Authors: Christian Cameron
Cuatro semanas de dados en tabernas y bebiendo vino barato, haciendo ejercicios en el gimnasio —todos los soldados aliados eran bienvenidos allí y ninguno me conocía— y cuatro semanas de sentarme a los pies de Heráclito. De hecho, me llevé a mis amigos para que le oyeran hablar. Estaban encantados, pero desconcertados, y los tres estuvieron de acuerdo en que era un gran hombre, pero nunca volvieron conmigo.
Heráclides habló por los otros dos. El estaba en el ágora, toqueteando un cuchillo de campo de bronce liso. El vendedor era un esclavo del herrero que lo había hecho. Era un trabajo mediocre.
—Te pagaré en óbolos lo que pidas en lechuzas —le dijo Heráclides al esclavo. Acababa de pedirle que viniera conmigo por segunda vez a oír a Heráclito—. ¡Por todos los dioses, hombre… tres óbolos, pues!
Se volvió hacia mí con una mueca.
—Tu filósofo está un poco por encima de mis gustos, Doru. Pude ver que era un gran hombre… fue un placer escucharlo. Pero apenas comprendí una palabra de lo que decía —dijo, y se volvió hacia el esclavo—. Cuatro óbolos… Lo tomas o lo dejas.
Heráclito se sentaba conmigo todos los días después de que marcharan los demás chicos, y hablábamos sobre las leyes, leyes de los hombres y leyes de los dioses. Tú lo habrás oído todo de tus tutores, estoy seguro. Sí, ¡les cortaré la cabeza si no lo has oído, cariño! Que la mayoría de las leyes son leyes de los hombres por razones de los hombres. En Esparta, cada hombre toma a un chico como amante, y en Quíos, que un hombre se acueste con un chico le supone la muerte. Estas son leyes de los hombres.
Pero los dioses detestan la hipocresía y la
hibris
, como demostrará toda historia que sea cierta. Y el asesinato, y el incesto. Estas son las leyes de los dioses. Y hay leyes que solo podemos adivinar: leyes de hospitalidad, por ejemplo. Parecen leyes dadas por los dioses, pero, cuando encontramos a hombres que tienen leyes de hospitalidad diferentes, tenemos que hacernos preguntas.
¡Bah! Hablo demasiado. Debería haber sido filósofo, como dijo el sacerdote de Hefesto.
Y después estaba Briseida.
No puedo recordar cuánto tiempo había estado en la casa antes de verla de nuevo. Yo estaba en la habitación de su padre, con su permiso —conmigo era formal y educado, aunque un poco frío—, leyendo sus manuscritos. Tenía las palabras de Pitágoras y algunas de Heráclito y de Anaxágoras también. Y yo las estaba leyendo. Y también estaba ayudándolos a él y a Darkar a hacer sumas. Llegado a este punto, habría llevado agua al aljibe: tan aburrido estaba y tan infrautilizado me sentía. Arqui no me quería cuando iba a la conferencia diaria, por lo que me parecía que no tenía ningún cometido, excepto medirme con él en el gimnasio, en la palestra y en la pista.
Estaba leyendo, como digo, cuando entró Briseida. Me sonrió —una sonrisa muy feliz— y cogió un manuscrito de mi cesto.
—¿Has leído a Tales? —preguntó—. Porque todo eso suena como a adivinos; él parece el más sabio del grupo. O quizá solo deteste menos a las mujeres.
—Heráclito no detesta a las mujeres —respondí con vehemencia.
—¡Oh! —dijo ella, y sus ojos destellaron—. ¡Maravilloso! Le pediré que me acepte como estudiante ahora mismo.
Tuve que sonreír. Levanté la mano como lo hace un espadachín en la práctica, cuando reconoce que le han tocado.
—¡Tocado! —dije.
—Fui feliz en la escuela de Safo —dijo ella—. Me gustaría poder volver, pero soy demasiado vieja.
Vieja a los dieciséis años.
Su padre nos miró.
—Estoy trabajando —gruñó.
