento —dijo Pedro señalando a Felip—. Ese hombre ha asesinado a otro, él es quien debe ser detenido.
—No digáis bobadas —le espetó el sargento que comandaba la tropa—. ¡Era un esclavo infiel!
Y cuando trató de salir en persecución de Joan, su hombro chocó con Andreu, el hijo mayor de María, ya oficial de imprenta, que a punto estuvo de derribarle.
—Era un ser humano —le espetó el joven Andreu al sargento—. Y mil veces mejor que ese asesino pelirrojo.
—¡Abrid paso a la Inquisición! —gritó el sargento.
Pero un grupo de gente que cortaba la salida de la calle Especiers a la plaza de Sant Jaume se lo impedía.
—¡Un paso atrás! —ordenó el sargento—. ¡Lanzas al ristre!
Y avanzaron con sus lanzas amenazando a los empleados de la librería y vecinos, que al fin se vieron obligados a abrir el paso.
—¡Por allí va! —les indicó un hombre señalando con el dedo el extremo opuesto de la plaza.
Y los soldados salieron en persecución de Joan mientras Felip se incorporaba de nuevo ayudado por sus guardaespaldas. Cuando estuvo en pie levantó su puño contra la librería.