Hasta que un mediodía pasó por ahí una mujer y se puso a hablar con el tabernero en el patio. Cuando el mendigo oyó esa voz se estremeció y sintió que el corazón le latía más de prisa, como el de alguien que, por descuido, entra en un salón donde suena una música exquisita, pero que él no tiene derecho a oír. Y el hombre se dio cuenta de que la mujer que estaba hablando era su esposa, y no dijo esta boca es mía. Sólo estiró la mano cuando ella pasó a su lado. Pero la mujer no lo reconoció, pues nada en él recordaba ya al que había sido, ningún rasgo, y en su rostro ni siquiera se leían los sufrimientos que lo agobiaban. Ella se disponía a pasar de largo, pues había muchos mendigos y ese parecía particularmente importuno, cuando el hombre abrió la boca y logró decir algo que podía interpretarse como un: ¡Esposa mía!
La mujer se inclinó entonces hacia él y lo miró y las rodillas empezaron a temblarle y se puso pálida como la cera. Y cuando él ya había dejado de oír su corazón, oyó la voz de ella que decía: «¡Querido esposo! ¡Cuánto me has hecho esperar! Tanto que ahora me he vuelto fea y estos siete años se me han ido como nada y he estado
a punto
de dudar de ti».
Poco se sabe en nuestros días hasta qué punto un servicio prestado a la comunidad requiere explicación. Así, con su habitual cortesía, los chinos rindieron a su gran sabio Lao-Tse el mayor homenaje que, a mi entender, ha tributado pueblo alguno a sus maestros, inventando la siguiente historia: Desde su juventud había instruido Lao-Tse a los chinos en el arte de vivir, y de viejo abandonó el país porque la insensatez cada vez mayor de la gente le hacía difícil la vida. Puesto ante la alternativa de soportar la irracionalidad colectiva o de hacer algo contra ella, abandonó el país. Al llegar a la frontera le salió al paso un funcionario de aduanas y le pidió que escribiera sus doctrinas para él, el aduanero; y Lao-Tse, por miedo a parecer descortés, complació su deseo. Anotó las experiencias de su vida en un breve libro destinado al aduanero, y sólo cuando lo hubo concluido abandonó su tierra natal. Con esta leyenda explican los chinos el surgimiento del libro
Tao-te-king
, cuyas doctrinas rigen hasta hoy sus vidas.
Consideraciones inspiradas en la lluvia
Cuando llovía mucho tiempo, mi abuela solía decir: «Hoy está lloviendo. ¿Dejará de llover algún día? Es bastante dudoso. En tiempos del diluvio ya no paró de llover». Mi abuela decía siempre: «Lo que ya ocurrió una vez, puede ocurrir de nuevo… y también lo que nunca ocurrió». Tenía setenta y cuatro años y era terriblemente ilógica.
Aquella vez todos los animales subieron al Arca pacíficamente. Fue la única vez en que las criaturas de la Tierra actuaron pacíficamente. Acudieron realmente todos. Pero el ictiosaurio no apareció. Todo el mundo le había dicho que se embarcara, pero él no tenía tiempo aquellos días. El propio Noé le advirtió que se avecinaba el diluvio. Pero él dijo tranquilamente: «No lo creo». No gozaba de ninguna simpatía cuando murió ahogado.
«Sí, sí», dijeron todos cuando Noé encendió la lámpara en el Arca y dijo: «Sigue lloviendo»; «sí, sí, el ictiosaurio no vendrá». Era el más viejo de todos los animales y su gran experiencia le permitía dictaminar si un fenómeno como el diluvio era o no posible.
Es muy posible que yo mismo, en un caso similar, tampoco hubiera subido. Creo que durante la tarde y el crepúsculo de su desaparición, el ictiosaurio debió de calar hondo en los fraudulentos tejemanejes de la providencia y en la inefable estupidez de las criaturas terrestres, en el momento mismo en que advirtió lo necesarias que eran esas cosas.