—¿Podemos leer en el jardín? —preguntó Briseida con dulzura, y él besó su mano, distraídamente, con la mirada en su trabajo.
Cogimos los cestos de manuscritos y fuimos juntos al jardín.
—¿Por qué no me lees? —dijo ella. En realidad, no era una pregunta…
Y así fue. Leía para ella a diario. Leimos el libro de Tales sobre la naturaleza, una recopilación de sus palabras, en realidad. Nos las arreglamos para leer a Pitágoras, y nos reímos con lo que no entendíamos, y Briseida hacía preguntas y yo le enseñaba lo que sabía de geometría, que no era poco, y llevaba sus preguntas a Heráclito y las respondía. El desdeñaba a las mujeres como sexo, pero era amable con ellas como personas, con respecto a lo cual Briseida decía que era una inmensa mejora a la inversa.
Si yo creía que la amaba cuando era un esclavo, era solo el deseo de lo inalcanzable. Todos los chicos aman a alguien inalcanzable y, para su confusión, no pocos alcanzan lo que quieren, de todos modos. Pero, cuando nos sentábamos juntos, día tras día, la veía de otra manera.
Yo soy un hombre inteligente. Toda mi vida, mis agudezas han cortado a otros hombres como mi espada.
Ella era mi mejor alumna. Yo lo veía con la geometría. En tres semanas, había aprendido todo lo que yo le podía enseñar. ¡Por los dioses, si pudiera haberle enseñado a trabajar metales, habría hecho un casco corintio en tres semanas! Una vez que su mente captaba una cosa, nunca la dejaba pasar, como un jabalí con sus colmillos en la presa.
¿Has visto alguna vez un águila matando cerca de ti? Ella se vuelve y tú recoges su aliento, y ella golpea su presa y, si estás próximo, puedes ver la sangre —una breve nube roja, una bruma— y tu corazón se detiene con la belleza de ello, aunque pienses que es un animal que mata otro animal. ¿Por qué es tan hermoso?
Y lo mismo con el pensamiento de Briseida.
Después de dos semanas, ella se inclinaba muy cerca de mí mientras yo le enseñaba una píxide de bronce que había hecho para ella —teníamos una pequeña fragua—; se acercó aun más y me pasó un dedo por la mandíbula.
—Ven a mi habitación esta noche —me dijo.
Yo me incliné hacia atrás; su tacto fue como una quemazón en mi mandíbula.
—Si me cogen… —dije y, como un cobarde, mis ojos revolotearon alrededor por los esclavos.
Ella se encogió de hombros.
—A mí no me han cogido. ¿O soy más valiente que tú, héroe mío?
No dijo nada más, nada. No me dirigió una mirada, ni me tocó siquiera.
Fui a su habitación preguntándome a cada emocionante paso si había creado yo todo en mi cabeza. ¿Me lo había pedido realmente? ¿De verdad?
Me detuve en el vestíbulo delante de su habitación, aunque allí no había donde ocultarse. Inspiré, sentí la debilidad de mis rodillas y me estremecí. No había hecho ninguna de estas cosas desde antes de matar a Clístenes. Todos los hombres son valientes para unas cosas y cobardes para otras. Estuve allí mucho tiempo, y te diré, con sinceridad, que podía sentir la mierda en la base de mis intestinos, tan asustado estaba.
Afrodita, no Ares, es la más mortífera del Olimpo.
Después, me obligué a atravesar su cortina.
Ella se echó a reír cuando su piel estuvo junto a la mía.
—No estabas tan frío en el baño —me dijo.
—¡Creí que eras Penélope! —dije con tonta sinceridad.
Hay mujeres que se ofenderían por esa clase de revelaciones. Briseida me mordió la oreja, se levantó de la cama y encendió una lámpara de su tarro de fuego.
—¡Afrodita! —dije. Probablemente gritase.
Ella se puso encima de mí.
—Quiero que me veas —dijo—. Así, la próxima vez, no me confundirás con mi esclava.
