—La amo. Pero acabe de cenar tranquilamente. Yo ya he comido.
La viuda se había vuelto a sentar. Sin aliento, con el pecho agitado, había estado escuchando lo que ocurría en el vestíbulo. Un ligero desfallecimiento se apoderó entonces de ella. Oyó que Gair decía:
—Es usted viuda, de modo que alguien se ha alzado ya con lo mejorcito. Pero aún quedará algo, y yo sabré sacarle partido.
Frau Pfaff, que se había apoyado, semiinconsciente, contra el respaldo de su silla, se puso en pie poco a poco, aunque como hipnotizada, e intentó llegar a la puerta. Pero Martin se le adelantó y apretó el timbre que había sobre la mesa. Apareció la criada, y Gair le dijo con voz dura y metálica:
—Ha habido un malentendido. La señora desea que quite usted la mesa y lave la vajilla.
Y no dejó de mirar a Marie Pfaff mientras hablaba: era un individuo alto, moreno, de rasgos angulosos, pero cuerpo blando y carnoso. Frau Pfaff se incorporó y dijo, manteniéndose erguida e intentando dominarse con cierta dificultad:
—¡Quite la mesa, Anna!
Luego se volvió hacia su huésped y, sin decir nada, le señaló un sillón. Gair se sentó en seguida, pero movió el sillón de forma que su cara quedase en la oscuridad. La criada quitó la mesa en silencio. Entre tanto, Marie Pfaff se acercó a un espejo y se arregló el cabello, a la vez que sacó algo de un cofrecillo. Cuando la criada salió, la señora ya había recuperado casi totalmente su voz. Con una mezcla de indignada seriedad y altiva ironía preguntó, casi cantando, qué deseaba el caballero. Y Martin, envolviendo el cuerpo entero de la dama con sus penetrantes miradas, dijo:
—A usted.
La respuesta de ella sonó menos segura, aunque él estuviera sentado en el sillón de cuero, algo inclinado e indolente, y obviamente satisfecho:
—No lo entiendo.
Él, entonces, se levantó. Su alta figura se destacó, fuerte, ancha y oscura, contra la muselina. Luego volvió a sentarse: esa fue su respuesta.
—¿Qué es lo que realmente desea? —murmuró ella.
—Por lo visto tiene usted mala memoria. ¡Deje ese revólver! La viuda puso el revólver sobre la mesa, en silencio.
—¡Siéntese!
Ella obedeció.
—Tengo tiempo libre y buenos músculos. Viviré con usted, y usted se hará cargo de la casa.
Totalmente anonadada, ella sólo se atrevió a decir:
—Pero si no le conozco de nada.
—Primero iré a lavarme —replicó él—. Luego podremos conocernos.
Y diciendo esto se puso en pie, se acercó a ella y la estrechó entre sus fuertes brazos.
—Ese temblor no importa nada, más bien es buena señal. No soy un violador ni un engañanovias. Soy un amante.
No la besó, sino que la dejó caer nuevamente en su silla, de la que ella se había incorporado a medias. Pero como no daba muestras de querer levantarse, él se agachó hacia la semiexánime dama, la llevó cargada hasta el diván y le cruzó los brazos por encima de la cabeza. Luego la soltó. Y ella, que respiraba impetuosamente, se levantó sin decir palabra, se encaminó al cuarto de baño, situado a la izquierda, y preparó la bañera. El la llevó luego en brazos al baño y a la cama, que ella le señaló con ademán febril, sin mencionar para nada su nombre. Y en la penumbra de la alcoba aprendió a amar, entre gozos y dolores, las recias manos de aquel hombre, y se entregó a él en cuerpo y alma.
