Authors: Henning Mankell
Creo que necesitamos sentir una alegría totalmente simple y sencilla, ya que vamos a estar muertos durante tantísimo tiempo. No creo que nos asuste la muerte, ni el hecho de extinguirnos, sino justamente el conocimiento de que vamos a estar muertos durante un periodo de tiempo tan incomprensiblemente largo.
Todavía puedo pensar en aquella vez, hace cuatro años, cuando estábamos de pie en la carretera, cuatro chicas con faldas demasiado cortas. Éramos del Este. Nada más. Sabíamos cómo se nos miraba en el Oeste. Éramos las desgraciadas, las pobres del Este. Estábamos allí con nuestras faldas cortas en pleno invierno, en medio de la pobreza y la miseria, toda esa basura apestando a vodka que quedó cuando todo se vino abajo; cuatro chicas de catorce, dieciséis, diecisiete y diecinueve años, obviamente yo era la mayor, y nos reíamos como locas en medio del frío, éramos felices, i puedes entenderlo? ¡Porque nos estábamos liberando! Cuando llegó el viejo coche oxidado, nos pareció más fantástico que si Jesús o Buda o Mahoma hubieran bajado de las nubes. Con la ayuda de aquel coche viejo que olía a moho y a pies sucios íbamos a ser libres.
¿Por qué se marchan las personas? ¿Por qué arrancamos nuestras raíces? Se nos puede espantar, expulsar, amenazar con el exilio. Puede haber guerra y hambre y miedo, siempre miedo. Pero también se puede elegir la huida, porque es sensato. Una adolescente, igual que un santo patriarca, puede hacerse la pregunta: ¿dónde puedo encontrar una vida que me lleve lejos de todo lo que detesto?
Había un granero abandonado en un terreno que estaba más allá de la casa de campo de Misja. Misja, que era viejo y un poco loco y peligroso. Solíamos encontrarnos allí, Inez, Tatjana, Natalia y yo. Nos conocíamos desde hacía tanto tiempo que no podíamos recordar cómo fue. En aquel granero hacíamos juicios. Inez había robado algunas sogas de una de las lanchas que subían y bajaban por el río. Estaba loca, había nadado en el agua fría con un cuchillo entre los dientes y había cortado algunas sogas que se había atado alrededor de las piernas y las había llevado a la superficie. Hicimos lazos, Natalia tenía un hermano que había estado en la KGB, él sabía lo que era una soga. Luego colgamos a todos nuestros enemigos. Metíamos paja y piedras en sacos, dictábamos sentencia y los colgábamos de una de las vigas del techo. Ejecutábamos a nuestros maestros y a nuestros padres, al padre de Tatjana, que era malo y a veces le pegaba, lo colgábamos por lo menos una vez a la semana. Creo que nunca pensamos qué estábamos haciendo realmente. Sólo existía vida y muerte, castigo e indulto. Pero no indultábamos a ninguno, porque ninguno se lo merecía.
Éramos cuatro ángeles exterminadores en aquella pequeña sociedad a las afueras de Smolensk, nos habíamos puesto un nombre también, las Ratas de las Chabolas. Así nos veíamos. Como criaturas ocultas, sin valor, perseguidas por todos, llenas de desprecio hacia nosotras mismas. Pero no sólo hacíamos juicios, también adorábamos a nuestros propios dioses en aquel granero. Inez había robado un libro a su padrastro, un libro que estaba lleno de fotos de ciudades grandes de América y de Europa Occidental. Inez robaba de todo en aquella época, fue ella la que me enseñó a robar, no mi padre; mentí al decirlo, mi padre era un miserable que no era capaz ni de romper el candado de una bicicleta. A Inez ni siquiera le daba miedo entrar en iglesias a robar iconos. Arrancábamos fotos del libro y las poníamos en los marcos, colgábamos los cuadros y rezábamos nuestras oraciones. En nuestras oraciones pedíamos poder poner el pie una vez en la vida en aquellas ciudades. Para que nadie robara las imágenes las enterrábamos en un rincón del granero donde el suelo de madera estaba podrido.
