Authors: Henning Mankell
Se volvió hacia Tanja.
—¿Has escrito algo?
Tanja lo miró furiosa.
—¿Por qué tendría que hacerlo?
—Porque no lo has hecho antes.
Tanja agitó sus arrugados papeles delante de él.
—Lee —dijo Jesper Humlin.
Tanja tomó impulso. Tea-Bag continuaba envuelta en sus pensamientos y en su grueso anorak. Leyla parecía preocupada. Jesper Humlin supuso que le preocupaba que Tanja hubiera escrito algo que fuera bueno.
Tanja leyó:
Lo más importante que me ha ocurrido hoy es que me he despertado.
Jesper Humlin se quedó esperando una continuación que no llegó.
—¿Eso es todo? —preguntó con cuidado.
Tanja se enfureció.
—No has dicho que tenía que ser largo. ¿Lo has dicho? No, no lo has hecho. Es un poema.
Jesper Humlin se puso a cubierto enseguida.
—Sólo preguntaba para asegurarme de que era todo. Está bien, Tanja. «Lo más importante que me ha ocurrido hoy es que me he despertado.» Es excelente. Totalmente cierto. ¿Qué hubiera ocurrido si no te hubieras despertado?
—Habría estado muerta.
Jesper Humlin comprendió que no sería capaz de persuadir a Tanja para que desarrollara sus ideas sobre el momento más importante del día. Se volvió hacia Tea-Bag.
—No he escrito nada.
—¿Por qué?
—Hoy no ha ocurrido nada importante.
—¿Nada en absoluto?
—No.
—Incluso cuando no ocurre nada importante, podemos darnos cuenta de que hay algo sobre lo que merece la pena escribir. Algo que recordar.
De pronto, Leyla se puso de parte de Tea-Bag.
—¿Qué te ha ocurrido a ti hoy que sea importante?
Jesper Humlin se rindió, estaba a punto de pedir a Ley— la que leyera su texto cuando Tea-Bag alcanzó de un tirón el cuaderno de Tanja y arrancó una hoja en blanco. Luego se levantó y leyó en la página que estaba sin escribir:
Ella, la otra, la que no soy yo pero sin embargo siento que podría haber sido mi hermana, la que vende las ranas de plástico amarillas en la calle junto a la tienda de flores, la única amiga que tengo, lo ha dicho con firmeza, que se llama Laurinda, igual que su madre, la Vieja Laurinda. Ella tiene una marca blanca que se desliza por su mejilla como el surco seco de un rio y desaparece encima del hombro. Lo ha dicho con firmeza, no como si hubiera jurado ante Dios, porque ya no cree en nada, cómo iba a poder hacerlo cuando ha vivido tanto tiempo como una persona que no debería existir. Ella lo ha dicho de otro modo pero con firmeza. Ella ha dicho que vivimos una época en la que nadie puede estar seguro del nombre de otra persona, nadie sabe ya de dónde viene ni adónde va. Sólo cuando se llega a algún sitio del que no hay que huir se puede decir el nombre verdadero, y el nombre de ella es Laurinda.
Estuvo de camino durante nueve años y todos se metían con ella con látigos invisibles de azufre para que no se parara, para que continuara sin existir, para que no se la viera, para que no se quedara, sino que continuara siempre, como si diera vueltas alrededor de sí misma en un camino eterno, sin final, un camino en el que la vida se convierte lentamente en muerte y vacío. Ha ido tan lejos que incluso ha empezado a ser invisible para sí misma también. Ya no ve su rostro en el espejo cuando se mira, o cuando se para delante de un escaparate algún atardecer, lo único que ve es una sombra que se mueve bruscamente, como si la sombra también tuviera miedo de ser apresada.
Y también es invisible por dentro, donde una vez hubo recuerdos ahora sólo hay cascara, como las nueces después de comérselas un mono, ningún recuerdo, sólo cascaras de recuerdos, ni siquiera quedan los olores, todo ha desaparecido, de la música sólo recuerda, como un rumor lejano, las canciones que le solía cantar su madre, la Vieja Laurinda.
