Authors: Henning Mankell
Llegó el amanecer. Él se despertó.
Todavía no sabía qué hacer.
Se oyó el ruido de un camión de basura que pasaba por la calle.
Jesper Humlin se levantó del sillón donde había intentado dormir en vano. Había tomado la única decisión que podía tomar, ya que creía que no había otra alternativa. Subió al piso de arriba. La puerta de la habitación donde dormían Tea-Bag y Tanja estaba entreabierta. Tea-Bag se había quitado el anorak, Tanja estaba acurrucada con una almohada sobre la cara. Tea-Bag se despertó de golpe al entrar Jesper Humlin en la habitación. El miedo brilló en sus ojos durante unos segundos.
—Sólo soy yo. Nos vamos.
—¿Adónde?
—Lo diré cuando estemos reunidos todos abajo.
Salió de la habitación. Cuando llamó a la otra puerta, contestó Torsten con un tartamudeo.
—¡Entra! —gritó Leyla.
Estaban acostados y tapados hasta la barbilla. Torsten parecía muy pequeño tumbado al lado de la voluminosa Leyla.
—Levantaos y vestíos. Las chicas y yo nos vamos.
—Os acompaño —dijo Torsten.
—¿No tienes un trabajo que atender?
Torsten empezó a tartamudear.
—Es sólo un trabajo extra —contestó Leyla—. Mi abuela ya ha encontrado a otro que le ayude.
Ya eran las siete. Jesper bajó la escalera. Temía la llamada de teléfono que estaba obligado a hacer.
Si había algo que su madre odiaba era que la despertaran por la mañana temprano.
Se sentó junto a un escritorio sobre el que había un teléfono. Oía que en el piso de arriba las voces de Tanja y Tea-Bag subían y bajaban. «Mi familia», pensó. «Todos esos hijos de los que Andrea y yo hablamos continuamente.» Levantó el auricular y marcó el número. Después de catorce tonos contestó su madre. Sonaba como si estuviera muñéndose. «Su verdadera voz», pensó Jesper Humlin sereno. «No una voz que gime a cambio de dinero, o una voz que da órdenes a su alrededor. Sino la voz de una anciana, que siente que la tierra la llama y trata de tirar de ella.»
—¿Quién es?
—Soy yo.
—¿Qué hora es?
—Las siete.
—¿Quieres matarme?
—Tengo que hablar contigo.
—A esta hora estoy durmiendo. Por fin he conseguido dormirme. Llámame esta noche.
—No puede ser. Sólo te pido que te mantengas despierta unos minutos y escuches lo que tengo que decir.
—Nunca tienes nada que decir.
—Ahora sí lo tengo. Te llamo desde Gotemburgo.
—¿Todavía andas con aquellas chicas indias?
—No son chicas indias. En cambio, una es de Irán, otra de lo que una vez fue la Unión Soviética, por lo menos creo que es de allí, además de una chica de Nigeria y finalmente un chico llamado Torsten que tartamudea. Él es de Gotemburgo.
—Suena como un acompañante raro. ¿Por qué tartamudea?
—No sé por qué tartamudea. Yo tartamudeaba de pequeño cuando tenía miedo. O cuando hablaba con otra persona que tartamudeaba.
—No se tartamudea si no se quiere. Es sólo cuestión de voluntad.
—Creo que eso deberías decírselo a todos los que son tartamudos toda la vida. No te llamo a las siete de la mañana para hablar de tartamudeo.
—Voy a acostarme ahora mismo.
—No antes de oír lo que tengo que decirte.
—Buenas noches.
—Si cuelgas el teléfono voy a cortar todo el contacto contigo.
—¿Qué es eso tan importante?
—Después de mediodía iré a tu casa con esas muchachas y con el chico que tartamudea.
—¿Por qué?
—Van a vivir en tu casa. No sé durante cuánto tiempo. Pero es absolutamente necesario que no se lo digas a nadie. ¿Has comprendido?
