– Tamaño de chico para ti -dijo Katrina, entregándole la copa llena y quedándose para ella la de tamaño de chica.
Oliver tomó un sorbo y entró en estado de alteración. Si hubiese sido zumo de tomate, se habría emborrachado igualmente. Tomó un segundo sorbo y se recobró.
– ¿Marcha bien el restaurante? -preguntó.
– Es una verdadera mina, querido. El año pasado Tiger cogió una pataleta al ver los beneficios. -Katrina se encaramó a un taburete con el asiento en forma de silla de montar beduina. Oliver se sentó a sus pies en un montón de cojines de pelo largo. Iba descalza, mostrando unas uñas diminutas como gotas de sangre-. Cuéntame, querido. Sin omitir ningún detalle, por sórdido que sea.
Oliver mintió, pero con Katrina mentir le resultaba fácil. Estaba en Hong Kong cuando recibió la noticia, dijo, siguiendo las directrices de Brock. Por medio de un fax, Pam Hawsley le informó de que habían asesinado a Winser y Tiger había «abandonado su escritorio para atender asuntos urgentes», sugiriendo de paso que quizá Oliver debía plantearse el regreso a casa. En Londres era plena noche, así que, en lugar de esperar, tomó el primer vuelo a Gatwick de Cathay Pacific, fue en taxi del aeropuerto a Curzon Street, despertó a Gupta y salió de inmediato hacia Nightingales para ver a Nadia.
– ¿Cómo está? -lo interrumpió Katrina con el especial interés que muestran las queridas por las esposas de sus amantes.
– Lo sobrelleva bastante bien, gracias -respondió Oliver, incómodo-. Sorprendentemente bien. Sí. La he encontrado muy animada.
Mientras hablaba, Katrina no apartó de él la mirada ni un solo instante.
– No has acudido a los chicos de azul, ¿verdad, querido? -preguntó arteramente, escrutando el rostro de Oliver como una jugadora de bridge.
– ¿Cuáles? -repuso Oliver, escrutando también el rostro de ella.
– Pensaba que tal vez habías solicitado los servicios de nuestro querido Bernard. ¿O tú no estás en buenas relaciones con Bernard?
– ¿Lo estás tú?
– No en tan buenas relaciones como a él le gustaría, gracias a Dios. Mis chicas no quieren ni acercarse a él. Cinco de los grandes le ofreció a Angela si se iba con él de vacaciones a su soleado picadero. Ella le contestó que no era de ésas, cosa que nos hizo mucha gracia a todos.
– No he acudido a nadie -dijo Oliver-. La firma quiere mantener en secreto a toda costa la desaparición de Tiger. Los aterroriza que cunda el pánico entre los clientes y retiren sus inversiones en desbandada.
– ¿Y para qué has venido a verme, pues, querido?
Oliver hizo un exagerado gesto de indiferencia, pero no logró zafarse de su mirada.
– He pensado que así averiguaría algo de buena fuente.
– Y yo soy la fuente. -Katrina le hurgó en el costado con el pulgar de un pie-. ¿Seguro que no has venido en busca de un poco de tierno consuelo entre tantas tribulaciones?
– Mira, Kat, tú eres su mejor amiga, ¿no? -respondió Oliver, sonriendo y apartándose de ella.
– Después de ti, querido.
– Además, eres la primera persona que Tiger -vino a ver cuando se enteró de la muerte de Alfie.
– ¿Yo?
– Según Gupta, sí.
– ¿Y adonde fue
luego
?
-
preguntó Katrina.
– A ver a Nadia. O al menos eso dice ella. Aunque supongo que no se lo ha inventado. ¿Qué sentido tendría?
– ¿Y después de Nadia? ¿A quién fue a ver después? ¿Alguna amiguita especial que no conozco?
– Pensaba que quizá había vuelto aquí.
– Pero, querido, ¿con qué objeto?
– Bueno, a Tiger no se le da muy bien organizar sus propios viajes, y menos aún al extranjero, ¿no? De hecho, me sorprende que no te haya llevado.
Katrina encendió un cigarrillo, para asombro de Oliver. ¿Qué más hace cuando Tiger no está presente?, se dijo.
