Tiger, como capitán del equipo, se halla en primer plano y en el centro. Con su último traje azul de raya diplomática y chaqueta cruzada cosida por Hayward de Mount Street, sus zapatos negros con alzas confeccionados por Lobb de St. James, y su corte de pelo hecho en Trumper, a la vuelta de la esquina, es el perfecto caballero del West End reproducido en exquisita miniatura, una joya, un diamante en el escaparate atrayendo las miradas de cuantos pasan junto a él. Erguido como siempre en su esfuerzo por ganar estatura, Tiger rodea con un brazo los hombros de un sesentón de complexión recia y aspecto marcial con largas pestañas de querubín, el pelo a cepillo y el cutis como la piedra pómez. Y si bien Oliver no lo había visto en su vida, reconoce de inmediato al legendario Yevgueni Orlov de Moscú, negociante patriarcal, traficante de influencias, viajante plenipotenciario y copero mayor de la mismísima Corte del Poder.
Al otro lado de Tiger, pero libre de su abrazo, se encuentra un individuo de poblado bigote, piernas arqueadas y mirada furibunda, con un traje de color negro Biblia que no le pega ni con cola y unos zapatos anaranjados con orificios de ventilación. Con su mudo ceño tribal, los hombros encorvados y las manos yertas colgando frente a él, semeja un cosaco exánime a lomos de un caballo desbocado. Dejándose guiar de nuevo por la intuición, Oliver reconoce en ese insólito personaje al hermano menor de Yevgueni, Mijaíl, descrito por Massingham mediante términos tan diversos como «el guardabosque de Yevgueni», «el leñador» o «Mycroft, el hermano tonto».
Y detrás de este trío, en actitud posesiva, con la misma expresión que si acabase de unirlos en santo matrimonio -como de hecho así ha sido-, asoma el infatigable asesor de Tiger en asuntos relacionados con el bloque soviético y jefe de personal, el honorable Ranulf, alias Randy Massingham, hasta fecha reciente en el Foreign Office, ex miembro de la Guardia Real, ex cabildero y genio de las relaciones públicas, hablante de ruso, hablante de árabe, consejero por un tiempo de los gobiernos de Kuwait y Bahrein, cuya principal labor en su última encarnación al servicio de Single consiste en captar nuevos clientes a cambio de una comisión. Cómo es posible que un hombre haya emprendido tantas carreras a la edad de cuarenta años es un enigma que Oliver aún no ha conseguido resolver. No obstante envidia el pirático pasado de Massingham y hoy en particular envidia también su éxito, ya que desde hacía meses Tiger tenía una fijación irracional y obsesiva con los hermanos Orlov. Tanto en las reuniones para fijar las líneas generales de la empresa como en las sesiones para abordar temas concretos, Tiger ha alternado los desplantes, las pullas y las lisonjas en su trato con Massingham. «Válgame Dios, Randy, ¿dónde están mis Orlov? ¿Por qué he de conformarme con elementos de segunda fila?», refiriéndose a rusos inferiores y más asequibles que han sido declarados poco aptos y desechados sin contemplaciones. «Si los Orlov son los que cuentan, ¿por qué no están hablando conmigo sentados a esta mesa?» Y a continuación el látigo, porque cuando Tiger se ve privado de algo, todos deben compartir su malestar: «Te noto viejo, Randy. Tómate el día libre. Vuelve el lunes cuando te hayas rejuvenecido.»
Pero hoy, como Oliver ve a simple vista, sentarse a la mesa de Tiger es precisamente lo que han hecho los Orlov. Ya no hay necesidad de que Massingham salga a toda prisa, «sin más equipaje que el cepillo de dientes», para tomar un vuelo a Leningrado, Moscú, Tiflis, Odessa o dondequiera que los Orlov hayan trasladado su nómada existencia. Hoy las Montañas Gemelas han venido a Mahoma, acompañadas -Oliver ha advertido de inmediato su presencia a ambos lados de la fotografía de grupo- por dos hombres a quienes acertadamente asigna el papel de porteadores: el rubio, fornido y blanco como la leche, de la edad de Oliver a lo sumo; el otro, un cincuentón rechoncho, con los tres botones de la chaqueta abrochados.
