—Entonces, lo del aceite, los manteles y las sábanas no tiene nada que ver con su religión —afirmó Joan.
—Es cierto. Pero continúa siendo una hereje y por ello irá a la hoguera. Y nos conviene decir que se la condena por conversa relapsa; el pueblo entiende lo que es el judaísmo, no el deísmo.
—Quémame a mí en lugar de a ella —le propuso Joan—. El auto de fe aún no ha tenido lugar. Puedes cambiar la sentencia. Imponle un castigo leve a ella y condéname a mí. Confesaré lo que quieras. ¿No es a mí a quien buscas?
Felip lo miró sorprendido, pero de inmediato su expresión cambió a pensativa.
—Y ¿de qué te puedo acusar?
Joan vaciló unos instantes, sabía que se estaba metiendo en la boca del lobo. Pero quería salvar a Anna a toda costa; aquel individuo la haría ejecutar solo porque le odiaba a él. Quizá su muerte le aplacara; él no deseaba vivir sin ella. Decidió arriesgarse.
—Tú me interrogaste frente a la Inquisición sobre libros prohibidos. Y ¿si confesara que os mentí?
—Serías un perjuro y te enviaría a la hoguera.
Joan calló.
—Te puedo arrancar esa confesión con la tortura —dijo el fiscal.
—Sí, pero para torturar precisarás el permiso de los inquisidores y si no confieso, quedarás en ridículo.
—Ya había pensado en eso —reconoció Felip—. Eres un ciudadano respetado, las relaciones del Santo Oficio con la ciudad son malas y los consejeros enviarían otra queja al rey. A mí no me importa, pero a Lluís Mercader, el nuevo inquisidor, sí. Además, para terminar contigo hay aún mucho tiempo. —Sonrió de nuevo—. Prefiero ver tu cara cuando tu querida esposa hereje se queme en la hoguera. Viva.
—¿Viva? —exclamó Joan horrorizado—. ¿No aplicaréis la caridad del garrote antes de echar su cuerpo al fuego?
—No. Condenaremos a Anna Roig de Serra a ser quemada viva. La ataremos a un poste y la verás retorcerse y chillar cuando las llamas prendan en sus ropas, en su pelo, en su carne… Ni siquiera dejaré que embadurnen su cuerpo con brea. Morirá lentamente.
—Pero ¿por qué esa crueldad? —inquirió Joan con un hilo de voz.
—Porque ella se mostró arrogante frente al tribunal —repuso Felip solemne—. Y se niega a retractarse de su error. Solo a los que se arrepienten se les quema muertos.
Aquello era muy propio de Anna, se dijo Joan. Siempre había sido firme en sus ideas e incluso más testaruda que él. No le extrañaba que, sabiendo que iba a ser ejecutada sin remedio, se sometiera a la tortura del fuego antes que inclinar la cabeza frente a los inquisidores. Joan recordaba cuánto había admirado Anna la actitud firme y valiente de Francina cuando la condenaron por bruja. Entonces dijo que, de encontrarse en su caso, ella haría lo mismo.
Joan había visto cómo quemaban a herejes vivos. Aún se estremecía al recordar los gritos y cómo se sacudían entre las llamas, atados al poste. Era horrible y no podía soportar las tremendas imágenes que le venían a la mente. Veía a Anna agonizando en la pira.
—Tú puedes hacer que la estrangulen antes del fuego —musitó Joan.
—Sí puedo.
—Hazlo, te lo suplico. —Y Joan se arrodilló frente a su enemigo—. Te daré lo que quieras.
Felip dio una palmada sobre la mesa y se echó a reír.
—Ya tengo lo que quiero —dijo contemplándole con desprecio—. No la miraré a ella cuando arda viva, sino a ti.
Con aquel último golpe, Joan se quedó sin fuerzas, arrodillado y abatido. Y Felip, después de observarle atentamente, de guardar aquel momento de triunfo en su memoria, le dijo desdeñoso:
—Levántate y sal de aquí, infeliz. Ya no eres rival para mí.
—El vino le va a matar —se lamentó Bartomeu cuando la milicia ciudadana le llevó a Joan aquella noche.
—Sí —repuso el alguacil—. Aunque yo también me hartaría de vino si la Inquisición fuera a quemar viva a mi mujer.
—¿Que quemarán a Anna Serra viva? —Bartomeu se estremeció.
—Sí, es la venganza del fiscal de la Inquisición —continuó el militar indignado—. Es una vergüenza. No sé hasta dónde llegarán los abusos de los inquisidores.
Joan no recuperó la conciencia hasta el día siguiente. Se lavó lo mejor que pudo y le pidió ropa limpia a su amigo.
—No volverá a ocurrir —le dijo a Bartomeu mirándole sereno a los ojos—. No puedo caer más bajo; he tocado fondo. No me veréis más borracho.
Al llegar a casa abrazó a sus hijos mayores por primera vez desde que la Inquisición se llevó a Anna. No les había hablado desde entonces.
—Lo sentimos mucho, padre —le dijo Ramón arrasado en lágrimas—. Jamás quisimos poner en peligro a nuestra madre. Nunca pensamos que ella sufriría las consecuencias de nuestros actos.
