Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción (16 page)

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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Eran demasiadas cosas, demasiado personales.

—Sólo muy recientemente he encontrado a mi padre verdadero por primera vez —dijo simplemente Pierre.

Laviolette asintió con un gesto de cabeza.

—¿Qué edad tiene, Pierre?

—Voy a cumplir diecinueve el próximo mes.

—No hay un test que permita predecir la enfermedad de Huntington —el doctor frunció el entrecejo—. Podría no tener la enfermedad, pero la única forma de saberlo es cuando llegue a la edad adulta sin que haya aparecido. Por otra parte, podría desarrollar los síntomas antes de unos diez años.

Laviolette le contempló en silencio. Ya había pasado por la peor parte. La enfermedad de Huntington, conocida también como la
«corea»
de Huntington, afecta a medio millón de personas en todo el mundo. De forma selectiva destruye dos partes del cerebro que intervienen en el control de los movimientos. Los síntomas, que suelen manifestarse entre los treinta y los cincuenta años, incluyen una demencia progresiva y una acción muscular involuntaria. El término
«corea»
se refiere a los típicos movimientos de baile característicos de la afección. Por sí misma o por complicaciones que derivan de ella, la enfermedad acaba matando a la víctima. Los afectados por el mal de Huntington a menudo mueren de hambre ya que pierden el control muscular para poder tragar.

—¿Ha pensado alguna vez en la idea del suicidio, Pierre? —preguntó Laviolette.

—No— las cejas de Pierre se alzaron de sorpresa ante la pregunta inesperada.

—No me refiero sólo a haberlo pensado a raíz de la enfermedad de Huntington. Quiero decir antes. ¿Ha pensado alguna vez en la idea del suicidio?

—No. No, de verdad.

—¿Es propenso a tener depresiones?

—No más que otros chicos, supongo.

—¿Aburrimiento? ¿Falta de sentido en las cosas?

Pierre pensó en mentir, pero no lo hizo.

—Hum... sí. He de admitir algo de eso —se encogió de hombros—. La gente dice que no me siento motivado, que me dejo llevar por la vida.

Laviolette cogió una pluma y su bloc de recetas.

—Voy a darle el número del grupo local de soporte de la enfermedad de Huntington. Quiero que les llame. —Copió un número de teléfono sacado de un pequeño listín de servicios sanitarios de Montreal, arrancó la hoja del bloc de recetas y se la tendió a Pierre. Se detuvo un momento, como si pensara, después extrajo una tarjeta de visita del tarjetero de latón del escritorio y escribió en ella otro número de teléfono además del que ya estaba impreso en la tarjeta—. Y voy a hacer también algo que no acostumbro a hacer, Pierre. Este es el número de mi casa. Si no me encuentra aquí, inténtelo allí, de día o de noche. Algunas veces... algunas veces la gente no acepta bien las noticias como ésta. Por favor, si alguna vez piensa en algo imprudente, llámeme. Prométame que lo hará, Pierre. —Le ofreció la tarjeta.

—¿Quiere decir si pienso en suicidarme? ¿No es eso?

El doctor asintió con un gesto de la cabeza.

Pierre tomó la tarjeta. Se asombró al notar que la mano le temblaba.

Después, por la noche, estaba solo en su habitación. Pierre todavía no había terminado de desvestirse para meterse en la cama. Tenía la mirada ida, centrada en el espacio sin enfocar a nada, sin pensar.

Era injusto, maldita sea. Del todo injusto.

¿Qué había hecho él para merecer esto?

Pierre había leído que la mayoría de los afectados por la enfermedad de Huntington moría en los hospitales. La estancia media antes de la muerte era de unos siete años.

Afuera el viento soplaba y silbaba. Una rama de un árbol cercano a la casa se movía arriba y abajo frente a la ventana, como una encorvada y huesuda mano que le llamara por señas.

No quería morir. Pero tampoco quería vivir años de sufrimiento. Pensó en su padre, su padre real, Henry Spade. Revolcándose en la cama, mientras iba perdiendo facultades.

Sus ojos reposaron en el escritorio. En él se encontraba un ejemplar de
Les miserables
, que acababa de leer hacía poco como trabajo del curso de literatura francesa. Jean Valjean había robado esa rebanada de pan y ya no importaba lo que hiciera, ya no podía lograr que el hecho no hubiera existido; hasta el día de su muerte ese hecho le había marcado. Pierre estaba también marcado, de una forma u otra, pero esa marca no podía verse. Si era como Valjean, si fuera un convicto, también habría un Javert para perseguirle sin descanso, marcado por el destino para, al final, atraparle.

En la novela los papeles se habían invertido, al final el inspector Javert era incapaz de escapar a sus orígenes. Incapaz de alterar lo que era en el fondo, y tomaba la única vía de escape posible, lanzándose desde el parapeto hacia las heladas aguas del Sena.

La única vía de escape posible...