No sé todavía cuál de nosotras fue la que al final dijo aquello que provocó el viaje de las Ratas de las Chabolas. Tal vez fui yo, quizá porque era la mayor. Estábamos sentadas en aquel granero y nos imaginábamos saliendo de allí. Alrededor de nosotras sólo veíamos desesperanza. Las fronteras se habían derrumbado, pero para nosotras todavía estaban. La diferencia era únicamente que ahora podíamos ver lo que había al otro lado. La vida acomodada estaba ahí, esperándonos, ¿Pero cómo podíamos marcharnos? ¿Cómo íbamos a cruzar aquella frontera invisible? Odiábamos la sensación de encierro, seguimos matando a nuestros enemigos. Empezamos a guardarnos todo lo que encontrábamos. Ninguna de nosotras iba a la escuela, ninguna de nosotras trabajaba. Inez me instruyó, yo estaba con ella cuando entraba a robar o metía la mano en los bolsillos de la gente. Una y otra vez empezamos a ahorrar para poder irnos. Pero el dinero siempre desaparecía, comprábamos drogas y ropa y empezábamos a ahorrar de nuevo. Creo que durante aquellos años mi mente no estuvo despejada ni una sola vez, siempre andaba borracha.
No sé quién había oído hablar de Guante de Lana. Creo que era Inez, pero no estoy segura. Se rumoreaba que podía ofrecer a las chicas trabajos bien remunerados en el Oeste. Si tenían buen físico, si eran independientes, si tenían ganas de aventuras. Vivía en un hotel en la ciudad, sólo se iba a quedar dos días. Enseguida nos decidimos, nos pusimos la mejor ropa que teníamos, nos pintamos, metimos tubos de pegamento en los bolsillos y fuimos hacia allí. En el autobús nos metimos los vapores del pegamento y Tatjana tuvo que vomitar antes de entrar en el hotel. El hombre que nos hizo pasar a la habitación, que todavía recuerdo que era la número 345, llevaba efectivamente guantes blancos de lana en las manos. Luego alguien nos dijo que tenía eccema, que los guantes estaban impregnados de una pomada por dentro. Nos prometió trabajo en un restaurante de Tallin.
Íbamos a trabajar de camareras y tendríamos un buen sueldo, y además estaban las propinas. Nos contó lo que ganaban al día las chicas que trabajaban allí, y sonaba como si fuéramos a reunir en dos horas el sueldo normal de un mes. Era un restaurante que frecuentaban sólo distinguidos visitantes extranjeros, occidentales y a veces incluso americanos, y nos iban a dar un gran apartamento para compartir.
Nosotras escuchábamos y lo mirábamos. Los guantes eran blancos, de lana común. Pero llevaba un traje caro y sonreía todo el tiempo, dijo que se llamaba Peter Ludorf y de vez en cuando dejaba caer una palabra en alemán para demostrar que no era un cualquiera. Escribió nuestros nombres en un pequeño cuaderno de notas. Luego apareció de repente otro hombre en la habitación, que no recuerdo cómo se llamaba o se hacía llamar. Pero creo que nunca he conocido a nadie que se moviera con tanto sigilo. Aún siento escalofríos cuando pienso en él. Nos hizo fotos y luego volvió a desaparecer. Después se terminó.
Varias semanas más tarde estábamos allí con nuestras faldas cortas en la carretera, en pleno invierno, esperando el coche de Peter Ludorf Pero los que conducían eran hombres sin afeitar que olían a vodka. Por el camino paramos en distintas casas, los hombres que conducían iban cambiando, no se nos dio casi nada para comer, sólo agua, y teníamos que ir deprisa a orinar en la nieve cuando paraban los coches para cambiar de conductor o para poner gasolina.