– Yo dormía -explicó, cerrando los ojos al exhalar el humo-, sin nada encima aparte de mi pudor. Habíamos tenido una noche desastrosa en el Cradle. Los directivos de una compañía de vuelos chárter trajeron a un príncipe árabe que se prendó de Vora a primera vista. Te acuerdas de Vora -otro aguijonazo con el pulgar, esta vez en una nalga-, una rubia despampanante de pechos increíbles y piernas interminables. Bien, pues ella sí se acuerda de ti… tan bien como yo. Ahmed quería llevársela a París en su avión privado, pero el novio de Vora salió hace poco de la cárcel, y ella no se atrevió. Se armó un buen alboroto, y no llegué aquí hasta las cuatro de la madrugada, así que desconecté el teléfono, tomé un somnífero y caí como un tronco. Cuando abrí los ojos, era ya la hora del almuerzo y a mi lado estaba Tiger, de pie y con ese monstruoso abrigo marrón suyo. «Esa gente le ha volado la cabeza a Winser a modo de castigo», dijo.
– ¿Volado la cabeza? -repitió Oliver-. ¿Cómo se había enterado de eso?
– A mí que me registren, querido. Una manera de hablar, probablemente. Pero desde luego era lo único que me faltaba en mi lamentable estado. «Dios mío, ¿qué motivo podía haber para matar a Alfie? -pregunté-. ¿Quién es esa
gente?
¿Cómo sabes que no ha sido un marido celoso?» No, dijo, era un complot, y estaban todos metidos: Hoban, Yevgueni, Mirsky y el regimiento completo. Quería preguntarme dónde tenía guardados los cepillos del calzado. Ya sabes cómo se pone cuando le entra uno de sus arrebatos de pánico. Quiere morir con las botas limpias.
Oliver, que desconocía esa propensión al pánico de su padre, asintió de todos modos.
– A continuación me pidió cambio para el teléfono -prosiguió Katrina-. Tartamudeaba, y al principio pensé que me sugería que cambiase mi número de teléfono. No, no, dinero suelto, aclaró. Monedas de una libra, de cincuenta peniques, lo que tuviese a mano. «¿Qué tontería es ésa? -contesté-. Eres tú quien paga la factura del teléfono. Llama desde aquí.» No le servía. Tenía que ser un teléfono público. Todas las demás líneas estaban pinchadas por sus enemigos. «Ponte en contacto con Randy», dije. Tampoco le servía. Tenía que conseguir unos chelines. «Telefonea a Bernard -dije-. Si andas en apuros, para eso está Bernard.» Desde aquí, no, insistió. «Pero, querido, es
policía -
dije-. La policía no pincha los teléfonos de la policía.» Negó con la cabeza y me salió con su rollo de la mujercita descerebrada. Dijo que yo no era capaz de comprender la situación en toda su magnitud, y él sí.
– Pobrecita -la consoló Oliver, intentando aún asimilar la imagen de Tiger tartamudeando.
– Y claro está, no encontramos ni una sola moneda. Yo tenía en el coche el dinero suelto que guardo para los parquímetros. El coche estaba en el sótano. Para serte sincera, pensé que tu venerado padre estaba trastocándose. ¿Te pasa algo, querido? Tienes la misma cara que si te hubiese sentado mal algo que has comido.
A Oliver no le había sentado mal nada. Simplemente concatenaba en su cabeza los acontecimientos y no veía la menor lógica. Calculaba que Tiger visitó a Kat sólo unos minutos después de recibir la carta en la que Yevgueni le exigía doscientos millones de libras. Sin embargo, cuando Gupta vio salir a Tiger de Curzon Street, conservaba al parecer la serenidad. Y Oliver se preguntaba qué podía haber ocurrido entre Curzon Street y el apartamento de Kat para que su padre se hubiese aterrorizado hasta el punto de tartamudear.