—¿Puedo ir a acostarme ya?
—Que descanses.
Jesper Humlin notó que la mano le temblaba cuando colgó el auricular del teléfono. Pero estaba convencido de que su madre había entendido perfectamente lo que le había dicho; no revelaría que él venía a Estocolmo como jefe de un grupo de viajeros bastante dispar.
Llegaron poco después del mediodía. Durante el viaje los había dispersado por distintos vagones. Cuando el tren atravesó Södertälje pidió prestado uno de los teléfonos móviles de Tanja.
—¿De quién es este teléfono?
—Funciona muy bien.
—¡No preguntaba eso! ¿Estoy usando todavía teléfonos que pertenecen a policías y a fiscales?
—Este se lo quité a uno de los revisores.
Jesper Humlin se sobresaltó. Luego se encerró en el lavabo y llamó a su madre. Ella contestó inmediatamente.
—Estoy esperando. ¿Cuándo vais a venir?
—Acabamos de pasar Södertälje.
—Por un momento creí que lo había soñado. ¿Supongo que vienes a mi casa porque tienen que esconderse?
—Has entendido bien.
—¿Cuántos son? ¿Diez o doce?
—Cuatro personas aparte de mí.
—¿Tú también vas a vivir aquí?
—No.
—Tengo ganas de conocer a esas muchachas indias. Me he puesto un chal indio que me regaló tu padre cuando nos prometimos.
—No son indias, mamá. Te lo expliqué esta mañana. Quítate el chal. No prepares ninguna comida rara. También te agradecería que esta noche no te pusieras a gemir por teléfono.
—Ya he hablado con mis amigas.
Jesper Humlin se horrorizó.
—¿Qué les has dicho?
—Naturalmente nada acerca de que veníais. Sólo les he dicho que no tenía ganas de trabajar esta noche.
Jesper Humlin puso fin a la conversación y trató de tirar el teléfono por el retrete. Se quedó atascado. Salió del servicio y volvió a su asiento.
En la Estación Central encontró un taxi que era lo suficientemente grande para llevarlos a todos. Un coche de policía pasó por delante de ellos. Tanja y Tea-Bag dijeron adiós con la mano. Uno de los policías les devolvió el saludo. «Creen que puedo garantizar su seguridad», pensó Jesper Humlin. «No comprenden que no tengo posibilidad de garantizar absolutamente nada.»
El encuentro entre su madre y los viajeros de Gotemburgo no confirmó en absoluto los temores de Jesper Humlin. Desde el primer momento demostraron cariño y admiración hacia su madre. Aunque con poco entusiasmo, tenía que reconocer que ella, cuando le venía bien, tenía un modo natural de ser y de relacionarse. Mezclaba los nombres de ellas, se empeñaba en que Leyla fuera india, Tea-Bag «La bella joven de Sumatra» y a Tanja la llamaba Elsa por alguna razón. Pero la confusión carecía de importancia. El hecho de que tuviera una madre así cambió hasta el modo de verlo a él.
En su gran apartamento reinaba una seguridad ilimitada, era una zona con inmunidad diplomática. Había preparado todas las camas de la casa, y sólo unos minutos después de haber llegado ya estaban todos instalados. Tea-Bag y Tanja continuaron compartiendo habitación, Leyla dormía sola y Torsten tenía una cama plegable en la entrada.
—Naturalmente no puedo dejar a nadie que no esté casado compartir habitación.
—Es una idea sumamente antigua.
—Soy antigua.
—Tus gemidos por teléfono no lo hacen suponer.
Su madre no contestó. Ya le había dado la espalda.
Un rato después Jesper Humlin salió a comprar. Se llevó a Tanja para que le ayudara a llevar las cosas. Se lo había pedido primero a Torsten, pero Leyla se había puesto tan triste que cambió de idea. Cuando iban andando a la tienda de comestibles Tanja se detuvo de repente en la puerta de un pub.
—Tengo sed.
