—Me dijeron en la librería que estabais aquí —dijo.
Y Joan, sin desmontar, le abrazó. Le hacía muy feliz verle.
—Llegamos sin incidentes y en Nápoles supimos de la muerte del papa —explicaba Pedro mientras comían—. Las primeras noches nos acomodaron entre la casa de vuestros suegros y la de Antonello. Después alquilamos una casa y todos se adaptan bien.
—Cuánto me alegro —repuso Joan—. Aquí sufrimos un intento de asalto, pero lo rechazamos y de momento no ha ocurrido nada más. Espero que se proclame un papa favorable a los Borgia y que podamos reemprender la actividad normal. Entonces la familia regresará y seremos felices como antes.
—Traigo la misión de convenceros para que me acompañéis de regreso —le dijo Pedro—. Dejad la librería a Paolo, él sabrá defenderla, y partamos mañana hacia Nápoles.
—Si me voy sin luchar por lo nuestro, lo perderemos. Además, siento que aún les debo fidelidad a los
catalani
.
—Acabamos de ver cómo salían de Roma.
—Pero volverán cuando el nuevo pontífice sea proclamado.
Pedro meneó la cabeza con preocupación y continuaron comiendo en silencio.
—Si os quedáis, yo estaré a vuestro lado —dijo el aragonés al rato—. No os dejaré, y mi espada, si es menester, luchará junto a la vuestra.
—Gracias, Pedro —masculló Joan emocionado.
Aquella tarde, Joan leyó y releyó, lleno de ternura, las cartas que le enviaba Anna. Y también las de su hermana, su madre y Antonello. Todos insistían en que fuera a Nápoles, al menos mientras durase el peligro. Gran parte de la noche la empleó en escribir.
«Innico d’Avalos no es infalible, quizá esté equivocado —le decía a su esposa después de recordarle su amor—. Comprendedme, por favor. Si abandono lo que es nuestro sin luchar, si huyo sin prestar ayuda a mis amigos cuando la precisan, seré un cobarde. No podría mirarme más en vuestros ojos y sentirme un hombre honrado.»
Días después, el nuevo papa fue coronado como Pío III. Era favorable al hijo de su antecesor y de inmediato le confirmó como portaestandarte vaticano. Entonces, César Borgia, aún no del todo recuperado, regresó a Roma con una pequeña fuerza de quinientos infantes y ciento cincuenta jinetes, la mayoría españoles. Mientras, el grueso de sus tropas, con Miquel Corella al mando, combatía a los sublevados de la Romaña.
Pero el Gran Capitán, que se preparaba para la gran batalla contra los franceses, hizo publicar en Roma un edicto, en nombre de los Reyes Católicos, prohibiendo a todos los españoles que sirvieran bajo las órdenes de César y amenazándolos si desobedecían. Aquello motivó que cientos de los
catalani
abandonaran al duque de la Romaña para unirse al ejército español, y las tropas vaticanas en Roma quedaron muy mermadas. Con aquella acción, Gonzalo Fernández de Córdoba, a la vez que reforzaba su ejército, debilitaba a propósito a César, que aún era un noble francés, impidiéndole que se uniese a sus enemigos.
—César está encerrado en el castillo de Sant’Angelo —informó Paolo alarmado—. Parece que apenas le quedan sesenta hombres y los Orsini le tienen sitiado. Intentó escapar con sus tropas, pero le causaron numerosas bajas y tuvo que regresar a refugiarse en la fortaleza. Después trató de huir vestido de fraile, fue descubierto y a punto estuvo de que lo apresaran.
—La ciudad vuelve a estar en manos de los grupos armados de siempre —ratificó Pedro—. El nuevo papa es un hombre anciano y enfermo. No tiene autoridad.
—Si Miquel Corella no acude al rescate, acabarán con César —dijo Joan—. Y cuando esto ocurra, no importa lo bien que defendamos la librería, terminarán pasándonos a cuchillo a todos. Hay que avisar a don Michelotto. Estoy seguro de que desconoce la situación desesperada en la que se encuentra César.
—Los Orsini controlan las salidas de la ciudad —dijo Pedro—. Detendrán a cualquier mensajero.
—No tiene por qué ser un mensajero —repuso Joan—. Enviemos a Juliano, el sobrino de Paolo; es el más avispado de nuestros aprendices. Trabaja en el taller, no ha sido visto en la tienda, y los Orsini no le identifican como uno de los nuestros. Que salga de la ciudad con la excusa de ir a ver a sus padres al pueblo, que compre un caballo a las afueras de Roma y avise a don Michelotto.
—¡Buena idea! —exclamó Paolo—. Confío plenamente en él. Lo logrará.
—Recemos para que lo consiga —dijo Pedro—. Corremos tanto o más peligro que César.
—¡Don Joan! —La criada entró gritando en la librería. Tenía las mejillas arreboladas y la toca caída sobre los hombros—. ¡Don Joan!
Habían transcurrido solo cuatro días desde que Juliano salió de Roma y César continuaba sitiado en Sant’Angelo.
—¿Qué ocurre?