– Así que nos pasamos diez minutos de un lado a otro del piso, yo en quimono, buscando dinero suelto. Deseé estar de nuevo en mi modesta habitación de alquiler con un bote lleno de monedas de diez peniques para el contador del gas. Al final aparecieron un par de libras. Y bueno, con eso no bastaba, ¿no?, al menos para una conferencia con el extranjero. Pero, claro está, en ningún momento había dicho que tuviese que telefonear al extranjero, no hasta que terminamos de buscar. «Por amor de Dios -dije-, manda a Mattie al quiosco a por unas tarjetas telefónicas.» Tampoco eso le parecía buena solución. Los porteros no eran de fiar. Para eso, prefería comprarlas él mismo. Así que se fue, y no me dio ni las gracias. Tardé horas en volver a dormirme y soñar contigo. -Una intensa calada al cigarrillo, seguida de un suspiro de descontento-. Ah, y tú tienes la culpa de todo, te complacerá saber; no es sólo cosa de Mirsky y los Borgia. Estamos todos confabulados contra él, todos lo hemos traicionado, pero tu traición es la peor. Me entró un poco de envidia. ¿Es verdad que lo has traicionado?
– ¿Cómo?
– Dios sabe, querido. Dijo que dejaste un rastro tras de ti y él había averiguado la fuente, y la fuente eras tú. Nunca había oído yo decir que los rastros tuviesen fuentes, pero ésas fueron sus palabras.
– ¿No mencionó a quién necesitaba telefonear?
– Ni remotamente, querido. Yo no soy de fiar, ¿no? Iba agitando su agendita de un lado a otro, así que no debía de saberse el número de memoria.
– Pero era una llamada al extranjero.
– Eso dijo.
Y era la hora del almuerzo, pensó Oliver.
– ¿Dónde está el quiosco? -preguntó.
– Nada más salir, unos cincuenta metros a la derecha. ¿Haces de Hércules Poirot, querido? Dijo que eras un Judas. Personalmente pienso que estás para comerte -añadió.
– Simplemente intento formarme una idea de la situación -respondió Oliver. Una situación que hasta entonces ni siquiera había imaginado: Tiger histérico, irracional, dado a la fuga, acurrucado en una cabina telefónica con su raglán marrón y sus zapatos recién lustrados, mientras su querida se vuelve a la cama-. La Navidad pasada tuvo un serio altercado con alguien. Un grupo de gente trató de gastarle una mala jugada. Viajó a Zúrich y les plantó cara. ¿Te suena eso de algo?
Katrina bostezó.
– Vagamente. Iba a despedir a Randy. Siempre está despidiendo a Randy. Y son todos unos sinvergüenzas, Mirsky incluido.
– ¿Yevgueni también?
– Yevgueni baila al son que le tocan. Está sometido a muchas influencias.
– ¿De quién?
– Dios sabe, querido. ¿Qué tal va esa copa? -preguntó Katrina. Oliver se bebió el martini. Ella fumaba y lo observaba mientras, masajeándose pensativamente un pie con el otro-. Tú eres el único que se le escapó de las manos, ¿verdad, pillín? -comentó con expresión reflexiva-. Tiger nunca habla de ti, ¿sabías? O mejor dicho, sólo habla de ti cuando se conmueve. Bueno, no exactamente cuando se
conmueve,
porque eso sólo ocurre en años bisiestos. Primero estabas de excedencia por razones de estudios, luego te ocupabas de captar clientes en el extranjero, luego volviste a estudiar. A su manera, sigue orgulloso de ti. Es únicamente que te considera un traidor y un mierda.
– Probablemente aparecerá dentro de unos días -dijo Oliver.
– Ah, si está solo, regresará a toda prisa. No resiste su propia compañía, ni ahora ni nunca. Por eso se busca un hombre a una amiguita. Desde luego no le basta conmigo. Ni viceversa, para serte sincero. Quizá necesita un cambio de juego. Algo lógico y normal a su edad, y también a la mía, si a eso vamos. -Lo aguijoneó de nuevo con el pulgar del pie, esta vez más cerca de la entrepierna-. ¿Tienes tú una amiguita, querido? ¿Alguien que sepa volverte loco?
– La verdad es que ahora nado entre dos aguas, y no acabo de decidirme.
– Aquel encanto de Nina vino a verme una vez al Cradle. No entendía por qué habías anunciado a Tiger que pensabas casarte con ella y a ella, en cambio, no le habías dicho nada.
– Sí, la verdad es que lo siento.
– No te disculpes conmigo, querido. ¿Qué problema le veías? ¿No era demasiado briosa en el catre? Por lo que pude observar, tenía un cuerpo francamente apetitoso. Un culo de primera. Una cadera adorable. No me habría importado ser hombre.
