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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Recuerdos (48 page)

BOOK: Recuerdos
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Haroche se aclaró la garganta.

—En realidad, no es la comuconsola de Galeni, señor. Es la suya.

—¡Qué!

—La oficina del jefe de SegImp, por motivos de seguridad, controla todos los canales públicos de la Residencia Vorkosigan. Desde hace décadas. Las tres únicas máquinas que no están controladas son las personales del conde y la condesa, y la suya. Sin duda sus padres se lo habrán mencionado. Lo sabían.

Controladas por Illyan, claro. Sus padres no habrían puesto objeciones a eso. Y él había recibido la llamada de Galeni aquella noche en… la comuconsola de la suite de invitados, sí. Miles se calló la boca, hirviendo por dentro, pero sobre todo con la mente dando vueltas tratando de recordar todo lo que había dicho en los tres últimos meses a través de cualquier comuconsola de la Residencia Vorkosigan.

—Su lealtad a sus amigos le honra, Miles —continuó Haroche—. Pero no estoy tan seguro de que Galeni sea amigo suyo.

—No —contestó Miles—. No. Sé lo que pagó Galeni por venir aquí. No mearía contra el viento por un asunto de… odio personal. Todo esto es una cortina de humo. De todas formas, incluso concediendo que Galeni tuviera algún motivo para implicarme, ¿qué hay del crimen original? ¿Qué motivo tenía para llevarse por delante a Illyan en primer lugar?

Haroche se encogió de hombros.

—Políticos, tal vez. Hay treinta años de mala sangre entre SegImp, dirigida por Illyan, y algunos komarreses. Acepto que el caso no está cerrado en modo alguno, pero debería ser más fácil resolverlo ahora que tenemos una dirección concreta.

Gregor parecía casi aturdido.

—Esperaba que mi matrimonio hiciera algo para sanar las heridas abiertas con Komarr. Un imperio verdaderamente unificado…

—Lo hará —le aseguró Miles—. Doblemente, si Galeni acaba casándose con una barrayaresa.
Si no acaba encarcelado primero por algún retorcido cargo de traición, claro
. Ya sabes cómo son las modas imperiales; seguro que iniciarás una fuerte tendencia a los romances interplanetarios. Y dada la escasez de niñas barrayaresas que nuestros padres engendraron en nuestra generación, de todas formas un montón de nosotros tendremos que importar esposas.

Gregor arrugó los labios, en triste aceptación del intento de bromear de Miles.

—Quiero revisar esto —dijo Miles, cogiendo su copia del informe.

—Por favor, hágalo —contestó Haroche—. Examínelo. Y si puede encontrar algo que yo no haya visto, hágamelo saber. No me gusta descubrir que alguno de mis hombres de SegImp es desleal, no importa su planeta de origen.

Haroche se despidió; Miles lo siguió inmediatamente y envió a un criado de la Residencia a buscar a Martin para que trajera su coche. Si regresaba a la fiesta, lo asaltarían las mujeres pidiendo explicaciones y acciones, y en aquel momento no podía ofrecer nada de eso. No envidiaba a Gregor su tarea de regresar y tener que comportarse en sociedad como si nada hubiera ocurrido.

Se encontraba en el vehículo de tierra del conde, a medio camino entre la Residencia Imperial y SegImp, cuando su visión de los edificios a través del techo del auto, con sus torres brillantemente iluminadas detrás, se volvió más nítida. Adoptaron un brusco tono irreal, como si se hicieran más densos, abrumadores, a punto de ser recortados en fuego verde. Apenas tuvo tiempo de pensar
oh mierda oh mierda oh mierda
antes de que toda la escena se disolviera en el familiar confeti de colores, y luego en la oscuridad.

Recuperó el conocimiento tendido en el asiento trasero del coche, con un aterrado Martin abocado sobre él bajo la tenue luz amarilla. Tenía la túnica abierta. La cápsula también estaba abierta, y él tiritaba de frío.

—¿Lord Vorkosigan? Mi señor, oh, diablos, ¿se está muriendo? ¡Basta, basta!

—Uh… —consiguió decir. Resonó como un gruñido apagado en sus oídos. Le dolía la boca; se tocó los labios húmedos, y sus dedos se mancharon de sangre fresca, amarronada bajo esa luz.

—Tranquilo, Martin. Es sólo un, un, ataque.

—¿Es así como son? Pensaba que lo habían envenenado, que le habían disparado o algo así. —Martin parecía sólo levemente aliviado.

Miles trató de sentarse; las grandes manos de Martin vacilaron entre ayudarlo o tenderlo. Se había mordido la lengua y el labio inferior, y tenía todo manchado de sangre el mejor uniforme de su Casa.

—¿Debo llevarle a un hospital o un médico, mi señor? ¿Cuál?

—No.

—Déjeme entonces llevarle al menos a casa. Tal vez… —La asustada cara de Martin se iluminó de esperanza—. Tal vez su madre regrese pronto.

—¿Y se encargue de mí? —Miles dejó escapar una risita dolorida.
No va a besarme y hacer que mejore, Martin. No importa cuánto lo desee
.

