Authors: Henning Mankell
—¿Qué pasó luego?
—El miedo desapareció. Tuve que irme a Estocolmo en un camión.
—¿Qué es eso de que tienes un hermano?
—¿Quién?
—Parece que tienes un hermano que se llama Adamah. Es dueño de un restaurante en el que según tú suelo ir a comer.
Se puso de espaldas a él sin contestar y tiró del edredón de modo que sólo podía verse su pelo negro trenzado sobre la almohada. En sólo unos segundos se había dormido. Él se sentó a mirar el contorno de su cuerpo que se vislumbraba bajo el edredón, pensando en lo que ella había dicho. «El miedo viene de dentro. Oí la voz de mi padre. Me dijo que corriera.» Jesper Humlin apagó la lámpara y abrió la puerta con cuidado. Fue sigilosamente a la cocina a escuchar. Oyó la voz de su madre. Fuerte y autoritaria. Huyó al dormitorio.
La cama estaba vacía cuando se despertó. Eran las siete y media de la mañana. Andrea se había marchado. Se levantó y fue a su estudio. Tea-Bag había desaparecido también. Al lado del sofá estaba el billete utilizado en el trayecto de Estocolmo a Gotemburgo. «Ha vuelto a desaparecer», pensó. «Sin que sepa por qué ni adonde ha ido.»
Sonó el teléfono. Levantó el auricular al oír que era Anders Burén.
—¿No te habré despertado?
—Los escritores trabajamos mejor por la mañana.
—Hace poco decías que trabajabas mejor por la noche. Pero no llamo por eso. He pasado unos días en mi monasterio privado. Para meditar.
Jesper Humlin sabía que Anders Burén iba cada tres meses a un balneario parecido a un monasterio que se encontraba en algún punto apartado del archipiélago. Había oído comentar que el monasterio estaba rodeado de un gran hermetismo y que se gestionaba como un club privado del que costaba una fortuna ser miembro.
—¿Has encontrado tal vez el modo de que mis acciones en White Vision vuelvan a tener algún valor?
—White Vision carece de importancia.
—Para mí no.
—Se me ha ocurrido una idea brillante. Vamos a transformarte en una sociedad anónima.
—¿Cómo dices?
—Es muy sencillo. Ponemos en marcha una sociedad anónima y la llamamos «Humlin Magic». Yo soy dueño del cincuenta y uno por ciento y tú del cuarenta y nueve por ciento. Luego depositamos allí todos tus contratos y derechos de autor.
Jesper Humlin le interrumpió.
—Para que un escritor obtenga algún beneficio invirtiendo sus recursos económicos en una sociedad anónima debe cumplirse una condición. Que gane mucho dinero. Los únicos escritores que tienen una sociedad anónima hoy en día son los que escriben novelas policiacas. Yo no lo hago.
—Me interrumpes antes de tiempo. Tus derechos y contratos son sólo una nimiedad sin importancia en este contexto.
—Gracias.
—Lo que quiero decir es que vas a ser el mayor recurso de la empresa.
—¿Cómo piensas hacerlo?
—Te repartimos en participaciones y te vendemos. No es más complicado que comprar un apartamento multipropiedad en un hotel de invierno en la montaña.
—Me niego a ser comparado como una instalación vacacional.
—No tienes imaginación. Creía que aún te quedaba fantasía.
—Es la que utilizo para escribir mis libros.
—¿No comprendes que es una idea brillante? Las personas suscriben partes de ti. De tus futuros libros. Calculo que el primer proyecto que saquemos nos producirá al menos cincuenta millones. Te repartimos en mil participaciones. A la gente que tiene mucho dinero le gustan las ideas nuevas. Luego dejamos a la dirección de la empresa que decida una vez al año lo que tienes que escribir al año siguiente. Si ocurriera lo peor (que fueras objeto de quiebra), simplemente te liquidamos, esperamos algún año hasta que vuelvas a escribir mejor y volvemos a empezar de nuevo.
