—Lo último es cierto. Fueron mis palabras, de agradecimiento y elogio, las que le sirvieron a Felip para encausarla.
—No te sientas culpable, eso es lo que él quiere —continuó el musulmán—. Francina sabía el riesgo que asumía al enfrentarse a los médicos. Es una mujer valiente que ha vivido como ha querido y que va a morir de la misma forma.
—En la hoguera —dijo Anna sombría—. Nadie quiere morir en la hoguera.
—Ella escogió ese destino desafiando a los inquisidores —dijo Abdalá—. Si se hubiera mostrado sumisa, temerosa y arrepentida, quizá hubiera escapado con una pena menor. Hasta ahora, los inquisidores no se habían preocupado de la brujería, solo de los conversos que practican el judaísmo de forma clandestina. Pienso que incluso dudan de la existencia de brujas reales y de pactos con el diablo. Si no hubiera sido por Felip, no se habrían fijado en ella.
—Felip es un miserable —dijo Joan con rabia—. No imagino a Francina sumisa y temerosa. Me alegro de que no pueda con ella.
—Francina no teme a la muerte, Joan —continuó Abdalá—. No deja nada atrás. Nos conocimos cuando tú tuviste dificultades en Italia y congeniamos de inmediato; ambos somos marginados sin lugar en esta sociedad intolerante. Prefiere morir con dignidad antes que vivir miserablemente, y quizá la quemen viva en la hoguera.
—¿¡Quemada viva!? —exclamó María—. ¿Por qué iba a ser quemada viva? A los condenados se les da la opción de ser estrangulados antes de que sus cuerpos ardan.
—Solo se les concede ese privilegio a los que se arrepienten públicamente y son aceptados de nuevo en la Iglesia —explicó Abdalá—. Conozco a Francina. Se confesará, dispondrá su alma para la muerte, pero no cederá ante los inquisidores. No les dará ese placer.
—¿Por qué iba a preferir ese horrible sufrimiento? —insistió María.
—Por dignidad —repuso Abdalá.
—Y porque es libre —añadió Joan.
Se miraron unos a otros en silencio. Anna se encargó de romperlo.
—¿Sabéis? Francina me parece admirable. Si morir es la única opción, hay que hacerlo con dignidad, aunque comporte un mayor sufrimiento.
Afligido, Joan escribió aquella noche: «Gracias, Francina, por salvarnos. Admiramos vuestro valor y dignidad».
Joan y Anna no podían quedarse cruzados de brazos mientras Francina era condenada y ejecutada por la Inquisición.
—Removeré cielo y tierra —le prometió el librero a su esposa.
Al primero que acudió fue a Bartomeu, que de inmediato le desanimó.
—Ya sabes que el poder de la Inquisición es total; el gobernador, al que nombra el rey, los obedece sin rechistar —le dijo—. El obispo, por su parte, ha delegado todos sus poderes en ella, nada puede hacer tampoco. Y las entidades ciudadanas, como el Consejo de Ciento, que siempre se han opuesto a la Inquisición han sido derrotadas repetidamente, pues el rey las hace callar o ignora sus quejas. Así que nada se puede hacer.
—Eso es desde fuera —dijo Joan—. ¿Hay algo que hacer desde dentro de la propia Inquisición?
—Quizá tengas un resquicio por el que penetrar —repuso Bartomeu después de pensarlo—. Aunque creo que Francina es un caso perdido.
—¿A qué os referís?
—El prior de Santa Anna, Cristòfol de Gualbes, es amigo del valenciano fray Joan Enguera, el segundo inquisidor. Sé que tienes buena relación con él. Inténtalo.
El prior acogió a Joan con amabilidad, pero al conocer el asunto dijo que era muy difícil salvar a Francina. Joan le insistió en su saber y en la pérdida irreparable que representaría que muriese alguien que sabía cómo luchar contra la peste.