Cuando a la mañana siguiente abrió los párpados, un tanto hinchados, se sintió unida a aquel desconocido y lo amó a pesar de su ropa interior sucia. Se levantó sigilosamente, sin despertarlo. Tarareó algo al lavarse, y mientras se arreglaba el pelo, pensó en el paraíso nocturno al que él la había conducido. Pero cuando el tipo se despertó, empezó el trabajo. La luz del día no disminuía en nada sus encantos, era muy fuerte y tenía la piel morena y muchas cosas más. No permitió que ella corriera las pesadas cortinas amarillas de las ventanas; se sentía a gusto en aquella luz dorada, el morenote alto. De noche, mientras se revolcaba con ella, le había parecido un pez pálido y gordo nadando en un estanque, y ahora estaba ahí tumbado en seco, envuelto en ese calor dorado, y se asoleaba, fuerte y perverso. Tomó el café en la cama, mientras ella observaba sus rodillas y sus muslos bajo la delgada colcha y sentía un vahído. Pero él era un gandul y aquello le bastaba. Ella trabajaría por él. En ningún momento reparó Marie en la forma tan inverosímil como se habían conocido, y tampoco se detuvo a pensar en lo que podría ocurrir mañana. Había empezado una nueva vida. El tipo no daba un solo paso fuera de las habitaciones; se pasaba el día entero tumbado, fumando, o bien se ocupaba de los peces dorados que brillaban sólo débilmente en la mortecina luz del cuarto. Ella misma le buscaba puros, le servía licores, lo cubría de periódicos. Su vida había adquirido un sentido: de día era madre y de noche, amante. Él conocía su oficio. Eran felices. El pasado no existía.
La cosa duró media semana, tres días y cuatro noches, hasta que él se hartó. Le hacía falta un cambio. Su anfitriona era bien proporcionada, pero él podía arreglárselas siempre con el mismo licor y los mismos puros… no con la misma mujer. Y fue así como empezó a leer el periódico en la cama y a impregnar el paraíso de olor a tabaco. El miedo a esos ojos fríos fue sustituyendo en ella el amor por el pecho moreno; trabajaba impulsada por el miedo; y él era cada vez más inflexible. Al amanecer de la cuarta noche, a eso de las cinco —aún no podía haber clareado totalmente—, la abrazó por última vez. Al mediodía volvió a tomar un baño, y después de comer dio la espalda a los torturados ojos de la viuda y abandonó el apartamento. Ella lo esperó junto a la ventana; no se atrevió a descorrer las cortinas por miedo a que él pudiera volver y encontrar demasiada luz; y allí se pasó media tarde, sosteniendo el cortinaje con las manos. Gair, mientras tanto, se dedicó a recorrer la ciudad, bebiendo en unos cuantos bares (se había llevado dinero) y dando propinas principescas. Por la tarde abordó a una muchacha que salía de una tienda después de las seis. Era tímida y pálida. La cogió del brazo en seguida y la llevó a un restaurante de tercera categoría, donde cenaron copiosamente. Ella fue entrando en confianza; él casi no hablaba, pero, por variar, adoptó una actitud zalamera. Luego anduvieron dos horas por los parques y él besó sus pálidos brazos en la oscuridad del follaje una primera vez, y una segunda en la blanca luz del asfalto. Luego, cuando dieron las nueve, se la llevó al apartamento. La viuda Pfaff en persona abrió la puerta. Retrocedió de un salto, pero muy suavemente, como sobre muelles. Él condujo a la joven del brazo a través del vestíbulo, hasta el salón. Luego miró fijamente a la viuda, que se retiró. Y Gair se sentó a la mesa con la muchacha, y luego, con andar cimbreante, fue a buscar coñac y vino dulce, así como unas cuantas galletitas. Comieron y bebieron, y él le devoraba las rodillas con su mirada; ella se fue embriagando lentamente, empezó a cantar y a reír, y por último a gritar. Entonces él la llevó cargada al sofá de cuero y le mandó que durmiese su borrachera. «La cama es demasiado fina para ti», dijo. Tras lo cual se metió él a la cama con las botas puestas. A todo esto, la viuda pasó la noche en el cuarto de baño; tenía vergüenza de que la viera su criada.
