La primera historia, la de las plantaciones de maíz, me la contó Edvard Glump, con quien Bargan habló en su propio idioma durante toda su vida. Una mala persona, Dios lo sabe.
Según E. G. había otro que trabajaba mal en la plantación, un mestizo amojamado y ancho de espaldas que bebía aguardiente como un cosaco y graznaba luego, de noche, canciones incompresibles en el granero. Durante un tiempo solía deslizarse entre las plantas de maíz detrás de Bargan, con una expresión demasiado indiferente, y una vez lo cogió por entre las piernas, a lo que el otro replicó con un puñetazo en el estómago. Durante el otoño, el mestizo se enemistó con toda la granja porque, en sus borracheras, se metía siempre con una chica de la cocina que era muy bien proporcionada. Luego propuso a Bargan incendiar la plantación. Bargan, que además era el único que no lo despreciaba más que los otros, no tenía el menor deseo de hacerlo. Pero sí tenía ganas de abandonar la plantación; y un día en que una división de soldados acampó dentro de la empalizada, no le hicieron gracia sus griteríos ni sus bromas, pero sí que marcharan, y le dijo al granjero que deseaba irse. El granjero no lo apreciaba, pero tampoco le pagaba, por lo que le escupió tabaco de mascar en la cara. Entonces él acordó fugarse aquella noche con el mestizo, que a su vez convenció a la chica cocinera: ésta robaría pólvora y un fusil, y los tres se encontrarían en la plantación. Ella lo hizo principalmente por el muchacho; pues aunque era una impúdica madeja de miembros secos y podía hacer muchas cosas, nunca lo había tenido encima. Esa tarde le dio la pólvora y lo esperó en la plantación. El mestizo se presentó, y ambos esperaban a Bargan cuando en la granja resonó un confuso vocerío y varios tiros cayeron en el maizal. Los dos yacían muy juntos y apretados detrás de un estercolero, junto a un granero lleno, y, pese al peligro, empezaban ya a divertirse cuando no lejos de donde estaban se elevó un resplandor rojo y se oyó un crepitar entre las parduzcas plantas. E. G. dice que era un ruido similar al que uno oye cuando le chamusca la piel a un gato. En su huida, Bargan notó agitación en la granja y rápidamente prendió fuego al maizal. Este, gracias a Dios, estaba seco y ardió furiosamente en dirección al cortijo. Allí había gente y animales y nada de agua; y si uno prestaba atención sólo con los oídos, como al escuchar los insectos, podía pensar que no había sino animales; más o menos como cuando los gatos emiten sonidos muy agudos, no su maullido habitual, sino un rugido persistente, aunque más débil. En el maizal yacían, rígidos, el mestizo y el montón de miembros que habían esperado a Bargan, y pronto se pusieron negros. Bargan, en cambio, tuvo problemas con los caballos que, al pasar él frente a la cuadra, se inquietaron y empezaron a piafar, despertando a la granja. Se había quedado demasiado tiempo junto a ellos antes de prender fuego, y ahora cabalgaba arreándolos rumbo al sur, por los oscuros caminos que, dos días antes, recorrieran los soldados en su marcha.
Se cuenta que fue aquella la primera vez que Bargan estuvo a punto de ser ahorcado, cuando unos granjeros lo pillaron con los veinte caballos. No tenía nombre ni hablaba lengua alguna, y a nada se parecía tanto como a un cuatrero. Se dice que ellos, de pie en los estribos de sus cabalgaduras, ya lo habían alzado en vilo cuando él, lanzando un monstruoso alarido que espantó a las bestias, se trepó de un brinco a unas ramas y desapareció saltando de árbol en árbol como un gran mono, por encima de sus cabezas.
Más tarde tuvimos en el barco a un hombre llamado Patry, que a la sazón era soldado en el destacamento al que se unió Bargan, y nos contó que éste se les había presentado sin caballos, vestido sólo con unos pantalones destrozados. Lo contrataron para que cuidara los caballos, pues no podía entenderse con nadie más que con ellos.
Patry solía sentarse a su lado y le enseñaba palabras sueltas, y decía que nunca había visto un mozo que en ese medio año lleno de combates, hambre y grandes esfuerzos, le hubiera resultado tan extraño. Lo habrían podido dejar en un bosque con sólo árboles y árboles, sin que él hubiera necesitado nada: tan poco se aburría.
Fragmento
En las tabernas de Chile, entre un ruido estremecedor que proviene de cantos, maldiciones, juegos de naipes y duelos o navajazos, hay gente con cara de lagartija y de otras cosas que, día tras día, cuenta historias sobrecogedoras y sarcásticas sobre rocines, mujeres, hombres con ojos de mono, minas de plata, serpientes marinas y el
Pesebre de San Patricio
; y las hay para todos los momentos del día y de la noche… historias de todo tipo, desde las que surgen del simple fumar tabaco hasta las que se inventan bebiendo whisky. Y dos o tres son verdaderas.
Una famosa historia es la de Bargan y los espejos.
Comienza en un bar donde vendían whisky.
