Authors: Christian Cameron
Pero estoy divagando, como de costumbre. Podría decir que mi hermano estaba asustado. Yo no lo estaba. Pensaba que sería como la caza del ciervo. Me imaginaba que yo correría siguiendo el flanco de su línea y lanzaría mis jabalinas contra esa masa compacta, matando a un
espartiata
con cada golpe. Calcas me había contado la verdad de la guerra, pero mis oídos habían hecho caso omiso.
Quizá te parezca raro, pero me quedé prendado del joven Calicles. Era arrogante, pero también mayor, y esas cosas son importantes para los campesinos. Y, cuando vio lo lejos que podía lanzar una jabalina —él solo tenía una—, me trató de forma muy diferente. En una tarde de lanzamientos de rocas y jabalinas hacia lo alto, al lado de la torre, me convertí en su segundo hombre, su
filarca
, y copiamos a nuestros mayores, hablando largo y tendido de nuestra «táctica». Como es habitual entre los chicos, hicimos que los demás actuasen como nosotros, y practicamos carreras, saltos y lanzamientos de jabalinas y piedras. La mayoría de los muchachos solo tenían piedras. Los esclavos se quedaban atrás.
Era justo. Aquella no era su guerra. Quienes habían sido liberados podían ganarlo todo si luchaban bien, pero quienes todavía eran esclavos no tenían ningún interés por luchar. Se sentaban hasta que les gritábamos; después, los mayores se movían con lentitud y resultaba tan evidente que lo hacían a regañadientes que minaban nuestra confianza en ellos. Estos hombres eran auténticos maestros del escaqueo, y un par de muchachos adolescentes no eran nada para ellos. Estaban acostumbrados a enfrentarse a la cólera de
pater
o de Epicteto el Mayor.
El tercer día, nos pareció a todos que no iba a haber combates, y los atenienses nos colmaron de elogios. Al ir, dimos un descanso a los peloponesios. Ahora los superábamos en número.
Y parecía que esperaban que los tebanos se les uniesen, pero los tebanos aún no estaban allí. O quizá ni siquiera acudieran.
Cariño, mucho tengo que decir sobre la guerra. Puedo hacerte dormir durante un mes con esas cosas, aburriéndote con mi historia. Y una cosa que te diré mil veces es que cada ejército tiene su propio corazón, su propia alma, sus propios ojos y sus propios oídos. En aquel ejército, el ejército peloponesio, nadie quería estar en Ática. Todos sabían perfectamente que los espartanos solo estaban allí en apoyo de su alianza con Tebas, y los espartanos, como de costumbre, habían demostrado su falta de interés enviando solo una fuerza testimonial bajo el mando del rey menor.
Hicieron lo mismo más tarde, contra los medos. Nunca te fíes de un espartano, cariño.
En todo caso, tuvieron que saber que los sangrientos tebanos estaban de camino. Estaban a cien estadios o menos. Ares debió de echarse a reír.
Finalmente, Cleómenes se comprometió a luchar porque los peloponesios estaban comenzando a abandonarlo. Los aliados tenían más libertad en aquella época. Le dijeron al rey de Esparta lo que pensaban y después se marcharon. No fueron muchos, pero sí los suficientes para hacer que el viejo Cleómenes decidiera luchar antes de quedarse sin ejército.
Nosotros sabíamos que los tebanos se acercaban. Se comentaba en todos los corros. Los atenienses y todos los agricultores de Ática —también había agricultores— ya estaban mirando por encima del hombro y dudando de los nuevos jefes que habían elegido. Pero Milcíades y su padre estaban por todas partes, incluso entre nosotros, poniendo barras de hierro en la columna vertebral de cada hombre. Incluso Milcíades vino a observar a nuestros muchachos mientras practicaban. Elogió mi lanzamiento de jabalina y una hora después vino su esclavo y me dio un par de lanzas con puntas de acero templado —aún ahora, su recuerdo me hace sonreír—. Eran unas armas magníficas. Yo creía que mi lanza
Mataciervos
era un arma magnífica —tenía la punta de bronce, hecha por
pater
, con su nombre grabado en el asta—, pero, al lado de estas, con sus empuñaduras rojas y sus puntas azules oscuras, era rudimentaria.
Me quedé con
Mataciervos
y los regalos y di el resto de mis jabalinas a otros chicos. Calicles se quedó eón la mejor y le dio la suya al más pobre.
Tres jabalinas para los muchachos más ricos. Un saco de cáñamo lleno de piedras para los más pobres. ¡Qué estúpidos fuimos! Y nuestros padres estaban midiéndose con los capas rojas de Esparta.
Amanecía. A diferencia de mi padre, mi hermano y la mayoría de los píateos, yo dormí bastante bien. Los mensajeros se habían intercambiado la noche anterior. Mientras tomábamos nuestras gachas de cebada, Milcíades el Viejo había hecho sus sacrificios. Le parecieron prometedores.
Estoy seguro de que eran prometedores para Atenas.
Yo no había visto nunca una falange formada.