—El cometido de la Inquisición es salvar el alma, no el cuerpo —repuso el prior enfático—. Lo segundo no importa frente a lo primero. Sin embargo, en deferencia a ti, hablaré con fray Joan Enguera por si algo se puede hacer.
Unos días después, cuando Joan regresó a Santa Anna, el prior le dijo:
—Habla de mi parte con mosén Pere Maull.
—¿Quién es?
—El maestre de la cofradía de la Muerte.
—¿Qué puede hacer él para salvar a Francina? —Joan recordaba a aquel siniestro personaje que junto a sus cofrades desfilaba en las ejecuciones y que había comandado el grupo de esqueletos danzantes que bailaron en la plaza de Sant Jaume.
El prior le contempló como si Joan tuviera dificultades de comprensión.
—Él no puede hacer nada para que viva, pero sí para que tenga una mejor muerte.
—Olvídate de Francina, lo suyo no tiene remedio —le dijo Bartomeu cuando acudió a contarle su decepción con respecto al prior Gualbes—. Y ocúpate de Abdalá.
—¿Qué ocurre con Abdalá?
—Ya sabes que Felip le odia tanto como a ti —explicó el mercader—. Y desde que está en tu casa, el maestro no vive en el
scriptorium
del último piso como hacía en la mía y en la de los Corró, sino que frecuenta la librería, conversa con tus clientes y sale a la calle. De repente se ha convertido en un anciano venerable y sabio al que la intelectualidad de la ciudad respeta y admira. Y no solo eso, sino que tus aprendices y oficiales, después de que los salvara de la peste, le veneran. Ya no solo influye en los jóvenes de tu casa, sino que a través de estos lo hace en muchos otros de la ciudad, que acuden a escucharle.
—Cierto. Abdalá tiene ochenta años y sin embargo goza de buena salud y de un intelecto privilegiado; no recuerdo haberle visto nunca tan feliz. El contacto con los jóvenes le da vida.
Bartomeu sonrió afirmando con la cabeza.
—Es cierto que se le ve muy feliz, más que cuando estaba conmigo. Pero me preocupa lo que se oye en la ciudad.
—¿Qué es?
—Como sabes, la Iglesia acepta la esclavitud cuando los cautivos pertenecen a otras religiones. Y el deber del amo es evangelizarlos para que renuncien a sus creencias, acepten el bautismo y pasen a formar parte de la comunidad cristiana. Entonces, una vez que el amo ha recuperado el dinero invertido con el trabajo del esclavo y este ha sido bautizado, debe darle la libertad.
—Sí, pero ese no es el caso de Abdalá —objetó Joan—. Aceptó la esclavitud para poder trabajar con los libros de los Corró a condición de que se respetase su religión. No es un falso converso, sino un musulmán declarado, y la Inquisición no puede hacer nada contra él. Es inmune a Felip.
—Precisamente eso es lo que los irrita. Dicen que es un mal ejemplo.
—Pues lo ha sido por muchos años —replicó Joan.
—Sí, pero ahora ejerce de maestro y los clérigos temen que conduzca a los jóvenes a la herejía.
—Eso es absurdo —dijo Joan indignado—. Nada más lejos de la intención de Abdalá que convertirse en un predicador. Admite el cristianismo y evita denunciar sus contradicciones. Les enseña a los jóvenes, entre otras muchas cosas, a ser tolerantes.
—¿Tolerancia? —rio Bartomeu—. La tolerancia es peligrosa, es herética para los inquisidores. —Y cambiando a un gesto serio, continuó—: Si hablo ahora contigo, no es para debatir lo que es o no absurdo, sino porque temo por Abdalá.
—Repito que nada puede hacer la Inquisición contra él.
—Habla con Abdalá, Joan —insistió Bartomeu—. Conoces a Felip, es un asesino. Mata por placer. Temo que esté planeando su muerte. Y no necesita de la Inquisición para matarle.
