– ¿Qué han hecho?
– Seguir a Aggie, preguntar en el hotel, olfatearte los calzoncillos. Son órdenes. Tenéis que pasar inadvertidos, quedaros entre bastidores, y volver a casa mañana en el primer vuelo.
– ¿A
Londres?
–
El Mosquito ha pedido tiempo muerto. ¿Qué quieres que haga? ¿Atarte a un árbol y esperar a los lobos?
Sentado en el taxi junto a Derek, Oliver contempló las luces que orlaban el lago. En el vestíbulo de un edificio alto y deprimente que olía a caldo rancio, Derek habló con la habitación 509 a través de la línea interior mientras Mike y Pat miraban el tablón de anuncios. Aguardando el momento idóneo, Oliver hizo aparecer por arte de magia la postal para Sammy, anotó «a cargo de la 509» en el recuadro destinado al sello y la echó al buzón del hotel.
– Ella está esperándote -susurró Derek a Oliver, señalándole el ascensor-. Te prefiere a mí, colega.
Era una habitación muy pequeña con una cama de matrimonio. La cama era pequeña incluso para amantes pequeños, y ya no digamos para dos desconocidos altos y casados resueltos a no tocarse mutuamente. Tenía minibar y televisor. Encajados a los pies de la cama, había dos diminutos sillones, y la cama, introduciendo dos francos en una ranura de la cabecera, proporcionaba un masaje terapéutico. Aggie había deshecho las maletas. El otro traje de Oliver estaba colgado en el armario. Aggie llevaba un agradable perfume. Hasta ese momento Oliver no la asociaba con los perfumes, sino más bien con el aire libre. Reparó en todo eso antes de sentarse al borde de la cama de espaldas a Aggie mientras ella se retocaba el maquillaje en el cuarto de baño. En su equipaje había incluido a
Rocco
el mapache, y empezó a pasárselo por encima de los hombros, sin quitarse la chaqueta para no separarse del dinero oculto en los bolsillos.
– ¿Puede hablarse aquí sin peligro?
– A menos que seas un paranoico -respondió ella a través de la puerta abierta.
Entretanto Oliver se descargó los bolsillos, se desabrochó la camisa y se colocó los billetes bajo la cinturilla.
– Todos se han confabulado contra él. Sólo Yevgueni está de su lado. Ni siquiera yo lo he apoyado -se lamentó a la vez que se metía un fajo de billetes de cien donde se estrechaba la espalda.
– ¿Y?
– Se lo debo.
–
¿Qué
le debes? -dijo Aggie. Oliver supuso que apretaba los labios para extenderse el carmín o algo semejante, porque mascullaba como Heather-. Oliver,
no
nos debemos a todo el mundo.
– Tú, sí. -Tenía ya todo el dinero bajo la camisa. Se quitó la chaqueta y empezó a manipular a
Rocco
de nuevo-. Te he observado. Actúas como una enfermera de ronda. Todos somos pacientes tuyos.
– Eso es una gilipollez -replicó Aggie, pero la «z» final se quedó en el tintero a causa de lo que estuviese haciendo con los labios-. Y deja de menear a ese animal, porque te estás menospreciando, y me revienta.
Nuestra primera pelea conyugal, pensó Oliver, frotándole el hocico a
Rocco
y haciéndole muecas. Aggie salió del cuarto de baño. Oliver entró, cerró la puerta y echó el pestillo. Se sacó el dinero de la cintura y lo escondió detrás de la cisterna. Tiró de la cadena y abrió los grifos. Regresó al dormitorio y miró alrededor en busca de una camisa limpia. Aggie abrió un cajón y le entregó una nueva a juego con la corbata que le había elegido en Heathrow.
– ¿Cuándo la has comprado?
– ¿A qué iba a dedicarme el día entero?
Oliver se acordó de los fisgones y supuso que era ése el motivo de su malhumor.
– ¿Quién te ha seguido, pues? -inquirió con interés.
– No lo sé, Oliver, y no tuve ocasión de preguntárselo porque ni siquiera los vi. Los vio el equipo. Yo no debo preocuparme de la vigilancia.
