Yo estaba agotado. Preveía que al amanecer yaceríamos los tres junto a algún poste kilométrico hasta ese momento sin tacha; los tres, es decir algo que alguna vez fue un coche, uno que alguna vez fue un loco y otro que en su momento fue víctima de aquel loco. Mi encono era terrible.
Viajamos un rato, como mínimo una media hora, sumidos en un sombrío silencio, pero sin que la velocidad disminuyera en nada. Luego Eddi volvió a bajar por otra pendiente con grava y yo le dije en tono áspero:
—¡Conduces fatal!
Esta breve frase, dicha con la mayor seriedad, tuvo un notable efecto en Eddi. Tenía fama de ser un excelente conductor. Conducir era lo único que sabía hacer.
Un sonido apagado brotó de su deforme corpachón. Sonó como el gemido de un mastodonte al que le hubieran dicho que era demasiado débil para arrancar una brizna de hierba.
Y entonces llegó a los 120 kilómetros.
Estábamos justamente en un paraje lleno de curvas y Eddi cogía cada curva con el acelerador a fondo. Había poca luz; sólo en las aldeas se veían lucecitas aisladas, de establos, etc. Al débil y fugaz resplandor de una de ellas pude ver la cara de Eddi; en su rostro de niño había una sonrisa leve y despectiva que ya no era de este mundo.
Pero en medio de un bosque negro como el pecado, el motor empezó a fallar.
Eddi aceleró.
Y el coche perdió velocidad.
Eddi pisó el embrague y volvió a acelerar.
Y el coche se detuvo.
Ya no tenía gasolina.
Eddi se apeó y miró el depósito de gasolina, luego levantó su bidón, lo sacudió y se sentó en el estribo con aire desolado. Estábamos en un bosque sin principio ni final, un bosque que seguramente no figuraba en los mapas. Debía de quedar bastante al Este, pues hacía un frío que pelaba.
Y con esto termina, en realidad, mi historia. Ya sólo puedo añadir que a la mañana siguiente, los pobladores de un remoto villorrio vieron llegar a dos hombres que empujaban un Chrysler mientras uno de ellos, delgado, le iba diciendo al otro todo lo que pensaba de él y algunas cosas más, y el otro, una estropeada bola de grasa sin forma alguna, empujaba resoplando y se reía de rato en rato.
Pero era una risa infantil y alegre.
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