Sin embargo, sentía que tenía un compromiso moral con el marqués napolitano, fruto de las ideas que compartían. Como también lo tenía con Miquel Corella y el clan de los
catalani
. Y a ello debía sumar los meses que le faltaban por cumplir al servicio del rey de España. Aquellos eran los límites a su libertad.
El dilema entre libertad y compromisos le inquietaba, y buscó su libro para escribir. «¿Estoy defraudando la promesa de ser libre hecha a mi padre? ¿Hasta qué punto se puede ser libre sin comprometerse?» Recordó una conversación con Bartomeu, de niño, a los pocos días de llegar a Barcelona y anotó: «Solo un hombre libre puede comprometerse. Y yo lo soy».
—Mañana a mediodía tienes una cita en el Vaticano —le dijo Miquel Corella una tarde en la librería.
—¿Una cita? —preguntó Joan sorprendido—. ¿Con quién?
—Con el portaestandarte vaticano: César Borgia.
Al librero no le gustó el tono de don Michelotto, sonaba demasiado a una orden.
—Y ¿qué quiere?
—Si te lo contara yo, no necesitarías hablar con él. Te espero en el Vaticano.
Un poco antes del mediodía, Miquel Corella acompañó a Joan a la sala de las Sibilas, en los edificios papales, cuyos techos y paredes estaban decorados con pinturas de apóstoles, profetas y profetisas. Aunque era menos lujosa que la sala donde le había recibido Alejandro VI, al librero le pareció magnífica.
Después de una corta espera apareció César Borgia. César tenía veintidós años y se le consideraba el hombre más atractivo de Roma. Una nariz recta, cejas bien dibujadas y unos ojos oscuros, sagaces, de mirada decidida adornaban una cara en la que lucía una barba castaña bien cuidada y pelo en melena. Joan le tenía una cierta confianza, pues en sus tiempos de cardenal frecuentaba su librería. Cuando era eclesiástico, quizá para mostrar su ausencia de vocación, César vestía en muchas ocasiones como un seglar, y su atuendo no había variado mucho. Bajo un jubón de seda negra asomaba una camisa blanca con encajes de blonda y se tocaba con un amplio sombrero también negro con medallones de oro. Una cadena del mismo metal colgaba de su cuello y llevaba daga y espada al cinto. Su altura era semejante a la de Joan, y mostraba una esbelta corpulencia. Aunque su aspecto no era fornido en exceso, en Roma se le atribuía una fuerza excepcional.
Esbozó una fugaz sonrisa al saludarle y, después de sentarse tras su mesa, invitó a Joan y a Miquel a imitarle.
—Os preguntaréis por qué os he llamado —dijo con la cordialidad distante que usaba cuando quería ser amable.
—Cierto, señoría —repuso Joan.
—Os pido que tratéis lo que vamos a hablar con absoluta reserva. —Miraba a Joan fijamente, con expresión severa.
—Eso os lo garantizo —se adelantó Miquel mientras asomaba a su cara aquella sonrisa suya que implicaba una amenaza.
—Por supuesto, señoría —ratificó el librero.
—Sé que conocéis la situación que vive Florencia. Dais empleo a varios exiliados florentinos que seguro os tendrán al corriente.
A Joan le dio un vuelco el corazón. ¿Estaría relacionada aquella cita con la nota de Innico? Afirmó con la cabeza mientras sostenía la mirada escrutadora de César y esperó a que este continuase.
—Desde antes incluso de la caída de los Medici y de la invasión francesa, ese fraile loco ha estado incordiando a los papas. En sus sermones dice barbaridades sobre mi padre, tales como que tiene asegurado un sillón en el infierno. Lo mismo hizo con Inocencio VIII, el anterior papa: decía que era la encarnación del diablo. Bendijo la invasión francesa, llamando a Carlos VIII
enviado de Dios
, y le animó para que depusiera a mi padre. Tampoco dejó que Florencia se sumase después a la Santa Liga contra Francia, y de hecho sigue siendo aliado francés. Imagino que os han contado de qué forma impone el terror en la población con sus llorones, y que quema arte, libros y a personas en sus hogueras de las vanidades.
—Así es, señoría —asintió Joan.
—Mi padre le ha invitado varias veces a venir a Roma con el fin de convencerle, pero el astuto monje alega enfermedades para quedarse en Florencia. Incluso le ofreció el capelo cardenalicio, pero Savonarola lo rechazó.
—Sus sermones fanatizan al pueblo —intervino Miquel—. El papa le prohibió darlos, pero tras obedecer unos meses volvió a ellos, obligando al pontífice a excomulgarlo. Ahora está callado, aparentemente, pero es su cofrade Domenico de Pescia, también fraile dominico, quien los da. No hay duda de que Savonarola pone las palabras en su boca.
—He convencido a mi padre para que terminemos con él —afirmó César interrumpiendo a Miquel.
Joan abrió ligeramente los ojos asombrado. Innico estaba en lo cierto.
—Savonarola tiene muchos partidarios que darían su vida por defenderle —dijo Joan—. ¿Pensáis ir con un ejército contra Florencia?
