Ante aquella inesperada aparición, el enemigo pasó del valor al asombro y después al miedo. Por su parte, los libreros se sintieron contagiados por la loca audacia de su jefe y con un clamor triunfal apartaron los parapetos con los que se protegían y acometieron a sus enemigos. El primero en llegar al lado de Joan para cubrirle el flanco izquierdo fue Niccolò, seguido de Giorgio y de los oficiales y aprendices, que acudieron en manada imitando a sus maestros. Dos de los atacantes soltaron las armas para rendirse, otros cayeron heridos, y los que quedaban recularon hasta la entrada tratando de no darles la espalda. Si antes se empujaban para entrar, ahora lo hacían para salir.
Al poco, Joan, secundado por los suyos, perseguía a los partidarios de los Orsini fuera de la librería, entre los carros convertidos en hogueras y ante el asombro de los vecinos, que contemplaban el espectáculo desde sus ventanas entreabiertas. Entonces se oyó un cornetín que provenía del Campo de’ Fiori y un aprendiz gritó desde una de las ventanas del
scriptorium
situado en el segundo piso:
—¡La caballería vaticana! ¡Llega la caballería del papa!
Aquello evitó que los huidos se reagruparan y escaparon como pudieron en todas direcciones. Joan hizo ademán de perseguirlos, pero Niccolò le sujetó del brazo.
—¡Ya basta! Ya ha habido suficiente sangre.
—Ojalá sea la última que se derrame —gruñó Joan al detenerse.
Notaba que la rabia que había sustituido al dolor desaparecía y era reemplazada por una angustiosa inquietud. Se preguntaba si su madre aún viviría y cuántos más de los suyos habrían caído en la lucha.
El interior de la librería recordaba a los restos de un naufragio: mesas destrozadas, libros deshojados, sangre, lanzas, espadas y dagas, cuerpos inertes y otros que aún se movían. Joan reconoció apenado el cadáver de uno de los aprendices de la imprenta. Su mirada fue al rincón donde se encontraban los rendidos. Levantaban las manos frente a las lanzas con las que los aprendices los apuntaban y suplicaban piedad. Eran dos chicos jóvenes, ni siquiera tenían barba.
—Mantenedlos ahí. Ahora regreso —les dijo.
Y se lanzó escaleras arriba hacia el dormitorio. Encontró a Eulalia acompañada por María y por Anna; la habían tendido en la cama y llevaba un aparatoso vendaje en la cabeza. María se levantó al verle y le susurró al oído:
—Creo que vivirá.
Joan cerró los ojos, llenó los pulmones de aire y dejó ir un suspiro de alivio.
—Gracias, Señor —musitó.
—¡Joan! —Su madre le llamaba con voz tenue. Tenía los ojos entreabiertos.
Él acudió a besarla y se sentó en el lecho. Le tomó la mano y acariciándola empezó a hablarle. Le decía que estaban ya a salvo y que pronto se recuperaría.
Anna aguardó comprensiva a que Eulalia cerrara los ojos para descansar. Entonces Joan se levantó y la abrazó, y a ella no le importó que su vestido se manchara con la sangre que le cubría a él.
—¿Os encontráis bien? —le preguntó.
—Sí.
—No. Pues no lo estáis. Tenéis varias heridas que hay que curar. Venid conmigo.
Y sin esperar respuesta le cogió de la mano y, tirando de él, le condujo a la cocina. Joan estaba asombrado, no recordaba haber sido alcanzado por sus contrarios y solo creía tener pequeños rasguños. Sin embargo, cuando Anna le quitó el coselete, el jubón y la camisa, vio sus prendas ensangrentadas y hechas jirones y, por primera vez, sintió el intenso dolor de sus heridas. La enorme tensión sufrida y la convicción de que luchaba por su supervivencia y la de los suyos le habían hecho ignorar el dolor, que ahora aparecía junto con el cansancio.
—La sangre se os escurría por los calzones y dejabais huellas al andar —le dijo ella mientras le lavaba con un paño mojado en agua y le aplicaba otro empapado en aguardiente.
Él gruñó al sentir el escozor. Tenía heridas en la espalda, en ambos brazos y una particularmente dolorosa y sangrante en el costado. Sin embargo, ninguna parecía grave y Anna supo contener las hemorragias con vendas.
—Miquel Corella quiere hablar con vos —los interrumpió un aprendiz enviado por Niccolò.
—Pídele al capitán que tenga la bondad de esperarme junto a su tropa —respondió Joan.
Cuando el aprendiz salió se unieron de nuevo en un abrazo que Anna no estrechó demasiado por temor a reabrir las heridas. Notó un calor tenue y sintió un alivio infinito. Una pesadilla, se dijo. Todo había sido una horrible pesadilla.
—¡Qué afortunados hemos sido! —murmuró ella.
Joan se reunió con los maestros para analizar la situación. Además del aprendiz muerto había varios heridos, aunque solo uno de consideración. Se decidió dejar al herido grave bajo el cuidado de María y las criadas y que los demás permanecerían en los talleres una vez que se efectuaran las curas. Y se dispuso una capilla ardiente para el fallecido.
