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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (77 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
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Eso ya me lo había figurado yo, y asentí con la cabeza.

—Esto es un desastre —dije. Me sentía muy desgraciada al mirar el pasillo oscuro por encima de su hombro—. Jamás debería haber…

Me interrumpí cuando Kisten me abrazó todavía más fuerte. Con los brazos alrededor de su cintura y la cabeza apoyada en su pecho, aspiré hondo el aroma a cuero y seda y me relajé contra él.

—Sí —dijo él—. Sí que debías. —Me apartó un poco hasta que lo miré a los ojos—. No te lo pediré —dijo muy en serio—. Si ocurre, ocurre. Me gustan las cosas como están. —Su expresión se hizo ladina—. Me gustaría más si las cosas cambiaran, pero cuando el cambio es muy rápido, los fuertes se rompen.

Con los ojos en la arcada, me alcé y lo abracé, no quería soltarlo. Oía Ivy en el salón, intentaba encontrar un modo de hacer una entrada elegante. El calor del cuerpo de Kisten era tranquilizador, y contuve el aliento para evitar pensar en sus dientes hundiéndose en mí. Sabía con exactitud lo estupendo que sería.

¿Qué iba a hacer sobre eso?

La cabeza de Kisten se alzó un instante antes de que el repique del timbre de la puerta resonara por la iglesia.

—¡Ya abro yo! —gritó Ivy, y Kisten y yo nos separamos antes de que las botas de mi amiga rozaran el suelo del pasillo. Se encendió la luz del vestíbulo y oí el comienzo de una conversación en voz baja. Había que cortar los champiñones y Kisten se reunió conmigo mientras me lavaba las manos. Nos peleamos por un poco de espacio ante el fregadero e hicimos entrechocar las caderas cuando me empujó para animarme.

—Córtalos en ángulo —me advirtió cuando fui a coger la tabla de cortar. Él tenía las manos en la bolsa de la harina y después dio una palmada sobre el fregadero antes de colocarse en la isleta del centro con la bola de masa que había dejado para que subiera bajo un paño de lino.

—¿Importa mucho? —Todavía melancólica, llevé mis cosas al otro lado de la isleta para poder mirarlo—. ¿David? —grité mientras me comía la primera loncha de champiñón. Seguramente era él, puesto que yo lo había invitado a dejarse caer por la iglesia.

A Kisten se le escapó un sonido bajo y yo sonreí. Estaba muy guapo en la cocina. Un poco de harina le había dejado una mancha muy casera en la camisa y se había subido las mangas para mostrar los brazos ligeramente bronceados. Al ver cómo manejaba con suavidad la masa y me miraba al mismo tiempo, me di cuenta que la emoción había regresado, ese peligro delicioso del «¿Y qué pasa si…?» . Le había dicho a Ivy que no se iba a alejar de mí, así que yo pisaba terreno peligroso. Otra vez.

Que Dios me ayude
. Pensé, enfadada. ¿
Se puede ser más estúpida
? Mi vida era un desastre. ¿Cómo podía quedarme allí tan tranquila cortando champiñones como si todo fuera tan normal? Pero en comparación con la semana anterior, quizá eso fuera normal.

Levanté la mirada cuando entró David por delante de Ivy, la constitución ligera del hombre lobo parecía fornida ante la elegancia sofisticada de la vampira.

—Hola, David —dije, e intenté despejarme—. Esta noche ha y luna llena.

Él asintió, pero no dijo nada mientras contemplaba a Kisten, que con gesto despreocupado hacía un círculo con la masa.

—No puedo quedarme —dijo al darse cuenta que estábamos haciendo la comida—. Tengo unos cuantos compromisos, pero ¿dijiste que era urgente? —Después le sonrió a Kisten—. Hola, Kisten. ¿Cómo va el barco?