De los asnos se dice que no llegaron a vivir el diluvio, que el buen Dios los creó mucho más tarde, después que a todos los otros animales, porque advirtió que aún quedaba una laguna en su creación. Los asnos habrían colmado esa laguna. Esta versión se contradice, no obstante, con una historia que sobre el diluvio, y precisamente entre los asnos, se ha ido transmitiendo de generación en generación hasta el día de hoy. Dice lo siguiente:
Entre los hijos de Noé, el gordo Cam era particularmente importante. Le llamaban el gordo Cam aunque sólo era gordo en una zona de su cuerpo. Veamos un poco el origen de todo esto. Como también se sabe a través de otros informes, el Arca fue íntegramente construida con madera de cedro. Y las tablas tenían que ser del grosor de un hombre.
Sabemos que durante las semanas que duró la construcción, Jafet se paraba junto a los árboles antes de que fueran derribados. Los que eran más delgados que Jafet sencillamente no se utilizaban en la construcción del Arca. Pero en los últimos días, cuando la lluvia era ya terrible, Jafet se negó a seguir plantándose ante cada uno de los cedros del bosque y pidió a su hermano Cam que lo sustituyera en la tarea.
Pero Cam era el más delgado de los hijos de Noé.
Luego llegó el diluvio y el Arca empezó a flotar. Y Noé advirtió en seguida que el Arca flotaba admirablemente, pero que era demasiado delgada en un punto. Además de su enorme calado, era una embarcación de un largo y un ancho descomunales, y el punto delgado no era más grande que el disco solar a mediodía. Pero por él se filtraba precisamente el agua.
Entonces Noé preguntó a sus hijos:
—¿Quién fue?
Y sus hijos le dijeron:
—Fue Cam.
Noé dijo entonces a Cam:
—Levántate, Cam, ve al lugar que es demasiado delgado y siéntate encima de él.
Cam se sentó y tapó el agujero.
La Biblia especifica el tiempo exacto que Cam permaneció sentado en ese sitio, pues allí se quedó hasta que acabó el diluvio. Y cuando el diluvio acabó y Cam se levantó, la zona de Cam que había estado en contacto con la zona delgada del Arca había engrosado muchísimo. Pero el propio Cam seguía tan delgado como antes. Debido a esta peculiaridad de su cuerpo quedó bastante inutilizado para una serie de cosas, pero siempre que hay un diluvio y se construye un Arca que es demasiado delgada en un punto, Cam resulta imprescindible.
Esta es la anécdota del diluvio que ha quedado particularmente grabada en la memoria de los asnos.
En casa de mi editor me encuentro con un hombre que ha vivido quince años en Brasil.
Me pregunta qué ocurre en Berlín.
Cuando se lo digo, me aconseja irme a los mares del sur.
Dice que no hay nada mejor.
Yo no me opongo. Le pregunto qué debo llevar.
Me dice:
—Llévese un perro de pelo corto. Es el mejor compañero del hombre.
Por un instante siento la tentación de preguntarle si, en el peor de los casos, podría ser también uno de pelo largo, pero mi sentido común me dice que en el pelo largo se pueden enredar terriblemente las púas del cocotero.
Le pregunto qué hace la gente todo el día en los mares del sur.
Me dice:
—Absolutamente nada. No hace falta trabajar.
—Bien, bien —digo yo—. No es que trabajar me entusiasme mucho, pero supongo que algo se podrá hacer.
Y él dice:
—Claro, hombre, tiene usted la naturaleza.
—Perfecto —digo yo—, pero ¿qué hace uno, por ejemplo, a las ocho de la mañana?
—¿A las ocho de la mañana? Pues dormir un rato más.
—¿Y al mediodía? ¿A la una?
—A la una hace demasiado calor para hacer algo.
Y entonces empiezo a impacientarme. Lo miro con hostilidad y pregunto:
—¿Y por la tarde?
—Bueno, una hora al día puede usted llenarla con cualquier cosa.
Hasta que por fin parece caer en la cuenta de que no soy de los que pueden entretenerse con su propia persona, y me sugiere:
—Llévese una escopeta de dos cañones y salga de cacería.
Pero yo estoy ya de mal humor y le digo escuetamente:
—Cazar no me hace ninguna gracia.
—¿Y de qué piensa usted vivir? —me pregunta sonriendo.
Mi amargura va en aumento.
—Eso es asunto
suyo
—le digo—. Es
usted
quien debe sugerírmelo.
Yo
no sé absolutamente nada de los mares del sur.