Oliver se apartó un poco más de ella.
– Dice Nadia que últimamente Mirsky ronda mucho por aquí -comentó Oliver, cambiando de tema-. Ha estado en Nightingales, jugando al ajedrez con Randy. -«Averigua todo lo que puedas sobre Mirsky», había ordenado Brock.
– No sólo juega a eso, querido, te lo aseguro. Jugaría también conmigo si tuviese la menor oportunidad. Y no será porque no lo ha intentado. Es peor que Bernard. Por cierto, nos está prohibido llamarlo Mirsky. Tiene un pasaporte un tanto voluble. No me sorprende.
– ¿Cómo lo llamáis, pues?
– Doctor Münster, de Praga. ¡Valiente doctor! Por si no lo sabías, yo soy su secretaria particular. ¿El doctor Münster necesita un helicóptero para ir a Nightingales? La buena de Kat se ocupará de ello. ¿El doctor Münster necesita la suite nupcial del Grand Ritz Palace? La buena de Kat lo arreglará. ¿El doctor Münster necesita ahora mismo tres fulanas y un violinista ciego? No hay problema, Kat le hará de alcahueta. Es demasiado ardoroso para dejarlo en manos de la Doncella de Hielo, supongo.
– ¿No había dicho Tiger que Mirsky formaba parte también de la conspiración contra él?
– Eso es
este
mes, querido. El mes pasado era el arcángel san Gabriel. Y de pronto, sorpresa, Mirsky se ha cambiado de bando; Yevgueni es un viejo chocho a merced de un polaco con labia, y Randy es el canalla que ha instigado a Mirsky… y por lo que yo sé también tú te has pasado al enemigo, ¿o no? ¿Dónde te has instalado, querido?
– Estoy en Singapur la mayor parte del tiempo.
– Me refería a esta noche.
– En Camden. En casa de una de mis viejas amistades de la facultad de derecho.
– ¿Amigo o amiga?
– Amigo.
– ¡Vaya un desperdicio! A menos que seas otro Randy, cosa que desde luego no eres -dijo Katrina. Oliver estaba a punto de echarse a reír cuando su mirada se cruzó con la de ella y advirtió en sus ojos un brillo distinto, más opaco-. Si quieres, aquí hay una cama disponible. La mía. Satisfacción garantizada.
Oliver consideró la proposición y descubrió que no lo sorprendía.
– Creo que debería ir a casa de Tiger a echar un vistazo -pretextó, como si eso representase un obstáculo-. Por si hay algún documento importante o cualquier otra cosa. Antes de que lo haga otro.
– Puedes ir a
su
casa a echar un vistazo, y luego venir a
mi
cama a echar otra cosa, ¿no?
– El problema es que no tengo sus llaves -explicó Oliver con una sonrisa poco convincente.
Estaban uno al lado del otro en el ascensor, rozándose. Todas sus llaves colgaban juntas de un aro de pelo de elefante. Cogió la mano de Oliver, le colocó las llaves en la palma, y le dobló los dedos sobre ellas. Luego lo atrajo hacia sí y lo besó, y siguió besándolo y acariciándolo hasta que él le devolvió el abrazo. Llevaba los pechos desnudos bajo la camisa de Tiger. Recorrió la lengua de Oliver con la suya a la vez que paseaba las manos por su entrepierna. Luego cogió de nuevo su mano, la abrió y seleccionó una llave que los dos a la par introdujeron en el ojo de la cerradura e hicieron girar. Repitieron la operación con una segunda llave. El ascensor subió, se detuvo, y las puertas se abrieron ante un pasillo acristalado de la azotea, semejante a un vagón de tren detenido, con chimeneas a un lado y las luces de Londres al otro. Todavía en silencio, ella separó una llave de tija larga y otra unida a ésta y las dispuso expresivamente entre sus dedos pulgar e índice, apuntadas hacia afuera y hacia arriba, donde estaba su imaginario objetivo. Volvió a besarlo y, empujándole el trasero, lo instó a correr en dirección a la puerta de caoba iluminada por dos farolillos eléctricos de antigua posada, uno a cada lado.