—Nosotros estábamos equivocados y vos, en lo cierto —sollozó Tomás—. Ojalá pudiéramos volver atrás. Os obedeceríamos en todo. ¡Perdonadnos!
—Yo también era impetuoso a vuestra edad —repuso Joan—. Y creía saberlo todo. Aprended. Lástima que la lección sea tan trágica.
Después revisó con Lluís los asuntos de la librería, de los que se había desentendido desde que la Inquisición se llevó a Anna. Sentía que la cabeza le iba a estallar, pero se esforzó para poder llegar hasta la noche.
Entonces, después de cenar con sus hijos, escribió en su libro: «He sido cobarde, por amor. Me he comportado como un miserable, por amor. Me he humillado lo indecible, por amor. Solo la muerte acabará con ese amor, pero la cobardía, la miseria y la humillación han terminado».
Dos días después, decidió enviar a sus dos hijos menores a Zaragoza, para que quedaran al cuidado de sus tíos, con el suficiente dinero para que la niña tuviese una buena dote cuando se casara. Los mayores, que esta vez obedecieron sin rechistar, partirían en una galera hacia Nápoles, donde se encontraba su tío, el hermano de Anna. Llevaban consigo varios lotes de libros y el suficiente dinero para establecerse en Italia. Viajaban con una carta en la que Joan ponía a sus hijos bajo la protección de su amigo el librero Antonello. Los muchachos conocían el oficio y gozaban de una excelente formación. También llevaban una carta para Constanza d’Avalos. Antonello les había escrito anteriormente contándoles que la gobernadora de Ischia continuaba involucrada por completo en la labor de su fallecido hermano en pro de la libertad, el arte y los libros, a pesar de haber delegado su liderazgo en un personaje cuya identidad Antonello no quiso facilitar. Joan debía escribir una tercera carta, aunque le costaba tanto que dudaba si hacerlo. Era para el almirante Bernat de Vilamarí.
Recordaba la conversación con Anna cuando recibieron la noticia de que, sustituyendo a su cuñado Ramón de Cardona, que comandaba las tropas españolas y aliadas en una nueva guerra contra los franceses en el norte de Italia, Vilamarí había sido nombrado gobernador de Nápoles. Por su parte, el almirante le había entregado su flota a su sobrino Lluís Galzará de Vilamarí, que nombró lugarteniente al capitán Genís Solsona. El librero se había alegrado mucho por el nombramiento de su amigo, aunque no celebró el de Vilamarí.
—Es un pirata —murmuró sombrío.
—Sin duda se comportó como tal en ocasiones —repuso Anna—. Pero ahora es uno de los hombres más respetados de Italia.
—Hay que ver lo que consiguen la victoria y el dinero —contestó Joan meneando la cabeza con gesto disgustado—. La gente tiene una memoria corta cuando trata con los poderosos.
—Pienso que el almirante goza de una buena reputación. Y la tiene bien ganada.
—Una reputación ¿de qué? —quiso saber Joan ceñudo—. Al terminar la segunda guerra de Italia, Vilamarí se buscó de nuevo la vida como mercenario. Y ya sabéis lo que eso quiere decir.
—¿Qué?
—Que cuando no encontraba patrón trabajaba por cuenta propia como pirata.
—Porque no tenía con qué darles de comer a sus hombres —repuso Anna enfática—. Eso no le quita merecimientos para ostentar ese cargo. El rey le debía mucho y siempre se olvidaba de los servicios prestados por el almirante, al que abandonaba a su suerte cuando no le necesitaba. Vilamarí ha luchado a lo largo y ancho del Mediterráneo por Aragón, España y la cristiandad, antes y después de las guerras de Italia. Ha logrado grandes victorias contra los turcos, sarracenos y piratas. Y también contra franceses y venecianos en defensa del reino de Nápoles. Sé que no os gusta, pero sabed que a mí me cae simpático. En especial desde que logró, junto a su cuñado, que el rey desistiera de imponer la Inquisición en Nápoles.
—No es fácil hacer cambiar de opinión al rey Fernando —gruñó Joan—. Reconozco que eso tiene mérito.
Al fin se decidió a escribir aquella carta en la que pedía al gobernador amparo para sus hijos. Continuaba sintiendo rencor hacia aquel hombre, pero se dijo que debía sacrificar su orgullo por el bien de los muchachos. Era lo que Anna hubiera deseado.
Joan se despidió de sus hijos en el puerto con abrazos, besos y lágrimas. Nadie lo mencionó, pero todos tenían la certeza de que era la última vez que se verían. Era el adiós definitivo.
—Perdonadnos, padre —repitió Ramón—. Estabais en lo cierto, fuimos unos locos. Lo sentimos mucho.
Se miraron a los ojos y Joan no encontró en ellos la mirada acusadora de Ricardo Lucca que le había perseguido en los últimos años. Era a su hijo a quien veía. Le abrazó con todas sus fuerzas deseándole felicidad y encomendándole el cuidado de su hermano menor, tal como su propio padre, Ramón Serra, le había encomendado a él el de Gabriel treinta años antes.