A veces podía sentir una cólera inexplicable, como si tuviera un volcán en su interior, un volcán que había estado dormido durante miles de años y despertaba de repente con un bramido. Entonces empezaba a gritarle a su madre: ¡Cállate de una vez! ¡Silencio! No hables más. ¿Por qué no puedes mantener la boca cerrada? Ya no salen palabras, sino las entrañas, que se abren paso hacia fuera. ¡Cállate!
No tienes que contar siempre que la cabeza de mi padre fue seccionada por fragmentos de granada. Yo tengo fragmentos de granada dentro de mí, están destrozando todo mi interior. No quiero hablar de lo que le ocurrió a mi padre, es tan repugnante, pero me obligas a ello porque no puedes quedarte callada. Hablas tanto que he empezado a odiar todas las palabras. Ya no sé su significado, ¿significan algo en realidad? Si te pregunto algo, empiezas a hablar de algo completamente distinto. No obtengo respuesta y no entiendo lo que dices, pero lo peor es que tú misma no entiendes el significado de las palabras que salen de tu boca. Me estoy volviendo loca, huele a todas las palabras que arrojas fuera de ti, si no te callas ahora, mis uñas dejarán de crecer. Es cierto, hablas tanto que mi cuerpo deja de funcionar.
Sé que no te gusta que se hable de ello, pero quiero que sepas cómo es exactamente. Casi no puedo orinar ya, aunque no se tiene que hablar de eso, es tan natural que se convierte en algo poco natural; cuando era pequeña creía que era tan vergonzoso orinar como mentir, no me atrevía a decírtelo cuando me orinaba encima, a pesar de que es completamente natural, todos los niños se orinan, ¿Has sido niña alguna vez? Tal vez niegues que hayas sido niña, que hay algo sobre lo que tus padres mentían, ¿fue así? ¿Y por eso me atormentas a mí?
Y lo otro no vamos a mencionarlo, ya no puedo sacar nada más de mí, me duele todo el tiempo y lo que sale es verde, como una especie de alga pegajosa, es tan terriblemente asqueroso que empiezo a vomitar. Lo que sale es bilis y porquería. Y la menstruación, sólo sale sangre, en cualquier momento, ya nada es regular, ¿no te has preguntado por qué me lavo todo el tiempo? Pero ya no me importa, nada de lo que dices es importante.
Las uñas de los pies crecen, pero no las de los dedos, sí, las de los pulgares crecen, pero no las de los otros dedos. Y las uñas se doblan y se arquean, ya no son uñas, más bien escamas, toda yo me estoy transformando en un lagarto, estás haciendo de mí un lagarto de cueva. Es una especie que sólo se da entre quienes son como yo, los meten y sacan de camiones y contenedores y no se sabe si existen aún o si ya están muertos y yacen en el fondo del mar. Por la mañana me miro en el espejo y no creo lo que veo, intento evitarlo, pero no puedo, miro al espejo y creo que es una vieja la que está delante de mí.
Cuando era pequeña, vivía una viuda en una de esas casas que ya no eran casas, que se habían hundido a un lado del sendero que subía a la montaña, ¿la recuerdas? Yo la recuerdo. Era tan sumamente fea que nos daba miedo, pero ahora comprendo que era buena y sólo vieja, no fea, tal vez había vivido demasiado tiempo, yo me veo igual que ella cuando me miro en el espejo, como aquella vieja viuda. Debía de ser muy pobre, no tenía hijos, se habían marchado o tal vez habían muerto, y ella en realidad también estaba muerta y no se daba cuenta.