Pater
era uno de los oficiales jefes de los píateos y andaba arriba y abajo, formando a los hombres y poniéndolos en sus puestos en las filas, con su doble penacho que se movía mientras andaba y una mirada tan noble y fiera como la de un
espartiata
. Me maravillaba su actuación; él sabía que estaba serio y nervioso, y los colocaba con el mayor tacto posible, evitando toda forma de insulto. Yo estaba orgulloso de que fuese mi padre. Aún lo estoy.
Vi que el primo Simón estaba en la sexta fila. ¿Qué majadero de polemarca iba a ponerlo en primera línea para la última batalla? ¡Habría que ser muy ingenuo! En el medio, estaría seguro y no haría daño a nadie.
Después, vi que estaba a un hombre de distancia de mi hermano. Chalkidis parecía preocupado, pero saludó con la mano. Era el único hombre de la sexta fila que tenía grebas y un buen casco. Eso es lo que tiene ser herrero e hijo de un herrero. Tenía el casco echado hacia atrás sobre la cabeza, al modo en que se muestra la diosa Atenea en sus estatuas. Y me dedicó una sonrisa amplia y firme. Yo atravesé las filas y lo abracé, con coraza de cuero y todo. Me moría de envidia, su aspecto era magnífico y todavía me sacaba la cabeza, y, de repente, lo único que quería era que saliese airoso y fuese un héroe y, cuando nos abrazamos, fui corriendo a la ermita que estaba al borde del camino y vertí un poco del vino con miel de
pater
sobre la estatua de la Señora y recé para que fuese valiente y tuviese éxito en la batalla.
No tenía la menor duda de que era valiente.
Antes de contar la historia de mi primera batalla, cariño, creo que tengo que hablar del valor. ¿Eres valiente? No lo sabes, pero yo sí. Tú eres valiente. Y, cuando te toque encarar la versión femenina de la tormenta de bronce, cuando un niño salga al mundo de entre tus rodillas, quizá grites, y tengas miedo, pero lo harás. Lo conseguirás. Nadie espera que te guste, pero todas tus amigas, todas las mujeres que han parido a sus propios hijos, se aglomerarán a tu alrededor, enjugándote la frente y diciéndote que empujes.
Lo mismo nos ocurre a los hombres. Ninguno es valiente, En realidad, ninguno quiere, en lo más profundo de sí, ser Aquiles. Todos queremos vivir y ser lo bastante valientes para contar nuestra historia. Y los hombres mayores que lo hayan hecho antes hablarán y les dirán a los más jóvenes que empujen.
Es difícil que alguien sea tan cobarde como para señalarse. Uno está allí, con toda la comunidad a su alrededor. Valor es pedirle a una chica que se case contigo. Valor es plantarse en la asamblea y decirles que son un hatajo de imbéciles. Valor es combatir cuando nadie más verá tu valor. Pero, cuando la falange está formada en orden cerrado, es difícil ser cobarde.
¡Simón de mierda! El no era cobarde en otros sentidos, pero, cuando formó la falange, perdió el juicio. ¡Dioses, cómo lo odio aún!
Nuestra falange parecía paupérrima al lado de las atenienses. Mostraban sus colores azul y púrpura y rojo brillante y un blanco cegador, y nosotros teníamos los colores sencillos de los campesinos.
Pater
tenía una buena capa, y lo mismo una docena de hombres, todos amigos de Milcíades. El hijo de la hermana del
basileus
tenía un aspecto tan bueno como el de los atenienses. El resto, incluso algunos de los mejores hombres, tenían una pinta sosa y parda.
Formamos a nuestros muchachos en una línea delgada frente a nuestros padres. Veíamos a los
psiloi
atenienses. Ellos eran una pobre exhibición en comparación con nosotros: todos esclavos, y la mitad de ellos ni siquiera tenían piedras. Por eso, bromeábamos diciendo que había algo que hacíamos mejor que los hombres de Atenas.
Todavía estábamos formando cuando los ilotas espartanos atravesaron el terreno hacia nosotros. Llevaban piedras en bolsas y las lanzaban con fuerza. Una me alcanzó en la espinilla y me caí. Esa era la gloria de la guerra. Justo así: la primera piedra y ya estaba por los suelos.
Cayeron dos o tres de los nuestros, y el resto de los chicos corrían como ciervos en la montaña. Ni siquiera había tenido tiempo de pensar en cómo podría ser un héroe. Ni siquiera había tirado una lanza. Pero mi padre estaba allí mismo, tan cerca que casi podía tocarlo, y no iba a salir corriendo. Además, cuando me levanté, descubrí que no podía. La espinilla me dolía demasiado y tenía sangre.
También los ilotas estaban tan cerca que casi podía tocarlos. De hecho, dos de ellos acababan de empezar a lanzar piedras contra nuestra falange. Me ignoraron.
Maté al que tenía más cerca.
Mataciervos
le dio de lleno, como había hecho una docena de veces con los animales.
Eso atrajo su atención. Una piedra me pasó tan cerca que me aventó la oreja como el susurro de un dios que me dijera que yo era mortal. Planté los pies, ignorando la espinilla, y una hermosa lanza de punta azulada mató a un segundo ilota. Ellos
murieron
. Esto no es una presunción infantil. Estábamos tan cerca como tu diván y el mío, cariño, y yo les di muerte.