Se habían pasado el día entero bebiendo; luego llegó la noche y siguieron bebiendo. Pero ya al atardecer se habían agotado las historias y las sensaciones de los bebedores se habían alterado; la luz verde era demasiado verde; el rostro de enfrente, demasiado desnudo; el whisky, demasiado cálido. Fue un alivio cuando, a la hora de cenar, entró en el
saloon
la tripulación de un bergantín cargado de maíz que había tomado puerto esa mañana. Aquello era una cueva de tiburones borrachos en la que penetraban arenques jóvenes; pero traían una noticia.
El
Horsesqueen
navegaba ante las islas.
Era éste una carraca gigantesca y no muy apreciada, con un bosquecillo de mástiles y un ejército de insectos sanguinarios y acuchilladores que coleccionaban insignias de buques corsarios como si fueran mariposas.
Y la gente del bergantín contó que, durante los combates, el
Horsesqueen
no disparaba un solo tiro, en parte por avaricia y en parte por arrogancia. Se limitaba a embestir con el espolón o lanzaba a su gente al abordaje, cuchillo en mano.
Bargan está cenando mientras ellos cuentan todo eso; cuando termina de cenar, pregunta quién quiere acompañarlo a ver el
Horsesqueen
.
Los del bergantín se ríen y le preguntan si no conoce el brutal aspecto de la carne picada; pero los hombres de Bargan no ríen. Tienen un nudo en la garganta y nada bueno se prometen de la visión del
Horsesqueen
.
En la taberna hay otros tres o cuatro capitanes corsarios que conocen a Bargan y querrían ir con él de cacería, a cazar barcos cargados de cereales o lobos marinos en Groenlandia; pero la visión del
Horsesqueen
, el
Reina de los Caballos
, les resulta muy poco prometedora; sería un placer, ciertamente, pero los tiempos no están para placeres.
Edvard Glump tampoco espera nada del
Horsesqueen
.
Entretanto, Bargan sigue comiendo; ha pedido una segunda porción, por lo visto aún tiene apetito. Algunos fuman, todos beben, uno de los hombres del
San Patricio
empieza una nueva historia que todos conocen y quieren volver a oír; y, de pronto, Bargan, que ha acabado de comer, dice: «¡Venga, vamos!».
Y se levanta, arroja unas cuantas monedas sobre la mesa y hace una seña a los hombres del
San Patricio
. Pero éstos tienen casualmente esa noche la piel gruesa como parche de tambor, cara muy roja y gruesa piel de tambor, y apenas si escuchan la nueva historia, y Bargan se para junto a otra mesa.
De pie ante la mesa junto a la cual se ha detenido, Bargan lanza una mirada algo oblicua por encima de sus hombres; sin duda está calculando la cuenta. Ha cenado dos veces. Entretanto pregunta a los capitanes si no tienen ganas. No, los capitanes, por lo que a ellos respecta, no tienen ganas.
Bargan se dirige entonces tranquilamente a la puerta y dice que él, por su parte, tiene ganas. La gente del
San Patricio
se ha puesto en pie y los del bergantín se ríen; Bargan ya sólo dice que se siente demasiado solo en el
Pesebre
y pregunta si pueden dejarle los espejos por uno o dos días. Y descolgó los tres espejos de la pared del
saloon
, que de vez en cuando se convertía en un burdel.
Y salió con los espejos bajo el brazo. Solamente lo siguió Edvard Glump, que no se sentía muy a gusto abandonado entre los hombres del
San Patricio
.
Fragmento
Llevábamos ya cuatro días dando tumbos bajo un cielo gris verdoso, enjabonado, que nos quería devorar, aniquilar con piel y pelos, y nuestra piel era gruesa, y esos pelos eran los últimos que nos quedaban, tantos habíamos perdido ya. Pero al atardecer del cuarto día —un día que no olvidaré, con su indiferencia en las aguas y esa luz evanescente sobre las escotillas—, nos preparamos para la noche como viudos dispuestos a casarse por última vez, pero que no las tienen todas consigo, debido sobre todo a la parafernalia de rigor. Bebimos nuestro último whisky y encendimos las últimas velas y pusimos las mejores caras que pudimos encontrar, y nos persuadimos de que no achicaríamos agua en nuestras últimas horas porque era algo indigno y, además, no valía la pena.