—Todavía a flote —contestó mi novio, y alzó las cejas al observar el traje caro que llevaba David. Estaba trabajando y vestía acorde con su cargo, a pesar de su barba incipiente, que la luna llena empeoraba.

—No me llevará mucho —dije mientras cortaba el último champiñón—. Tengo algo a lo que quiero que le eches un vistazo. Me lo traje de vacaciones y quiero tu opinión.

En sus ojos había mil preguntas pero se limitó a desabrocharse el guardapolvo largo de cuero.

—¿Ahora?

—Luna llena —dije con tono críptico, deslicé los champiñones partidos en la olla más pequeña para hechizos que tenía y ahogué la leve preocupación que me embargó: estaba rompiendo la regla número dos al mezclar las cosas de cocinar con las de los hechizos, pero es que eran del tamaño justo para poner los ingredientes de la pizza. Ivy fue sin hacer ruido a la nevera y sacó el queso, la hamburguesa hecha y el beicon que había quedado del desayuno. Intenté mirarla a los ojos para decirle que todo iba bien entre nosotras, pero no quiso mirarme.

Enfadada, dejé el cuchillo de golpe sobre la mesa, pero tuve cuidado de apartar los dedos.
Vampirita tonta, que le tienes miedo a tus sentimientos
.

Kisten suspiró sin apartar los ojos del disco de masa que había tirado al aire con gesto profesional.

—Algún día, señoritas, las voy a reunir a las dos.

—Yo no hago tríos —dije con sarcasmo.

David se sobresaltó, pero los ojos de Kisten adquirieron una expresión seductora y pensativa al tiempo que cogía la masa.

—No estaba hablando de eso, pero vale.

Las mejillas de Ivy se pusieron rojas y David se quedó inmóvil al percibir la repentina tensión.

—Oh —comentó el hombre lobo, ya casi se había quitado el abrigo—. Quizá no sea un buen momento.

Yo conseguí esbozar una sonrisa.

—No —dije—. Es la mierda diaria habitual. Ya estamos acostumbrados.

David terminó de quitarse el abrigo y frunció el ceño.

—Yo no —murmuró.

Fui al fregadero y me incliné hacia la ventana, me parecía que David era un poco gazmoño.

—¡Jenks! —grité al jardín oscuro, resplandecía de niños pixies que atormentaban a las polillas. Era precioso y estuve a punto de perderme en las bandas tamizadas de color fugaz.

Un estrépito de alas fue mi única advertencia y me aparté de un tirón cuando Jenks entró de un salto por el agujero para pixies de la tela metálica.

—¡David! —exclamó; estaba estupendo en sus ropas informales de jardín verdes y negras. Flotaba al nivel de nuestros ojos y metió con él en la cocina el aroma a tierra húmeda—. Gracias a los zapatitos rojos de Campanilla que estás aquí —dijo y levantó los dos pies cuando apareció
Rex en
la puerta, con los ojos muy abiertos y las orejas alerta—. Matalina está a punto de arrancarme las alas. Tienes que sacar esa cosa de mi salón. Mis hijos no hacen más que tocarla. Hacen que se mueva.

Sentí que me ponía pálida.

—¿Se está moviendo ahora?

Ivy y Kisten intercambiaron miradas preocupadas y David suspiró y se metió las manos en los bolsillos como si intentara alejarse de lo que iba a pasar. No era mucho mayor que yo, pero en ese momento parecía el único adulto en una habitación llena de adolescentes.

—¿Qué pasa, Rachel? —preguntó. Parecía cansado.

Nerviosa de repente, respiré hondo para decírselo y después cambié de opinión.

—¿Podrías… podrías solo echarle un vistazo? —dije con una mueca.

Jenks aterrizó en el alféizar y se apoyó con aire despreocupado contra el marco. Parecía Brad Pitt convertido en un granjero sexi, y tuve que sonreír. Dos semanas antes se habría plantado con las manos en las caderas. Aquello era mejor y quizá explicara el estado de dicha de Matalina en los últimos días.

