Single & Single (35 page)

Read Single & Single Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

BOOK: Single & Single
7.96Mb size Format: txt, pdf, ePub

– ¿Tomas café? ¿De filtro, exprés? Ahora tenemos una máquina. ¡Hoy en día todo se hace a máquina! También hay descafeinado, si quieres.
Zwei Filterkaffee bitte, Frau Marty,
con veneno, por favor… ¿Azúcar, Oliver?
Zucker nimmt er auch…
Pronto las máquinas nos sustituirán también a los abogados.
Und kein Telefon, Frau Marty,
aunque llame la mismísima reina,
Tchüss. -
Todo esto mientras señalaba a Oliver una butaca frente a él, extraía unas gafas de montura negra de un bolsillo del cárdigan que llevaba para poner de relieve su informalidad, limpiaba las lentes con una gamuza sacada de un cajón, se inclinaba hacia adelante en su asiento, asomaba los ojos por encima del parapeto negro de las gafas y sometía a Oliver a un segundo escrutinio, lamentando de nuevo el fallecimiento de Winser-. En todo el mundo es igual, ¿eh? Ya nadie está a salvo ni siquiera aquí en Suiza.

– Es espantoso -convino Oliver.

– Hace dos días en Rapperswil, sin ir más lejos -prosiguió el doctor Conrad, su intensa mirada fija por algún motivo en la corbata de Oliver, una nueva, comprada por Aggie en el aeropuerto, porque «no voy a permitirte llevar puesta ni un momento más esa cosa naranja con manchas de jabón»-. Una
mujer respetable
muerta a tiros por un joven muy normal, un aprendiz de carpintero. El marido, subdirector de un banco.

– Horrible -convino Oliver.

– Quizá ocurrió lo mismo con el pobre Winser -sugirió el doctor Conrad, bajando la voz para conferir a su hipótesis una validez clandestina-. Hay
muchos
turcos en Suiza. De camareros en los restaurantes, de taxistas. Lo cierto es que
hasta la fecha
se han comportado bien, en general. Pero ya ves, ¿eh? Nunca se sabe.

– No, nunca, desde luego -repitió Oliver con convicción, y dejó el maletín sobre el escritorio, soltando los cierres a modo de preludio para empezar a hablar de negocios y de paso orientando debidamente el cierre de la derecha para transmitir.

– Y saludos de Dieter -añadió el doctor Conrad.

– ¡Caramba, Dieter! ¿Cómo está? ¡Fantástico, tiene que darme su dirección! -Dieter, recordó Oliver, el sádico de cabello blanquecino que me ganó al pimpón por veintiuno a cero en el ático del club para millonarios que tenía Conrad en Küsnacht mientras nuestros padres tomaban coñac y charlaban de queridas y dinero en el soleado salón.

– Bien, gracias. Dieter tiene ya
veinticinco
años; estudia en la Yale School of Management, y espera no ver a sus padres
nunca
más; pero eso
de hecho
es una fase -explicó Conrad con orgullo. Un tenso silencio debido a que Oliver había olvidado el nombre de la esposa de Conrad, pese a que Aggie lo había escrito claramente en la chuleta que le había obligado a aceptar al salir del hotel, y que tenía aún guardada junto al corazón-. Y Charlotte también está muy bien -informó el doctor Conrad por propia iniciativa, sacando a Oliver del atolladero. A continuación deslizó una delgada carpeta desde un ángulo del escritorio hasta situarla ante sí y, separando los codos, apoyó en los bordes las yemas de los dedos como para evitar que se la llevase el viento.

Y fue entonces cuando Oliver notó que al doctor Conrad le temblaban las manos y que unas untuosas gotas de sudor habían aparecido sobre su labio como una visita inoportuna.

– Bueno, Oliver -dijo Conrad, irguiendo la espalda y acometiendo un nuevo comienzo-. Te haré una pregunta, ¿de acuerdo? Una pregunta
impertinente,
pero somos viejos amigos, y no te enfadarás. Somos abogados. Ciertas preguntas son ineludibles. No siempre obtienen respuesta, quizá, pero deben formularse. ¿No te importa?