Peter Ludorf nos había proporcionado pasaportes falsos y otros nombres. Al principio teníamos miedo, era como si alguien estuviera quitándonos la identidad. Tatjana dijo que se sentía como si alguien estuviera raspando una capa de piel tras otra de nuestras caras. Pero confiábamos en Peter Ludorf. Sonreía, nos daba ropa, nos trataba como adultas. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Habíamos puesto nuestra vida en sus manos. Era el que había venido a buscarnos, a liberarnos, a darnos la libertad, una balsa que no podíamos conducir solas para alejarnos del cenagal de vodka donde ratas de chabola como nosotras no tenían futuro.
Llegamos por la noche, el coche se metió en un patio interior oscuro en el que unos perros gruñones tiraban de sus cadenas. Recuerdo que Tatjana me cogió de repente por el brazo y me dijo al oído: «Es un error, es un error». Salimos del coche, hacía frío, un aire húmedo, y percibíamos olores extraños. En alguna parte en las sombras, entre los perros que gruñían, oímos idiomas que ninguna de nosotras había oído antes. Un hombre se reía ahogadamente y comprendí que comentaba algo sobre nosotras cuatro, que estábamos allí pasando mucho frío con nuestras faldas cortas.
Nos llevaron a una habitación con las paredes de felpa roja, había grandes espejos, y en un sofá estaba sentado Peter Ludorf sonriendo con sus guantes blancos. Nos miró y luego se levantó del sofá rápidamente. En ese mismo momento se apagó su rostro como si se hubiera soplado una vela. Sus ojos cambiaron de color, hasta su voz se transformó. Se puso de pie delante de nosotras y dijo que íbamos a vivir en unas habitaciones en el piso de arriba. Atenderíamos a todos los hombres que nos enviasen allí. Teníamos que entregarle nuestros pasaportes.
Para demostrar que era cierto y que no bromeaba, nos dijo que nos acercáramos a una mesa que había aliado del sofá. Allí había una caja de madera de unos veinte centímetros de alta y veinte de ancha. Siguió hablando, dirigiéndose todo el tiempo a nosotras, y dijo que otras chicas habían hecho el mismo viaje que nosotras, pero no habían entendido que hablaba en serio. Entonces levantó la tapa de la caja y sacó dos tarros de cristal. En uno de los tarros, lleno de alcohol, había un par de labios. Ninguna de nosotras entendió qué era lo que teníamos ante los ojos. Cuando descubrimos el contenido del otro tarro, un dedo que llevaba un anillo y la uña pintada de rojo, comprendimos por fin que el contenido del primero era unos labios que se habían cortado de la cara de una mujer.
Peter Ludorf hablaba sin cesar. Dijo que los labios habían pertenecido a una chica que se llamaba Virginia. Había tratado de huir clavando antes un destornillador en el pecho de uno de sus clientes, un alto cargo de una delegación comercial francesa. Peter Ludorf casi parecía estar triste cuando contó que él había cortado con sus propias manos los labios de ella para poder enseñárselos a otras que interpretaban malla situación y creían que podían tolerarse rebeliones y evasiones. La muchacha que había perdido su dedo —Peter Ludorf dijo que se lo había arrancado con un tipo de tenazas que suelen utilizar los herreros para quitar clavos viejos de las herraduras— se llamaba Nadja, tenía diecisiete años y también había intentado escaparse trepando por una ventana y robando después un coche que destrozó al chocar contra una casa al otro lado de la calle.
Peter Ludorf volvió a colocar los tarros en la caja y cerró la tapa. Creo que ninguna de nosotras entendió lo que dijo, lo que ello implicaba. Teníamos hambre y frío y estábamos cansadas. Frente a una cocina sucia había dándole vueltas a un guiso una mujer tan delgada que parecía que se estaba muriendo. Fumaba sin cesar, carecía de dientes a pesar de que no podía tener más de treinta años. No había ningún restaurante, sólo un bar pequeño en el piso de abajo para disfrazar lo que realmente se hacía allí. Era un burdel. Peter Ludorf nos había engañado del mismo modo que había engañado a otras muchas años antes. Sabía exactamente cómo atraer a las ratas de chabola.