—Cuando oigo la palabra «liquidar» pienso en la mafia que se quita de encima a personas incómodas por medio de certeros disparos en la nuca. ¿Supongo que eso se considera una broma de muy mal gusto?
—Al contrario. Estoy diseñando el folleto de «Humlin Magic».
—Pues ya puedes ir dejándolo. No pienso vender mi inspiración como participaciones de una sociedad.
—A nadie le interesa tu inspiración. Únicamente tengo en cuenta el valor material de tu persona y de lo que imprimes. Nada más. Piénsalo. Volveré a llamarte dentro de unas horas.
—No pienso contestar. ¿Cómo van mis acciones?
—Están tranquilas y ubicadas a buen nivel. Al cierre de la Bolsa de ayer estaban a catorce cincuenta.
Jesper Humlin, furioso, colgó el auricular dejándolo caer con fuerza, en un intento de que Anders Burén no volviera a llamar. Era como si tratara de ahogar su teléfono. Permaneció en silencio.
La luz que entraba por la ventana era gris. De la calle llegaba un sonido apagado. Jesper Humlin estaba en pie, completamente inmóvil, manteniendo la respiración. Sentía que iba a marearse. «Son los dos extremos», pensó. «Un agente de Bolsa que me quiere convertir en una sociedad anónima y una muchacha que se hace llamar Tea-Bag que duerme en mi sofá y habla de un miedo que le viene de lo profundo de su ser. ¿De dónde viene mi miedo? Del conocimiento de que mis acciones pierden valor y de que Andrea me pone condiciones que no puedo cumplir. Tengo una madre de la que temo que escriba un libro que pueda resultar una obra maestra. Temo que mi editor me despida y que se vendan menos de mil ejemplares de mi próximo libro. Temo la crítica demoledora, tengo miedo a perder mi bronceado. En resumen, tengo miedo a todo lo que me revela como una persona sin pasiones ni carácter.»
Jesper Humlin se sacudió de encima los pensamientos desagradables, fue a la cocina a por una taza de café y se sentó en su estudio. Sobre la mesa que tenía delante estaban el texto de Leyla y el paquete de Tanja. En el tren en el que vino de Gotemburgo había pensado releer lo que había escrito Leyla y abrir el paquete. Pero se encontraba demasiado cansado y lo había dejado como estaba.
Leyó una vez más lo que había escrito Leyla. Luego se acercó el paquete y lo abrió. Envuelto en un trozo de tela pequeño había una fotografía de un bebé. Era una niña. En la parte de atrás ponía «Irina». «Una foto de Irina de pequeña», pensó. «O de Tanja, o de Inez, o como quiera que se llame.» Le pareció reconocer su rostro a pesar de que la niña de la foto no tenía más de tres años. Dejó la foto y se echó hacia atrás en la silla. «Me presenta su vida como un puzzle», pensó. «Me da cuidadosamente una pieza tras otra, para buscarse a sí misma, sin darme la espalda, sin exponerse al riesgo de que la descubra. Me ha enseñado piñas y trozos de cristal, ha revelado que es una habilidosa carterista, que no tiene miedo, que está sola. Y ahora me da su foto de niña.»
Durante las horas siguientes, Jesper Humlin se sentó ante su ordenador e introdujo todo lo que pudo recordar desde el momento en que se encontró con Tea-Bag. A pesar de que sólo tenía previsto tomar notas, era como si distintos libros hubieran empezado ya a formarse dentro de él. Las distintas historias se enlazaban unas a otras. Cuando apagó el ordenador se sintió satisfecho por primera vez desde hacía mucho tiempo. «Hay algo en esto», pensó. «Hasta ahora sólo me he permitido hojear en sus historias. Pero si continúo viajando a Gotemburgo un día tendré algo de lo que pueda escribir. No debo preocuparme de sus sueños sobre el futuro. Seguramente ninguna de ellas posee el talento que se necesita para ser escritora. Sobre la posible capacidad que tengan para las telenovelas o como presentadoras de programas de televisión ni puedo ni quiero opinar. Pero eso no significa que vaya a salir de esto con las manos vacías.»