Los ojos, es decir, mis ojos, ya no estoy hablando de aquella viuda, son tan horribles, es como si me miraran llenos de odio, no quiero tener estos ojos, no son míos, y la lengua, quieres ver mi lengua, no, no quieres, está llena de capas raras, parece que tenga animales en la boca, y es sólo porque hablas tanto. No puedes estar callada, no por mi propio bien, sino por el bien de alguna otra persona, cualquiera que sea. Mi padre está muerto, a él no puedes hacerle nada más. Yo quería a mi padre y te quiero también a ti, pero quiero que estés callada. Entiendo que te resulte difícil, entiendo que tengas miedo, si hay alguien que lo entiende soy yo, no creo que ni siquiera mi padre lo entienda tan bien como yo. Si no dejas de hablar voy a arañarte los ojos, ten cuidado con las uñas de mis pulgares, ten cuidado.
Mientes sin cesar. Estamos llegando, enseguida habremos llegado, enseguida volveremos a existir, ¿cuándo, por Dios? ¡Dímelo! No, no digas nada, no quiero saberlo, de todos modos no importa, ya que lo que dices no es cierto. Soy como una prisionera de mi propia invisibilidad, no sólo porque soy prófuga, sino porque tú me mantienes prisionera, hablas de que vamos a llegar enseguida, pero te has convertido en una carcelera. ¿Sabes qué pienso? A veces pienso que voy a desaparecer sin más, voy a morirme de frío sólo para no tener que volver a oír tus mentiras. No pretendo ser mala, te digo todo esto porque te quiero y porque tengo que ayudarte, ya que tú no eres capaz de pensar de modo razonable, ¿Comprendes que no soy mala, lo comprendes? Haces como si escucharas lo que digo, no una palabra tras otra, sino lo que quiero decir. ¿Me escuchas a mí o las palabras que digo? ¿Ves que estoy aquí o también he desaparecido para ti? Entonces, ¿qué sentido tiene?
Ya no sé qué sentido tiene, pero ahora debo decidir lo que va a ocurrir, de lo contrario no ocurrirá nada. En medio de todo esto, de tanta charla y tanto escupir, he descubierto algo, ¿sabes qué es? No estoy segura de que pueda explicártelo, y aunque pudiera explicártelo no estoy segura de que lo entendieras, o de que quieras entenderlo, ya que siempre dices saberlo todo mejor. Ya no eres la que más sabe, ni yo tampoco, pero al menos lo intento. Es como si por primera vez sintiera algo que creo que tiene que ver con la libertad, no sé si puedes entenderlo, una rara sensación de no estar encerrada, y eso es lo que menos entiendo, cómo puedes sentirte libre cuando estás sentada en una cueva y no existes.
Ya no soy una niña y tampoco soy adulta, pero comprendo algo que no entendía antes, que tenía que tener cuidado y no convertirme en tu enemiga, ésa era mi aspiración en la vida. Era esa tradición de la que hablas continuamente, ese respeto que sólo es otra palabra que pone una soga alrededor de mi garganta, ya que soy mujer y no hombre. Miro a las que tienen mi edad, a las chicas que viven en este país, no a los chicos, no te preocupes, los miro a hurtadillas, ya que en realidad soy tímida y quiero seguir siéndolo, eso no quisiera que cambiara aunque consiguiera un nombre nuevo. Te volverías loca si las vieras, me refiero a las chicas, no se esconden detrás de chales y respetos y tradiciones y no tienen miedo a padres que creen que pueden hacer cualquier cosa. Veo algo que no había visto antes, tal vez no sea bueno, pero pienso averiguarlo yo, no voy a dejar que me contestes, quiero contestar yo.
Mamá, hasta ahora has sido mi heroína. Hasta ahora. Pero ya no lo eres. Aunque está claro que te quiero, lo hago, no creas otra cosa. Voy a quererte mientras viva, sin duda daría mi vida por ti si fuera necesario, y sé que tú darías la tuya por mí, pero eso ya no funciona: si vamos a salir de esta cueva tenemos que hacer lo que yo diga.
Así le hablaba a veces a la Vieja Laurinda, era el volcán que arrojaba todos los restos ardientes de los sentimientos y los pensamientos que ella y a no podía dominar. Y la Vieja Laurinda escuchaba, aunque volviendo la cara y sin decir nunca nada.