Escaparon corriendo. Eran esclavos y, como nuestros esclavos, nada ganaban con ser valientes. Ni siquiera se preocupaban de vengar a sus camaradas. Los esclavos no tienen camaradas. Dieron la vuelta y huyeron como habían hecho nuestros muchachos momentos antes.
Entonces descubrí que Calcas había entrado en mi cuerpo cuando incineré su cadáver, porque, cuando huían, maté a otro. Me gustó. Eché atrás el brazo y tiré la lanza hacia la espalda de un esclavo que huía
y me gustó
.
Después, avancé cojeando y recobré mis jabalinas.
Detrás de mí, los atenienses de la izquierda y los píateos de la derecha estaban haciendo aclamaciones. Me aclamaban a mí. Se me subió a la cabeza como el vino sin aguar.
Los otros chicos volvieron bastante deprisa. No eran cobardes. Simplemente, no habían entendido el juego.
Nosotros todavía seguimos sin entenderlo. Calicles me dio una palmada en la espalda y avanzamos juntos rápidamente. Traté de penetrar en oblicuo el frente espartano porque sabía que sería más seguro por el flanco, pero me frenó la espinilla.
Cuando levanté la vista, los espartanos me aterrorizaron, No es como estar en la falange, en medio de los ejércitos. Y los espartanos parecían todos iguales, con escudos de bronce a juego, como los atenienses más ricos, y con cascos casi idénticos. Parecían muy buenos. Y me asustaron.
Pero en ese/aquel momento no podía flaquear. Aunque me asaltó una reacción curiosa, todavía la recuerdo. Sentí frío cuando avancé cojeando y empecé a temblar, Entonces, los otros chicos empezaron a lanzar. Estábamos demasiado lejos y Calicles comenzó a gritar como un auténtico oficial, empujándonos hacia delante. Dio la espalda a los espartanos y nos gritó para que avanzásemos y avanzásemos, para lanzar desde más cerca.
Yo estaba a su lado cuando vi dar una orden al jefe de fila espartano y cuatro hoplitas salieron del frente del muro de escudos. Llegaron muy rápido; ellos mismos eran como jabalinas. Por supuesto, todos ellos eran atletas muy bien entrenados, no chicos normales. Desde la primera zancada, supe que eran más rápidos que yo cuando no estaba herido. Solo eran cuatro contra treinta de los nuestros.
Calicles murió primero. El espartano más rápido lo seleccionó. Recuerdo que el espartano tenía dibujada una sonrisa en su cara bajo el casco. Yo le grité a Calicles que corriera, pero el loco de él se mantuvo allí y lanzó mi segunda mejor lanza, y el espartano agachó la cabeza y la esquivó. Ni siquiera frenó su marcha, y su larga
doru
le entró a Calicles por encima de la ingle y lo atravesó, saliendo por la espalda como un perverso tumor; después hubo una explosión de sangre, por delante y por detrás. Yo lo había visto cientos de veces cazando. Calicles era un muchacho muerto.
Cada uno de los cuatro mató a un chico, como los agricultores cortando malas hierbas. El líder mató a un segundo muchacho, al lado de Hermógenes.
Hermógenes cayó al suelo sin que lo tocase y después utilizó su jabalina para hacer tropezar al jefe espartano. Cayó al suelo en un repiqueteo de armadura, pero se levantó en menos que canta un gallo. Sin embargo, había perdido el equilibrio y tuvo que utilizar la mano del escudo para apoyarse y levantarse. Calcas me había enseñado a hacerlo mejor.
Fue mi peor lanzamiento del día. Estaba aterrorizado y eufórico al mismo tiempo, y mi
Malaáervos
entró en su brazo izquierdo, por debajo de su escudo, clavándole el brazo en la parte de atrás de su escudo. Y él no pudo sacarlo.
Los otros se pararon para ayudarlo, porque bramaba, y
entonces
, Hermógenes me agarró y me ayudó a correr.
Por todos los dioses,
zugater
mía, pensé que aquellos eran mis últimos momentos y, cuando estuvimos lejos de los espartanos, juré que nunca volvería a poner mi cuerpo frente a la falange. Lo juré como un borracho jura que no volverá a beber.
Hermógenes y yo evitamos el flanco derecho, No teníamos ni idea de dónde estaban los demás chicos. Entonces, nos tumbamos en la hierba y suspiramos. ¡Ares, estábamos vivos! Espera hasta que tengas un hijo, cariño; sentirás la misma ráfaga de
eudaimonía
, a menos que Artemisa venga a por ti. ¡Ojalá no sea así!
Pero, cuando levantamos la vista, los espartanos estaban cargando.
Avanzaban al son de gaitas. Y todos los gigantes que iban a la guerra con el padre Zeus no habrían parecido más peligrosos ni nobles.
El resto de los peloponesios dudaban, los atenienses avanzaban con precaución, pero avanzaban, y los píateos no eran cobardes. Avanzaban hacia los espartanos.