—¡Holaaa!
Se detuvo. Era una voz, arrastrada por el viento.
—¡Ehhh! ¡Doctor Grant!
Jesús, esa era la niña.
Ed Regis escuchó el tono de voz: no parecía estar asustada ni que padeciese ningún dolor. Simplemente estaba llamando según su estilo insistente.
Y poco a poco se fue dando cuenta de que algo más tenía que haber ocurrido, que el tiranosaurio tuvo que haberse alejado —o, por lo menos, no haber atacado—, y que el resto de la gente todavía podría estar viva. Grant y Malcolm. Todos podían estar vivos. Y la comprensión de eso hizo que se recobrara en un santiamén, del mismo modo que un ebrio se vuelve sobrio al instante cuando los policías le obligan a ponerse de pie, y se sintió mejor, porque ahora sabía lo que tenía que hacer. Y mientras salía a gatas de los bloques, ya estaba preparando el paso siguiente, ya estaba pensando qué diría, cómo manejaría las cosas a partir de ese punto.
Regis se frotó el barro quitándoselo de la cara y las manos: la prueba de que se había ocultado. No estaba avergonzado por haber estado escondido, sino que ahora tenía que hacerse cargo del grupo. Desmañadamente, trepó hasta el camino pero, cuando surgió de la espesura, tuvo un momento de desorientación. No veía los coches por ninguna parte. Pero estaba al pie de la colina. Los Cruceros de Tierra tenían que estar en la cima.
Empezó a subir, a regresar a los coches eléctricos. Todo estaba muy silencioso. Sus pies chapoteaban en charcos llenos de barro. Ya no podía oír a la niñita. ¿Por qué había dejado de llamar? Mientras caminaba, empezó a pensar que quizás algo le había pasado: en ese caso, él no debía volver por ese lado. Quizás el tiranosaurio todavía anduviera por ahí. Ahí estaba él, Ed Regis, al pie de la colina. Muy cerca de casa.
Y todo estaba silencioso. Fantasmal, de tan silencioso.
Ed Regis dio la vuelta y empezó a caminar hacia el campamento.
Alan Grant pasó las manos sobre los miembros de la niña, apretándole brevemente los brazos y las piernas. La niña no parecía tener el menor dolor. Era asombroso: aparte de un golpe en la cabeza, estaba bien.
—Le dije que estaba bien —le reprochó Lex.
—Bueno, tenía que comprobarlo.
El chico no había sido tan afortunado: tenía la nariz hinchada y le dolía; Grant sospechaba que estaba rota. El hombro derecho estaba sumamente magullado y tumefacto. Grant esperaba que no hubiera derrame en la cápsula articular. Pero parecía tener las piernas indemnes. Ambos chicos podían caminar. Eso era lo importante.
Grant mismo estaba completamente bien, salvo por una abrasión de garra en el lado derecho del pecho, donde el tiranosaurio le había pateado. Le ardía cada vez que respiraba, pero no parecía grave y no le limitaba los movimientos.
Se preguntaba si el golpe le había dejado inconsciente, porque sólo tenía un recuerdo nebuloso de los sucesos inmediatamente precedentes al momento en que se incorporó, quejándose, en el bosque, a unos nueve metros del Crucero de Tierra. Al principio el pecho le sangraba, de modo que se metió hojas en la herida y, después de un rato, se formó el coágulo. Luego, empezó a caminar por los alrededores, en busca de Malcolm y los niños. No podía creer que todavía estaba vivo y, cuando algunas imágenes dispersas empezaron a volver a su mente, trató de extraer algún sentido de ellas. El tiranosaurio debería haberles matado a todos con facilidad. ¿Por qué no lo había hecho?
—Tengo hambre —dijo Lex.
—Yo también —contestó Grant—. Tenemos que encontrar el modo de regresar a la civilización. Y tenemos que contarles lo del barco.
—¿Somos los únicos que lo sabemos? —preguntó Tim.
—Sí. Tenemos que volver y decírselo.
—Entonces, desandemos el camino, hacia el hotel —propuso Tim, señalando hacia abajo de la colina—. De esta manera nos encontraremos con ellos cuando vengan por nosotros.
Grant tomó eso en cuenta. Y seguía pensando en una sola cosa: la forma oscura que se había cruzado entre los Cruceros, aun antes de que comenzara el ataque. ¿Qué animal? Sólo se le ocurría una posibilidad: el tiranosaurio pequeño.
