Authors: Henning Mankell
—¡Cielo santo! ¡Tú ya la has visto!
—No es la mujer más hermosa del mundo. Pero eso no significa nada. Su hermano sólo va a estar sentado con vosotros controlando que no ocurra nada indebido.
—¿Qué piensas realmente de mí?
—Pienso que es una idea excelente que dejes aparte tus poemas y en lugar de eso te dediques a escribir algo razonable. Eso es lo que opino de ti. Que puedes perfeccionarte.
Jesper Humlin se enfadó. Se sentía ofendido. Pero no dijo nada. Y se dio cuenta de que tenía que aceptar que el hermano de Leyla estuviera presente.
La conversación terminó. Sonó el teléfono. Jesper Humlin esperó a responder hasta que oyó una voz en el contestador. Era un periodista de uno de los periódicos más importantes del país. Jesper Humlin levantó el auricular y se esforzó por sonar muy ocupado.
—Espero no molestar.
—Estoy trabajando, pero no importa.
—Quisiera preguntarte algunas cuestiones sobre tu nuevo libro.
Jesper Humlin supuso que el periodista se refería a la colección de poemas que había publicado varios meses antes.
—Podemos mantener una breve conversación.
—¿Te importa que utilice una grabadora?
—No.
Jesper Humlin esperó hasta que el periodista, cuyo nombre no había reconocido, preparó la grabadora.
—En realidad sólo quiero preguntar qué se siente.
Por la mente de Jesper Humlin pasó como un destello la tarde de Mölndal.
—Te sientes bien, muy bien.
—¿Hay algo especial detrás de este libro?
A Jesper Humlin le gustaba responder a esta pregunta en concreto. Se repetía continuamente. Varios días antes había pensado una respuesta nueva mientras estaba en la bañera.
—Siempre trato de salir de mi espacio literario y seguir buscándome a lo largo de sendas no marcadas. De no ser poeta, probablemente habría sido constructor de carreteras.
—¿Puedes desarrollar un poco más esta curiosa respuesta?
—Me resulta difícil imaginar una ocupación más importante que abrir nuevos caminos a las personas que vienen atrás.
—¿Qué personas?
—Nuevas generaciones.
El periodista tosió.
—Es una respuesta rara, pero bonita.
—Gracias.
—Pero, sin duda, debe de haber un gran paso entre escribir poesía e intentar hacer una novela policiaca que resulte un best setter, ¿verdad?
Jesper Humlin se quedó paralizado y los nudillos en torno al auricular del teléfono palidecieron.
—Creo que no entiendo bien a qué te refieres.
—Hemos recibido un comunicado de prensa de tu editorial acerca de que vas a sacar una novela policiaca para el próximo otoño.
En ocasiones anteriores Jesper Humlin ya había sentido aversión hacia su editor Olof Lundin. Pero en ese momento, cuando había sido pillado completamente desprevenido por un periodista, empezó a odiarlo. La única idea que podía imaginarse para una novela policiaca era sobre un escritor que asesinaba a su editor metiéndole a presión por la boca montones de comunicados de prensa falsos.
—¿Me oyes?
—Te oigo.
—¿Quieres que repita la pregunta?
—No es necesario. Lo que pasa es que he decidido no hacer por el momento ninguna declaración sobre mi próximo libro. Acabo de iniciar el proceso de escritura. Es fácil que me falle la concentración. Es como meter en tu casa invitados que no son bienvenidos.
—Eso suena a avanzado. ¿Pero podrás decir algo más? ¿Por qué si no iba a enviar la editorial un comunicado de prensa?
—No puedo contestar a eso. Permíteme decir sólo que estoy dispuesto a hablar sobre el libro dentro de aproximadamente un mes.
—Quizá puedas decir de qué trata.
Jesper Humlin pensó rápidamente.
—Lo único que puedo adelantar es que el campo de la acción se basa en los choques culturales.
—No puedo escribir eso. Nadie entenderá qué quiere decir.
—Personas de distintas culturas que se encuentran y no se comprenden. ¿Queda más claro?
—¿Entonces es alguien que asesina a inmigrantes?
—No voy a adelantar más de lo que he dicho. Pero tu conclusión no es correcta.
—¿Son inmigrantes que asesinan a suecos?
—En realidad no hay ningún asesinato.
—¿Cómo puede ser entonces una novela policiaca?
—Me expresaré sobre ello cuando llegue el momento.
—¿Cuándo será?
—Dentro de un mes.
—¿Tienes algo más que decir?
—Por el momento no.
—Muchas gracias.
Jesper Humlin colgó el teléfono.
El periodista parecía de mal humor. Él también estaba sudoroso y enfurecido. Pensó que debería llamar enseguida a Olof Lundin. Pero nada iba a mejorar con ello. Se había publicado un comunicado de prensa y eso no podía retirarse. La novela policiaca que no iba a escribir constituía actualmente una novedad literaria.