—¿Le gustaría pescar? —me propone.
—Si no hay nada mejor —replico malhumorado.
—Pues bien. Llévese uno de esos anzuelos que pueden conseguirse en cualquier tienda, y a los cinco minutos tendrá un par de peces en su anzuelo. Si no quiere cazar, pues coma usted pescado.
—¿Crudo? —pregunto.
—Oiga, un mechero supongo que sí llevará.
—Un pescado cocinado sobre un mechero no constituye una comida completa —le digo, indignado ante semejante falta de experiencia—. ¿Se puede al menos fotografiar?
—Pues ya ve, es una idea —dice él, visiblemente aliviado—. Tendrá toda la naturaleza a su disposición. En ningún otro sitio podrá fotografiar tanto.
Y ahora tiene él las de ganar. Ahora me dirá que haga fotografías todo el día. Así estaré yo ocupado, y él, en paz.
Pero yo os diré una cosa:
No quiero oír hablar de los mares del sur durante muchos años. Ni encontrarme nunca más con un individuo como aquél.
En un merendero de la Alexanderplatz oí el siguiente diálogo:
En torno a una mesa de mármol falso había tres personas de pie, dos hombres y una mujer mayor, bebiendo cerveza blanca. Uno de los hombres le dijo al otro:
—¿De modo que ha ganado usted su apuesta?
El interpelado lo miró a la cara en silencio y, a guisa de conclusión, se tomó un trago de cerveza. La mujer mayor dijo entre vacilante y atenta:
—Usted ha adelgazado.
El hombre que había callado un segundo antes, calló también esta vez. Y también esta vez observó interrogativamente al hombre que había iniciado el diálogo y que ahora lo cerró con estas palabras:
—Sí, ha adelgazado.
Este diálogo me pareció tan importante y denso como cualquier otro.
Hace unas semanas, una muchacha que estaba de pie, sola, bajo una arcada de la Münzstrasse, me gritó las ocho palabras siguientes: «¡Ahora se usan largos! ¡Cortos no! ¡Por favor!» Al decir «¡Ahora se usan largos!» hizo un largo gesto con la mano derecha, primero hacia abajo y luego paralelamente a la acera, como si quisiera invitarme a llevar una cola. Acompañó las palabras «¡Cortos no!» con otro movimiento de su mano, cuyo dorso acercó de golpe a mí, a la altura de mi cara y la suya, hasta unos diez centímetros de distancia y mantuvo un segundo en el aire, inclinando la cabeza oblicuamente hacia delante y mirándome sólo con su ojo izquierdo. La palabra «¡Por favor!» la soltó, en cambio, bruscamente, sin hacer ningún gesto ni demostrar el innegable interés cuya expresividad tanto habían acentuado las dos frases precedentes. Fue, sin embargo, la que mejor sonó, debido tal vez a su carácter puramente hostil. Pero de sus palabras saqué en claro que mis nuevos pantalones son demasiado cortos.
Entre los pocos acontecimientos de mi vida —más bien pobre en acontecimientos— que me han impresionado, figura, debido a un perro, el terremoto de San Francisco.
Tenía treinta y dos años y estaba solo en el mundo cuando conocí, en San Francisco, a un perro dogo. Yo vivía en el sexto piso de un inmueble ruinoso y compartía con otros inquilinos un pasillo hediondo y mal enjalbegado. En él me cruzaba con el dogo varias veces al día. El animal pertenecía a una familia de cinco personas que vivía en una sola habitación, no más grande que la mía. Era gente de mal aspecto y hábitos poco higiénicos, que dejaba varios días su cubo lleno de basura maloliente ante la puerta. Describir al perro es algo a lo cual me resisto.
No recuerdo mi encuentro inicial con aquel dogo, pero supongo que la primera sensación del animal al verme habrá sido de miedo, y que también yo (probablemente por eso) tuve una sensación desagradable. En cualquier caso, la manifiesta y totalmente injustificada aversión del animal fue lo que atrajo mi atención hacia él. En cuanto me veía, y por más animadamente que estuviese retozando con aquellos chiquillos (por lo demás increíblemente mugrientos), el perro metía la cola entre las patas y se escurría, apocado, por una esquina, o bien, de preferencia, por alguna puerta abierta. Una vez que intenté acariciarlo para quitarle ese absurdo miedo —debido al cual, según me pareció observar, los niños ya empezaban a mirarme con recelo—, se puso incluso a temblar y —me repugna de verdad escribir esto— el pelo debió erizársele, pues en un primer momento me asombró la aspereza de su pelaje, y sólo más tarde me acordé que en estos casos se dice: los pelos se le pusieron de punta.
