—Eh —dijo mientras estiraba un brazo—. Que se desmaya.
—¡David! —exclamé, me quedé de piedra cuando se doblaron las rodillas del hombrecito.
Me estiré para cogerlo, pero Kisten ya le había deslizado un brazo bajo los hombros. Mientras Ivy jugueteaba con la costura de su bota con una uña y fingía no preocuparse, Kisten dejó al pobre hombre lobo en una silla. Yo aparté al vampiro de un pequeño empujón y me arrodillé.
—¿David? —dije, al tiempo que le daba unos golpecitos en las mejillas—. ¡David!
Abrió los ojos de inmediato con un parpadeo.
—Estoy bien —me tranquilizó, y me apartó antes de ser plenamente consciente—. ¡Me encuentro bien! —Respiró hondo y abrió los ojos. Había apretado los labios y era obvio que estaba muy enfadado consigo mismo—. ¿De dónde… lo sacaste? —dijo con la cabeza gacha—. Las historias dicen que está maldito. Si no fue un regalo, estás maldita.
—Yo no creo en maldiciones… así —dijo Ivy.
Me invadió el miedo. Yo sí creía en maldiciones. Nick lo había robado, Nick se había caído por el puente del Mackinac.
No, saltó
.
—Me lo envió alguien —le expliqué—. Todos los que sabían que lo tenía yo creen que se cayó por el puente. Nadie sabe que lo tengo.
Al oír eso, David se incorporó un poco.
—Solo ese lobo solitario de ahí fuera —dijo, cambió los pies de postura pero se quedó sentado. Miró a Kisten, que estaba en el fregadero, lavando los cuencos de los ingredientes como si todo aquello fuera de lo más normal.
—No lo sabe —dije, hice una mueca cuando Ivy fue a programar el reloj del horno.
Mierda, me he vuelto a olvidar
—. Creo que Kisten tiene razón y puede que esté intentando meterse en nuestra manada, puesto que lo derroté. —Fruncí el ceño, no creía que estuviera buscando información, listo para volver con Walter después del insulto de haber sido entregado a la manada callejera.
David asintió y volvió a mirar el foco.
—Recibí la notificación de que habías ganado otro combate de alfas —dijo, era obvio que estaba distraído—. ¿Estás bien?
Jenks se alzó de la mesa, me rodeó entera de chispas resplandecientes y llevó a
Rex
a mis pies cuando aterrizó en mi hombro.
—¡Lo hizo genial! —exclamó sin hacer caso de la gatita—. Deberías haberla visto. Rachel usó el hechizo del hombre lobo. Salió del tamaño de un lobo de verdad, pero tenía el pelo como un setter rojo. —Subió revoloteando y se acercó a Ivy—. Qué cachorrita más mona era —canturreó, a salvo sobre el hombro de Ivy—. Orejitas blandas y algodonosas… unas patitas negras.
—Cállate, Jenks.
—¡Y la colita más mona que hayas visto jamás en una bruja!
—¡Pero quieres cerrar el pico! —protesté mientras me abalanzaba hacia él. La pelea con Pam no había sido un combate limpio y me pregunté quién me había atribuido la victoria en el registro de los hombres lobo. ¿Brett, quizá?
Jenks se echó a reír y salió disparado fuera de mi alcance. Ivy esbozó una leve sonrisa y no se movió salvo para poner los pies en el suelo, que era donde debían estar. Creo que parecía orgullosa de mí.
—Un lobo rojo —murmuró David, como si fuera curioso pero no importante. Había arrastrado la silla hasta la mesa y estiraba el brazo para coger la estatua. La tocó con el aliento contenido y el hueso tallado cedió bajo su toque como un globo. David se echó hacia atrás y emitió un extraño sonido.
Nerviosa, me senté en diagonal a él con la estatua entre los dos.
—Cuando trasladé la maldición a esto, parecía un tótem, pero con cada día que pasaba se iba pareciendo más a cuando la obtuvimos, hasta ahora, que tiene este aspecto. Otra vez.