– Ah, sí. Claro. Perdona. -Oliver consideró que quedaría ridículo entrar otra vez en el baño para ponerse la camisa nueva. Por otra parte, nunca estaba de más demostrar al público que uno no escondía nada en la manga cuando en efecto así era. Se desprendió de la camisa vieja y encogió el vientre mientras rompía el celofán y buscaba inexpertamente los alfileres que sujetaban la camisa nueva al cartón interior-. En el envoltorio debería venir indicado cuántos hay -protestó cuando ella cogió la camisa y acabó la tarea por él-. Uno podría atravesarse con un alfiler al ponérsela.
– Lleva puños corrientes, con botones -informó Aggie-. Como a ti te gustan.
– No soy muy aficionado a los gemelos, ni a las cadenas en general -explicó él.
– Ya me he dado cuenta.
Se enfundó la camisa y volvió la espalda a Aggie para bajarse la cremallera de la bragueta y remeterse los faldones. Siempre se hacía mal el nudo de la corbata, y recordó que Heather insistía a menudo en rehacérselo usando el nudo Windsor, un truco que el gran mago nunca había llegado a dominar. Luego se preguntó cuántos hombres habrían pasado por la vida de Heather hasta que aprendió la técnica, y si Nadia le hacía el nudo de la corbata a Tiger, o Kat, y si Tiger llevaría corbata en ese momento, o si por ejemplo se había ahorcado con ella o lo habían estrangulado con ella o le habían volado la cabeza con la corbata puesta, porque la mente de Oliver rebotaba de un lado a otro de su cabeza como una bola de goma, y él no podía hacer nada al respecto, salvo actuar con naturalidad y mostrarse tan encantador como de costumbre y apoderarse de uno de los folletos con los horarios de aviones y trenes que había visto en un casillero situado junto a la recepción.
Su mesa era un rincón de amantes, con cencerros colgados sobre ella. En el resto del comedor, cenaban hombres intercambiables de traje gris y semblante inexpresivo. Pat y Mike, solas en una mesa pegada a la pared, eran desnudadas con disimulo por un centenar de solitarias miradas masculinas. Aggie pidió un filete de ternera de Estados Unidos y patatas fritas. Lo mismo para mí, por favor. Si hubiese pedido doblón de vaca y cebollas, también habría dicho «lo mismo para mí». Se sentía incapaz de tomar esas decisiones intrascendentes. Pidió una botella de medio litro de Dolé, pero Aggie bebería sólo agua mineral.
– Con gas -dijo al camarero-. Pero por mí no te prives, Oliver.
– ¿Lo haces porque estás de servicio? -preguntó él.
– Hago ¿qué?
– No probar la bebida.
Aggie contestó, pero él no prestó atención. Eres preciosa, le decía con la mirada. Incluso bajo esta espantosa luz blanca haces gala de una belleza radiante, saludable y absurda.
– Es un esfuerzo inhumano -se quejó.
– ¿El qué?
– Ser una persona todo el día y otra distinta por la noche. Ya no estoy seguro de quién soy.
– Sé tú mismo, Oliver. Sólo por una vez.
Oliver se rascó la cabeza.
– Ya, bueno, de mí mismo no queda ya mucho. Tiger y Brock no han dejado gran cosa.
– Oliver, si vas a seguir hablando así, creo que cenaré sola.
Le dio un respiro y luego volvió a la carga, recurriendo a las preguntas que empleaba con el personal femenino de Single en la fiesta navideña de confraternidad: ¿Cuáles eran sus mayores ambiciones? ¿Cómo le gustaría verse pasados cinco años? ¿Si quería tener hijos o una vida profesional o ambas cosas?
– La verdad, Oliver, es que no tengo la más remota idea -respondió ella.
La cena prosiguió tediosamente hasta el final, Aggie firmó la cuenta, y Oliver la observó: Charmian West. Después Oliver propuso tomar una copa en el bar, que se hallaba al otro lado de la recepción. Un ligero roce al pasar por delante, y asunto resuelto, pensaba. Ella accedió, viendo quizá en ello un buen pretexto para retrasar el regreso a la habitación.
– ¿Qué demonios buscas? -preguntó Aggie.