Quería desesperadamente continuar hasta el cuartel general de SegImp. Le había prometido a Galeni… Pero no había revisado adecuadamente los nuevos datos, y los hombres a quienes quería pedir aclaraciones cuando lo hubiera hecho sin duda se habían ido a casa a disfrutar de una bien ganada noche de descanso. Y aún estaba aturdido, y mareado por la lasitud posterior al ataque.

Los médicos militares tenían razón. El hecho de que los malditos ataques fueran provocados por el estrés prácticamente garantizaba que siempre los tendría en el momento más inoportuno. No apto para el servicio, desde luego, ningún servicio. No apto.

Odio esto
.

—A casa, Martin —suspiró.

25

Miles despertó a la mañana siguiente con lo que empezaba a reconocer como resaca post-ataque. Un par de píldoras analgésicas le ayudaron un poquito. En todo caso, los síntomas empeoraban con el tiempo, no mejoraban. O tal vez simplemente los identificaba mejor, ahora que no estaban enmascarados por la migraña provocada por los aturdidores o la depresión suicida. Tengo que ver a Chenko pronto.

Se llevó una jarra de café a su habitación, y se encerró con su comuconsola y el informe de Haroche. Pasó, o malgastó, el resto de la mañana revisándolo, y luego volviéndolo a revisar.

La escasez de datos hacía que todo resultara más convincente. Si se trataba de una doble encerrona, tenía que haber más. Era muy sugerente, pero no una prueba. Aunque por mucho que lo intentara no conseguía encontrar ningún fallo en su razonamiento, ninguna brecha en el fluir de su lógica.

Sin algo más optimista que decir, temía volver a ver a Galeni. SegImp había retenido al oficial komarrés en las celdas temporales del cuartel general, una pequeña sección que había sustituido a los más caros calabozos del piso de abajo de la época de Ezar. Allí estaba Galeni, pendiente de la acusación formal, después de lo cual presumiblemente sería trasladado a una prisión militar más oficial y más temible. Retenido bajo sospecha. Las leyes militares de Barrayar eran un poco ambiguas respecto a cuánto tiempo uno podía ser retenido bajo esa acusación. Retenido por jodida paranoia es más adecuado.

Sus amargas meditaciones fueron interrumpidas por una llamada del doctor Weddell, quien preguntaba quejumbroso cuándo podría irse a casa. Miles le prometió ir a recoger su informe y dejarlo marchar; si no tenía autoridad para liberar a un prisionero de SegImp al menos la tenía para liberar a otro. Se puso un uniforme limpio de la Casa, el segundo mejor que tenía, y su cadena de Auditor, se untó más crema en el labio lastimado y llamó a Martin para que trajera el coche.

Los olores químicos y medicinales de la clínica del cuartel general de SegImp le produjeron sensaciones desagradables en el estómago. Miles entró y encontró la zona del laboratorio que había ocupado Weddell. Un camastro arrugado en el rincón indicaba que el bioexperto galáctico seguía las órdenes y no había dejado desatendidas las muestras ni sus datos. El propio Weddell vestía aún las mismas ropas que el día antes por la mañana, aunque por lo menos se las había arreglado para afeitarse. Estaba un poco menos agotado que Miles, lo cual no era decir mucho.

—Bien, milord Auditor. Probablemente no le sorprenderá saber que he identificado positivamente su hallazgo como el mismo procariota que fue usado con el jefe Illyan. Es incluso de la misma cepa.

Condujo a Miles a la comuconsola del laboratorio, y se embarcó en una detallada comparación de las dos muestras, con ayudas y énfasis visuales, y felicitándose ya que el silencioso Auditor Imperial no le daba ánimos.

—Hablé con Illyan —dijo Miles—. No recuerda haber tragado ninguna cápsula marrón en los últimos cuatro meses. Por desgracia, su memoria no es lo que era.

—Oh, no fue tragada —declaró Weddell con toda certeza—. Nunca fue diseñada para ser tragada.

—¿Cómo lo sabe?

—La cápsula no era permeable ni soluble. Había que romperla. Una leve presión con los dedos bastaba; la muestra se mezclaría con el aire y sería respirada. El contenido de la cápsula está obviamente diseñado para ser transmitido por el aire. Como el de una espora.

—¿Cómo dice?

—Mire.

Weddell borró el vid de la cadena molecular que ocupaba la placa y recuperó una imagen de un objeto que parecía un satélite esférico, repleto de antenas.

—Los procariotas originales habrían sido inmanejables, demasiado diminutos para que alguien tratara simplemente de meterlos en esas cápsulas tan grandes. En cambio, van dentro de estas partículas huecas parecidas a esporas —Weddell señaló la placa vid—, que flotan en el aire hasta que contactan con una superficie húmeda, como la membrana mucosa o los bronquios. En ese punto, las unidades transportadoras se disuelven, liberando su carga.

—¿Son visibles en el aire, como humo o polvo? ¿Se las podría oler?