—Se está juntando un grupo de hombres en el Campo de’ Fiori —repuso jadeante—. Son más de cien, están armados, algunos llevan cascos y se protegen con coseletes y medias armaduras. Son Orsini. Están gritando contra vos y la librería. ¡Vienen hacia aquí!
—¡Al arma! —gritó Joan. Sabía que nadie iba a acudir en su ayuda.
De inmediato, Paolo ordenó recoger las mesas de la calle y formar barricadas con ellas y sacos de arena mientras Pedro distribuía los arcabuces. Joan comprobó que todo funcionaba según lo planeado y subió al segundo piso junto con dos aprendices y el copista, cargando un par de cajas. Allí se encontraba el
scriptorium
, que poseía unos amplios ventanales para aprovechar la luz. Joan extrajo de una de las cajas un falconete, se apresuró a montarlo en la ventana y lo cargó con cuidado.
En la calle se oían ya gritos de «mueran los
catalani
» y al asomarse pudo ver que se acercaba una multitud; su rugir encogía el corazón. Eran muchos más que los mencionados por la criada, y el librero se dijo que los Orsini habrían incorporado a los desocupados del mercado con la promesa de saqueo. El gentío avanzó hasta una distancia prudencial y ralentizó su paso al ver que en la librería los esperaba gente armada. Joan vio que detrás de la masa avanzaban tres carros empujados por varios hombres. Tratarían de incendiar la librería.
—Esta vez vienen mejor preparados —murmuró—. Aunque nosotros también lo estamos. —Y ordenó encender la mecha lenta.
La turba se acercaba sin dejar de gritar, se oyó el redoble de un tambor y los muchachos de la primera fila empezaron a lanzar piedras. Impactaron en la barricada y en las ventanas de la planta baja, que, además de las rejas, estaban protegidas con sólidas contraventanas de madera y hierro. Las piedras no engañaron a Joan, que desde la altura pudo ver que los de atrás cargaban sus arcabuces y ballestas. Sin embargo, fue él el primero en disparar al aire. Por un momento pareció que la marea que formaba el gentío se encogía y daba un paso atrás. Aprovechó para gritar:
—¡Iros de aquí si queréis conservar la vida!
La respuesta fue un intenso griterío, los tambores redoblando con más fuerza y el sonido de un cornetín. Los disparos de arcabuz y ballesta impactaron contra la fachada y Joan, que se había refugiado para evitar ser alcanzado, supo que el asalto era inminente. Entonces sacó unos extraños artilugios de la segunda caja y los repartió.
Como experto artillero, conocía bien las granadas, artefactos que se usaban desde hacía poco en el asalto y defensa de embarcaciones y que eran novedad en Roma. Tenía de dos tipos. Las primeras consistían en unos barriletes de madera repletos de pólvora. Eran menos mortíferas; solo pensaba utilizar las segundas, con metralla en su interior, en caso desesperado. Prendió la primera, esperó a que la chispa llegara casi al interior y la lanzó por la ventana hacia la mitad de la calle. Esperó a oír el estampido para asomarse y echar un breve vistazo antes de que los de fuera pudieran apuntarle.
Los aprendices, comandados por Pedro, se defendían ya en la barricada con picas y espadas, y Joan pudo ver que su granada había formado un círculo de caídos. De inmediato lanzó dos más y los asaltantes se apresuraron a retirarse, unos corriendo y otros a gatas, dejando un par de cuerpos tumbados en la calle. El olor a pólvora quemada impregnó el aire. La sorpresa había sido total, aquellos hombres ignoraban qué les había caído encima y se refugiaron tras los carros.
Entonces ocurrió lo que Joan había anticipado. Los cabecillas con experiencia militar que incitaban a la masa no se dejaron amilanar por las explosiones. Prendieron fuego a uno de los carros y lo empujaron hacia la librería. El griterío aumentó y los disparos de flechas y arcabuces volvieron a impactar en la fachada. Si el fuego del carro alcanzaba la barricada, Pedro y los suyos tendrían que abandonarla, y aunque esta impediría en un principio que las llamas llegaran a la casa, terminaría ardiendo, con lo que no podrían detener los siguientes carros. Joan, con rapidez, apuntó con el falconete, asentado sobre una horquilla y una cureña de madera, aplicó la mecha y en unos instantes sonó un cañonazo que acalló a la multitud y que lanzó el arma hacia atrás con un potente retroceso. Fue un buen disparo y la pelota de hierro impactó de lleno en el carro en llamas, partió el eje de las ruedas delanteras e hizo saltar por los aires maderos encendidos que cayeron sobre los asaltantes. Un grito de victoria sonó en la librería mientras la turba retrocedía confusa acosada por varias granadas más.
—¡Fuego! —gritó Joan.
Y desde la primera planta se oyó el estampido de los arcabuces. No tiraban a ciegas. Paolo y sus hombres, que habían aguardado hasta ese momento con sus armas cargadas, habían tratado de identificar a los cabecillas, y a ellos iban dirigidos los disparos. Joan se asomó y vio que cinco hombres cercanos a los carros caían provocando consternación entre los que tenían alrededor. Los gritos furiosos y los tambores callaron para dejar oír solo lamentos.