La luz se desparramaba, pues, sobre todo, una luz particularmente buena y cara; no quedaba un solo rincón oscuro en nosotros ni en el viejo velero, que era un billete de lotería no premiado que nos habíamos sacado; y probablemente nosotros también fuéramos billetes no premiados y al final se acabó la luz. Pero cuando nos reunimos luego en el comedor con nuestras velas y nuestro whisky y nuestra luz tan especial, la cosa volvió a cambiar y ya no fue necesaria esa luz tan especial, una luz excepcionalmente costosa para unos cuantos cadáveres, y volvimos a oscurecer un poco el ambiente y apartamos la vista de los rincones, pues ya no valía la pena hacer ningún esfuerzo. Y dejamos de hablar tan burda y torpemente como esos jovenzuelos inexpertos que opinan que es preciso decir la última palabra sobre todo y que decir la verdad siempre está permitido, lo cual no es sino una disculpa para los palurdos y maestros de escuela. Por eso hablamos tan finamente como nos fue posible; pues maldiciones se lanzaron muchísimas, podéis creéroslo, pero con una enorme cautela y delicadeza. «Dicki» por aquí y «viejo querido» por allá, y nada de un viento que se acabó después que nosotros, ni de un viejo velero que se acabó con nosotros, ni de un agua que nunca se acabaría. Sí, con un poco de whisky —que ya no teníamos por qué ahorrar— hasta logramos correr un velo especialmente oscuro y denso sobre ciertas cosas, y aunque no soltamos una sola sílaba sobre el mañana o cosas por el estilo, se abrió paso una especie de suposición tácita, como si pasado mañana pudiésemos hablar de todo aquello, y cada cual trataba, en la medida de sus fuerzas, de afianzar en los demás la idea de que no había nada tan firme y duradero como él mismo, y de que un comedor era un sitio poco acogedor. Manky, por ejemplo, dijo que no deberíamos ahorrar whisky en absoluto, ya que a bordo no podríamos hacer niños ni tener descendientes, puesto que faltaban esas criaturas pelilargas necesarias para ello. Y aquella fue, en resumen, y habida cuenta de las especialísimas circunstancias, una buena frase de Manky.
Pero ahora pasaré al asunto del cual quería hablar y por el cual he soltado toda esta cháchara; en seguida veréis que era preciso hacerlo. Pues uno de nosotros —su nombre no tiene ya valor alguno en este planeta, no designa nada, y un día designó a un hombre no demasiado gordo, pelirrojo, con dos portillos en la dentadura y escasa capacidad culinaria—, uno de nosotros, digo, dijo algo que nos llamó la atención y aún recordamos ahora, al cabo de muchos años. Y no pienso olvidarlo hoy. Todavía recuerdo que se levantó con su vaso, se dirigió a la pared y puso el vaso en una mesita al tiempo que decía aquello, y lo dijo de manera tal que no quedó claro si había meditado mucho su acción. Dijo:
Estoy harto de ir por ahí rodando. Harto. Me vuelvo a casa
. Sí, eso fue todo.
Ahora podrá no pareceros gran cosa, y nadie empalideció cuando yo lo conté, pese a los trucos que empleé y al énfasis que puse, pero aquí no estáis en un comedor, ni tampoco sopla aquel viento, etc., y apenas podréis comprender que, dichas esas palabras, se hiciera un gran silencio, como cuando un hombre o diez ven en la oscuridad una luz que luego se apaga y resulta ser la colilla de un puro. Cierto es que Ferry —he acabado diciendo su nombre— lo comprendió bastante bien, en seguida se quedó sin aliento al ver aquello; notamos perfectamente que se puso pálido, más pálido que la pared ante la cual se había detenido. Y al instante abandonó el acogedor salón, lo cual era una auténtica locura con aquel oleaje, y nunca volvió a entrar, y hasta hoy ninguno de nosotros ha preguntado adónde se marchó. Tenía un hogar, una casita en el Estado de Arkansas, con una esposa que lo esperaba, pero no se dirigió allí, y nosotros lo sabíamos perfectamente cuando lo dijo, tan perfectamente como que nunca volveríamos a ir a ningún lado en este planeta, nosotros, los que no teníamos «hogar» alguno. Y aunque sabíamos que ni él ni nosotros volveríamos a ir jamás a ningún sitio, y que el agua es igualmente húmeda para todos, nuestro odio era tan grande que él lo sintió inmediatamente y salió a enfrentarse al agua; pues no sabíamos que el viento cesaría por la mañana y el agua se calmaría en pocas horas, y terminamos el viaje sin cocinero y sin whisky.
Un hombre de mediana edad paseábase una tarde por la alameda, cuando al ver un perro enorme que cazaba palomas a lo largo de un negro arroyuelo, advirtió que no era bien visto en esos pagos. Y en seguida volvió a casa.
Nada de particular había ocurrido aquel día. Los negocios le iban bien, su amante era la única chica entre sus conocidas que no era idiota. Alguien, esa mañana, había contado en la peluquería la historia de Apfelböck, un chiquillo de trece años que había matado a tiros a sus padres. Al hombre le temblaban las rodillas al subir, ahora, la escalera.
Cuando volvió a ocuparse del caso Apfelböck (el muchacho conservó durante siete días los cadáveres de sus padres en un baúl), se le ocurrió que al día siguiente podría matar sin más ni más al dentista, con un cuchillo, por ejemplo. El dentista tenía un cuello blanco y macizo. Pero también podría no matarlo.
Quiso sentarse al piano y tocar algo de Haydn; pero Apfelböck había esperado siete días, y en ese lapso (debido al hedor) se mudó primero al canapé de la sala de estar y luego al balcón. Haydn no podía disimular todo aquello.