Si un ser humano hubiera tenido esa reacción frente a mi persona, se habría podido conjeturar que me confundía con otro; ¡pero un perro! Recuerdo que desde el principio jamás subestimé este asunto. En los días siguientes le empecé a llevar algo de comida, huesos. Pero él ni siquiera olisqueaba la carne; me esquivaba, temeroso, y se acurrucaba en un rincón, recorriéndome de abajo arriba con una mirada indescriptiblemente insidiosa y desconsolada al mismo tiempo. Casi siempre se escondía entre un montón de niños escrofulosos, cría a todas luces lamentable de la escoria social circundante. Todo el bloque de casas apestaba a chiquilines meados. Raras veces lograba estar yo a solas con el perro, y, claro está, me guardaba muy bien de acercarme a él en presencia de testigos. Sin embargo, los niños intuían (vaya usted a saber cómo) mis intentos de aproximación, sin duda inofensivos, y la consecuencia de todo ello fue que en vez de reconocer mi buena voluntad, empezaron a señalarme con el dedo. Yo, por mi parte, estaba convencido de que el dogo no recibía suficiente comida de sus amos, probablemente ni la más imprescindible. Claro que también me faltaba tiempo para estudiar al animal. Como de día tenía que trabajar en la fábrica de automóviles, sólo me quedaba la noche para distraerme a mi aire. De todas formas, empecé a observar su relación con un gran número de personas. Al lado mismo vivía, por ejemplo, un inquilino que se llevaba, si no estupendamente, sí bastante bien con el animal. Para atraerlo recurría al conocido gesto de hacer chasquear el pulgar contra el dedo medio. Con ello conseguía que, más de una vez, el perro se refregara confiadamente contra sus inmundos pantalones. Yo llegué incluso a practicar el truco aquel, por lo demás muy fácil de aprender, pero tuve la suficiente vergüenza como para no utilizarlo. Nada más verla, el dogo echaba a correr tras una señora mayor que vivía en la casa. La vieja, una persona desagradable cuya voz de falsete lo estremecía a uno hasta la médula, no podía ni ver al perro. Lo ahuyentaba todo el tiempo con la cesta de la compra y sin ningún éxito. Con gran enfado veía la mujer que el animal no se apartaba de ella. Una muchacha muy maquillada de la vecindad solía entretenerse con el dogo rascándole el perigallo. Un día en que me encontré en el autobús con esa chica —cuyo oficio es, por lo demás, asunto suyo—, noté que tenía mal aliento. Estoy firmemente convencido de que tales rasgos característicos, quizás indiferentes e inofensivos en sí mismos, son siempre síntomas de alguna deformación más profunda. Me extrañaba que el dogo, que en apariencia poseía un instinto segurísimo, no tomara en cuenta este aspecto de la joven. Esta comprobación hasta me hizo dudar por un tiempo del instinto del animal; pensé que quizás fueran peculiaridades mías totalmente externas las que provocaban su rechazo. Me parecía inverosímil, pero no quería perderme nada en este caso. Cambiaba tanto de trajes como de sombreros, y hasta dejé de usar mi bastón. Como podrán imaginarse, hacía todo eso muy a disgusto; en ningún momento perdía de vista lo vergonzoso del caso, pero no parecía haber otra salida para mí. Un suceso que incidió decisivamente en el asunto me hizo ver cuán de cerca me afectaba todo aquello. Lamentablemente en esos días tuve que emprender un fatigoso viaje a Boston, pues tenía fundadas sospechas de que mi hermano menor, mediante habilísimas manipulaciones, quería sacar provecho de nuestra herencia materna. Cuando regresé —sin haber podido arreglar nada, además, ya que en el mundo siempre faltan pruebas incluso ante las injusticias más palmarias—, el dogo había desaparecido.