David se lamió los labios y apartó los ojos de la estatua durante un breve instante para mirarme, después volvió a fijarlos en la estatua. Algo había cambiado en él. El miedo había desaparecido. No había avaricia en sus ojos, sino asombro. Encogió los dedos, a solo unos milímetros de tocarla, y se estremeció.
Para mí fue suficiente. Miré a Ivy y cuando ella asintió, me volví hacia Jenks. El pixie estaba junto al
señor Pez
y su tanque de monos de agua, en el alféizar, con los tobillos cruzados y los brazos sobre el pecho, pero yo seguía viéndolo con casi dos metros de altura. Al sentir mi mirada sobre él, Jenks asintió.
—¿Quieres guardármelo tú? —pregunté.
David quitó la mano de un tirón y giró en su silla.
—¿Yo? ¿Por qué yo?
Jenks se elevó con suavidad entre un estrépito de alas y aterrizó al lado de la estatua.
—Porque si no saco ese puñetero trasto de mi salón, Matalina va a dejarme.
Alcé las cejase Ivy lanzó una risita. Cuando volvimos a casa, Matalina casi había acogotado a Jenks contra el tarro de la harina, llorando y riendo a la vez al volver a tenerlo a su lado. Había sido duro para ella, muy duro. Jamás le volvería a pedir a Jenks que se fuera de nuevo.
—Tú eres el único hombre lobo en el que confío para que me lo guarde —dije—. Por el amor de Dios, David, soy tu alfa. ¿A qué otra persona voy a dárselo?
El hombre lobo miró la estatua y después volvió a mirarme a mí.
—Rachel, no puedo. Esto es demasiado.
Nerviosa, moví la silla hasta colocarme a su lado.
—No es un regalo. Es una carga. —Me armé de valor y acerqué más la estatua—. Algo así de poderoso no puede volver a esconderse una vez que ha salido a la luz —continué mientras miraba sus horribles curvas. Me pareció ver una lágrima en el ojo de la estatua, pero no estaba segura—. Aunque al aceptarlo haga que todo lo que me importa se vaya a la mierda. Si hacemos caso omiso, va a terminar mordiéndonos el culo, pero si vamos de frente, quizá podamos salir mejor parados de lo que empezamos.
Kisten se echó a reír y, delante de su ordenador, Ivy se quedó fría. Por su expresión, ilegible de repente, me di cuenta de que lo que acababa de decir también se podía aplicar a ella ya mí. Intenté mirarla a los ojos, pero no levantaba la cabeza, seguía jugueteando con la misma costura de la bota. Por el rabillo del ojo vi que las alas de Jenks se encorvaban al observarnos.
Sin darse cuenta de nada, David seguía mirando la estatua.
—De acuerdo —dijo sin cogerla—. Yo… me la llevaré, pero que conste que es tuya. —Tenía los ojos marrones muy abiertos y los hombros tensos—. No es mía.
—Trato hecho. —Encantada de haberme deshecho de ella, respiré hondo muy contenta. Jenks también resopló a Matalina no le había hecho ninguna gracia tenerla en su salón. Era como traerse un pez espada a casa tras las vacaciones o quizá una cabeza de reno.
La pizza tenía una burbuja y Kisten abrió el horno para clavar un palillo en la masa y liberar el aire caliente que había debajo. El olor a salsa de tomate y
pepperoni
flotó en el aire, el aroma a seguridad y satisfacción. Me tranquilicé un poco y David cogió el foco.
—Yo, bueno, creo que me voy a llevar esto a casa antes de terminar las citas que tengo —dijo y lo levantó—. Es como… Maldita sea, podría hacer cualquier cosa con esto.
Ivy apoyó los pies en el suelo y se levantó.
—Pero no te pongas ahora a provocar ninguna guerra —gruñó mientras se dirigía al pasillo—. Tengo una caja para que metas eso.
David la volvió a dejar en la mesa.