¡Y humo de tabaco, una verdadera cortina! ¡Improbable, imposible humo de tabaco! ¡Y ceniceros nunca vistos en la mesa de reuniones, entre los papeles extendidos! Para Oliver, nada en el despacho, ni siquiera los hermanos Orlov, resulta tan memorable como ese humo abominable y prohibido por los siglos de los siglos, ascendiendo en volutas a través del aire enrarecido del sanctasanctórum y concentrándose en una nube en forma de hongo sobre la repeinada cabeza del «más acérrimo enemigo del tabaco» -
Vogue-.
Tiger aborrece más el vicio de fumar que el fracaso o la contradicción. Todos los años, antes del cierre del ejercicio, retira una ostentosa suma de los ingresos gravables y la dona para organizar campañas a favor de la prohibición. Sin embargo hoy descansa sobre el aparador un flamante humectador revestido de plata, comprado en Asprey, de New Bond Street, que contiene los cigarros más caros del universo. Yevgueni está fumándose uno, al igual que el porteador de los tres botones. Ninguna otra cosa habría revelado a Oliver de manera tan convincente la extraordinaria trascendencia de la ocasión.
Tiger inicia la conversación con un comentario burlón, pero Oliver ve las burlas como una parte inseparable de la relación con su padre. Si uno llega escasamente al metro sesenta con ayuda de unas alzas en los tacones y su hijo mide metro noventa, es natural que quiera reducirlo a escala delante de los demás… y la obligación moral de Oliver, lo correcto y apropiado, es colaborar en su mengua.
– Válgame Dios, hijo, ¿qué te ha entretenido tanto? -protesta Tiger con fingida seriedad para diversión de los presentes-. Alguna juerga nocturna, supongo. ¿Quién es ella esta vez? ¡Espero que no vaya a costarme una fortuna!
Oliver sigue la broma como buen chico que es.
– En realidad es bastante rica, padre; astronómicamente rica, de hecho.
– ¿De verdad es rica? ¿De verdad? No está mal, para variar. Quizá esta vez el viejo recupere su dinero. ¿Qué?
Y ese «qué» acompañado de una mirada vivaz a Yevgueni Orlov -a la vez que levanta y reasienta el pequeño puño osadamente apoyado en el enorme hombro de Yevgueni- y el comentario, con la connivencia de Oliver, de que el caballerete aquí presente lleva últimamente una vida de zángano gracias a la generosidad de su indulgente padre. Pero Oliver está ya acostumbrado a todo eso. Tiene ya mucha práctica en esa clase de escenas. Si Tiger se lo hubiese pedido, habría hecho su aceptable imitación de Margaret Thatcher o de Humphrey Bogart en
Casablanca,
o contado el chiste de los dos rusos meando en la nieve. Pero Tiger no se lo pide, al menos esa mañana, así que Oliver se limita a sonreír y apartarse el pelo de la frente mientras Tiger lo presenta con retraso a sus invitados.
– Oliver, quiero que conozcas a uno de los pioneros más sagaces, intrépidos y clarividentes de la nueva Rusia, un caballero que, como yo mismo, ha luchado a brazo partido con la vida y ha ganado. Ahora ya no fabrican a muchos como nosotros, me temo. -Guarda silencio mientras Massingham, detrás de ellos, vierte esas palabras a su ruso de ex miembro del Foreign Office-. Oliver, ante ti el señor Yevgueni Ivánovich Orlov y su distinguido hermano Mijaíl. Yevgueni, éste es mi hijo, Oliver, de quien estoy muy contento, un hombre de leyes, un hombre de gran talla, como puede verse, un hombre instruido e inteligente, un hombre del futuro. Un pésimo atleta, es cierto. Un jinete desastroso, baila como un buey -las cejas de actor de cine enarcadas anunciando la habitual agudeza-, pero, según los rumores, fornica como un guerrero. -Por las alegres risas de Massingham y los porteadores, Oliver deduce que el tema ha salido ya a relucir antes de su llegada-. Le falta un poco de experiencia en otras áreas, quizá; le sobran inquietudes éticas… como nos ha pasado a todos a su edad. Pero posee una excelente formación académica en derecho; representa sin el menor problema al Departamento Jurídico durante la ausencia de nuestro venerado colega el doctor Alfred Winser, de viaje en el extranjero. -¿Bedfordshire está en el
extranjero
?