Abrió la puerta y entró. Jesper Humlin la siguió.
Pidió cerveza.
—Yo invito —dijo Tanja—, Pero tienes que pagar tú. Sólo tengo teléfonos, nada de dinero.
—¿No es un poco temprano para beber cerveza?
Tanja no contestó, sólo emitió un sonido imperceptible y se sentó a una mesa. Jesper Humlin la siguió con una taza de café en la mano. Notó que estaba tensa. Miraba hacia todos lados y parecía preocupada.
—¿Quieres que te deje en paz?
Ella no contestó. Jesper Humlin esperó. Ella se bebió la cerveza. Luego se levantó y fue hacia los servicios. Uno de sus teléfonos estaba sobre la mesa. Empezó a sonar. «Es ella», pensó. «Repite lo que ocurrió en el apartamento de la familia Yüksel. Llama cuando tiene algo importante que decir.» Cogió el teléfono y contestó.
—El juez Hansson del Tribunal de Apelación Svea desea hablar con el fiscal Westlin.
—No se encuentra aquí —dijo Jesper Humlin cortando la comunicación.
Llamaron de nuevo. Toqueteó el aparato con torpeza para intentar ver el número que llamaba. No lo logró y contestó.
—Creo que se ha cortado la comunicación. ¿Es el fiscal Westlin?
—Todavía no ha vuelto.
Jesper Humlin estaba empezando a sudar. Las puertas de los servicios seguían cerradas. Se puso a escuchar en la puerta del servicio de señoras. No se oía nada. Llamó a la puerta. No contestó nadie. Gritó su nombre. Luego abrió él la puerta. El servicio de señoras estaba vacío. Había una ventana que intentó abrir. Los ganchos estaban oxidados. «Nadie ha salido por aquí», pensó. Luego entró en el servicio de caballeros.
Tanja estaba sentada en el suelo al lado del retrete. Tenía un pañuelo de papel apretado contra la cara. Al principio Jesper Humlin pensó que había tenido un accidente e intentaba cortar la hemorragia de la nariz. Luego se dio cuenta de que había algo en el pañuelo de papel. Se acercó. Había algo parecido a un jabón pegajoso que él supuso que debía de ser uno de los bloques de ambientador que había en el desagüe del urinario. Alguna vez lo había oído, que la orina liberaba amoniaco en los bloques de ambientador. Que luego podía bajarse a los pulmones como la más humillante de las drogas. Aún le costaba creer lo que veía. Los ojos brillantes de Tanja, el pañuelo de papel con el pegajoso bloque azulado. Trató de levantarla. Ella le dio un fuerte golpe en la cara y le gritó en ruso.
Entró un hombre en el servicio. Jesper Humlin rugió diciéndole que utilizara el servicio de señoras. El hombre desapareció rápidamente.
Jesper Humlin continuó peleándose con Tanja por el bloque de ambientador azul. Ella le arañó la cara. Eso lo puso furioso. La agarró fuerte por la cintura, la levantó y la empujó contra la pared. La ropa de los dos estaba manchada de orín. Él le gritó que se calmara. Cuando ella continuó resistiéndose y trató de coger del desagüe otro bloque de ambientador, él le dio una bofetada. Entonces empezó a sangrar por la nariz y se quedó quieta por completo.
Oyó que se acercaba alguien. Rápidamente la metió en una de las cabinas y cerró la puerta. Entró un hombre, tosió y luego orinó durante un buen rato. Jesper Humlin se había sentado en la taza del váter con Tanja en sus rodillas. Ella respiraba con dificultad, tenía los ojos cerrados. Se preguntó si estaría perdiendo el conocimiento. El hombre acabó de orinar y desapareció. Jesper Humlin la zarandeó.
—¿Qué haces? ¿Por qué haces esto?
Tanja sacudió la cabeza.
—Quiero dormir.
—No podemos quedarnos aquí sentados —dijo—. Tenemos que comprar comida. Los demás nos están esperando.