—Haré que los chicos lo traigan —dijo Jenks después de quitarse el pelo de los ojos—. Tenemos un cabestrillo para llevarlo. No tardamos ni un segundo, David.

Salió disparado por la ventana y mientras David miraba el reloj y cambiaba el peso de un pie a otro, yo levanté la ventana del todo, tuve que pelearme con el marco hinchado por la lluvia. La tela metálica saltó de golpe y el aire pareció de repente mucho más fresco.

—Esto no tendrá nada que ver con el centinela hombre lobo que hay al final de la manzana, ¿verdad? —preguntó David con ironía.

Vaya
. Me giré y miré de inmediato a Ivy, que estaba sentada delante de su ordenador. No le había dicho que Brett estaba siguiéndome, sabía que se podría hecha una fiera.
Como si no pudiera manejara un hombre lobo que me tiene miedo
. Como era de esperar, mi compañera de piso estaba frunciendo el ceño.

—Lo has visto, ¿eh? —dije, le di la espalda a Ivy y le pasé la salsa a Kisten. David cambió de postura y miró a Kisten mientras este extendía con aire indiferente la salsa por la masa.

—Lo he visto —dijo David—. Lo he olido y casi se me cae el móvil por la alcantarilla al llamarte para preguntar si querías que, bueno, que le pidiera que se fuera hasta que… mmm.

Esperé en medio del nuevo silencio, roto solo por los estridentes chillidos pixies que llegaban del jardín. La cara de David se puso roja cuando echó la cabeza hacia atrás y se pasó una mano por la barba.

—¿Qué? —dije con recelo.

David parecía desconcertado.

—Ese, eh… —Una mirada rápida a Ivy y soltó de repente—: Me hizo el gesto de lanzarme un beso, el de las orejas de conejito, desde la otra acera.

Ivy separó los labios. Con los ojos muy abiertos posó la mirada en Kisten y después en mí.

—¿Disculpa?

—Ya sabes. —Hizo la señal de la paz y después dobló los dedos dos veces en rápida sucesión—. ¿Besitos, besitos? ¿No es una cosa de… vampiros?

Kisten se echó a reír, aquel sonido cálido me hizo sentir bien.

—Rachel —dijo mientras echaba el queso sobre la salsa roja—. ¿Qué has hecho para hacer que deje a su manada y te siga hasta aquí? Por la pinta que tiene, yo diría que está intentando insinuarse para que lo dejes entrar en tu manada.

—Brett no se fue. Creo que lo echaron —comenté, después dudé—. ¿Tú también sabías que estaba ahí? —pregunté y él se encogió de hombros mientras se comía un trozo de beicon. Yo me comí otro y me planteé por primera vez que quizá Brett estuviese buscando una manada nueva. Yo le había salvado la vida o algo así.

Jenks entró por la ventana abierta y se puso a dibujar círculos alrededor de
Rex
hasta que la gata siseó de angustia. Con una carcajada, Jenks la llevó al pasillo y cinco de sus hijos entraron flotando sobre el alféizar, cargaban lo que parecían unas braguitas negras de encaje que acunaban la estatua.

—¡Son mías! —chilló Ivy, que se levantó y salió disparada hasta el fregadero.

—¡Jenks!

Los pixies se dispersaron de repente. La estatua envuelta en la seda negra le cayó a la vampira en la mano.

—¡Son mías! —dijo otra vez, roja de furia y vergüenza mientras se las quitaba a la estatua y se las metía en el bolsillo—. ¡Maldita sea, Jenks! ¡No entres en mi habitación!

Jenks entró volando justo por debajo del techo.
Rex
entró sin ruido bajo él, con pasos ligeros y los ojos brillantes.

—¡Joder! —exclamó el pixie, que se puso a volar en círculos alrededor de Ivy y la engalanó con una banda dorada resplandeciente—. ¿Cómo terminaron tus bragas en mi salón?

