—El hombre —dijo— ha nacido para luchar. Por naturaleza rehuye el esfuerzo, pero, gracias a Dios, hay fuerzas naturales que lo espolean. El hombre en sí es, pues, un miserable gusano al que le gustaría que todo armonizase. Azul claro, azul oscuro, azul negruzco. Mas por otro lado, y sobre todo después de saborear unos langostinos del Mar del Norte, es como un formidable torbellino que, a fuerza de acumular violentamente tumbonas americanas patentadas, sencillos lavatorios y vetustas y venerables revistas, puede restablecer la grandiosa multiplicidad y la admirable discordancia de toda la creación. Al hombre no le está permitido llegar al cielo mediante toldos ni pianos de cola Bechstein. Un apartamento es un lugar donde el hombre tira a un rincón su cuello duro usado. Así lo ha dispuesto Dios, no yo, Müller. Y basta. Ahora esto
es
por fin un apartamento.
Y cuando hubo dicho su discurso, columpiándose de pared a pared ante una gigantesca ventana que se abría sobre la noche, bajó de la hamaca desconcertado por su insólita efusión verbal y, con la cabeza erguida, aunque el paso vacilante, se dirigió a la habitación violeta para reponerse con una frugal cena. Del bolsillo de su chaqueta, que estaba tirada en un rincón, sacó la lata de langostinos del Mar del Norte y la abrió con un cortapapeles que encontró sobre el piano Bechstein. Y en ese momento apareció en la puerta Kampert, con un paquetito en la mano.
Pero Müller, el terrible Müller, el amigo invitado, pareció de pronto profundamente confundido y se ruborizó. Sentado sobre la mesa color violeta del refinado salón de Kampert, siguió comiendo langostinos del Mar del Norte en una lata apoyada en el piano de cola, rociándolos torpemente de whisky con tomate. Por último lanzó una mirada insegura, triste y culpable a su anfitrión y dijo:
—
My home is my castle
.
Y pienso que lo dijo sobre todo porque era algo absolutamente fuera de lugar y sentía una apetencia inconmensurable de cosas que no armonizaran entre sí, ilógicas y naturales.
«Contra el veneno hay antídotos», dijo MacBride estirando filosóficamente las piernas y refiriéndose, al parecer, a algo muy concreto.
Yo había llegado esa mañana a la isla y al poco rato me tocó presenciar una ceremonia bastante triste: el entierro de un blanco al que un nativo, o, como dijeron luego, un mestizo, había enviado al más allá. Lo enterraron por la tarde, hacia el anochecer, y para mí fue una especie de golpe de suerte, ya que así pude encontrarme con un montón de gente a la vez y me ahorré mucho tiempo. En aquel momento estaba con MacBride, el comerciante de la colonia, y Keeny, el telegrafista, sentado en el mirador de MacBride, disfrutando de una de esas lujuriantes bebidas tropicales con pimentón y hielo y escuchando el susurro de las hojas de cocotero sobre nuestras cabezas. De vez en cuando ese agradable ruido era interrumpido por otro menos agradable, confuso, humano. Era gente que iba en busca del asesino para llevarlo a la horca.
Por lo demás, nos podíamos quedar allí sentados sin temor a perdernos el espectáculo. El reo pasaría delante de la casa cuando llegara el momento, y gracias a la amable invitación de MacBride, podríamos verlo con toda tranquilidad.
MacBride había asistido a la vista de la causa y aún lo tenía todo muy presente. Dijo que el asesino, un tal Lewis, era una persona asombrosamente tranquila y además juiciosa, un mestizo, aunque más blanco que moreno, en realidad casi del todo blanco, y juicioso solamente si se lo consideraba de color. Era evidente que MacBride no tenía las ideas muy claras con respecto a él.
Aquella mañana había habido otro entierro; no en el mismo lugar que el de Smith ni en tierra consagrada, y sin la asistencia de la comunidad. Era una mujer a la que habían sepultado a toda prisa, esforzándose por llamar lo menos posible la atención. Se llamaba Atua Lewis y era papúa. Lewis, el hombre al que iban a buscar para ahorcarlo, era su marido y asesino. La muerte había sorprendido simultáneamente a Atua Lewis y al gordo Smith en una situación embarazosa, pero el móvil del crimen no habían sido los celos.
MacBride se levantó, avanzó hasta la baranda del mirador y prestó oídos. No era exactamente un guirigay de muchas voces que se mezclaran e intensificaran, sino más bien una sola, primitiva y horrible voz de ventrílocuo que se diluía en sí misma: el pueblo. El comerciante escupió sobre uno de los resecos árboles del pan que servían de pilastras angulares en su villa, volvió hacia donde estábamos nosotros y dijo, haciendo una señal con la cabeza sobre el hombro:
—La voz de la justicia.
Estaba oscureciendo. Me pareció que su rostro había empalidecido cuando volvió a sentarse.
Luego empezó a contar.
Según MacBride, aquel Lewis había tenido una vez su oportunidad.