De repente era como si cayera desde un precipicio. Ya no sabía de dónde venía, era como si cada día despertara en un sitio donde no había estado antes, con un cuerpo que no reconocía, hasta los latidos de su corazón le resultan extraños, como si alguien estuviera dando golpes en su cuerpo con un código secreto, un prisionero enviando su mensaje al mundo, así suena su corazón.
Imagina aromas que nunca antes había percibido, recuerda sueños que ni ella misma sabe si los ha soñado o si alguien que ha pasado por su lado con paso silencioso mientras dormía los ha dejado a su alrededor, como si en realidad estuviera sobre una camilla y hubiera muerto ya. A veces recuerda un camión, el remolque de un tractor en el que viajan por el borde de un precipicio mientras estallan granadas a su alrededor. Lo último que vio de su padre fue cuando su cabeza fue arrancada por el estallido de una granada, entonces sólo quedaron ella y sus hermanos y su madre, todos los demás habían desaparecido. Llegaron a Suecia en un ferry que temblaba como un animal encarcelado, habían roto sus papeles y los habían tirado en un retrete, como les habían enseñado los fugitivos que no tenían documentación, ya que es más difícil deshacerse de una persona sin papeles, rechazarla, que de personas que aún tienen un nombre. Está tan extendido que los que no existen son más auténticos que los que se niegan a abandonar su identidad.
Estuvieron durante siete meses en una casa en la que nevaba dentro y, válgame Dios, nunca habían visto nieve, fue en Polonia, antes de que llegaran a Suecia. En aquella casa había un enano, un hombre que aullaba como un lobo por las noches. Había vivido allí desde que nació y cada noche daba vueltas alrededor con una vela buscándose a sí mismo, al que era en realidad, la parte de él que había desaparecido, un metro de altura que alguien le había robado. Cuando dejaron la casa, policías de uniforme verde oscuro los llevaron a empujones al ferry y después escupieron.
En Suecia les dieron calcetines, chaquetones calientes y bolsas de té, y los metieron en un albergue helado justo al lado del mar frío y gris que constituía la frontera de todo lo que había existido antes. Era como si hubieran hecho trizas todos sus recuerdos, todo lo que habían sido, y lo hubieran tirado junto con los pasaportes rotos. Personas amables de sonrisa helada los habían encerrado allí y luego simplemente habían desaparecido. Por las noches recogían manzanas heladas en huertas abandonadas y saqueaban las gavillas de sarmientos que alguien había puesto para los pájaros. Era Navidad cuando llegaron, y fue entonces cuando la Vieja Laurinda comprendió que habían llegado a donde iban y se tumbó para morir.
Luego se dispersaron, se iban a hacer cargo de los hermanos, y también de Laurinda, pero ella huyó, simplemente se marchó. Fue andando a lo largo de un camino que atravesaba campos pardos, de vez en cuando alguien detenía el coche y le dejaba que lo acompañara durante el viaje, pero una y otra vez les daba tanto miedo su silencio que enseguida volvían a detenerse y la dejaban tirada. Siguió caminando, cada paso era una lucha contra la tierra, que tiraba ya de ella, pero no se detuvo hasta que encontró el saco negro de basura junto al camino. Debía de haberse caído de un camión o tal vez lo habían tirado.
El saco estaba lleno de ranas de plástico amarillas, toda la cuneta estaba cubierta de esas ranas. Primero pensó que estaban vivas, pero tan congeladas que no podían saltar. Luego se puso una en la mano y la tiró al no sentir ningún latido, sólo unos ojos rígidos que la miraban, porque tenía miedo de que en ese país pudiera haber ranas venenosas. Pero las ranas no se movieron, volvió a ponerse una en la mano y entonces descubrió la etiqueta que estaba pegada debajo de la rana. Se llevó el saco, y cuando llegó a la siguiente ciudad las echó sobre una acera y esperó. No sabía si esperaba a que empezaran a saltar o a que alguien comprara una de las ranas, y tampoco era importante.