Luego telefoneó a su médico. Le había pedido una hora fija para llamarla todas las semanas.
—Beckman.
—Soy Jesper Humlin. No me siento bien.
—Nunca te sientes bien. ¿Qué te pasa ahora?
Anna Beckman, que era su médico desde hacía más de diez años, tenía un modo tan directo de dirigirse a él que nunca llegaba a acostumbrarse del todo.
—Estoy pensando si podría ser algo del corazón.
—No tienes ningún problema de corazón.
—Tengo palpitaciones.
—Yo también.
—¿Estamos hablando de ti o de mí? Estoy preocupado por mi corazón.
—Yo estoy preocupada porque es mi hora de comer. ¿Supongo que querrás venir hoy mismo?
—Si es posible.
—Tienes suerte. Ha habido una cancelación. A las dos.
Ella terminó la conversación sin escuchar lo que contestaba. Enseguida volvió a sonar el teléfono. Era Andrea.
—¿Se ha marchado?
—Al menos no está aquí. ¿Qué dijo Märta?
—Está preocupada por ti. Piensa que deberías preguntarte a ti mismo qué estás haciendo realmente.
—¿Qué pretendía decir con eso?
—Te enfadarás si te digo lo que ella dijo.
—Me enfadaré si no me lo dices.
—Piensa que tu última colección de poemas es mala.
Aunque Jesper Humlin había decidido hacía tiempo no tener en cuenta lo que opinara su madre sobre sus obras literarias, sintió al instante un vuelco en el estómago. Pero no se lo dijo a Andrea.
—No quiero oír nada más de lo que dijo.
—Sabía que ibas a enfadarte.
—Creía que quería saber cómo se matan personas.
—Era una excusa. Quería hablar de ti.
—No quiero que habléis de mí.
—Pero nosotras hablaremos esta noche. ¿Estás preparado para ello?
—Estaré en casa.
—Era todo lo que quería saber.
Jesper Humlin se quedó en pie con el auricular del teléfono en la mano y la mente totalmente en blanco. Luego se puso frente al espejo de la entrada y contempló con tristeza su bronceado, que estaba desapareciendo a marchas forzadas. Al día siguiente sin falta iría a su solárium.
Salió a almorzar en un restaurante de barrio, leyó el periódico y luego tomó un taxi para ir a su doctora. El conductor del taxi era de Lergrav, en la isla de Gotland, y no estaba seguro de cómo llegar hasta allí.
Anna Beckman medía casi dos metros, era muy delgada, llevaba el pelo corto y rapado y además un aro en una ceja. Jesper Humlin sabía que había interrumpido una prometedora carrera como investigadora por haberse cansado de las intrigas entre los que se peleaban por las becas para la investigación. Ella abrió la puerta de repente y se quedó mirándolo. Su sala de espera estaba llena de gente.
—No tienes ningún problema de corazón —le gritó al entrar en su consulta.
—Te agradecería que no gritaras tus diagnósticos delante de todos los que están en la sala de espera.
Ella le escuchó el corazón y le tomó la presión arterial.
—Tus niveles son excelentes. No entiendo por qué tienes que venir a molestarme.
—¿Molestarte? En realidad soy tu paciente.
Ella lo miró con ojos críticos.
—Te estás poniendo gordito, ¿lo sabías? Y ese bronceado tiene un aspecto patético, con perdón.
—No estoy gordo en absoluto.
—Has engordado por lo menos cuatro kilos desde la última vez que estuviste aquí. ¿Cuándo fue? ¿Hace dos meses? Tenías miedo de coger amebas y cagarte encima cuando te marchabas a las islas del Pacífico.
A Jesper Humlin, como de costumbre, le irritó su modo de expresarse.