Aquella misma tarde, Joan tuvo una conversación con Abdalá en el
scriptorium
, y le relató lo tratado con Bartomeu y las preocupaciones del mercader. El anciano rio.
—¿Tú crees que voy a alterar mi forma de vida solo por temor?
—No, pero os pido que toméis precauciones. Evitad salir a la calle, que no os vean tanto. Antes apenas salíais.
—Mi vida es ahora distinta, Joan. —Una sonrisa dulce iluminaba su cara—. Me relaciono mucho con los jóvenes. A ellos les gusta y a mí también. Ellos salen a la calle y yo también.
—Y ¿si os lo ordena vuestro amo?
El musulmán clavó su mirada en los ojos de Joan y su expresión cambió de jocosa a seria.
—¿Me lo ordenas? —dijo al rato.
—No, claro que no, maestro —balbució el librero avergonzado—. Solo os lo recomiendo.
La sonrisa de Abdalá regresó, sus manos buscaron las de Joan y las tomó con ternura.
—Gracias por tu preocupación y cariño, Joan —murmuró—. Sé que tus palabras surgen del corazón. ¿Recuerdas cuando te dije, hace muchos años, que los libros tenían cuerpo y alma como las personas?
—No lo he olvidado. —El contacto huesudo y cálido de las manos del granadino y el tono cariñoso y suave de sus palabras le emocionaban. Presentía que quería decirle algo importante.
—Pues bien, las personas son como los libros —continuó el anciano—. Sus vidas son relatos que tienen un principio y un final. Y es fundamental que la historia termine bien.
»Estoy escribiendo las últimas páginas del libro de mi vida. Y trato de hacerlo con mi mejor caligrafía. Tengo muchos años, Joan. ¿Crees que voy a dejar que el miedo, el temor por mi vida, cuando ya vale tan poco, emborrone mi final? ¿Qué ejemplo les daría a los muchachos jóvenes si me viesen temblar por un matón? Pronto llegaré a la última página y quiero que sea un final digno. No me esconderé.
El librero mantuvo sus manos entre las de su maestro y cerró los ojos para retener cada una de sus palabras. Aquel hombre le hacía retornar a la infancia. Notaba que su corazón se encogía y que sus párpados contenían una lágrima. Presentía que el anciano estaba en lo cierto. Su fin estaba próximo y tendría una muerte digna.
En su camino hacia la plaza del Rey, la procesión del auto de fe iba a pasar frente a la librería. La familia Serra y sus empleados la aguardaban en un silencio compungido. Transcurrió un largo rato hasta que divisaron la cabeza del desfile.
—¡Ya vienen! —gritó uno de los aprendices, que llegaba corriendo de la plaza de Sant Jaume—. ¡Ya vienen!
La calle era estrecha y los empleados se situaron apretados contra las paredes de las casas para dejar paso a la comitiva. Anna, Joan, María y Pedro se asomaron a las ventanas del primer piso. Un fraile dominico ataviado con el hábito blanco y la capa negra característica de su orden abría la marcha. A pesar del frío invernal, iba descalzo y con la capucha baja, mostrando la amplia tonsura de su cabeza. Joan recordó el tiempo en que él fingía ser un dominico en Florencia. ¡Habían ocurrido tantas cosas desde entonces!
El fraile portaba el estandarte de la Inquisición, que lucía en el centro una cruz verde de madera espinada con una espada a su derecha y una rama de olivo a la izquierda. La espada representaba el castigo para el pecador y la rama de olivo, la reconciliación y el perdón para el arrepentido. El pendón mostraba también una inscripción en latín que decía: «¡Álzate, oh, Señor, a defender tu causa!».
—¿La causa del Señor? —inquirió Joan—. ¡Qué burla!
—La Inquisición presume de conjugar la espada y el olivo, castigo y perdón —murmuró Anna—. A los arrepentidos los perdonan para ajusticiarlos acto seguido. ¡Vaya un perdón!
