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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (78 page)

BOOK: Sortilegio
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En el tiempo que dura un latido de corazón todo rastro del Ángel había desaparecido de la colina junto a Shadwell; y con su desaparición dentro de un cuerpo de carne llegó un nuevo espectáculo. Un temblor recorrió el suelo desde la muralla donde estaba de pie Hobart y atravesó todo el jardín. A su paso las formas de arena empezaron a desmoronarse, incontables plantas cayeron convertidas en polvo, avenidas de árboles se estremecieron y desplomaron como arcos en un terremoto. Contemplando aquella destrucción, que iba en aumento, Shadwell volvió a pensar en aquella primera vez que había visto los dibujos en las dunas. Quizá las suposiciones que hizo entonces habían estado acertadas; quizá aquel lugar
fuera
de algún modo una señal dirigida a las estrellas. El penoso modo que tenía Uriel de recrear una gloria perdida con la esperanza de que algún espíritu pasajero viniera a visitarle y a recordarle quién era él mismo. Luego el cataclismo se fue haciendo demasiado grande, y Shadwell huyó de allí antes de quedar enterrado en una tormenta de arena.

Hobart ya no se encontraba en el extremo del jardín, sino que había salido a través de la brecha trepando por los peñascos, y ahora estaba de pie mirando la inmensa extensión baldía del desierto.

Por fuera no había ningún signo de la ocupación de Uriel. Para una mirada poco avezada aquél era el Hobart de siempre. Los rasgos adustos estaban tan glaciales como de costumbre, y era la misma voz impersonal la que emergió de él cuando habló. Pero la pregunta que expuso contó una historia diferente.

—¿Ahora soy yo el Dragón? —preguntó.

Shadwell lo miró. Había, ahora lo advirtió, un brillo en las cuencas de los ojos de Hobart que no había visto desde que sedujera por primera vez a aquel hombre con las promesas de fuego.

—Sí —le dijo—. Tú eres el Dragón..

No se entretuvieron. En aquel mismo momento emprendieron el largo viaje hacia la frontera, dejando la Región Vacía más vacía que nunca.

UNDÉCIMA PARTE

LA ESTACIÓN DE LOS SUEÑOS

El cielo se oscurece como una mancha, algo va a caer como si fuera lluvia, y no serán flores.

W. H. Anden,

Los dos

I. RETRATO DEL HÉROE COMO JOVEN LUNÁTICO
1

¿Qué le ha pasado a Cal Mooney?, se preguntaban los vecinos; qué tipo tan raro se ha vuelto, lleno de medias sonrisas y miradas maliciosas. Fíjate, ¿verdad que siempre fueron una familia muy rara? El viejo estaba emparentado con un poeta, según he oído, y ya sabes lo que se suele decir de los poetas: que están un poco locos todos ellos. Y ahora el hijo se ha vuelto igual. Tan triste. Qué extraño el modo en que cambia la gente, ¿verdad?

Aquellas habladurías sonaban a verdad, desde luego. Cal se daba cuenta de que
había
cambiado. Y sí, probablemente también estuviera un poco loco. Cuando se miraba al espejo algunas mañanas notaba que tenía en los ojos el salvajismo que sin duda le resultaba inquietante a la cajera del supermercado o a la mujer que intentaba sonsacarle algún potencial escándalo mientras esperaban haciendo cola en el Banco.

—¿Entonces vive usted solo?

—Sí —decía él.

—Es una casa muy grande para uno solo. Debe de resultarle difícil hacer la limpieza.

—Pues no, en realidad no. —La mujer que hacía las preguntas ponía entonces cara de sorpresa. Y a continuación Cal decía—: Me gusta el polvo —pues sabía que aquel comentario avivaría los chismorreos; pero era incapaz de mentir para evitarlos. Y también podía notar, cuando hablaba, cómo la gente sonreía por dentro
y
archivaban la frase para regurgitarla más tarde en la lavandería.

Oh, desde luego que él era Mooney
el Loco
.

2

Esta vez no hubo olvido. Su mente formaba parte demasiado del perdido País de las Maravillas para que se
le
escapase. La Fuga permanecía con él todo el día, todos los días;
y
también por las noches.

Pero existía poco gozo en el recuerdo. Sólo había un casi insoportable dolor por la pérdida, al saber que un mundo por el que él había estado suspirando durante toda la vida había desaparecido para siempre. Nunca más volvería a pisar aquella tierra encantada.

El cómo y el porqué de aquella perdida quedaban un poco borrosos, especialmente en lo concerniente a lo sucedido dentro del Torbellino. Recordaba con cierto detalle la batalla del Brillo Estrecho, y cómo él se había sumergido a través del Manto. Pero lo que había sucedido a continuación era sólo una serie de imágenes inconexas. Cosas que brotaban, cosas que morían; su propia sangre danzándole brazo abajo en un pequeño éxtasis; el ladrillo a su espalda, temblando...

Eso era casi todo. El resto era tan impreciso que a duras penas recordaba un solo instante de todo ello.