Matalina entró como un rayo, con su vestido de seda verde arremolinándose en torno a sus piernas y una disculpa en los ojos. Jenks se reunió de inmediato con ella. No sé si era porque estaba contento de haber vuelto con Matalina o el tiempo que había pasado a tamaño humano, pero el caso es que era mucho más rápido. Con Matalina estaba Jhan, un pixie solemne y serio al que poco antes habían dispensado de sus obligaciones como centinela para que aprendiera a leer. Yo prefería no pensar en las razones.

Ivy posó el nuevo foco en el mostrador, junto a la pizza; era obvio que estaba enfurruñada cuando se apartó y fue a sentarse con expresión hosca en su silla, con las botas en la mesa y los tobillos cruzados. David se acercó y esa vez no pude contener el estremecimiento. Jenks tenía razón. La estatua se había movido otra vez.

—Dios bendito —dijo David, que se había agachado para tener la estatua al nivel de los ojos—. ¿Qué es?

Doblé las rodillas y me puse en cuclillas para ponerme a su altura, con el foco entre los dos. No parecía el mismo tótem que yo había guardado en la maleta de Jenks. Cuanto más cerca estaba la luna llena, más se iba pareciendo a la estatua original, hasta que en ese momento era idéntica salvo por un brillo de mercurio que flotaba justo por encima de la superficie, como un aura.

Ivy se estaba limpiando los dedos en los pantalones pero lo dejó cuando me vio mirarla. Tampoco podía culparla. Aquel trasto a mí también me ponía los pelos de punta.

Kisten añadió los últimos trozos de carnea la pizza, la apartó a un lado y apoyó los codos en el mostrador; puso una expresión extraña cuando vio la estatua por primera vez.

—Eso tiene que ser el trasto más feo de la creación —dijo mientras se tocaba el lóbulo rasgado en una muestra inconsciente de inquietud.

Matalina asintió con una expresión pensativa en sus bellos rasgos.

—Eso no vuelve a entrar en mi casa —dijo con tono claro y decidido—. No vuelve. Jenks, te quiero pero si lo vuelves a meter en mi casa, ¡me mudo al escritorio y tú puedes dormir con tu libélula!

Jenks se encogió y emitió unos sonidos destinados a aplacara su mujer, yo miré a la mujercita a los ojos con una sonrisa. Si todo iba bien, David nos lo quitaría de encima.

—David —dije mientras me estiraba.

—Ajá… —murmuró él sin quitarle los ojos de encima.

—¿Has oído hablar alguna vez del foco?

Al oír eso, una expresión temerosa destelló en sus rasgos toscos, cosa que me preocupó. Di un paso adelante y levanté la piedra de la pizza del mostrador.

—No podía dárselo sin más —expliqué, abrí la puerta del horno y guiñé los ojos por el calor que me agitaba un poco el pelo—. Los vampiros los masacrarían. ¿Qué clase de cazarrecompensas sería si dejara que los borraran así del mapa?

—¿Así que lo trajiste aquí? —tartamudeó—. ¿El foco? ¿A Cincinnati?

Deslicé la piedra en el horno y lo cerré, después me eché hacia atrás para aprovechar el calor que se colaba por la puerta cerrada. David respiraba de forma superficial y surgió el aroma a almizcle.

—Rachel —dijo el hombre lobo con los ojos clavados en la estatua—. Sabes lo que es, ¿no? Es decir… Oh, Dios mío, es de verdad. —La tensión tensó todo su pequeño cuerpo y se irguió. Miró entonces a Kisten, solemne tras el mostrador; a Jenks, que permanecía junto a Catalina; a Ivy, que tamborileaba con una uña en el remache de la bota—. ¿Lo guardas tú? —dijo, parecía aterrado—. ¿Es tuyo?

Me pasé los dedos por el pelo de la nuca y asentí.

—Bueno, sí, supongo.

Kisten se puso en movimiento de golpe.

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