—El perdón no quita la pena —repuso Joan.
—Me da a la vez coraje y asco —concluyó ella.
Al portaestandarte le seguían un grupo de monaguillos cantando y otro fraile dominico también con la capucha baja y descalzo que portaba una gran cruz. Después, a pie, llegaba la comitiva de los notables, formada por el gobernador y un numeroso grupo de nobles y magistrados, la mayoría al servicio del rey. Y a continuación desfilaban los oficiales del Santo Oficio presididos por el inquisidor, al que acompañaban sus alguaciles, notarios, escribanos y tropa. Entre ellos destacaba el corpachón del fiscal, que, ufano y conocedor de su poder, se pavoneaba como si fuera el amo de la ciudad.
—¡Mirad al fanfarrón! —murmuró Pedro desde la ventana al verle.
—¡El fiscal es un indigno! —dijo Joan lo suficientemente alto para que le oyeran en la calle.
Y desde abajo, los aprendices que rodeaban a Abdalá abuchearon al grueso pelirrojo.
—¡Fuera mosén Girgós! —gritaban—. ¡Indigno!
Felip miró desafiante a las ventanas, sonriendo desdeñoso ante la desaprobación que causaba en la librería. Su mirada y la de Joan se enlazaron largo tiempo hasta que el fiscal la desvió para fijarse en Abdalá, que destacaba en la calle por su indumentaria morisca y su turbante.
—¡Moro de mierda! —le dijo con rabia—. Haré que tú y esos libreros aprendáis a respetarme.
Y sin detener el paso recuperó su porte altanero y orgulloso. Le seguía un grupo de frailes dominicos en silencio y encapuchados que cerraban esa parte de la procesión. Después de un amplio espacio, desfilaba otro fraile que portaba una cruz en alto.
—¡Mirad! —dijo Anna en un susurro.
Detrás del fraile, una mujer de unos cincuenta años arrastraba los pies vestida con el sambenito amarillo con cruces rojas y el cucurucho. Llevaba un cirio apagado en sus manos y una soga al cuello que la unía a la siguiente, que no era otra que Francina. Mientras que la primera no apartaba la vista del suelo, Francina mantenía la cabeza alta y miraba a la gente a los ojos, aunque la mayoría insultaba a «las brujas» y les lanzaba objetos. Los soldados que las acompañaban no trataban de impedir el escarnio del populacho. Sus únicas órdenes eran que aquellas mujeres llegaran vivas a la muerte. El aspecto de Francina era, a pesar de sus esfuerzos por aparentar firmeza, de agotamiento, y sus ojeras mostraban los estragos de la prisión y la tortura.
—¡Francina nos salvó de la peste! —dijo Anna desde la ventana—. ¡Gracias!
—¡Gracias, Francina! —secundó Joan. Hubiera querido poder darle un último abrazo y hablar con ella para expresarle su cariño y admiración, pero era imposible. Se limitó a repetir—. Gracias.
—¡Francina es inocente! —dijo Abdalá a media voz, y los aprendices lo repitieron a gritos.
No solo Joan y Anna se sentían en deuda con Francina, también los muchachos que habían pasado lo peor de la peste en la librería al cuidado de Abdalá. Muchos vecinos que conocían lo ocurrido en la librería vitorearon también a Francina, que cuando levantó su mirada hacia Joan y Anna mostraba lágrimas en los ojos y una breve sonrisa de agradecimiento en los labios. Anna no pudo contener el llanto.
A Francina, unida a ella por la soga, la seguía otra mujer con su sambenito y capirote correspondientes, cabizbaja y con una vela apagada. Tras ella, había una cuarta bruja que en todo vestía como las anteriores, solo que montaba un borrico guiado por un soldado y estaba atada a unos palos sujetos a la silla que la mantenían erguida. Había muerto durante su prisión, quizá torturada. Su desagradable aspecto y olor mostraban que era un cadáver de días.