3

Sabía que necesitaba algo que lo distrajera de aquel sufrimiento, o de lo contrario se iría apagando, sencillamente, y se vería invadido por una melancolía de la cual no había salida, de modo que empezó a buscarse de nuevo empleo y a primeros de julio encontró uno: un empleo de panadero. El sueldo no era bueno y el horario resultaba bastante intempestivo, pero le gustaba el trabajo, que era la antítesis de sus tareas en la compañía de seguros. No tenía que hablar mucho, ni preocuparse por la política del despacho. Allí no había ascensos, sólo el negocio llano de la masa y los hornos. Estaba contento con el empleo. Le proporcionó unos bíceps tan duros como el acero y pan caliente para el desayuno.

Pero aquella distracción sólo fue temporal. Su mente recordaba con demasiada frecuencia la fuente de sus sufrimientos, y entonces sufría aún más. Y ese mismo masoquismo quizá estuviera también presente en la reaparición de Geraldine a mediados de julio. Se presentó un día en el umbral de la puerta y entró en la casa como si nada hubiese sucedido entre ellos. Cal se alegró de verla.

Pero esta vez la muchacha no se quedó a vivir allí. Ambos estuvieron de acuerdo en que volver a aquel
statu quo
doméstico sólo supondría un paso atrás. En lugar de ello, Geraldine estuvo yendo y viniendo todo el Verano casi a diario, y a veces se quedaba a dormir en la calle Chariot, aunque lo más frecuente era que no se quedase.

Durante cerca de cinco semanas no le hizo ni una sola pregunta acerca de los sucesos acaecidos la primavera anterior, y Cal, a su vez, no le ofreció ninguna información de
motu propio
. No obstante, cuando por fin la muchacha sacó a colación el tema, lo hizo de un modo y en un contexto que Cal nunca se hubiese esperado.

—Deke le va diciendo por ahí a todo el mundo que has estado metido en problemas con la Policía... —le dijo Geraldine—. Pero yo le dije: mi Cal, no.

Cal estaba sentado junto a la ventana, en el sillón de Brendan, contemplando el cielo de finales de verano. La muchacha se encontraba en el sofá, sentada en medio de un revoltijo de revistas.

—Ya les dije que tú no eres un criminal. De eso estoy segura. Sé que fuera lo que fuese lo que te sucedió... no se trataba de un problema de esa clase. Se trataba de algo
más profundo
que eso, ¿verdad? —Le echó una mirada fugaz. ¿Querría una respuesta? Por lo visto no, porque antes de que Cal pudiera abrir la boca, Geraldine ya estaba diciendo—: Nunca comprendí lo que pasaba, Cal, y puede que así sea mejor. Pero... —Se quedó mirando la revista que tenía abierta sobre el regazo, y luego levantó de nuevo los ojos hacia él—. Antes nunca hablabas en sueños.

—¿Y ahora sí?

—Siempre. Hablas con gente. A veces gritas. A veces sólo sonríes. —A Geraldine le resultaba un tanto embarazoso confesar esas cosas. Lo había estado vigilando mientras dormía; y también escuchando—. Has estado en algún lugar, ¿no es cierto? —le preguntó—. Has visto algo que nadie más ha visto.

—¿Es de eso de lo que hablo?

—En cierto modo. Pero no es eso lo que me hace pensar que has visto cosas. Es el modo como te comporté Cal. El aspecto que tienes a veces...

Dicho esto, Geraldine pareció alcanzar un
irnpasse, y
devolvió la atención a las páginas de la revista, que comenzó a pasar de prisa y sin mirarlas realmente. Cal lanzó un suspiro. Geraldine había sido tan buena con él, tan protectora; le debía una explicación, por difícil que le resultase.

—¿Quieres que te lo cuente? —le preguntó Cal.

—Sí, sí quiero.

—No te lo vas a creer —le advirtió.

—Dímelo de todos modos.

Cal asintió y emprendió el relato de la historia que tan cerca había estado de contarle el año anterior, después de su primera visita a la calle Rue.

—He visto el País de las Maravillas... —empezó.

4

Tardó tres cuartos de hora en hacerle un resumen de todo lo que había sucedido desde la primera vez que el pájaro se había escapado del palomar; y otra en tratar de afinar el relato. Una vez que hubo empezado, se encontró reacio a omitir nada; quería contárselo todo lo mejor que pudiera, tanto por su propio bien como por el de Geraldine.

La muchacha lo escuchaba atentamente, a veces mirándole a él y más a menudo mirando fijamente por la ventana. Ni una sola vez lo interrumpió.

Cuando Cal terminó por fin y las heridas se le habían abierto de nuevo a causa de la narración, Geraldine no dijo nada, al menos durante un rato bastante prolongado.

Por fin Cal le dijo:

—No me crees. Ya te advertí que no me creerías.

De nuevo hubo un silencio. Luego la muchacha habló:

—¿Te importa mucho que te crea o no?

—Sí. Claro que me importa.

—¿Por qué, Cal?

—Porque entonces no estaré solo.