Pierre se levantó, y caminó arrastrando los pies hacia el escritorio. Enchufó una lámpara de flexo con un brazo articulado de color blanco y encontró la tarjeta de Laviolette con el número personal del doctor escrito en ella. Miró fijamente la tarjeta, y la leyó una y otra vez.

La única vía de escape posible...

Volvió a la cama, se sentó en el borde y escuchó el rumor del viento un poco más. Sin darse cuenta ni mirar lo que hacía, empezó a frotar el filo de la tarjeta por la parte interior de su muñeca izquierda, una y otra vez, como si fuera una cuchilla.

A los dieciocho años, Molly Bond estudiaba psicología en la Universidad de Minnesota. Vivía en la residencia estudiantil incluso aun cuando su familia estaba allí mismo en Minnesota. Pese a la cercanía, Molly no quería estar en la misma casa que ellos... no con esa madre tan exigente, no con esa insulsa hermana Jessica, y no con el nuevo marido de su madre, ese Paul cuyos pensamientos respecto de Molly eran de todo tipo menos paternales.

Pero seguía habiendo algunos acontecimientos familiares que la obligaban a volver a casa. Hoy era uno de esos días.

—Feliz cumpleaños, Paul —le dijo mientras se inclinaba para besar en la mejilla a su padre adoptivo—. Te quiero.

Debería responder lo mismo.

—También te quiero yo a ti, cariño.

Molly se apartó, intentando que no se oyera su suspiro. No era una gran fiesta, pero tal vez saldría mejor el próximo año. Esta vez Paul cumplía cuarenta y nueve, intentarían celebrar los cincuenta de una forma más elegante y más a la moda.

Si Paul todavía estaba por allí ese día. Cuando se inclinó sobre Paul para besarle Molly hubiera querido detectar un
«también te quiero yo a ti, cariño
», espontáneo, improvisado, sin planificar. Pero no había sido así. Había oído
«debería responder lo mismo
», y después, un poco más tarde, las palabras habladas, falsas, manufacturadas, sin expresión.

La madre de Molly salió de la cocina trayendo un pastel. Jessica ayudó a Paul a apartar los regalos.

Molly no pudo resistirse. Mientras su madre manoseaba torpemente para preparar la cámara de fotos, Molly se movió para ponerse justo a la derecha de su padre adoptivo, llevándolo de nuevo a su zona.

—Ahora expresa un deseo y sopla las velas —dijo la madre de Molly.

Paul cerró los ojos.
Deseo
, pensó,
no haberme casado.
Sopló sobre las frágiles llamas y el humo flotó hacia el techo.

Molly no estaba realmente sorprendida. Cantaron «cumpleaños feliz» y después Paul cortó el pastel.

Los pensamientos de la madre de Molly no eran mejores. Sospechaba que Molly podía ser lesbiana, ya que casi nunca la habían visto con hombres. Odiaba su trabajo, pero hacía ver que le gustaba, y aunque sonreía cuando le daba dinero para ayudar a Molly con los gastos de la universidad, lamentaba cada uno de esos dólares. Le recordaban lo duro que había tenido que trabajar para que su primer marido, el padre de Molly, lograra graduarse en la escuela de negocios.

Molly miró de nuevo a Paul y se dio cuenta de que no podía culparle.

Ella también quería huir de esta familia, irse muy, muy lejos, de forma que pudiera saltarse los cumpleaños y las navidades. Paul le dio un trozo de pastel. Molly lo cogió y se apartó para sentarse sola al extremo de la mesa.

Envuelto en sus problemas personales, Pierre suspendió todas las asignaturas del primer curso. Acudió a ver al tutor de primero y le expuso su situación. El tutor le ofreció una segunda oportunidad: la Universidad McGill ofrecía algunos cursos durante el verano. Pierre sólo podría obtener algunos créditos, pero le permitirían volver a intentarlo en septiembre.

Y así Pierre se encontró de nuevo matriculado en un curso de introducción a la genética. Por una coincidencia, el profesor era el mismo tipo
inglés
de largo cuello que le había enseñado cómo se heredaba el color de los ojos. Pierre nunca había sido de aquellos que prestaban gran atención en clase, la mayoría de sus viejas libretas de apuntes contenían garabatos que recordaban vagamente las enseñas de los equipos de hockey. Pero esta vez realmente prestaba atención... al menos con un oído.

—Fue el mayor enigma científico durante los años cincuenta —decía el profesor—. ¿Qué forma tenía la molécula del ADN? Era una carrera contra el tiempo, con varias lumbreras, incluyendo a Linus Pauling, que trabajaban en el problema. Todos sabían que quien descubriera la respuesta sería siempre recordado.

O tal vez con los dos oídos...

—Un joven biólogo, no mayor que cualquiera de vosotros, James Watson trabajaba con Francis Crick, y los dos intentaban hallar la respuesta...

Pierre seguía sentado prestando atención.