—¡Iros con Dios! —gritó Joan—. Si lo hacéis ahora, no mataremos a nadie más.
—¡Podéis recoger a los heridos! —añadió Paolo.
Los primeros en huir fueron los curiosos que seguían a la tropa; después, los menos decididos y al poco el resto, tras recoger a los caídos. La calle quedó desierta con los restos del carro ardiendo.
Se hizo balance de heridos; solo había dos, aunque por fortuna leves, y uno de ellos era Pedro. Una flecha de ballesta le había alcanzado en el hombro, había horadado una de las planchas metálicas de su coselete y suerte hubo de que solo penetrara dedo y medio en su cuerpo. Fue fácil de extraer.
—¿Qué ocurrirá si la próxima vez traen artillería? —preguntó Pedro.
—No creo que lo hagan —repuso Joan tranquilo—. La calle no ofrece suficiente espacio. Tendrían que ser piezas pequeñas y las destruiría con mi falconete antes de que las pudieran usar.
Cuando el fuego del carro empezó a extinguirse, Joan ordenó retirar las barricadas y reemprender el trabajo habitual. Sin embargo, nada era como de costumbre. La librería estaba vacía, hacía días que no entraba un solo cliente y un ambiente cargado de temores pesaba sobre ella.
—¿Hasta cuándo pensáis resistir? —le preguntó Pedro.
—Hasta que César recupere el poder.
—Eso quizá no ocurra —le advirtió su cuñado.
Aquella noche, Joan no pudo dormir preguntándose cómo habría consolado a su hermana si la herida de Pedro hubiese sido mortal.
Unos días después, don Michelotto y sus tropas entraron en Roma, liberaron a César y recuperaron el control del Vaticano y de gran parte de la ciudad.
—Gracias, amigos —les dijo Miquel al visitarlos al día siguiente—. Me temo que nos esperan días inciertos. El papa está en las últimas… Y será un volver a empezar.
Al día siguiente, Joan escribía en su libro: «Hoy, día 18 de octubre, sin ni siquiera cumplir su primer mes de pontificado, el nuevo papa ha fallecido. Vuelta a empezar. Aunque más débiles que antes».
Nápoles regalaba en aquel mes de octubre días claros y apacibles en los que su bahía lucía en todo su esplendor. A Anna le gustaba acudir al muelle a los pies del Castel Nuovo, del que las tropas del Gran Capitán habían desalojado ya a los franceses meses antes, y andar hasta su extremo para contemplar aquel mar tan azul y los contornos de los montes, sobre los que destacaba el Vesubio al este y los de la isla de Capri al sur. A veces paseaba con la familia y otras, con su amiga Sancha de Aragón, que había ido a buscarla tan pronto como llegó a Nápoles. Las dos mujeres se abrazaron, gozosas, como si fuesen hermanas separadas largo tiempo. La princesa mantenía sus posesiones en Esquilache y disfrutaba de su vida, lejos de los Borgia, con la misma libertad de siempre.
A Anna le gustaba perder su mirada en el horizonte y sumirse en sus pensamientos. Y Joan se encontraba en la mayoría de estos. Amaba a aquel hombre testarudo que se aferraba a su sueño de la librería en Roma. Era feliz a su lado a pesar de las continuas ausencias a las que le obligaban aquellos compromisos absurdos. ¡Había temido tanto por su vida! Y de nuevo sentía el temor de no volver a verle nunca más. Sabía que la presencia de su marido en Roma no se debía solo a la librería, sino también a una incomprensible fidelidad a Miquel Corella y a César Borgia. Opinaba que cualquier deuda que hubiera tenido con ellos estaba más que saldada con los servicios que les había prestado y deseaba que el poder de los
catalani
se extinguiera de una vez por todas. Quería a Joan a su lado, junto a sus hijos; la librería en Roma ya no importaba, era una página del pasado y ella quería mirar al futuro. Un futuro con Joan.
Aguardaba las cartas de su esposo con inquietud mientras se preguntaba qué más podía decirle o hacer para que por fin acudiese junto a ella.
Dejad la librería, Joan
—le escribía—.
Reuniros con nosotros en Nápoles, os necesitamos. Vuestra vida peligra en Roma. Innico d’Avalos y Antonello insisten en que os convenza y mi corazón me dice que es lo mejor para vos y para nuestra familia. Siempre compartimos, vos y yo, nuestros sueños, teníamos los mismos anhelos. Y mis ojos se llenan de lágrimas al deciros que ya no es así. Olvidaos de la librería, abriremos una nueva en otro lugar; reuníos con vuestra familia. Ese es mi sueño. Si los franceses vencen al Gran Capitán, marcharán sobre la ciudad de Nápoles. Estaremos en peligro, os necesitaremos más que nunca. ¿Nos abandonaréis por esa librería?
Después de leer aquella carta, Joan apoyó los codos sobre la mesa y se puso las palmas de las manos en el rostro. Deseaba de todo corazón acudir junto a Anna, pero aún se sentía obligado con Miquel y mantenía una tenue esperanza de recuperar el pasado.