Cuando la mañana se asomó, gris y lechosa, a través de los cristales pintados, en el alma de Marie tuvo lugar un combate por la decisión. Y venció ella. Se levantó y salió al vestíbulo, donde recogió abrigo y sombrero, y se fue de la casa. Cuando volvió, a las diez, la muchacha ya se había ido y el hombre estaba tumbado en el diván. Reinaba un desorden atroz en el salón, como después de una bacanal. Gair estaba de mal humor y la recibió con mordaz ironía. Que si había dormido bien, le preguntó. Si no había visto un fantasma en el sofá de cuero. En el sofá había dormido un animal, y en la cama otro. Que el licor estaba en su punto, pero su amor acababa de empezar. A propósito, había que comprar más licor en seguida. Esperaba que ella contaría con los medios suficientes… de lo contrario, que no omitiera esfuerzos para procurárselos. Ella, de pie junto a la mesa, lo miraba. El se incorporó y advirtió que lo estaba mirando. Era un individuo musculoso, de rostro delgado y rasgos vulgares. Su poder se había desvanecido. Aquello había sido un delirio. ¿No habría ella bebido aguardiente? Ahora lo veía todo claro: los muebles manchados, la cama, el aparador saqueado. Tenía la cabeza pesada, pero bien puesta sobre los hombros. Y le dijo:
—¡Levántese y abróchese la camisa!
Él obedeció maquinalmente.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó.
—Nada. Puede usted irse. Si necesita algo, llame a la criada.
Gair se irguió cuan alto era. Pero tenía espacio suficiente en la habitación. Le gritó: «¡Quédate aquí!» con voz metálica… y ella se fue. El individuo se dejó caer en el sillón y se rió, pero no había aniquilado la revolución. Ella se dirigió a la puerta y salió, asentando bien sus sólidas piernas. Gair permaneció un rato sentado, contemplando el mobiliario. Había algunas piezas buenas. Luego se fue. Pues una luz se había encendido en su cerebro. Se llevó una cajita de puros, cogió su bombín de la percha y salió de la casa silbando, con sólo la cajita bajo el brazo. Así había llegado (cierto es que sin la cajita, pero ya estaba medio vacía, de todas formas).
La viuda Marie Pfaff tomó un baño, friccionándose con fuerza. Luego se sentó a almorzar en su salón ya limpio y arreglado, llamó a la criada y, antes de probar el primer bocado, revisó su libro de cuentas. Entonces sonó la campanilla y… ahí estaba el hombre ese nuevamente. Quiso entrar por la fuerza, pero esta vez le faltaron bríos y retrocedió: barruntaba un ambiente nada propicio. Le oyó decir a la viuda: «Dele de comer en la cocina». Se puso a silbar suavemente cuando la criada lo acompañó a la cocina. Tenía hambre, y se le ocurrió una idea. Estando ya en el café, la viuda preguntó si el «individuo» aquel se había ido. Ahora no tenía vergüenza. La criada respondió que sí, y la viuda Pfaff se marchó. Se dirigió a un café, donde encontró a un grupo de señoras amigas suyas. Al ver que se acercaba a la mesa, éstas guardaron silencio. Se produjo una situación embarazosa: esa gente estaba al tanto de lo ocurrido, se lo habían olido. Marie había caído en desgracia. No se quedó mucho rato, pronto se levantó y se fue a pasear. Primero recorrió tiendas sin comprar nada, luego se dirigió a la zona de los parques y continuó más lejos todavía. Se acordó del individuo y sintió que las rodillas le flaqueaban. Siguió caminando hasta el anochecer. Corría el mes de septiembre; aire tibio, cielo despejado. A eso de las nueve la abordó un tipo. Era un joven algo delgado, de ojos bonitos. Descarado no era. Y ella le permitió que la cogiera del brazo. Se pasearon una hora más por el parque. En todos los bancos había parejas de enamorados, no siempre bien ocultos por el follaje. Hablaron poco. Él le contó algo sobre unos estudios de germánicas. Las estrellas tenían un brillo húmedo. Se encaminaron a casa. Marie pensó: «No puedo pasar la noche sola». Todo comienzo es difícil. Pensó en él. Sus rodillas pensaron. Por eso invitó al joven a que subiera con ella. Y él no se negó.