—Gracias. —Arrugó la cara con una mueca de preocupación y la acercó un poco más en toda una muestra de posesión; no era codicia, solo instinto de protección. Una sonrisa invadió también la cara de Kisten cuando lo vio.
—¿Estás, bueno, segura que los vampiros no andarán tras ella? —dijo el hombrecito. Kisten sacó una silla y se sentó al revés.
—Nadie sabe que la tienes y siempre que no empieces a reunir a hombres lobo a tu alrededor, no lo sabrán —comentó al tiempo que rodeaba con los brazos el respaldo de la silla—. El único que podría saber algo sería Piscary. —Le echó un vistazo al pasillo vacío—. Por medio de Ivy —dijo en voz baja—. Pero es muy cerrada con sus pensamientos. Tendría que rebuscar mucho. —La expresión de Kisten se volvió preocupada—. No tiene ninguna razón para pensar que ha resurgido, pero los rumores se corren con facilidad.
David se metió las manos en los bolsillos.
—Quizá debería esconderla en la caja de mi gato.
—¿Tienes un gato? —pregunté—. Hubiera dicho que eras más de perros.
Su mirada se paseó de repente por la cocina cuando entró Ivy y puso una pequeña caja de cartón en la mesa. Jenks aterrizó sobre ella y empezó a tirar de la cinta adhesiva que la sujetaba.
—Era de una antigua novia —dijo David—. ¿Lo quieres?
Ivy fue a apartara Jenks para abrir ella la caja pero después cambió de opinión.
—No —respondió mientras se sentaba y se obligaba a dejar las manos en el regazo—. ¿Quieres tú la nuestra?
—¡Eh! —gritó Jenks, la cinta cedió y él salió volando hacia atrás por el impulso—.
Rex
es mi gata, así que deja de intentar regalarla.
—¿Es tuya? —preguntó David, sorprendido—. Creí que era de Rachel.
Avergonzada, encogí solo un hombro.
—No le caigo bien —dije mientras fingía que comprobaba la pizza.
Jenks aterrizó en mi hombro en una dulce muestra de apoyo.
—Creo que está esperando a que te vuelvas a convertir en lobo, Rache —bromeó.
Fui a quitármelo de encima, pero me detuve. Me atravesó un recuerdo, como una cinta, el recuerdo de cómo me había tratado cuando era grande y emití un suave «
Mmm
» en su lugar.
—¿Has visto cómo me mira? —Me giré y la vi haciéndolo en ese momento—. ¿Ves? —dije y la señalé, estaba en medio del umbral, con las orejas tiesas y una expresión curiosa e impávida en su dulce cara de gatita.
David se quitó la bufanda del cuello del guardapolvo y envolvió el foco.
—Deberías convertirla en tu sierva —dijo—. Entonces le gustarías.
—¡Y una mierda de hada! —gritó Jenks con las alas convertidas en un contorno borroso cuando fue a sujetar la caja abierta para que David pudiera meter la estatua—. Rachel no va a invocar siempre jamás a través de
Rex
. Le freiría su cerebrito de minina.
Lo que podría mejorar las cosas, pensé con amargura.
—No funciona así. Tiene que elegirme ella. Y Jenks tiene razón. Seguramente le freiría su cerebrito de minina. Freí el de Nick.
Un estremecimiento atravesó a David. La cocina entera pareció quedarse quieta y miré preocupada a Ivy y Kisten.
—¿Estás bien? —inquirí cuando ellos también me miraron sin saber qué hacer o decir.
—Acaba de salir la luna —explicó David y se pasó una mano por la barba oscura—. Es luna llena. Perdón a veces golpea con fuerza. Todo va bien.
Lo miré de arriba abajo y me pareció que tenía un aspecto diferente. Había una elegancia más tersa en él, una nueva tensión, como si pudiera oír el reloj antes de que se moviera la aguja. Abrí de un tirón el cajón para coger la cuchilla de la pizza y revolví un poco.