– En absoluto -contestó Oliver cortésmente.

Conrad apretó los sudorosos labios y arrugó la frente en un gesto de exagerada concentración.

– ¿A quién recibo hoy? ¿En calidad de qué? ¿Recibo acaso al preocupado hijo de Tiger? ¿Es por el contrario el representante de la Casa Single en el Sudeste asiático? ¿O quizá el brillante estudiante de lenguas asiáticas? ¿Es el amigo de Yevgueni Orlov? ¿O es un colega interesado en abordar los aspectos jurídicos de algún asunto, y en tal caso quién es su cliente? ¿Con quién tengo el honor de hablar esta tarde?

– ¿Cómo me describía mi padre? -propuso Oliver con una obvia evasiva. Cada pregunta es una amenaza, pensó, observando cómo se juntaban y separaban las nerviosas manos del doctor Conrad. Cada gesto una decisión.

– De ningún modo, en realidad. Dijo
sólo
que vendrías -respondió el doctor Conrad con excesiva presteza-, que vendrías y que cuando vinieses, debía proporcionarte la información que fuese necesaria.

– Necesaria ¿para qué?

Conrad trató de tomarlo a broma, pero el miedo le heló la sonrisa.

– Para su
supervivencia,
de hecho.

– ¿Eso dijo? ¿Con esas mismas palabras? ¿Su supervivencia?

El sudor se había extendido a sus sienes.

– Quizá salvación. Salvación o supervivencia. Por lo demás, nada dijo respecto a Oliver. Quizá se olvidó. Teníamos asuntos importantes que tratar. -Respiró hondo-. Así pues, ¿quién eres hoy, Oliver, por favor? -repitió con su voz cantarina-. Contéstame, por favor. Siento verdadera curiosidad por saberlo.

Entró frau Marty con el café y unos bollos azucarados. Oliver aguardó a que se marchase y después, con calma, sin una sola mentira fuera de sitio, recitó el Evangelio según Brock tal como se lo había expuesto a Kat, hasta el punto de su llegada a Inglaterra.

– Tras analizar la situación y hablar con el personal, comprendí que alguien debía tomar las riendas del negocio, y yo era el más indicado. Carecía de la experiencia y los conocimientos jurídicos de Winser, pero era el otro único socio, estaba allí, y conocía sus métodos de trabajo y los de Tiger. Sabía dónde estaban enterrados los cadáveres -dijo Oliver. El doctor Conrad abrió desmesuradamente los ojos delatando terror-. Quiero decir que me hallaba familiarizado con el funcionamiento interno de la firma -aclaró Oliver amablemente-. Si no sustituía yo a Winser, ¿quién iba a hacerlo? -Estaba sentado con la espalda recta. Dueño de sus ficciones, miró a Conrad a la cara buscando su aprobación y obtuvo sólo un evasivo gesto de asentimiento-. El problema es que no queda nadie en la empresa a quien pueda consultar, y no hay constancia de casi nada por escrito. Deliberadamente, Tiger ha desaparecido. Media plantilla ha tomado la baja por enfermedad…

– ¿Y el señor Massingham? -lo interrumpió el doctor Conrad con una voz exenta de toda inflexión.

– Massingham ha emprendido una gira relámpago para tranquilizar a los inversores. Si lo hago volver, dará la impresión de que intentamos anticiparnos a la retirada de fondos. Además, Massingham no sirve de gran ayuda en la parte jurídica -adujo Oliver. El semblante de Conrad reflejaba únicamente un flatulento malestar-. Por otro lado, está la cuestión del estado de ánimo, salud, o como quiera llamarse… -Se permitió un instante de decorosa vacilación-. Vive bajo una abrumadora presión desde antes de Navidad.

– Presión -repitió Conrad.

– Es una persona de gran resistencia…, como sin duda debe de serlo usted…, pero todo el mundo puede padecer una crisis nerviosa en determinadas situaciones. Cuanto más fuerte es un hombre, más tiempo aguanta. Pero los síntomas son visibles para quien sepa interpretarlos. El hombre empieza a quedarse sin pilas.