Avanzaron a tientas por el vestíbulo y entraron en el salón. Marie evitó encender la luz. La oscuridad aproxima. Cogió al joven del brazo y lo condujo, muy pegada a él, al dormitorio. Pero al correr la cortina lanzó un débil gritito: en la cama estaban el individuo moreno y la criada. El joven retrocedió hasta el centro de la habitación. La viuda cayó de rodillas, hundió la cabeza en la cama y dejó que el llanto sacudiera su cuerpo. El individuo dormía.
Una carta
No sé si lo que acaso llegues a leer será lo mismo que me dispongo a escribir aquí; sin embargo, quisiera que reparases en que, siendo yo mismo desconfiado, toda mi vida he tenido que tratar a los demás como si también lo fueran. Lo cual no ha sido nada ventajoso para mi sinceridad.
Me veo obligado a señalar que, habida cuenta de la incomparable hostilidad que quizás sea la característica más relevante de la convivencia humana, incluso a un vínculo tan superficial y, en general, tan sobrevalorado como el que supuestamente existe entre padre e hijo le otorgo el valor suficiente como para vencer mi reluctancia a cualquier tipo de exteriorizaciones. Entre las pocas sensaciones que le quedan a uno después de una vida rica en experiencias, acaso una de las más insufribles sea la de importunar.
Como sabes, jamás me he preocupado de ti porque no he sentido la necesidad de hacerlo. Existe, no obstante, una especie de interés por ti, que Junto con muchos intereses parecidos, y al igual que ellos, ha acabado por quedar en la oscuridad. De la filosofía queda la fisiología. Si ciertas experiencias de tu infancia te indujeran a tomar la decisión de ocuparte de tus hijos, ten presente que las experiencias de mi infancia me hicieron tomar a mí la decisión opuesta (si es que fue una decisión).
Me permito anticiparte además que, ahora que dicto estas líneas, estoy postrado en una cama de la que sin duda no me habré levantado cuando este informe llegue a tus manos, si es que llega. La cama de agua en la que concluiré mis días no podrá ya causarme ningún empeoramiento digno de mención. Además, desde el comienzo de mi enfermedad he intentado por todos los medios hacerme con algo de dinero sin retroceder ante ningún tipo de villanías ni indelicadezas, porque es un pecado mortal ponerse en manos de los hombres. Es una suerte que la venalidad del ser humano sea aún mayor que su crueldad, y te pongo en guardia contra el fatal error de creer que los amigos son tan buenos como los lacayos. La ruindad de los hombres es uno de sus escasos atributos fiables; claro está que tiene tantas formas…
Quería, sin embargo, contarte unas cuantas cosas de mi vida, es decir, de esa arbitraria selección de instantes que el hombre suele denominar su vida. Tal vez esté en mis manos el poder dar la mía por buena. De todas formas, nadie estará dispuesto a afirmar que reconocería a sus amigos y amigas si éstos se le presentasen como esqueletos. En mi caso recuerdo, no obstante, haber estado conforme con mis vivencias en casi todo momento. Siempre he despreciado la desgracia. Y he cazado libremente.
Desde mi más temprana edad me he mantenido abierto a cualquier exceso y, sin perder demasiadas energías, siempre he tenido muy presente que el vicio huye del hombre débil.
Nunca he dejado escapar presa alguna de mis garras sin destrozarla. Gracias a mis inexorables exigencias he considerado en todo tiempo la naturaleza de Dios como algo inmaculado.