Cuando acabamos de hacerlo —y en el momento en que lo hubimos hecho, ella se echó a reír y se puso de pie de un salto—, le pregunté:
—¿Por qué? —le dije, extendiendo el brazo y tocándole el costado—. ¿Por qué viniste a mí, en el baño?
Se echó a reír, y sus ojos destellaron a la luz de la lámpara.
—Decidí que tú hicieses lo que Diomedes rechazó —dijo—. Prométeme que, si tienes la oportunidad, lo matarás por mí.
Yo me encogí de hombros. Más tarde, lo juré.
Soy un hombre, no un dios.
Me dio por pasar mis días en el pequeño cobertizo de la fragua del patio de trabajo. Era un pequeño taller con un pequeño banco de trabajo, e Hiponacte solo la tenía allí para poder arreglar sus cacharros sin tener que llevarlos al mercado, pero Darkar me dijo en una ocasión que habían tenido un esclavo que tenía cierta destreza con el hierro.
Al principio, hice algunos instrumentos: un compás para Briseida y después una regla graduada en
daktyloi
. También hice un elegante compás para Heráclito. Eran trabajos sencillos, pero buenos. A Briseida le gustaron mucho sus herramientas geométricas, como las llamaba ella, y Heráclito estaba encantado y me abrazó. Creo que, para él, carecían de utilidad estas cosas, pues una vez me dijo que él podía ver el logos y todas sus formas en la cabeza. Pero los largos compases de bronce resultaban cómodos en la mano y excelentes para mostrarlos a un estudiante, y sus puntas eran afiladas y utilizadas probablemente para pinchar a una generación de zopencos, lo que me da cierta satisfacción.
Cuando recordé lo que sabía hacer, compré algo de bronce desechado e hice yo mismo un plato, vertiéndolo directamente sobre una pieza de pizarra, Después forjé el vertido en una hoja, lo que me hizo sentir mejor. Hacer una chapa es un trabajo largo y mañoso, Hice un trabajo adecuado, aunque mi corazón me decía que había dejado de aplanar demasiado pronto.
¡Oh, muchacha, tú nunca serás la hija de un herrero! Aplanar: dar pequeños golpes sin fin para pulir el trabajo de forja. Cuando cambias la forma de algo, utilizas la superficie curvada de los grandes martillos, tirando del metal o empujándolo, de esta forma y de esa. Pero eso deja marcas grandes, desiguales. ¿Ves este caldero? Mira estas marcas. ¿Ves? Un buen herrero, un maestro, nunca deja salir de su taller un objeto con estas irregularidades. Utiliza martillos caza vez más pequeños, trabajando la superficie con un golpe tras otro, hasta dejar una superficie continua, como mi casco. ¿Ves?
Para hacer una chapa, hay que conseguir que el trozo de metal tenga el mismo espesor y una forma plana, dos cosas que parecen enemigas cuando eres nuevo en el oficio. Más de lo que querías saber, ¿eh? Pero algo había cambiado desde que maté a Clístenes, y creo que quería volver atrás, regresar a un mundo en el que pudiera hacer un buen trabajo.
Había empezado a tener sueños sobre mi casa. Tuve el primero en la cama de Briseida, la primera noche que estuve con ella. Soñé que venían los cuervos y me despojaban de mi armadura, y me llevaban a su nido.
Soñé con cuervos y su verde nido de sauces noche tras noche, hasta que me di cuenta de que los cuervos eran de Apolo y el nido verde era Platea, el hogar. Y después, por primera vez en años, tuve morriña. Empecé a tener sueños más completos, sobre las tierras de la colina, sobre la tumba del héroe en la ladera del Citerón y sobre ir de caza con Calcas.
Lo sueños eran convincentes, pero nunca pudieron competir con la realidad de Briseida. Ni con la guerra inminente. Me dije a mí mismo que ya era hora de volver a casa, pronto.