No se sabía, o ya se había olvidado, de dónde llegó a la isla. Probablemente de uno de esos puertos tropicales donde toda una humanidad es tolerada en cuanto supone material explotable, sacrificada en cuanto significa competencia y, en general, no es tomada mayormente en serio. El propio Lewis tampoco es que pareciera muy acabado, dijo MacBride. Había algo ingenuo en su persona, y es fácil imaginar lo que les ocurre a los ingenuos en esas latitudes.
Trajo un modesto capital y empezó a comerciar con perlas al por menor. No es muy difícil darles gato por liebre a los nativos y poder vivir de eso en la región. Más difícil resulta la competencia blanca. Pero al principio la colonia trató correctamente a Lewis; pese a ser mestizo, podía jugar al póquer con gente blanca en la estación y dejarles dinero, pues claro está que nunca ganaba: su inteligencia no daba, ni mucho menos, para tanto. Cuando mezclaba las cartas, los otros pasaban por alto el tono azulino de sus uñas porque más les interesaba mirar de reojo las cartas que las uñas. Esa forma de tolerancia le gustaba mucho a Lewis: nunca armaba jaleo. Pero luego se vio envuelto en problemas de negocios con uno de los tiburones blancos y su ascendencia empezó a ser discutida en las conversaciones que los hombres mantenían en sus miradores. Cuando él llegaba, el silencio de la gente podía oírse hasta en la jungla. El precio del whisky aumentó repentinamente para él, las cartas de póquer desaparecían de sus manos, en cuyas uñas todo el mundo empezó a fijarse (eran azulinas), y un buen día ya no hubo más whisky para él. En esos casos es difícil retirarse en solitario a su tienda y consumir lentamente sus ahorros. Y eso fue lo que hizo Lewis.
Lo interesante en su caso —por lo demás bastante común y frecuente— es que Lewis se casó, que intentó establecerse en forma definitiva. Se pescó una de esas nativas de piel amarillo oro y caderas estrechas que son juzgadas diversamente según los gustos, pero que, dicho sea entre nosotros, son preferibles a la mayoría de las mujeres europeas que viven a este lado del globo terráqueo. Con esa tal Atua de piel amarillo oro se presentó Lewis ante el cura y, tras ordenarle a ella que se quitara la pipa de la boca, pidió que los desposara según los usos del país.
Luego desapareció del campo visual de la colonia, y cuando volvieron a llegar noticias suyas, fueron desagradables.
Había en la colonia un comerciante llamado Smith, un tipo gordo y ordinario que desarrolló una benevolencia excesiva en un comerciante, y encima era aún algo bisoño en los negocios. Tal era sin duda la razón por la que mostraba un interés tan evidente por las mujeres papúas y en todas las reuniones de hombres pregonaba constantemente que el amarillo era mejor que el blanco para el amor, y las caderas estrechas eran preferibles a las anchas. Al tal Smith se le empezó a ver charlando y bebiendo whisky con Lewis. No es que a Smith le faltara información. Hubo incluso quien le habló muy claro; pero él alegaba que su relación con Lewis no era de índole comercial y que en asuntos privados no le gustaba que lo aleccionaran.
Ambos prosiguieron luego sus conversaciones en la cabaña de Lewis, y en la colonia empezó a murmurarse que Smith tenía muchas cosas que discutir allí, incluso en ausencia de Lewis. Pues iba con bastante frecuencia.
Por entonces veían vagar sin rumbo a Lewis, algunas veces borracho. Emprendía largas excursiones al interior de la isla. Caminar es el mejor tónico para los nervios. Y en la madrugada de ayer, precisó MacBride, tres semanas después de que lo vieran por primera vez con Smith, el mestizo liquidó al gordo Smith con una vara de bambú, rematando asimismo a su dorada Atua.
Hasta aquí estaba todo en orden. La historia parecía muy clara aún sin juicio. Los motivos eran evidentes, se trataba de adulterio por parte del gordo Smith y de homicidio por celos por parte de Lewis. Pero el comportamiento de este último ante el tribunal dio al traste con las evidencias y convirtió la historia en algo menos convencional. Lewis negó haber actuado por celos. Tras un interrogatorio cruzado admitió que él mismo había dejado solos a Mrs. Lewis con Smith, y no precisamente para que jugaran al póquer, y también que recibía dinero de Smith. El tribunal se sorprendió mucho cuando Lewis declaró lisa y llanamente que la muerte de Smith no había sido más que un lamentable accidente.
—¿Qué podía tener yo contra Smith? —preguntó Lewis al tribunal—. El me daba dinero y yo le correspondía de una forma que a él le convenía. Entre nosotros no había problemas. Creo que estábamos muy contentos el uno del otro. Lamento mucho que Smith fuera víctima de este accidente.
Pero el caso es que Smith estaba muerto, y Lewis lo había matado con una vara de bambú del ancho de un brazo.