—Demasiado caro y arriesgado —repuso César—. No sería una buena idea; la única acción bélica será el bloqueo marítimo. Queremos minar los ánimos de la población, que se desencanten del fraile predicador y que sean los propios florentinos quienes lo echen.
—Y ¿qué puedo hacer yo al respecto?
—La clave está en un libro —dijo Miquel.
—¿Un libro? —se extrañó Joan.
—En efecto —continuó el valenciano—. Necesitamos a un librero de toda confianza y con el valor que demostraste tú en Ostia. Le gustaste al papa y hemos decidido que seas tú quien encuentre ese libro y nos lo traiga.
—Pero ¿de qué libro se trata? ¿Por qué es tan importante?
—Es el
Libro de las profecías
—respondió César.
—Y ¿qué contiene?
—Creemos que su autor se llamaba Michelle Bonacolsi y que el libro contiene, como es natural, profecías —contestó Miquel.
—¿Profecías? —exclamó Joan asombrado—. Pero ¿el papa cree en eso?
Joan comprendió que acababa de hacer la pregunta equivocada cuando vio que sus interlocutores le contemplaban en silencio.
—Bueno, me refiero a que una persona cualquiera empiece a… —añadió tratando de enmendar lo dicho.
—¡Pues claro que cree! —estalló Miquel—. ¡Y mucho! ¿Cómo no va a creer en ellas si es la cabeza de la Iglesia? ¡Mira quiénes están pintados en estas paredes! ¡Profetas! ¡Sibilas!
—Precisamente porque cree en las profecías quiso llegar a un acuerdo con Savonarola en lugar de aplastarlo —añadió César con una tranquilidad que contrastaba con la excitación de Miquel.
Joan se quedó mirándole sin comprender; esperó a que sus interlocutores hablaran, no quería hacer otra pregunta incorrecta.
—El fraile Girolamo Savonarola empezó a predicar en Florencia en 1482 —explicó Miquel ante el silencio del Borgia—. Instaba a los fieles a una vida pobre, llena de austeridad. Pero sus formas violentas, sus críticas a cualquier pequeño placer mundano y las referencias continuas a las incontables penas del infierno terminaron desesperando a muchos y se vio obligado a abandonar la ciudad. Regresó habiendo perfeccionado sus artes oratorias, como responsable del convento dominico de San Marco, desde donde reanudó sus discursos. Pedía pobreza y austeridad y cargaba contra la Iglesia y el papa Inocencio VIII y sus antecesores, que habían patrocinado el arte y a los artistas.
—Aparte de una oratoria más efectiva, Savonarola aportaba ahora algo distinto: las profecías —continuó César—. Acertó anunciando la muerte del papa Inocencio y la de Lorenzo el Magnífico. Las calamidades apocalípticas con las que amedrentaba a la gente fueron ocurriendo: hambre, epidemias de sífilis, peste, guerra… Y acertó también al pronosticar la invasión francesa y la derrota de Florencia.
—La gente le cree un profeta, un enviado de un Dios duro y vengativo. Tiemblan de terror en sus sermones y, en la creencia de que el fin de los tiempos está cerca, siguen sus recetas de austeridad, oración y penitencia. Esa piedad no es mala en sí, pero se convierte en dañina cuando se impone por la fuerza a los demás, como hacen sus seguidores. El fraile está rodeado de tropas de fanáticos que, a la espera de la recompensa del cielo, están dispuestos a dar la vida por él. Y de esa forma ha logrado controlar Florencia.
Joan afirmó con la cabeza; conocía bien aquellos episodios por boca de Niccolò y de sus otros empleados florentinos.
—Y ¿qué os hace pensar que no está en lo cierto? ¿Por qué creéis que el fraile es un falso profeta?
Joan notó una dura mirada de don Michelotto.
—Porque tenemos nuestros informadores —repuso el capitán vaticano.
—Savonarola es un gran orador que disfruta aterrorizando a sus audiencias, aunque no tiene nada de profeta —explicó César—. En el convento de San Marco hay dos frailes estrechamente allegados a él. Uno es Domenico de Pescia, que da sus sermones y se convierte en la voz de Savonarola cuando este decide obedecer y deja de predicar. Y el otro es fray Silvestro Maruffi, un fraile aún más lunático que los otros dos; es sonámbulo y tiene visiones. Ese es el origen de las profecías, aunque no son suyas, sino que las interpreta gracias al libro escrito por otro dominico llamado Michelle Bonacolsi, muerto hace unos años.
—Por lo tanto, si les arrebatamos ese libro, del que no existe copia, privamos a los frailes de su arma más poderosa: las profecías —continuó Miquel—. Sin ellas se derrumbarán en pocos meses.
—Y esa es vuestra misión: conseguir el libro —concluyó César mirándole fijamente a los ojos—. El convento tiene una amplia biblioteca y vuestra experiencia en libros es necesaria.
—¿Yo? Pero cómo voy a…
—Consideramos también la posibilidad de que pudieras asesinar a Savonarola y al fraile lunático —le interrumpió el capitán de la guardia—. Aunque de momento desistimos. No queremos convertirlos en mártires.