Después Joan se dirigió a los muchachos prisioneros, que permanecían de pie, custodiados por los aprendices, y sin mediar palabra agarró al primero del jubón con la mano izquierda retorciéndolo con rabia y con la derecha sacó su daga. El chico chilló tratando de protegerse del filo del arma con los brazos.
—¡Piedad! —sollozó tembloroso—. ¡Perdonadme, os lo ruego!
—¿No eras todo un hombre para matar a mi familia? —le gruñó Joan mostrándole los dientes—. ¡Pues aprende a ser un hombre para morir!
El chico temblaba y con un hilo de voz suplicó compasión de nuevo. Joan mantuvo la daga en alto y después lo soltó.
—Diles a tus amigos que nosotros también matamos, pero en defensa propia. —Hizo una pausa—. Os perdono la vida.
—Gracias, señor —murmuraron los chicos, cabizbajos.
—¿Qué hacemos con los enemigos heridos? —quiso saber Giorgio.
—Montad unas parihuelas y, con la protección de la caballería vaticana, dejadlos frente al palacio Orsini del Campo de’ Fiori. Haremos lo mismo con sus muertos. Y no solo con los de dentro de la librería, sino también con los que están esparcidos en la calle. Que esos chicos os ayuden como condición a su libertad.
—Por un momento pensé que ibais a matar a ese muchacho —comentó Niccolò—. Me alegro de que solo le asustarais. —Y después de sonreír irónico añadió—: Aunque no creáis que vuestra misericordia va a evitar nuevos asaltos de los Orsini. Será todo lo contrario. Los hombres agreden antes a quienes aman que a quienes temen. No pudieron con nosotros, tienen ocho muertos y numerosos heridos, lo han pagado muy caro. La exposición de sus cadáveres en el Campo de’ Fiori, y no la misericordia, es el mejor mensaje que les podemos enviar. Que nos teman, porque nunca nos amarán.
Joan meneó la cabeza disgustado. ¿Le estaba insinuando Niccolò, con sus maneras diplomáticas, que debería haber matado a aquellos chicos a sangre fría?
Al salir a la calle, Joan se encontró con el escuadrón de jinetes vestidos con los colores amarillo y grana vaticanos. Sostenían bien alto el estandarte del toro de los Borgia. Varios habían desmontado y entre ellos estaban su amigo el valenciano Miquel Corella, que comandaba el grupo, y el gigantón extremeño Diego García de Paredes. El cuerpo más bien pequeño y delgado de Miquel contrastaba con el de su compañero, aunque todos sabían que, a pesar de su tamaño, el valenciano poseía una fuerza extraordinaria que provenía más de su nervio que de su músculo. En su cara bien afeitada destacaba una nariz mucho más aplastada que la de Joan, consecuencia de múltiples roturas. A Miquel Corella le llamaban don Michelotto y era temido en Roma. Cuando se mostraba enfadado o agresivo, su faz se asemejaba a la del toro de la enseña de sus amos a punto de embestir. Entonces producía verdadero terror.
Miquel fue a abrazarle, pero Joan le detuvo, dándole solo la mano.
—Tengo heridas en todo el cuerpo —dijo—. Lo siento.
—Me alegro de que estés vivo. —Y haciendo un gesto que abarcaba la calle entera, añadió—: Cuéntame.
Joan les relató lo ocurrido.
—Esos estúpidos creyeron poder asaltar el Vaticano —explicó Miquel—. Pretendieron forzar el puente de Sant’Angelo con su caballería y cruzar el Tíber con barcas.
—Y no consiguieron ni lo uno ni lo otro —continuó García de Paredes—. Después de rechazar su primer ataque salimos del Vaticano y los hemos ido desbaratando choque tras choque.
—Se han vuelto a atrincherar en sus reductos —dijo Miquel—. Y, aunque estamos recuperando el control del resto de la ciudad, sería imprudente entrar en sus feudos. Nos hemos acercado hasta aquí para asegurarnos de que los nuestros de esta zona estáis bien.
—¿Está vivo el papa? —quiso saber Joan—. ¿Cómo se encuentra?
—Alejandro VI goza de buena salud —repuso Miquel Corella—. ¡Alabado sea el Señor!
—Entonces, ¿cómo se han atrevido los Orsini a sublevarse?
Miquel se encogió de hombros.
—Ya sabes que el clan es muy poderoso. Controlan barrios enteros en Roma y fuera de la ciudad poseen extensos territorios cuajados de fortalezas. Son aliados de Francia y por lo tanto enemigos de nuestro papa. Aunque la invasión francesa fracasó, los Orsini continúan recibiendo dinero y refuerzos franceses, se ven poderosos y se envalentonan. Pero esta vez calcularon mal.
—¿Sabéis qué otras casas han sido asaltadas? ¿Algún amigo ha sufrido daños?
—El palacio de uno de nuestros cardenales ha sido saqueado e incendiado —contestó Miquel—. Por suerte pudo huir. No tuvieron tanta fortuna un mercader valenciano y otro siciliano. Murieron junto a sus familias y solo pudieron escapar un par de sus criados. Y me temo que, conforme patrullemos la ciudad, nos encontraremos con algún saqueo más.