—Con luz fuerte supongo que se vería una leve vaharada cuando se distribuyeran inicialmente, pero luego se desvanecería. Serían inodoras.

—¿Cuánto tiempo… permanecerían en el aire?

—Varios minutos, como mínimo. Dependiendo de la eficacia del sistema de ventilación.

Miles contempló fascinado la esfera de aspecto maligno.

—Esta información es nueva.

Aunque, desde luego, no ayudaba mucho.

—No fue posible obtenerla a partir del chip eidético —puntualizó Weddell, un poco envarado—, ya que ninguna parte de la cápsula llegó a alcanzar el chip. Había muchos otros medios potenciales de administración.

—Yo… comprendo. Sí. Gracias.

Se imaginó a sí mismo consultándole a Illyan: «¿Puedes recordar todas las veces que respiraste en los últimos cuatro meses?» Antiguamente, Illyan habría sido capaz.

Un pitido en la comuconsola interrumpió sus pensamientos; la espora se desvaneció y fue sustituida por la cabeza del general Haroche.

—Milord Auditor. —Haroche hizo un gesto con la cabeza a Miles—. Mis disculpas por interrumpirlo. Pero ya que está en el edificio, me preguntaba si podría pasarse a verme. A su conveniencia, por supuesto, cuando haya terminado en el laboratorio y todo eso.

Miles suspiró.

—Por supuesto, general. —Al menos eso le daba una excusa para posponer la visita a Galeni unos cuantos minutos más—. Subiré a su despacho dentro de un instante.

Miles tomó posesión de la tarjeta-código que contenía el informe de Weddell, y el resto sellado de la muestra, y dejó ir al hombre, quien se marchó agradecido. Los pasos de Miles se animaron mientras recorría los familiares corredores de SegImp hasta el antiguo despacho de Illyan, que ahora era de Haroche. Tal vez, Dios lo quisiera, Haroche había encontrado información nueva que compartir, algo que hiciera todo aquel lío menos doloroso.

Haroche cerró la puerta tras Miles y acercó amablemente una silla para el Auditor Imperial a su comuconsola.

—¿Se le ha ocurrido algo desde anoche, milord? —preguntó Haroche.

—En realidad, no. Weddell ha identificado la muestra, por cierto. Sin duda querrá una copia de esto.

Le tendió la tarjeta de datos. Haroche asintió y la insertó en el lector de su comuconsola.

—Gracias. —Devolvió la original a Miles—. He echado un vistazo más atento a los otros cuatro analistas veteranos de Asuntos Komarreses del departamento de Allegre.

Ninguno estaba tan bien situado como Galeni para conocer la existencia de la muestra, y dos pueden ser descartados de inmediato. Los otros dos carecen de motivación que yo pueda deducir.

—El crimen perfecto —murmuró Miles.

—Casi. El crimen verdaderamente perfecto es el que nunca se descubre; éste estuvo cerca. La encerrona que le tendieron era según parece una especie de plan de emergencia, necesariamente imperfecto.

—Nunca he puesto en práctica un plan táctico perfecto en todos mis años de servicio con los Mercenarios Dendarii —suspiró Miles—. El mejor que llevé a cabo fue simplemente bueno.

—Puede estar seguro de que Asuntos Domésticos nunca lo hizo mejor —admitió Haroche.

—Todo esto es muy circunstancial, sin una confesión.

—Sí. Y no estoy seguro de cómo conseguir una. La pentarrápida queda descartada. Me preguntaba… si tal vez podría ayudarme en ese tema. Dado su conocimiento del hombre. Use con él sus famosas dotes de persuasión.

—Lo haría, si pensara que Galeni es culpable.

Haroche sacudió la cabeza.

—Puede que queramos más pruebas. Pero no me siento optimista, no creo que vayamos a encontrar más. A menudo hay que continuar con lo imperfecto, porque hay que avanzar. No es posible parar.

—¿Que la máquina siga en marcha, no importa lo que aplaste a su paso? —Miles alzó las cejas—. ¿Cómo pretende avanzar?

—Un consejo de guerra, probablemente. El caso debe cerrarse de forma adecuada. Como usted señaló, este asunto no puede quedar en el aire.

¿Qué decidiría un tribunal militar con SegImp exigiendo una decisión rápida? ¿Culpable? ¿No culpable? ¿O un más neblinoso «No demostrado»? Debía encontrar un abogado militar brillante para evaluar el caso…

—No, maldición. No quiero un tribunal de jueces militares discutiendo y luego marchándose a casa a cenar. Si el veredicto va a basarse en meras suposiciones, yo también puedo suponer. Quiero saber. Tiene usted que seguir buscando. No podemos detenernos en Galeni.

Haroche resopló y se frotó la barbilla.

—Miles, me está pidiendo que inicie una caza de brujas potencialmente muy dañina para mi organización. Me haría poner a SegImp patas arriba, ¿y para qué? Si el komarrés es culpable (y estoy provisionalmente convencido de que lo es), tendrá que ir muy lejos para encontrar un sospechoso más de su gusto. ¿Dónde se detendrá?

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