—Es normal pedir consejo a tu médico cuando vas a hacer un viaje largo. No he engordado cuatro kilos.
Anna Beckman se lanzó sobre su historial clínico y luego señaló la báscula.
—Quítate la ropa y ponte allí.
Jesper Humlin hizo lo que se le había dicho. Pesaba 79 kilos.
—La última vez que estuviste aquí pesabas setenta y cinco. ¿Cuántos son? Cuatro kilos.
—Entonces tienes que darme algo.
—¿Darte qué?
—Algo para que pueda bajar de peso.
—Ya te apañarás, no puedo dedicarte más tiempo.
—¿Por qué tienes que cabrearte tanto cuando vengo? Hay más médicos.
—Soy la única que te aguanta.
Ella alcanzó su bloc de recetas.
—¿Necesitas algo?
—Algunos tranquilizantes.
Ella miró el historial clínico.
—Estoy controlando que no empieces a tomar demasiados.
—No tomo demasiados.
Le lanzó la receta y se levantó. Jesper Humlin se quedó sentado.
—¿Algo más?
—Tengo una pregunta. ¿No estabas escribiendo un libro?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—¿Una novela policiaca tal vez?
—Detesto ese tipo de libros. ¿Por qué lo preguntas?
—Sólo por curiosidad.
Jesper Humlin abandonó el consultorio de Anna Beckman y se detuvo en medio de la calle sin saber qué hacer. De repente palpó el billete de tren de Tea-Bag. Lo sacó y estaba a punto de tirarlo en la papelera cuando vio que había algo escrito en él. Una dirección en uno de los suburbios más alejados y desconocidos de Estocolmo. Después de un momento de vacilación se dirigió hacia la estación de metro más próxima. Tuvo que preguntar a un revisor en qué estación debía bajarse. El revisor era africano, pero hablaba sueco muy bien. Jesper Humlin descubrió asombrado que, sentado detrás de la ventanilla, el revisor estaba leyendo poemas de Gunnar Ekelöf.
—Uno de nuestros mejores escritores —dijo Jesper Humlin.
—Es bueno —contestó el revisor a la vez que picaba el billete—. Pero no ha entendido del todo el antiguo imperio bizantino.
Jesper Humlin se sintió ofendido inmediatamente en nombre de Ekelöf.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Llevaría mucho tiempo poder aclararlo —dijo el revisor.
Luego le ofreció una tarjeta de visita.
—Puedes llamarme si quieres hablar de su poesía. Antes de venir a Suecia era profesor de historia de la literatura en una universidad. Aquí en Suecia pico billetes. —El revisor lo miró detenidamente—, ¿No te conozco de algo?
—Es posible —contestó Jesper Humlin sintiéndose halagado enseguida—. Me llamo Jesper Humlin. Soy escritor.
El revisor negó con la cabeza.
—¿Qué escribes?
—Poesía.
—Lo lamento.
Jesper Humlin bajó al subsuelo por la escalera mecánica. Cuando llegó a la parada correcta sintió como si hubiera pasado de nuevo una frontera invisible y se encontrara en otro país, no en un suburbio de Estocolmo. Atravesó una plaza parecida a la que había visto en Stensgården. Le sorprendió que la dirección que había escrito Tea-Bag lo llevara a una iglesia. Entró.
La iglesia estaba vacía. Fue a sentarse en un banco de madera marrón y miró la vidriera que había detrás del altar. Representaba a un hombre que iba remando sentado en un bote. En el horizonte brillaba la luz intensa y azulada de una visión. Jesper Humlin pensó en los dos botes de los que habían hablado Tanja y Tea-Bag. Uno había navegado a lo largo de la corriente fluvial por Europa Central; el otro lo había hecho desde Estonia hasta la isla de Gotland. De repente, como en una aparición, vio un ejército de botes pequeños que llevaban refugiados a Suecia por todos los mares del mundo.