A Joan le habría gustado suspirar aliviado al saber que no se le encargaba un trabajo de sicario. Pero fue incapaz; aquel cometido le producía una gran inquietud. No tenía ni idea de cómo cumplir lo que le pedían. Y sabía que sus interlocutores esperaban que se sometiese y aceptara sin más. Aun así, no estaba dispuesto a hacerlo. Se armó de valor, se irguió y, mirando a los ojos a César, dijo:
—Me honra mucho, señoría, que tengáis tal confianza en mis habilidades, que desde luego no son tantas. —Hizo una pausa. No quería ni mirar a la cara a don Michelotto cuando este oyese lo que iba a decir—. Sin embargo, deseo pensarlo. Os suplico que me concedáis un par de días antes de responder.
—Creen que vuestra obligación es aceptar —dijo Anna, sentada en la cama de la alcoba, cuando Joan terminó su relato—. No consentirán que os neguéis.
—Eso me hizo saber don Michelotto al salir de la reunión. —Joan estaba en su silla, frente a su esposa—. Me lanzó una mirada asesina y me preguntó que cómo me atrevía a decirle a César Borgia que lo iba a pensar.
—Y ¿qué le dijisteis?
—Que era un hombre libre y que estaba en mi derecho.
—Y ¿qué respondió?
—Que lo único que yo debo decidir es si estoy con ellos o en su contra. Que no hay término medio.
—Eso es lo que podéis esperar de ellos, una amenaza —dijo Anna preocupada—. ¿Qué vais a hacer?
—Como les dije, lo voy a pensar.
—Me temo que hay poco que pensar. —Ella hablaba lentamente—. Ya conocéis mi opinión sobre el clan. Son gente peligrosa.
—Aun así, lo pensaré, Anna. Por una parte deseo ir, pero por otra no quiero dejaros cuando aún os recuperáis de lo sucedido.
Ella esbozó una sonrisa tímida.
—Y ¿si me pongo enferma como cuando la guerra contra los Orsini?
Joan comprendió que bromeaba y, apoyándose en el respaldo de su silla, le acarició la cara.
—No serviría —le dijo devolviéndole la sonrisa—. Además, ya visteis lo que aquello nos trajo.
Anna quedó pensativa. Su expresión había vuelto a ensombrecerse.
—Don Michelotto vuelve a utilizaros como hizo en el asesinato de Juan Borgia. ¿Es que no lo veis?
—Pienso tomar mi decisión con libertad.
Ella negó con la cabeza.
—Imposible.
A la mañana siguiente, en el patio del taller, Joan revisaba con Giorgio, el primo de Niccolò, maestro de encuadernación, la calidad del cuero y de las letras estampadas a golpe frío en la cubierta de las tapas de una partida de libros… Se trataba de
Secretum secretorum
, una obra traducida al italiano de una edición catalana traducida a su vez del latín, y antes posiblemente del árabe o del hebreo. Niccolò la consideraba una de sus lecturas favoritas, pues trataba de los supuestos consejos de Aristóteles a Alejandro el Magno sobre el buen gobierno. Aunque el teólogo franciscano Roger Bacon la había elogiado en su tiempo, la Iglesia seguía mirándola con recelo tanto por su procedencia pagana como por su parte esotérica, en la que trataba sobre las artes adivinatorias del futuro. Por ese motivo, a pesar de la gran demanda del libro, solo se ofrecía a clientes escogidos.
Giorgio era un experto librero exiliado de Florencia que no solo dominaba el latín, sino también el griego. En realidad estaba mejor preparado incluso que Joan para manejar todos los aspectos de una librería, y si se encargaba de la encuadernación, era porque su primo Niccolò no sabía ni encuadernar ni imprimir. Mientras observaba cada detalle del trabajo, Joan vio que Niccolò se asomaba al taller un par de veces; comprendió que esperaba a que terminase y se preguntó el porqué de aquella prisa.
—¿Puedo hablar con vos en privado? —le dijo tan pronto como Joan pisó la librería.
—Sí —repuso este, y le acompañó al salón pequeño.
—Miquel Corella me ha hablado de una misión en Florencia…
—¡Creí que era un asunto confidencial! —exclamó el librero sorprendido.
—Lo es. Pero no para mí. Yo os acompañaré si decidís aceptarla.
—¿Vos? —Era una sorpresa agradable.
—Sí. Y os ruego que aceptéis.
—¿Por qué debería hacerlo, Niccolò?
—Por coherencia con vuestro propio pensamiento. Cuando mi primo y yo os hablamos de Savonarola y su dictadura en Florencia os indignasteis. Dijisteis que por cada libro que el fraile quemara, nosotros imprimiríamos diez, y fuisteis protector de los que luchábamos contra él, empleándonos en vuestra librería.
—Sí, es cierto, y creo que hasta el momento he cumplido con mi palabra.
—Así es. —Niccolò tenía una mirada astuta y una sonrisa parecía a punto de asomar a sus labios—. Por eso no podéis negaros a ayudarnos en el momento decisivo.