—... Watson y Crick sabían que las cuatro bases presentes en el ADN (adenina, guanina, timina y citosina) eran de diferente tamaño. Utilizando modelos de cartón de las bases lograron demostrar que la adenina y la timina se unían y formaban una estructura que tenía la misma longitud que la que formaba la unión de la guanina y la citosina. Y demostraron que esas combinaciones podían ser los peldaños de una escalera en forma de espiral... Atendía.

—Fue un descubrimiento asombroso... y era todavía mucho mas asombroso el hecho de que James Watson tuviera sólo veinticinco años cuando él y Crick demostraron que la molécula de ADN tenía la forma de una espiral doble...

Esa mañana, después de una noche que pasó más despierto que durmiendo, Pierre estaba sentado al borde de la cama.

En abril había cumplido los diecinueve años. La mayoría de los que eran susceptibles de tener la enfermedad de Huntington ya habían mostrado los síntomas cuando alcanzaba los treinta y ocho años, por decir una cifra. Exactamente el doble de suedad actual.

Quedaba poco tiempo.

El profesor de cuello largo había hablado de James D. Watson en la última clase. Sólo tenía veinticinco años cuando co-descubrió la naturaleza helicoidal del ADN. Y cuando llegó a los treinta y cuatro años, Watson ganó el premio Nobel.

Pierre sabía que era inteligente. Había superado el instituto porque
podía
hacerlo. ¿Estudiar? Seguro que se trataba de una broma. ¿Llevar a casa un montón de libros? Seguro que era un chiste.

Una vida que podía ser muy corta.

Un premio Nobel a los treinta y cuatro años.

Pierre empezó a vestirse, se puso los calzoncillos y la camisa.

Se sentía vacío, una sensación de pérdida. Pero, tras unos momentos de indecisión, llegó a darse cuenta de que no se lamentaba de la pérdida del futuro. Era el pasado malgastado, las horas perdidas, el tiempo mal empleado, los días inútiles, el haberse dejado llevar por la vida.

Pierre se puso los calcetines. Iba a obtener lo máximo de lo que le quedaba, lo máximo de cada minuto. Pierre Jacques Tardivel sería recordado.

Miró el reloj. No había tiempo que perder.

Ni un segundo.

Molly Bond se sentía... bueno, en realidad no estaba segura de cómo se sentía. Humillada pero entusiasmada, llena de temor, pero también llena de esperanza.

Cumpliría veintiséis años en verano, e iba bien orientada para obtener el doctorado en psicología del comportamiento. Pero esta noche no estaba estudiando.

Se hallaba en un bar, a pocas manzanas del campus de la Universidad de Minnesota, con el humo del ambiente escociéndole en los ojos. Se había tomado ya un té de Long Island con hielo para animarse. Llevaba una ajustada blusa de seda roja, sin sujetador. Si miraba hacia abajo, a sus pechos, veía los puntos que marcaban los pezones oprimidos por la ropa. Ya se había desabrochado un botón antes de entrar, y ahora desabrochó el segundo. También llevaba una falda negra de cuero que sólo le llegaba a la mitad del muslo, medias oscuras y zapatos negros de tacón alto. El cabello rubio lecaía libremente sobre los hombros, y se había puesto sombras verdes en los ojos y usado un lápiz de labios tan rojo como la blusa.

Molly vio que un hombre entraba en el bar: un tío que no estaba mal, entre veinte y treinta, con ojos marrones y mucho cabello negro. Tal vez italiano. Llevaba una cazadora de la Universidad de Minnesota con un «MED» en la manga. Perfecto.

Notó que él la miraba. El estómago de Molly se agitó. Molly le miró, logró forzar una pequeña sonrisa y después desvió la mirada.

Había bastado. El tío se acercó y se sentó en el taburete que estaba al lado del de Molly, justo en su zona.

—¿Puedo invitarte a una copa? —preguntó.

Molly asintió con un gesto de la cabeza.

—Té de Long Island con hielo —dijo, indicando el vaso vacío. Hizo un gesto al camarero.

Los pensamientos del tío eran pornográficos. Cuando él creía que no le miraba, Molly pudo ver cómo se fijaba en sus pechos. Molly cruzó las piernas, adelantando los pechos al moverse.

No pasó mucho tiempo antes de que ambos estuvieran en su cuarto. Un típico apartamento de estudiante, no muy lejos del campus: cajas vacías de pizza en la cocina, libros de textos esparcidos por todos los muebles. El se disculpó por el desorden y empezó a sacar cosas de encima del sofá.

—No hace falta —dijo Molly. Sólo había dos puertas para salir de la sala de estar, y ambas estaban abiertas. Molly se movió para llegar a la que daba al dormitorio.

El se acercó, sus manos encontraron los pechos a través de la blusa, después bajo la blusa, y después le ayudó a quitársela. Molly le desabrochó el cinturón y ambos se quitaron toda la ropa en su camino hacia la cama, cubierta por la luz que llegaba de la sala de estar. El abrió el cajón de la mesita de noche, sacó un paquete de tres condones y miró a Molly:

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