,
se pregunta Oliver, como siempre encontrando graciosas las pequeñas licencias de Tiger. ¿Y Winser
doctor,
ahora de pronto?-. Oliver, quiero que escuches con total atención un resumen de nuestro trabajo de esta mañana. Yevgueni nos ha planteado tres propuestas cruciales, muy originales y creativas, que reflejan, en mi opinión de una manera muy precisa y concluyente, el cambio de dirección en la nueva Rusia del señor Gorbachov.
Pero antes los apretones de manos, con un variado surtido de rellenos. El mullido puño de Yevgueni forcejea con la palma no probada de Oliver a la vez que una picara sonrisa asoma a sus largas pestañas de querubín. Le siguen los cinco curtidos dedos de su hermano Mijaíl. Luego un contacto breve y esponjoso del sacerdotal fumador de puros con tres botones de la chaqueta abrochados. Resulta llamarse Shalva, natural de Tiflis, Georgia, y de profesión abogado, como Oliver. Es la primera vez que se ha pronunciado la palabra «Georgia», pero Oliver, cuyos ojos y oídos hoy permanecen atentos a los más leves detalles, capta de inmediato su importancia: Georgia, y los hombres se yerguen perceptiblemente; Georgia, y se cruzan miradas alertas mientras las tropas leales vuelven a formar.
– ¿Ha estado alguna vez en Georgia, señor Oliver? -pregunta Shalva con el tono expectante de un auténtico creyente.
– Por desgracia, no -admite Oliver-. Me han dicho que es un sitio precioso.
– Georgia es un sitio precioso -confirma Shalva con la autoridad del pulpito.
Pero es Yevgueni quien se hace eco de esa afirmación, en inglés, moviendo la cabeza en prolongados gestos de asentimiento como un caballo.
– Georgia un sitio precioso -brama, y el egregio Mijaíl asiente también en sagrada confirmación de su fe.
Y por último un toque de guantes previo al combate, éste con el pálido coetáneo de Oliver, el señor Alix Hoban, de quien no se ofrece descripción alguna, sea o no georgiano. Y algo en Hoban causa inquietud a Oliver y le obliga a alojarlo en un compartimiento aparte de su mente. Algo que hace presentir frialdad, deslealtad, impaciencia, represalias violentas. Algo que dice: Si vuelves a pisarme el pie una sola vez más… Pero estas reflexiones quedan para más tarde. Con Oliver incorporado ya a la reunión, las manos pequeñas y vivaces de Tiger indican a los presentes que tomen asiento, ya no alrededor de la mesa sino en los sillones verdes de piel estilo Regencia reservados para las deliberaciones sobre lo que antes ha llamado las tres propuestas muy originales y creativas de Yevgueni, reflejo del cambio de dirección soviético. Y puesto que los Orlov no hablan inglés -al menos hoy no- y Massingham no pertenece a su equipo sino al de Tiger, son expuestas por el indefinido señor Alix Hoban. Su voz no cumple en absoluto las previsiones de Oliver. No es propiamente ni de Moscú ni de Filadelfia, sino más bien un refrito de ambas culturas. Su filo dentado es tan penetrante que parece surgir de un amplificador. Habla, cabe suponer, a instancias de alguien poderoso, empleando -de eso no hay duda- frases bruscas y mondas sin espacio para opciones intermedias, siempre son lo tomas o lo dejas. Sólo muy de vez en cuando algo de sí mismo destella como una daga extraída de la funda.