Ahora bien, según dijo Lewis, él no había querido matar a Smith sino sólo a su propia esposa, Mrs. Atua Lewis. Pero ocurrió que Smith (¡Dios me libre de hablar mal de él!) se había quedado dormido en una posición tan desfavorable que Lewis, para llegar hasta su mujer, tuvo que golpearlo primero a él. De haber tenido más tiempo, por ejemplo, le hubiera podido pedir a Smith que dejara sitio para asestar un solo y recio golpe con la vara de bambú. Pero Lewis no había tenido tiempo, por desgracia, pues estaba furiosísimo y resuelto a ajustar cuentas con Mrs. Lewis de inmediato, y no después de un intercambio de explicaciones más o menos circunstanciadas con Smith. Y la razón de su furia no habían sido los celos. De ser así no hubiera tenido necesidad de estarse una hora sentado ante su cabaña, como había hecho. La única razón había sido, según recalcó Lewis una y otra vez, la intolerable desidia de Mrs. Lewis, una negligencia suya que colmó la medida.
Las cosas ocurrieron exactamente como sigue:
Smith estaba acostado en la cabaña con la mujer de Lewis y éste tomó asiento ante la puerta, pues había vuelto un poco antes de una excursión al interior de la isla y Smith aún no había emprendido el camino de regreso a su casa. A la débil luz de la luna aún alcanzó Lewis a beberse algunas tazas de aguardiente de arroz para poder dormir bien. Admitió haberse puesto de mal humor porque Smith no se hubiera ido todavía, pues él tenía sueño, y cuanto más aguardiente de arroz bebía, más sueño le venía. Entonces, y para quitarse el sueño de encima, había… pero ahora viene el punto litigioso, y Lewis basó toda su defensa en la afirmación de que había querido beber agua para despejarse y combatir su cansancio.
La acusación sostuvo, en cambio, que él sólo había querido sumergir la cabeza en el agua para quitarse la borrachera, si es que realmente había hecho algo con el agua.
A nadie se le ocurriría beber el agua estancada e insalubre de esos cubos, añadió.
Pero Lewis insistió en que había bebido agua, es decir que había tenido la intención de beber agua. Y el caso es que encontró porquería en el cubo porque no lo habían lavado, y quien tenía que lavar ese cubo era Mrs. Lewis. Aquello formaba parte de sus tareas domésticas. Su deber era conseguir agua; siquiera eso tenía que hacer, aunque lo demás no siempre marchara sobre ruedas. Pero el deber es el deber, y Lewis encontró agua sucia en su cubo sin lavar y él no era el tipo de hombre dispuesto a soportarle esas cosas a Mrs. Lewis. Por eso entró en la cabaña con una vara de bambú y mató a su mujer y, por desgracia, también a Mr. Smith, que estaba ahí en ese momento y se interpuso en una escena conyugal.
No podía pedírsele a Lewis que bebiese agua sucia. Eso era lo que él creía y por ello se apoyaba en el hecho de que había querido beber y no sólo lavarse. Pues su rabia le parecía más justificada porque le hubieran dejado agua sucia para beber y no sólo para lavarse. Estuvieron un buen rato ante el tribunal discutiendo sobre este punto (¿agua para lavarse o para beber?), pero al final el juez opinó que esa sutileza era indiferente porque Lewis sería ahorcado de todas formas, cosa que éste tampoco podía concebir.
Tal fue el relato de MacBride. Acababa de concluirlo cuando se aproximó el guirigay que, poco antes, MacBride había denominado la voz de la justicia, y un tropel de gente apareció entre los árboles. Traían al asesino.
Lewis avanzaba bastante deprisa entre un grupo de vociferantes nativos, probablemente para que no pudieran arrastrarlo. Tenía una cara redonda y franca, y al pasar ante nosotros nos lanzó una fría y rápida mirada que, al menos a mí, que aún no llevaba mucho tiempo viviendo en esos pagos, me atravesó hasta la médula.
Un capitalista llamado Kückelmann, sobre el que planeaba desde hacía meses la amenaza de la bancarrota, se pasó una semana entera preocupadísimo y haciendo todo o humanamente posible por engordar nuevamente su desnutrida autoestima y concebir ideas nuevas y eficaces. A finales de esa semana llevaba recorridos los bares del hotel Adlon, del Bristol y muchos otros establecimientos, sin haber obtenido el más mínimo resultado. En uno de ellos estimuló su cerebro con potentes
drinks
americanos, en otro lo apaciguó con un café absolutamente insuperable; llegó a fustigar sus mortecinos espíritus vitales con todas las modalidades del jazz y a precipitarse a los cabarets cómicos y hartarse con todas las revistas de la metrópolis para fructificar su espíritu. Pero de la mañana a la medianoche y entre cielo y tierra no encontró nada que alguien pudiera vender con algún beneficio sin poseerlo previamente. Por último recaló en la cervecería
Aschinger
.
Sentía el oscuro impulso de extorsionarle allí estímulos vitales al pueblo llano que aún luchaba por su existencia
trabajando
en el sentido literal del término, de actuar un poco como Anteo cuando entraba en contacto con la tierra. Tras estar dos fatigosas horas calentando asiento en el local, lo único digno de atención que vio fue un mendigo sentado a una de las mesas de al lado, ante un vasito de cerveza.