—Uno de mis chicos murió, pero no mostraremos temor —dijo Joan con firmeza—. Haremos vida normal, aunque con las armas al alcance de la mano y a la vista de todo el mundo.
—Me alegro de que mantengáis los ánimos —contestó el capitán vaticano—. Estoy seguro de que no esperaban encontrar esa resistencia. —Y señalando los carros convertidos en hogueras añadió—: Iban en serio.
—No podemos entretenernos —les recordó Diego García de Paredes—. Habrá más compatriotas que precisen ayuda.
—No os molestarán por el momento —aseveró Miquel—. La revuelta ha fracasado y regresan a sus casas.
Y tras desearles buena suerte, los lanceros vaticanos se alejaron. Joan se quedó contemplando los restos de los carros, que aún ardían frente a la librería; le recordaban que la tragedia se podía repetir en cualquier momento.
Sin dejar que se descuidara la guardia, Joan reunió a todos los de su casa que no estaban cuidando de los heridos; había mucho que lamentar y rezaron frente al cadáver del chico muerto. Después ordenó subir un barril de vino de la bodega. También había mucho que celebrar. Ni más ni menos que la vida de los supervivientes.
«Tiene razón Niccolò cuando dice que la suerte de mi casa depende de las armas de los
catalani
—escribió Joan en su libro—. Y también está en lo cierto Miquel Corella. Soy uno de ellos, me guste o no.»
Al día siguiente, la librería abrió como de costumbre, aunque con crespones en señal de luto en las ventanas. El trabajo de limpieza y reconstrucción era enorme y todos se aplicaron con energía a recuperar el local. En aquel primer día ya se dejaron ver algunos de los fieles al papa, habituales, que vivían cerca. Acudían en grupos o acompañados por criados, y armados hasta los dientes, en busca de noticias. No les importaba el estado del local, sino que, al contrario, lo consideraban un motivo de orgullo, el escenario de una batalla ganada por los suyos. Y conforme los
catalani
dieron muestras de controlar la mayor parte de la ciudad, la concurrencia aumentó, primero tímidamente, para recuperar al cabo de una semana su aspecto cotidiano.
Eulalia fue curando, los demás heridos también sanaron, y en pocos días la vida parecía haber retornado a la normalidad, aunque para Joan la revuelta de los Orsini y el ataque a su librería representaban una demostración de su fragilidad y un claro aviso de lo que en cualquier momento podía desatarse. Estaba inquieto, no tanto por el peligro que suponían los enemigos del papa como por algo más oscuro y oculto. Los Orsini eran una amenaza, pero estaban a la vista y podía tomar medidas para protegerse de ellos. No ocurría lo mismo con aquel otro temor, relacionado con su esposa, que aún no se había concretado.
—¿Qué tal pasasteis la noche? —inquirió Anna con los párpados aún llenos de sueño una mañana, semanas después.
—Bien —mintió Joan mientras mojaba una rebanada de pan en un cuenco de leche.
Una pesadilla semejante a la de la Inquisición le había despertado, angustiado, en la noche.
Desayunaban en el comedor familiar situado en el primer piso, mientras que el personal de la librería, maestros, oficiales y aprendices, lo hacía en la planta baja. A través de la ventana que daba al patio interior le llegaba al matrimonio Serra el ruido de los cacharros que se mezclaba con las conversaciones, las bromas, risas y gritos de los aprendices, que los maestros acostumbraban a reprimir cuando se hacían excesivos. Aquellos sonidos que anunciaban un nuevo día de trabajo, lo cotidiano, la realidad presente aliviaban al librero del recuerdo de su pesadilla.
—Y ¿vos? —quiso saber él.
Anna afirmó con la cabeza al tiempo que cerraba los ojos, sonriendo. Bien, había dormido bien, se dijo Joan. Así debía ser, y ese era el motivo por el que él no compartía con ella la inquietud que le causaban aquellos sueños, demasiado recurrentes en los últimos días. Sin embargo, se dijo que quizá también ella sintiera que el peligro acechaba y disimulase para no preocuparle.
Cuando regresaron al dormitorio, Anna se puso a amamantar al bebé y Joan se vistió con camisa blanca y un jubón de terciopelo verde oscuro para bajar a la planta de calle. Todavía se le hacía extraño aquel lujo; hacía solo tres años se cubría con los harapos de un esclavo de galeras y apenas habían transcurrido dos desde que recuperó la libertad. Quizá fuera el cambio radical, la increíble bonanza experimentada en su existencia, lo que le producía aquel vértigo, aquella inquietud. Todo parecía demasiado hermoso para ser cierto. Tal vez porque su vida había sido una lucha continua contra el infortunio, no estaba acostumbrado a aquella felicidad y temía que algo la truncara.
No solo había logrado casarse con la mujer a la que tanto amaba, sino que, a punto de cumplir los veinticinco años, poseía, gracias al apoyo de Miquel Corella y sus amigos de Nápoles, una librería; su sueño desde que entró a trabajar de aprendiz con los libreros Corró en Barcelona cuando tenía solo doce.