De todos modos, te cuento esta historia fallida. Yo jugaba en los muelles y hacía el amor con Briseida; escuchaba a Heráclito y leía filosofía en el jardín; trabajaba y jugaba en la palestra y en el gimnasio con Arqui. Da la sensación de que era una buena vida. En realidad, fue una mala época, pero no podría decirte por qué, excepto que podía sentir la fatalidad sobre mí.
Cuando hube forjado mi chapa de bronce, corté algunos pedacitos del borde y empecé a trabajarlos, tratando de hacer figuras en ellos a modo de práctica. Hice aceitunas y círculos, hojas y laureles, y después traté de hacer un ciervo, pero mi ciervo pronto se convirtió en un cuervo en el proceso. Hice seis o siete cuervos, hasta que tuve uno bien hecho.
Recuerdo ese cuervo porque, mientras admiraba mi obra, Darkar entró y me pidió que le sirviera a Arqui en la cena. Esa fue la tercera vez que Hiponacte recibía a Aristágoras en su casa. En esta ocasión, Briseida fue la anfitriona, con la mayoría de los grandes hombres del ejército como invitados. La casa estaba ajetreada y, en aquellos días, era perfectamente aceptable que un hombre libre sirviera a su señor, y yo lo hice de bastante buen grado.
Debería haber rehusado.
En primer lugar, Arístides se quedó perplejo al encontrarme en este espacio. Me sonrió. Yo tuve que mirarlo durante largo rato para ver al frío espadachín, mi oponente más duro de la playa.
—Entonces —me dijo, con una ligera sonrisa—, ¿has venido a ocupar tu lugar entre los capitanes?
Yo sonreí y salí a servir vino para Arqui, y entonces vi la mirada del ateniense, que era de enojo. Ninguno de los hombres que estaban en la fiesta sabía cómo dirigirse a mí —¿qué era yo, un copero o un campeón?—. Eso les hizo sentirse incómodos, lo que, a su vez, me incomodó a mí.
Después, estaba Briseida. Ella se movía entre ellos, vestida con un quitón dórico de puro lino nuevo, de color blanco brillante y transparente, y ellos la miraban como los perros miran al esclavo con la comida.
Tuve que observar la interacción entre los capitanes, y no me gustó. Arístides no era el jefe de los atenienses; era Melancio, un hombre mayor y un astuto político, pero creo que no tenía mucho de combatiente. Melancio compartía diván con Arístágoras y bebían juntos como amigos, pero pude ver que Arístides no tenía buena opinión de ninguno de los dos. Aristágoras era beligerante y adulador, según el momento; una visión deprimente. El padre de Diomedes, Agasides, estaba allí y Briseida lo trataba como si fuese estiércol, y él hacía lo mismo con ella. Y sin embargo, Hiponacte lo apoyaba como jefe de guerra de los efesios.
Había un capitán llamado Eualcidas, de Eretria, en Eubea, un famoso atleta a quien había elogiado Simónides el poeta, y otro eretrio, Diceo, que dejó claro que aborrecía a todos los atenienses más de lo que detestaba a los persas. Yo los miré, porque todos ellos debían de haber participado en el combate por el puente en el que murió mí padre y yo fui hecho esclavo.
Los eretrios habían venido con cinco barcos a causa de su antigua alianza con los hombres de Mileto, a los que, una vez más, gobernaba Aristágoras, aunque, ahora que había vuelto a ellos, desdeñaba el título de tirano y decía que iba a liberar a todos los griegos de Asia y a darles democracias.
Los milesios y los eretrios habían navegado juntos subiendo por el río, con cincuenta barcos o más, y desembarcado a sus hombres en la zona de Coresos. Aristágoras era ahora el comandante de guerra aceptado por todos, y la finalidad de la guerra había cambiado por completo, porque todas las ciudades griegas la habían declarado. Ahora era la guerra de Troya. Ahora, todos los griegos iban a hacer la guerra contra Persia. Planeaban sitiar Sardes, expulsar al sátrapa Artafernes y quizá después marchar contra Persépolis. Y aquella noche fue la primera vez que oí alguna de estas cosas.