– Los señores Yevgueni y Mijaíl Orlov cuentan con muchos y excelentes contactos en la Unión Soviética, ¿vale? -empieza, dirigiéndose con desdén a Oliver por ser el recién llegado. El «vale» no requiere respuesta. Continúa sin pausa-. Gracias a sus experiencias en el ejército y la administración, gracias también a sus conexiones con Georgia… y otras ciertas conexiones…, el señor Yevgueni goza de la confianza de las más altas esferas del país. Está, pues, en una posición única para facilitar la realización de tres propuestas específicas, sujetas a las correspondientes comisiones pagaderas fuera de la Unión Soviética. ¿Entendido? -pregunta de pronto. Oliver ha entendido-. Estas comisiones son resultado de negociaciones previas en las más altas esferas del país. No hay vuelta de hoja. ¿Captas la onda?
Oliver capta la onda. Después de tres meses en la Casa Single sabe de sobra que las más altas esferas del país no salen baratas.
– ¿Y cuáles son exactamente las condiciones de pago de dichas comisiones? -pregunta Oliver con una delicadeza que no siente.
Hoban tiene la respuesta en la punta de los dedos de la mano izquierda, que se agarra una por una.
– Debe pagarse la mitad antes de la realización de cada propuesta. El resto a intervalos acordados, dependiendo del posterior resultado de cada propuesta. Como base del cálculo, el cinco por ciento del primer billón, el tres por ciento a partir de esa cifra, no negociable.
– Y hablamos de dólares -dice Oliver, resuelto a aparentar que los billones no le impresionan.
– ¿En qué vamos a hablar, si no? ¿En liras?
Una ráfaga de sonoras risas por parte de los hermanos Orlov y Shalva el abogado cuando Massingham se interpone para traducir el gracioso comentario al ruso en atención a ellos, y Hoban centra su inglés seudo-norteamericano en lo que llama la Propuesta Específica Número Uno.
– Las propiedades del Estado soviético sólo puede venderlas el Estado, ¿conforme? Es axiomático. Pregunta: ¿A quién
pertenecen
hoy día las propiedades de la Unión Soviética?
– Al Estado soviético, obviamente -responde Oliver, el alumno aventajado.
– Segunda pregunta: ¿Quién puede vender hoy día las propiedades del Estado soviético con arreglo a la nueva política económica?
– El Estado soviético -contesta Oliver, que a estas alturas siente ya una profunda aversión hacia Hoban.
– Tercera pregunta: ¿Quién
autoriza
hoy día la venta de propiedades del Estado? Sí, de acuerdo, el nuevo Estado soviético. Sólo el nuevo Estado puede vender las propiedades del viejo Estado. Es axiomático -repite, gustándole por lo visto la palabra-. ¿Entendido?
Y en este punto, para desconcierto de Oliver, Hoban saca una pitillera de platino y un encendedor, extrae un grueso cigarrillo amarillento que parece guardar desde su infancia no muy lejana, cierra la pitillera y golpea ligeramente el cigarrillo contra la tapa para apaciguarlo antes de añadir nubes de humo tóxico a la cortina ya existente.
– La economía soviética de las últimas décadas era una economía planificada, ¿vale? -resume Hoban-. Toda la maquinaria, el armamento, las centrales eléctricas, los gasoductos, las vías férreas, el equipo móvil, las locomotoras, las turbinas, los generadores, las imprentas, todo pertenece al Estado. Pueden ser materiales
viejos
del Estado, pueden ser
muy
viejos; a nadie le importan en absoluto. La Unión Soviética de las décadas pasadas no tenía interés en reciclar. Yevgueni Ivánovich dispone de valoraciones muy fiables de esos materiales, elaboradas en las más altas esferas del país. Según esas valoraciones, calcula que actualmente tienen en existencias un billón de toneladas de metales ferrosos desechados de buena calidad que podrían recogerse y vender a los posibles clientes interesados. En todo el mundo hay una gran demanda de esa clase de metales. ¿Me sigues?