– ¿Cómo?

– Deja de actuar de una manera racional. Y ni siquiera es consciente de ello.

– ¿Eres psicólogo, Oliver?

– No, pero soy hijo de Tiger, y su socio, y su mayor admirador, y, como usted dice, confía en mi ayuda. Y usted es su abogado. -Pero incluso esto, a juzgar por la rígida expresión del doctor Conrad, era más de lo que estaba dispuesto a admitir-. Mi padre está desesperado. He hablado con las personas que se hallaban más cerca de él durante las horas previas a su desaparición. Su única obsesión era hablar con Kaspar Conrad. Usted. Tenía que hablar con usted antes que con nadie. Mantuvo su visita en secreto. Ni a mí me informó.

– Entonces, Oliver, ¿cómo sabías que vino a verme?

Oliver se las arregló para no oír esa pregunta tan desagradablemente perspicaz.

– Debo encontrarlo cuanto antes. Ofrecerle toda la ayuda posible. No sé dónde está. Me necesita. -«Procura que Conrad te ponga al corriente de lo ocurrido en Navidad -había dicho Brock-. ¿Por qué lo visitó Tiger nueve veces en diciembre y enero?»-. Hace unos meses mi padre atravesó una situación crítica. En una carta que me envió se quejaba de una conspiración contra él. Decía que, aparte de mí, sólo podía confiar en usted. «Kaspar Conrad es nuestro hombre.» Y usted y él juntos salieron victoriosos. Derrotaron a esos individuos, quienesquiera que sean. Tiger saltaba de alegría. Hace un par de semanas le vuelan la cabeza a Winser, y mi padre corre de nuevo a verlo a usted. Después desaparece. ¿Adónde ha ido? Debió de decirle adonde se dirigía. ¿Cuál fue su siguiente movimiento?

Capítulo 14

Es una repetición de la escena, pensaba Oliver cuando Conrad empezó a hablar. Es un día de hace cinco años, y Tiger se halla de pie ante este mismo escritorio, y yo permanezco obedientemente detrás de él, empachado a causa de la cena entre padre e hijo de la noche anterior, a base de ternera picada y
Rösti
y tinto de la casa en el Kronenhalle, seguida de los placeres más privados del minibar de mi habitación del hotel. Tiger pronuncia uno de sus discursos sobre el estado de la nación, y como de costumbre yo soy la nación:

– Kaspar, mi buen amigo, permíteme que te presente a Oliver, mi hijo y recién incorporado socio, y desde hoy tu estimado cliente. Tenemos una instrucción que darte, Kaspar. ¿Estás preparado para recibirla?

– Tratándose de ti, Tiger, estoy preparado para cualquier cosa.

– La nuestra es una sociedad fundada en el afecto, Kaspar. Oliver tiene la llave de todos mis secretos, y yo la de los suyos. ¿Entendido y conforme?

– Entendido y conforme, Tiger.

Y se van a almorzar al Jacky’s.

Es un día tres meses después, y esta vez son una multitud: Tiger, Mijaíl, Yevgueni, Winser, Hoban, Shalva, Massingham y yo. Entre café y café, nos solazamos con nuestra amistad, en espera de solazarnos con algo más sustancioso en el Dolder Grand, a un paso de aquí. Anoche, en Chelsea, hice el amor con Nina y llevo marcas de dientes en el hombro bajo la camisa de Turnbull amp; Asser. Yevgueni está en silencio y quizá dormido. Mijaíl observa las ardillas por la ventana, deseando cazarlas. Massingham sueña con William; Hoban nos detesta a todos, y el doctor Conrad describe la perfecta armonía. Seremos uno solo… casi. Una compañía
offshore
ilimitada… casi, aunque unos disfrutaremos de una situación más privilegiada que otros. Esas triviales diferencias se producen incluso en las familias mejor avenidas. Gozaremos de ventajosas condiciones tributarias, o dicho de otro modo, no pagaremos impuestos. Nos estableceremos en las Bermudas y en Andorra. Seremos beneficiarios casi a partes iguales de un archipiélago de compañías que se extenderá desde Guernsey hasta Grand Cayman y hasta Liechtenstein, y el doctor Conrad, el gran experto en derecho internacional será nuestro confesor, guardará nuestros fondos y llevará el timón de la nave, vigilando los movimientos de nuestro capital e ingresos con arreglo a instrucciones genéricas y globales transmitidas a él de vez en cuando por la Casa Single. Y todo va sobre ruedas -sólo nos separan del almuerzo unos cuantos párrafos más del brillante informe de funcionamiento del doctor Conrad- cuando, para estupefacción de Oliver, Randy Massingham introduce la elegante puntera de su zapato de gamuza en medio de esa intrincada, inasible y distante maquinaria y, desde su inmejorable lugar de influencia entre Hoban y Yevgueni, dice:

– Kaspar, seguramente dará la impresión de que hablo en contra de los intereses de Casa Single, pero ¿no sería todo un poco más democrático si las instrucciones que recibirás de nosotros fueran acordadas conjuntamente por Tiger y Yevgueni, en lugar de proceder sólo de mi incomparable director? Sólo pretendo prevenir fricciones de antemano, Ollie -explica Massingham en un aparte ofensivamente informal-. Es mejor resolver nuestras diferencias ahora que pagar las consecuencias más adelante. ¿No sé si sigues mi razonamiento?

Oliver lo sigue sin el menor esfuerzo. Massingham trata de equilibrar las fuerzas para beneficiarse él en su calidad de mediador y presentarse a la vez como el simpático del grupo. Pero Tiger es más rápido que él y ataja la sugerencia casi antes de que acabe de hablar:

– Randy, permíteme que te exprese mi más encarecido agradecimiento por la previsión, la presencia de ánimo y, me atrevo a decir, el valor de plantear a tiempo una cuestión de vital importancia.
Sí,
debemos constituir una sociedad democrática.
Sí,
conviene repartir el poder, y no sólo sobre el papel sino también en la práctica. Sin embargo aquí no hablamos de poder. Hablamos de la necesidad de hacer llegar al doctor Conrad una única voz clara y una única orden clara. ¡El doctor Conrad no puede recibir órdenes de una torre de Babel! ¿No es así, Kaspar? No puede recibir órdenes de un comité, ni aun tratándose de un comité tan armonioso como el nuestro. Kaspar, dime que estoy en lo cierto. O equivocado. No me importa.

Y naturalmente está en lo cierto, y sigue en lo cierto durante todo el camino hasta el Dolder Grand.

El doctor Conrad hablaba de falsos cortesanos. Cortesanos confabulados. Cortesanos que se aliaban y se volvían contra su benefactor. El miedo y la indignación que le inspiraban era palpable. Cortesanos rusos. Cortesanos polacos. Cortesanos ingleses. Hablaba de una manera elíptica y a veces en susurros, sus pequeños y brillantes ojos cada vez más abiertos y redondos. Sus cortesanos eran cortesanos anónimos embarcados en conspiraciones anónimas, en las que él no participaba en absoluto, palabra de honor. Pese a su cautela, la identidad de los cortesanos empezó a aflorar, y su cabecilla en la Navidad pasada había sido el doctor Mirsky…

– … que, te diré en confianza, tiene una pésima reputación y una bella esposa de piernas largas, en el supuesto de que sea su esposa, porque el doctor Mirsky es polaco, y con los polacos nunca se sabe. -Resopló y sacó un pañuelo de seda para enjugarse el sudor de la frente-. Te diré lo que me sea posible, Oliver. No te lo diré
todo,
pero te diré lo máximo que me permita mi conciencia profesional. ¿Lo aceptas?

Other books

Shadow Spinner by Susan Fletcher
Tripping Me Up by Garza, Amber
All She Ever Wanted by Rosalind Noonan
Blindsided by Katy Lee
Rococo by Adriana Trigiani