—No estás solo —le dijo ella; y no añadió nada más.

Más tarde, cuando se estaban sumiendo juntos en el sueño, Geraldine le dijo:

—¿La amas? Me refiero a Suzanna.

Cal se esperaba que antes o después la muchacha le haría aquella pregunta.

—Sí —repuso suavemente—. De una manera que no puedo explicar; pero sí.

—Me alegro —murmuró Geraldine en la oscuridad. Cal habría deseado poder verle la expresión de la cara y saber si le estaba diciendo la verdad o no, pero dejó sin formular cualquier otra pregunta.

No volvieron a hablar de ello de allí en adelante. Geraldine no se comportó de forma diferente con Cal de como lo había hecho antes de que se lo contase: era casi como si la muchacha se hubiera sacado de la cabeza todo el asunto. Iba y venía con la misma rutina
ad hoc
. A veces hacían el amor, a veces no. Y a veces eran felices; o casi...

El verano llegó y se fue sin alterar mucho el termómetro, y antes de que a Geraldine tuvieran oportunidad de salirle las pecas en las mejillas, ya era setiembre.

5

El otoño le sienta bien a Inglaterra; y aquel otoño, que iba a preceder al peor invierno desde la década de
los
cuarenta, llegó glorioso. Los vientos eran fuertes, portadores de ráfagas de lluvia templada salpicadas a intervalos con puñaladas de líquida brillantez. La ciudad recuperó el encanto perdido. Nubes de color pizarra se amontonaban detrás de las casas bañadas por el sol, el viento traía consigo el olor del mar; y también unas gaviotas, en su lomo, que bajaban y viraban por encima de los tejados.

Aquel mes Cal sintió que se le levantaba el ánimo otra vez al ver brillar el Reino del Cuco, mientras por encima del mismo los cielos parecían cargados de signos secretos. Empezó a ver caras en los jirones de las nubes; oía códigos en una especie de morse emitido por las gotas de lluvia en el alféizar de la ventana. Seguramente algo era inminente. Aquel mes también se acordó de Gluck. Anthony Virgil Gluck, coleccionista de fenómenos anómalos. Hasta llegó a pensar en ponerse en contacto con aquel hombre y desenterró la tarjeta de Gluck del bolsillo de los pantalones viejos. Sin embargo no llegó a hacer la llamada, quizá porque sabía que él estaba dispuesto a creer cualquier bonita superstición siempre que fuera prometedora de milagros, y aquello no sería prudente. En lugar de eso no dejó de observar el cielo, día y noche. Hasta se compró un telescopio pequeño y empezó a aprender de modo autodidacta la situación de las constelaciones. Aquel proceso le resultó tranquilizador. Era bueno mirar hacia lo alto durante el día y saber que las estrellas seguían estando allá arriba, aunque no pudiera verlas. Sin duda pasaba lo mismo respecto a otros misterios incontables que brillaban, pero el mundo brillaba con más fuerza y lo cegaba para los demás.

Y entonces, a mediados de octubre (en concreto el día dieciocho, o mejor dicho, en la madrugada del diecinueve) tuvo la primera de las pesadillas.

II. REPRESENTACIONES
1

Ocho días después de la destrucción de la Fuga y todo lo que contenía, los supervivientes de las Cuatro Familias, en total puede que unas cien personas, se reunieron en asamblea para debatir su futuro. Aunque eran supervivientes, no tenían muchos motivos para celebrarlo. Con la desaparición del Mundo Entretejido habían perdido sus hogares, sus posesiones y, en muchos casos, además a sus seres queridos. Lo único que les quedaba como recuerdo de su felicidad pasada era un puñado de encantamientos, muy debilitados con la derrota de la Fuga. Y no servían de mucho consuelo. Los hechizos no pueden resucitar a los muertos, ni mantener a raya a las corrupciones del Reino.

Así, pues, ¿qué tenían que hacer? Había una facción locuaz, encabezada por Balm de Bono, que abogaba por hacer pública su historia; por convertirse, en esencia, en una
causa
. La idea no dejaba de tener sus ventajas. Quizás el lugar más seguro para estar
fuese
a plena vista del mundo humano. Pero hallaron una oposición sustancial a este plan, oposición alentada por la única posesión que las circunstancias no podían arrebatarle a aquella gente: el orgullo. Muchos de ellos declararon abiertamente que preferían morirse antes que quedar a merced de los Cucos.

Además aquella idea suponía un problema adicional para Suzanna. Aunque pudiera convencer a sus colegas humanos para que se creyeran el cuento de los Videntes y simpatizaran con ellos, ¿cuánto duraría la compasión? ¿Meses? Un año, a lo sumo. Luego volverían los ojos hacia una nueva tragedia. Los Videntes serían las víctimas de ayer, teñidos por la celebridad, sí, pero difícilmente salvados por ella.

La combinación de este argumento de Suzanna y el generalizado horror a humillarse ante los Cucos fue suficiente para vencer a la oposición. Decidido a mostrarse civilizado ante la derrota, De Bono cedió.

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