– Tu abrigo -dijo Oliver. Heather siempre llevaba abrigo o chaqueta cuando salían. Le gustaba que él la ayudase a quitárselo y ponérselo, y que lo colgase por ella entre actos.
– ¿Por qué iba a coger un abrigo para bajar de la habitación al comedor y volver a subir?
Claro. Una tontería por mi parte. En recepción, Aggie preguntó al conserje si había algún mensaje para los West. No había mensajes, pero cuando reemprendieron el camino hacia el bar, Oliver tenía un manojo de horarios en el bolsillo de la chaqueta y el público no se había dado cuenta de nada. En el bar, Oliver pidió un coñac y Aggie otra agua mineral, y esta vez, cuando ella firmó la cuenta, él bromeó ambiguamente sobre el hecho de ser un hombre mantenido. Aggie no le rió la gracia. En el ascensor, del que dispusieron para ellos solos, Aggie permaneció distante; no era una Katrina. En la habitación, donde entró ella primero, lo tenía ya todo previsto. Oliver era más corpulento que ella, dijo, y por tanto le correspondía la cama. Ella se arreglaría perfectamente con los dos sillones. Ella se quedaría el edredón y dos almohadas; Oliver tendría la manta y la colcha, y el primer turno para el cuarto de baño. Oliver creyó advertir un asomo de desilusión en su mirada y se preguntó si el reparto de espacio habría sido más conciliatorio en caso de atenerse él al papel asignado, en lugar de seguir sus propios planes. Se quitó la camisa, pero se dejó puestos el pantalón y los zapatos. Colgó la chaqueta en el armario, extrajo los horarios, se los metió bajo el brazo, se echó un albornoz al hombro, cogió el neceser y, comentando entre dientes que se daría un baño por la mañana, se encerró en el lavabo. Sentado en la tapa del inodoro, consultó los horarios. Recuperó el dinero oculto detrás de la cisterna, lo guardó en el neceser y, con gran aparato, dejó correr el agua y se cepilló los dientes, añadiendo entretanto los últimos detalles a su plan. Al otro lado de la puerta oyó la marcial fanfarria de los informativos de un canal de televisión norteamericano.
– Si es el hijo de puta de Larry King, apaga la tele -exclamó en un alarde de interpretación.
Se lavó la cara, limpió el lavabo, golpeó la puerta con los nudillos, oyó «Adelante», y salió de nuevo al dormitorio, donde Aggie esperaba envuelta hasta el cuello en un albornoz y con el pelo recogido en un gorro de ducha. De inmediato entró en el cuarto de baño, cerró la puerta y corrió el pestillo. La televisión mostraba las últimas catástrofes en el África negra, ofrecidas por gentileza de una mujer muy maquillada con chaleco antibalas. Oliver aguardó el sonido del agua, pero no se produjo. La puerta se abrió, y Aggie, sin dirigirle la mirada, salió a buscar su peine y cepillo para el pelo y volvió a encerrarse en el cuarto de baño. Oliver oyó el ruido de la ducha. Se puso la camisa, echó el neceser en una bolsa de lona y metió a continuación a
Rocco,
calcetines, calzoncillos, otro par de camisas, las sacas de arena para sus malabarismos y el tratado de Brearly sobre los globos. Seguía oyéndose la ducha. Definitivamente convencido, se puso la chaqueta, agarró la bolsa y se encaminó con sigilo hacia la puerta. Tras rodear la cama, se detuvo para dejar un mensaje a Aggie en el taco de papel colocado junto al teléfono: «Lo siento, pero tengo que hacerlo. Te quiero, O.» Con la conciencia ya más tranquila, apoyó la mano en el pomo de la puerta y lo hizo girar, confiando en que el sonido quedase ahogado por la catástrofe en la selva africana. La puerta cedió, y Oliver volvió la cabeza para echar una última ojeada a la habitación y vio que Aggie, sin el gorro de ducha, lo observaba desde la puerta del baño.
– Cierra inmediatamente. Con suavidad.
Oliver cerró la puerta.
– ¿Adónde carajo te crees que vas? No levantes la voz.
– A Estambul.
– ¿En avión o en tren? ¿Lo has decidido ya?