En las siguientes semanas, Joan envió más libros y dinero a Nápoles y Zaragoza. Lo hizo con discreción y prudencia, puesto que la Inquisición castigaba con la muerte a los que compraban objetos a los reos de herejía, incluso si lo hacían antes de que se dictase sentencia. En el caso de Anna, la condena no sería efectiva hasta el auto de fe, por lo que aún no habían requisado sus propiedades.
Joan quería que los buitres carroñeros de la Inquisición se llevaran lo menos posible y mantenía apariencia de actividad normal en la librería para que no se notara que en parte la estaba desmantelando. Por suerte, Joan y Anna habían sido cautos y discretos y la Inquisición desconocía sus conexiones con las restantes librerías Serra en Valencia, Sevilla y Zaragoza, y si alguna vez llegaba a sospechar, jamás podría probar vínculos económicos.
—Estás loco —le dijo su hermano cuando le contó su plan—. Nadie ha escapado de la cárcel de la Inquisición.
—Esta será la primera vez —repuso Joan tranquilo.
—Te cogerán y te quemarán también en la hoguera.
—No me importa, prefiero terminar en la pira con ella que vivir sin tratar de rescatarla.
—Nadie te ayudará.
—Lo haré solo. Tú dime cómo llegar hasta el puente del Rey Martí.
Nadie se explicaba cómo Gabriel, un rudo metalúrgico, lograba sacar sonidos insospechados de las campanas, sonidos que llegaban al corazón, que alegraban, que enternecían, que producían melancolía e incluso llanto. Por aquel motivo gozaba del privilegio de ser el campanero mayor de la catedral y guardaba unas llaves para acceder al campanario. Una vez en el edificio, se podía llegar a la puerta que daba al puente del Rey Martí, construido cien años antes. Aquel rey, por motivos de seguridad y comodidad, hizo tender un puente que, cruzando por encima de la calle, unía sus habitaciones del palacio real con la catedral, donde asistía a misa desde la altura del primer piso. El puente había caído en desuso al dejar Barcelona de ser sede real, pues los Reyes Católicos se alojaban en las mansiones de distintos nobles cuando residían en la ciudad y el rey Fernando había cedido el palacio real a la Inquisición para que se estableciera en él. Allí, en los sótanos del palacio, tenía el Santo Oficio su cárcel y en ella esperaba Anna su ejecución.
Gabriel le contó a su hermano la rutina de la catedral, su disposición interior y cómo llegar a la entrada de aquel viejo puente tapiado.
—Si sale bien, será un milagro increíble —le dijo—. Estoy orgulloso de ti, hermano. Se necesita amar mucho a alguien, y tenerlos más que bien puestos, para intentar eso. Los Elois se admirarán cuando se enteren y dirán que aunque te empeñes en hacerte pasar por librero, continúas siendo uno de los nuestros.
—Gracias, hermano. Al caer la tarde recogeré las llaves.
—Y nos despediremos para siempre. —Gabriel tenía lágrimas en los ojos y le abrazó como si aquel fuera su adiós definitivo.
Aquella tarde, Joan embarcó hacia Nápoles los últimos objetos de valor y firmó un documento frente a un notario con Lluís, su amigo de la infancia, por el cual le vendía la librería, que continuaría funcionando. El precio era bastante inferior al valor real y los pagos se iniciarían un año después. Se incluyó en el documento la salvedad de que si alguien reclamaba unos derechos mayores que los de Joan y los demostraba, los pagos se harían a esa persona o entidad. Como testigos del acuerdo y de que aún no se había efectuado desembolso alguno firmaban Bartomeu y el resto de los empleados que tenían el título de maestro. Cuando la Inquisición se lanzara, como el depredador que era, sobre la librería, esa cláusula salvaguardaría la vida de Lluís y del establecimiento. Los inquisidores preferirían que la librería siguiera operativa, quedándose con el dinero que le correspondía a Joan, aunque fuera por debajo del valor real del negocio, antes que tener un edificio en ruinas y sin provecho alguno, como la antigua casa de los Corró.
Joan escribió en su libro: «El puente del Rey Martí. Hoy será el día del fin, o de un nuevo comienzo». Después de cerrarlo con cuidado, depositó un beso en su cubierta y lo lanzó al fuego de la chimenea. Antes había quemado todos los libros con sus anotaciones que conservaba desde que en su infancia escribió sus primeras letras; la Inquisición no se apoderaría de ellos. Cayó abierto y Joan contempló melancólico cómo el calor lo combaba antes de arder en un destello de luz efímera. Aquellas hojas guardaban su vida desde los doce años, su aprendizaje, sus sentimientos. El amor, la alegría, la tristeza y la sabiduría de sus maestros. Eran el reflejo de su alma. Y todo ello se convertía en un fuego que después sería ceniza.
—
Vanitas vanitatum et omnia vanitas
—recitó recordando la frase que pronunciaba Savonarola cuando ardían sus hogueras—. Vanidad de vanidades y siempre vanidad.
Las llamas se reflejaban en sus pupilas mientras murmuraba:
—El puente del Rey Martí.
Y después musitó una oración.