Esa misma tarde, Andrea llegó inesperadamente a su casa. Jesper Humlin, que se había quedado dormido en el sofá por el agotamiento de la desalentadora conversación con el periodista, se asustó como si hubiera estado haciendo algo indebido. Pero cuando oyó que Andrea no cerraba la puerta de un portazo, respiró. Significaba que no iba a empezar a discutir enseguida. Si atravesaba la puerta en silencio era porque estaba de buen humor.
Se sentó en el sofá al lado de él y cerró los ojos.
—Me estoy volviendo una gruñona —dijo—. Parezco una vieja malhumorada.
—Suelo darte motivos de preocupación. Pero trato de cambiarlo.
Andrea abrió los ojos.
—No lo haces en absoluto. Pero puede que alguna vez aprenda a vivir con ello.
Prepararon juntos el almuerzo y bebieron vino, a pesar de que era una tarde de un día laborable normal. Jesper Humlin escuchó pacientemente sus amargados ataques contra el caos de la asistencia sanitaria sueca. Al mismo tiempo, pensaba en cómo explicarle del modo más apropiado que ahora iba a encontrarse de verdad con la muchacha iraní. Pero, sobre todo, le daba vueltas a lo que le había dicho su madre la noche anterior acerca de que intercambiaban confidencias sobre la vida privada más íntima de ellos.
De repente, ella le leyó el pensamiento.
—¿Qué tal te fue en casa de Märta?
—Como de costumbre. Pero había comprado ostras. Además me contó algo que no me gustó oír.
—¿Va a desheredarte?
Jesper Humlin se quedó paralizado.
—¿Lo ha manifestado en algún momento?
—No.
—¿Entonces por qué lo dices?
—¡Santo cielo! ¿Qué fue lo que no te gustó oír?
Jesper Humlin se dio cuenta de que no era el momento adecuado. Tanto él como Andrea habían bebido ya demasiado vino. Podría producirse un choque. Pero él no pudo contenerse.
—Asegura que habláis de nuestra vida sexual. Según ella, afirmas que no nos acostamos juntos demasiado a menudo.
—Y es verdad.
—¿Tienes que hablar con ella de eso?
—¿Por qué no? Es tu madre.
—Ella no tiene nada que ver con nosotros dos.
—Hablamos de todo. Me gusta tu madre.
—Sueles afirmar lo contrario.
—He cambiado de opinión. Además, es muy abierta conmigo. Sé cosas de ella que nunca podrías imaginar.
—¿Como qué?
Andrea sirvió vino en los vasos y sonrió de modo enigmático. A Jesper Humlin no le gustó su mirada.
—Te he preguntado qué es lo que no sé de mi madre.
—Cosas que no quieres saber.
—No puedo saber si quiero o no saberlas antes de que las digas.
—Tiene un trabajo.
Jesper Humlin se quedó mirándola.
—¿Qué clase de trabajo?
—Eso es lo que no quieres saber.
—Mi madre no ha trabajado en toda su vida. Ha saltado de un área cultural a otra. Pero nunca ha tenido un trabajo regular.
—Ahora lo tiene.
—¿Qué hace?
—Vende sexo por teléfono.
Jesper Humlin apartó lentamente el vaso de vino.
—No me gusta que hables mal de ella.
—Es cierto.
—¿Qué es cierto?
—Que vende sexo por teléfono.
—Tiene ochenta y siete años. ¿Cómo puedes siquiera afirmar algo así?
—La he oído personalmente. ¿Por qué no puede vender sexo por teléfono una mujer de ochenta y siete años?
Jesper Humlin empezó a tener la aplastante sensación de que lo que Andrea decía podía ser verdad. Sin embargo, no entendía lo que significaba.
—¿Puedes explicarme en qué consiste ese trabajo?
—En todos los periódicos hay anuncios con números de teléfono para llamar y tener conversaciones obscenas y oír gemidos y muchas cosas más. A una de las amigas de tu madre se le ocurrió que tal vez había un mercado para ancianos que querían gemir junto con mujeres de su edad.
—¿Y?
—Era cierto. Han creado una empresa. Una sociedad anónima en concreto. Cuatro mujeres de las que la más joven tiene ochenta y tres y la mayor noventa y uno. Además, tu madre es la presidenta. El año pasado tuvieron unos beneficios netos de cuatrocientas cuarenta y cinco mil coronas.
—¿Beneficios de qué? No entiendo de qué hablas.
—Sólo te digo que tu madre se sienta junto a su teléfono una cantidad determinada de horas al día y gime a cambio de dinero. Yo misma la he oído. Suena muy creíble.
—¿Cómo que suena creíble?
—Que se excita. No seas tonto. Entiendes perfectamente lo que quiero decir. ¿Y a ti cómo te va con tu libro nuevo?
—Voy a ir a Gotemburgo la próxima semana para empezar.
—Buena suerte.