Creo que ninguna de nosotras entendimos lo que nos esperaba. Nos sentamos en la cocina, tomamos la imbebible sopa que la mujer sin dientes y sin nombre nos puso delante, y luego nos encerraron. Por la noche podía oír llorar a Tatjana a través de la pared. Creo que todas llorábamos, pero sólo se oía a Tatjana. Esa noche pensé: ¿Para qué voy a despertar? ¿Por qué no me duermo y trato de quedarme ahí, en lo más profundo de mí misma, para no despertar nunca más? Notaba a la vez que la ira en mi interior iba creciendo, ¿Peter Ludorf, de quien creíamos que había venido a liberarnos pero que había llegado con unos espantosos grilletes, iba a conseguir demostrar que era más fuerte que nosotras? ¿Íbamos a permitirle que nos venciera?
El resto de la noche lo pasé sentada esperando el amanecer. El único pensamiento que tenía era que todas saliéramos de allí y nos marcháramos lejos. No íbamos a permitir que se nos humillara en un burdel, ninguna de nosotras era virgen, pero tampoco estábamos preparadas y a ninguna nos resultaba indiferente el hecho de vendernos. Sé que Tea-Bag lo ha hecho, tuvo que hacerlo, pero nosotras íbamos a luchar por salir, no iban a convertirnos en alguien a quien le cortan un trozo del cuerpo y lo meten en una caja de madera que hay sobre la mesa de una habitación de paredes de felpa roja, que en realidad están teñidas de sangre. Pero cuando por la mañana oí la llave en la cerradura, me quedé totalmente paralizada.
No tengo que hablarte de los ataques a los que nos expusimos. Durante medio año, cada mañana, me ponía al lado de la puerta, preparada para pelear. Pero no podía, no me atrevía. Tardé seis meses en reunir el coraje suficiente, seis meses de humillación constante y profunda.
Una noche sufrí un ataque de furia que yo misma desconocía que tuviera. Desatornillé dos patas de la cama. Eran de hierro. Las até con la funda de una almohada y conseguí el arma con la que iba a luchar por salir. Y esa mañana lo hice.
No había visto antes al hombre que abrió. Le di un golpe en la cabeza lo más fuerte que pude, la sangre salía a chorros, le quité la vida de un solo golpe. Luego le quité la llave y empecé a abrir las puertas de las otras. Era como entrar en la casa de los horrores. Tatjana estaba sentada en el suelo, acurrucada, mirándome. Le grité que viniera, que íbamos a marcharnos, pero no se movió. Abrí la puerta de la habitación de Inez. Parecía que estaba vacía, hasta que comprendí que se había escondido debajo de la cama. Intenté sacarla a rastras, le pedí que saliera, le di golpes en las piernas, pero tenía tanto miedo que no se atrevió a salir. Abrí la de Natalia, y ella fue la única que quiso seguirme.
Las dos intentamos que las otras nos acompañaran, gritamos y tiramos de ellas, pero no lo conseguimos. Después ya no podíamos esperar. Oímos voces en la escalera. Salimos trepando por la ventana y saltamos encima del techo de un garaje. Yo corrí y creía que Natalia venía detrás de mí. Cuando ya no pude correr más me di cuenta de que ella no estaba allí. Tal vez se había herido al caer sobre el techo del garaje. No lo sé.
Generalmente logro mantener el dolor lejos de mí, controlarlo con las riendas como a un caballo inquieto. A veces no lo consigo. Entonces huelo los bloques de ambientador de los urinarios de hombre y deseo que Peter Ludorf haya muerto y mis amigas estén libres. No sé qué ocurrió después de que yo desapareciera. En sueños me veo con ellas en aquella carretera embarrada a las afueras de Smolensk, con faldas demasiado cortas, esperando a aquel coche que iba a darnos la libertad pero que nos metió en una inmensa oscuridad. Una oscuridad en la que todavía tengo que abrirme paso a tientas.