—Sólo un momento. No he estado sentada así desde que era pequeña y me mecía en las rodillas de mi padre.
—Estamos sentados en un váter —dijo Jesper Humlin.
De pronto, ella se levantó y se apoyó en la pared.
—Tengo que vomitar.
Jesper Humlin salió con bastante dificultad y luego volvió a cerrar la puerta. Oyó que ella vomitaba. Después todo quedó en silencio. Abrió la puerta y le ofreció un pañuelo húmedo. Ella se limpió la cara y lo acompañó afuera. En la puerta había un hombre que se estaba bajando la cremallera de la bragueta. Miró a Tanja con curiosidad y luego le hizo un guiño a Jesper Humlin, que en ese momento estuvo a punto de darse la vuelta y golpearlo.
Salieron. Tanja señaló con el dedo la verja de un cementerio que había al otro lado de la calle.
—¿Podemos entrar?
—Tenemos que hacer la compra.
—Diez minutos. No más.
Jesper Humlin empujó la verja chirriante. Vieron a una anciana que dormía apoyada contra una lápida mortuoria medio volcada cuya inscripción estaba gastada por el tiempo. Llevaba la ropa rota y a su alrededor había bolsas de plástico y montones de periódicos atados con cuerda de tender. Tanja se detuvo a mirarla.
—¿Crees que necesita un teléfono? —le preguntó.
—Seguramente no tiene a quién llamar. Pero, por supuesto, puede venderlo.
Tanja sacó un teléfono del bolsillo y lo dejó al lado de la mejilla de la mujer que dormía. Siguieron por el cementerio que estaba desierto. Tanja se sentó en un banco. Jesper Humlin la siguió.
—Tal vez tendría que llamar a esa vagabunda a la que le he dado mi teléfono. Cuando llaman, por ese teléfono suena la música de una vieja canción de cuna muy bonita. Va a tener un despertar divino.
—Es mejor dejarla dormir. ¿Para qué se va a despertar?
Tanja emitió una especie de quejido. Como si de repente hubiera sentido dolor.
—No puedes decir «¿Para qué se va a despertar?». ¿Para qué me voy a despertar yo? ¿Tengo que desear estar muerta? Lo he deseado, he estado balanceándome sobre la barandilla del río y a punto de tirarme, me he pinchado el brazo con jeringuillas sin saber ni importarme lo que me estaba metiendo. Pero en el fondo del todo siempre he querido despertar. ¿Crees que estaba tumbada en el suelo del servicio porque no quería volver a despertarme? Te equivocas. Sólo quería evadirme un momento, que hubiera un silencio total a mi alrededor, ni una palabra, ni un ruido, nada. En mi adolescencia recuerdo que había un lago pequeño completamente negro en medio del bosque, como si se hubiera criado entre los altos árboles. Solía ir allí cuando estaba triste, y entonces pensaba que el agua, que parecía un espejo tranquilo, era yo. Una gran paz, nada más. Necesito tener esa serenidad.
Tanja se quedó en silencio y empezó a rebuscar en su mochila. Jesper Humlin contó hasta siete el número de teléfonos que puso encima del banco. Finalmente encontró lo que buscaba, un paquete de cigarrillos arrugado. No la había visto fumar antes. Aspiró el humo como si tratara de obtener oxígeno. Del mismo modo inesperado que había empezado a fumar, tiró el cigarrillo a la gravilla y lo pisó. Con el tacón.
Lo que menos entiendo de todo, la pregunta que quiero llevarme al juicio final y que no pienso soltar ni siquiera cuando haya muerto, es cómo pudo haber alegría, a pesar de todo, en ese infierno por el que pasé. ¿0 es que quizá no fue un infierno? Ayer, cuando estábamos acostadas en la cama del jefe de policía, Tea-Bag me dijo: «No lo has pasado peor que cualquier otra persona». Y luego se durmió. Puede que sea así. No lo sé. Pero no entiendo cómo en medio de toda esa humillación era posible reír.