Andrea se levantó y empezó a quitar la mesa. Jesper Humlin permaneció sentado. Estaba preocupado e indignado por lo que le había contado Andrea sobre su madre. En el fondo sabía que lo que le había dicho era cierto. Tenía una madre que era capaz de cualquier cosa.
Una semana después, cuando Jesper Humlin se sentó en el tren camino de Gotemburgo, había dedicado la mayor parte de su tiempo a contestar y esquivar llamadas de periodistas acerca de la novela policiaca que no iba a escribir pero que saldría el otoño siguiente. Además, tuvo una discusión con Viktor Leander, que le puso por los suelos a través del teléfono por haber robado las ideas de su mejor amigo. Bajo promesa de que lo guardara en secreto, Jesper Humlin logró convencerlo al final de que no saldría de su mano ninguna novela policiaca.
Olof Lundin, a quien perseguía de forma intensa, había estado inaccesible toda la semana. Jesper Humlin lo había llamado incluso a su casa a media noche sin obtener respuesta. Tampoco había hablado todavía con su madre sobre la escandalosa ocupación a la que se dedicaba por vía telefónica. Pero se había obligado a verificar que cada una de las palabras dichas por Andrea era cierta. Una tarde que estaba solo en casa se animó con dos copas de coñac y luego llamó al número que Andrea le había señalado en un periódico. Al principio contestaron dos voces desconocidas de mujer. Pero a la tercera llamada oyó horrorizado a su propia madre hablándole con voz ronca. Tiró el auricular como si le hubiera mordido y luego bebió algunas copas más de coñac para tranquilizarse.
Jesper Humlin se hundió en su asiento pensando que desearía no estar en un tren camino de Gotemburgo, sino en un avión que lo condujera muy lejos de allí. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Se sentía agotado después de la semana que había pasado. Cuando estaba a punto de dormirse, alguien cerca de él empezó a hablar en voz alta por un teléfono móvil. La conversación, de modo impreciso, parecía tratar de una excavadora impagada. Jesper Humlin vio cómo se escapaban todas sus esperanzas de disfrutar de un momento de tranquilidad y se puso a leer un periódico de la tarde. El miedo a abrir un periódico vespertino todavía le provocaba un rápido temblor. Aún había riesgo de que algún periodista empezara a interesarse por lo que ocurrió en Mölndal. Sobre todo si se pensaba que Jesper Humlin era por entonces un nombre interesante para el público debido al libro que no escribiría.
Picoteó con desgana la comida que servían y el resto del viaje se lo pasó sentado mirando cómo se oscurecía el paisaje. «El punto de apoyo», pensó. «Estoy en medio de la vida, en medio del mundo, en medio del invierno sueco. Y me falta un verdadero punto de apoyo.»
En Gotemburgo, Pelle Törnblom fue a buscarlo con una furgoneta oxidada y abollada. Al dejar la estación se metieron enseguida en un embotellamiento y se quedaron parados.
—Ya han llegado —dijo Pelle Törnblom satisfecho—. Tienen grandes expectativas.
—¿Ya han llegado? Pero si aún faltan cuatro horas hasta que me encuentre con ella y su hermano.
—Están allí desde esta mañana. Para ellos es un momento muy importante.
Jesper Humlin lanzó una mirada suspicaz al hombre que estaba al volante. ¿Lo decía en serio o era sarcástico?
—No tengo ni idea de cómo va a resultar esto. Tal vez no salga nada.
—Lo importante es que lo hagas. En este país a los inmigrantes se los considera víctimas. Por circunstancias, por falta de conocimientos del idioma, por casi todo lo que se pueda pensar. A veces ellos mismos se consideran también víctimas. Pero realmente la mayoría quieren ser considerados y tratados como personas totalmente normales. Si puedes ayudarles a contar sus propias historias, harás algo importante.
—¿A quiénes? Voy a hablar con una muchacha que se llama Leyla. Con nadie más.
La fila de coches se movió algunos metros y volvió a pararse. Al mismo tiempo empezó a caer aguanieve.
—Serán unos cuantos más.
—¿Quiénes? ¿Cuántos?
—Tuvimos que poner varias sillas más.
Jesper Humlin puso la mano en la manilla de la puerta del coche y se preparó para huir.
—¿Más sillas? ¿De qué estás hablando?
—Serán unos cincuenta.
Jesper Humlin trató de abrir la puerta del coche. El picaporte se soltó.
—¿Qué clase de coche es éste?
—Suele soltarse. Luego lo arreglaré.
—¿A qué te refieres con cincuenta personas?
—Leyla se ha traído a algunas amigas que también quieren aprender a escribir.
—¿Por qué hablas entonces de cincuenta personas?
—Sus familias también vienen.
—¿Por qué?
—Es por lo que te he dicho antes. Vigilan a sus hijas. Sinceramente, creo que debería alegrarte que estén tan interesadas.
—¡Pero yo he venido aquí para hablar con una chica! No con varias, ni tampoco con sus familias. Llévame otra vez a la estación.
Pelle Törnblom se volvió hacia él.