—¿Estás seguro que no puedes quedarte a comer? —le pregunté.
Se oyó crujido de garras de gata en el linóleo y después David ahogó un grito.
—Oh, Dios mío —dijo sin aliento al exhalar—. Mira eso.
—¡Joder! —exclamó Jenks e Ivy respiró hondo con un suspiro audible. Me volví con la cuchilla en la mano. Alcé las cejas y parpadeé.
—Uau.
El maldito trasto se había vuelto plateado por completo y maleable como el líquido. También se parecía del todo a un lobo, con el morro arrugado, enseñando los dientes y saliva de plata chorreándole hasta fundirse con el pelo de la base. Y era una hembra. Lo supe de algún modo. Me recorrió un escalofrío cuando creí oír algo, pero no estaba segura.
—¿Sabes qué? —dije, me temblaba la voz mientras miraba la estatua en su caja, acolchada por la bufanda de David—. Puedes quedarte con ella. No quiero que me la devuelvas. En serio.
David tragó saliva.
—Rachel, somos amigos y todo eso, pero no. No pienso meter esa cosa en mi apartamento, de eso nada.
—¡Pues a mi casa no vuelve! —exclamó Jenks—. ¡De ninguna de las puñeteras maneras! ¡Escuchadla! Me están doliendo los dientes con solo oírla. Ya me amargan la vida una vez al mes las veintitrés féminas que tengo en casa y no pienso consentírselo a una estatua de un hombre lobo que se pone rara con la luna llena. Rachel, tápala o algo. Por los tampones de Campanilla, ¿es que no lo oís?
Cogí la caja y se me puso el vello de los brazos de punta. Contuve un estremecimiento, abrí el congelador y metí la caja entre los gofres congelados y el pan de plátano que sabía a espárragos y que me había traído mi madre. La nevera era de acero inoxidable. Quizá ayudase.
Sonó el teléfono, Ivy pegó un brinco y se fue al salón mientras Jenks flotaba sobre el fregadero y derramaba chispas doradas por todas partes.
—¿Mejor? —dije cuando cerré el congelador, el pixie estornudó y asintió mientras caían las últimas motas brillantes.
Ivy apareció en la arcada con el teléfono, con los ojos muy negros y obviamente cabreada, a juzgar por la postura tensa como un alambre.
—Nick ¿Qué quieres, cerebro de mierda?
Jenks se levantó de un salto casi un metro por el aire. Yo estaba segura que mis ojos estaban llenos de lástima, pero Jenks sacudió la cabeza, no quería hablar con su Jax. Que Nick hubiera conquistado a su hijo y se lo hubiera quitado para dedicarlo a una vida de crímenes era mucho peor que cualquier otra cosa que me hubiera hecho jamás a mí.
Sin saber muy bien lo que sentía, estiré la mano para que me diera el teléfono. Ivy dudó y yo entrecerré los ojos. Ivy hizo una mueca y me puso el teléfono en la mano de golpe.
—Si viene aquí, lo mato —murmuró—. Hablo en serio. Soy capaz de llevármelo a Mackinaw y tirarlo por el puente de verdad.
—Pues vete cogiendo número —dije cuando se sentó en su sitio habitual, delante del ordenador. Carraspeé y me llevé el auricular a la oreja—. Hooolaaa, Nick —dije pronunciando mucho la ka—. Eres el gilipollas más grande del mundo por lo que le hiciste a Jax. Como vuelvas a asomar ese morro esquelético que tienes por Cincinnati, te voy a meter una escoba por el culo y prenderle fuego. ¿Comprendido?
—Rachel —dijo, parecía frenético—. ¡No es real!
Miré la nevera y tapé el auricular con una mano.
—Dice que tiene el falso —expliqué con una sonrisita. Kisten lanzó un bufido y yo volví a dirigirme a Nick, muy pagada de mí misma de repente—. ¿Qué? —dije con tono ligero y alegre—. ¿Es que tu estatua no se ha puesto plateada, Nicki, cieliiito?