– En realidad no. -Desesperado por eludir su mirada iracunda, Oliver lanzó un vistazo a su reloj-. A las 22.33 sale de la estación de Zúrich un tren que llega a Viena alrededor de las ocho de la mañana. Me daría tiempo de tomar el vuelo Viena-Estambul de las 10.30.
– ¿Y si no?
– A las veintitrés horas con destino a París y salida del aeropuerto Charles de Gaulle a las 9.55.
– ¿Y cómo piensas ir a la estación?
– En tranvía o a pie.
– ¿Por qué no en taxi?
– Sí, bueno, en taxi si encuentro alguno. Depende.
– ¿Por qué no tomas un vuelo desde Zúrich?
– He supuesto que el tren es un medio más anónimo, esas cosas. Mejor coger el avión en otra parte. En cualquier caso, tendría que esperar hasta la mañana.
– Muy inteligente. Derek está al otro lado del pasillo y Pat y Mike entre nuestra habitación y el ascensor. ¿Tienes eso en cuenta?
– He pensado que estarían dormidos.
– ¿Y crees que en recepción se alegrarán mucho al verte pasar disimuladamente a estas horas con una bolsa de viaje en la mano?
– Bueno, si es por la cuenta, aún te tienen a ti para pagarla, ¿no?
– ¿Y con qué dinero vas a viajar? -preguntó Aggie, pero antes de que él respondiese, añadió-: No, no me lo digas. Sacaste dinero del banco. Eso escondías en el cuarto de baño.
Oliver se rascó la coronilla.
– Me voy de todos modos.
Mantenía la mano en el pomo de la puerta y se hallaba erguido cuan alto era, y esperaba aparentar la misma determinación que sentía, porque si ella intentaba detenerlo -alertando a Derek y las chicas, por ejemplo-, estaba decidido a impedirlo de una u otra manera. Volviéndole la espalda, Aggie se despojó del albornoz -quedando por un instante magníficamente desnuda- y empezó a vestirse. Y Oliver cayó en la cuenta, como siempre demasiado tarde, de que una chica que se propone pasar una casta noche durmiendo en dos sillones se llevaría al cuarto de baño el pijama o el camisón a fin de reaparecer con el obligado decoro, y sin embargo no era eso lo que Aggie había hecho.
– ¿Qué haces? -preguntó, contemplándola boquiabierto como un idiota.
– Irme contigo, ¿tú qué crees? No llegarías sano y salvo ni a la acera de enfrente.
– ¿Y qué dirá Brock?
– No estoy casada con Brock. Pon esa bolsa en la cama y ya me ocuparé yo de hacer el equipaje como es debido.
Oliver la observó hacer el equipaje como era debido. La vio añadir cosas suyas, no todas, para no tener que cargar con más de un bulto. La vio guardar el resto de su ropa en una segunda bolsa para que «Derek lo encuentre todo a punto cuando se levante por la mañana», dijo en un susurro, y notó que no la preocupaba demasiado causarle problemas a Derek. Se paseó inútilmente por la pequeña habitación mientras Aggie regresaba al cuarto de baño y a través del delgado tabique la oyó pedir un taxi en voz baja por el teléfono del cuarto de baño y encargar que preparasen la cuenta porque debían marcharse inmediatamente. Aggie salió y le ordenó que cogiese la bolsa y la siguiese procurando pisar con cuidado. Hizo girar el pomo de la puerta, lo levantó ligeramente, y la puerta se abrió en silencio, cosa que no había ocurrido antes. Al otro lado del pasillo había una puerta con el rótulo servicio. Aggie la abrió y le indicó que la siguiese. Bajaron por una siniestra escalera de piedra que a Oliver le recordó la escalera de la parte de atrás del edificio de Curzon Street. Oliver la observó mientras pagaba en recepción, y ella inconscientemente colocó las caderas tal como le había visto hacer en el jardín de Camden, apoyando el peso en una pierna y alzando el costado opuesto. Advirtió que todavía llevaba el pelo suelto y que incluso bajo aquella horrible luz, podía imaginarla montando a caballo, trepando por una cañada y ofreciendo el aspecto de una chica de anuncio de ropa impermeable mientras pescaba salmones con caña.