—No lo creo, Tim: el camino tiene cercas altas a los lados —contestó Grant—. Si uno de los tiranosaurios está más adelante en el camino, quedaremos atrapados.
—Entonces, ¿debemos esperar aquí? —dijo Tim.
—Sí. Esperemos aquí hasta que alguien venga.
—Tengo hambre —repitió Lex.
—Espero que no pase mucho tiempo —dijo Grant.
—No quiero quedarme —dijo Lex.
Entonces, desde el pie de la colina, oyeron que un hombre tosía.
—Quédate aquí —dijo Grant, y corrió hacia delante, para mirar desde lo alto de la colina.
—Quédate aquí —dijo Tim, y corrió detrás de Grant.
Lex siguió a su hermano:
—No me dejéis aquí, muchachos…
Grant le tapó la boca con la mano. Lex luchó por protestar. Grant le hizo un gesto de negación con la cabeza y señaló sobre la colina para que mirara.
Al pie de la colina, Grant vio a Ed Regis, que estaba de pie, paralizado. El bosque que le rodeaba se había vuelto mortalmente silencioso. El constante zumbido de fondo de las cicadíneas y las ranas había cesado en forma abrupta. Sólo se oía el débil murmullo de las hojas y el gemido del viento.
Lex empezó a decir algo, pero Grant la empujó contra el tronco del árbol más cercano, agachándose entre las nudosas raíces de la base. Tim fue inmediatamente detrás de ellos. Grant se llevó un dedo a los labios, haciéndoles gesto de que permanecieran en silencio y, después, con la máxima precaución, miró al otro lado del árbol.
Abajo, el camino estaba oscuro y, cuando las ramas de los árboles grandes se agitaban con el viento, la luz de luna que se filtraba entre ellas formaba manchas cambiantes. Ed Regis había desaparecido. A Grant le llevó un instante localizarlo: el publicista estaba apretado contra el tronco de un árbol grande, abrazándolo; no se movía en absoluto.
El bosque permanecía silencioso.
Lex tironeó con impaciencia de la camisa de Grant: quería saber qué estaba pasando. En ese momento, desde algún lugar muy cercano, oyeron un soplido suave, como un bufido, apenas más fuerte que el sonido del viento. Lex lo oyó también, porque dejó de moverse.
El sonido volvió a flotar hacia ellos, suave como un suspiro. Grant pensó que era, casi, como la respiración de un caballo.
Grant miró a Regis, y vio las sombras cimbreantes que proyectaba la luna sobre el tronco del árbol. Y fue en ese momento cuando Grant se dio cuenta de que había otra sombra, superpuesta a las demás, pero que no oscilaba: la de un fuerte cuello curvo y de una cabeza cuadrada.
Se volvió a oír el soplido.
Tim se inclinó con cautela, para ver. Lex lo hizo también.
Oyeron un
crac
, cuando una rama se partió, y en el sendero apareció un tiranosaurio. Era el ejemplar joven: alrededor de dos metros y medio de alto, y se movía con el paso desgarbado de un animal joven, casi como un cachorrito. El joven tiranosaurio recorrió el sendero avanzando con torpeza, deteniéndose a cada paso para olfatear el aire, antes de continuar su marcha. Pasó de largo el árbol en el que se ocultaba Regis, y no dio señal alguna de haberle visto. Grant vio que el cuerpo de Regis se relajaba levemente. Regis volvió la cabeza, tratando de observar al tiranosaurio, que estaba del otro lado del árbol.
Ahora, al tiranosaurio ya no se le veía, pues había desaparecido por el camino. Regis empezó a relajarse, aflojando su abrazo alrededor del tronco. Pero la jungla seguía estando silenciosa. Regis se mantuvo próximo al tronco durante medio minuto más. Después, los sonidos del bosque retornaron: el croar de una rana arbórea, el zumbido de una de las cicadíneas y, después, todo el coro. Regis se separó del árbol, agitando los hombros, relajando la tensión. Salió a la mitad del camino, mirando en la dirección hacia la que había partido el dinosaurio.
El ataque llegó desde la izquierda.
El joven tiranosaurio rugió cuando echó la cabeza hacia delante, haciendo que Regis cayera de espaldas al suelo. El publicista lanzó un alarido y, ayudándose en brazos y piernas, se puso de pie, pero el tiranosaurio le saltó encima en forma repentina, y debió de sujetarle con una pata trasera porque, súbitamente, Regis ya no se movió: estaba sentado en el sendero, gritándole al dinosaurio y agitando las manos ante él, como si pudiese ahuyentarlo. El joven dinosaurio parecía perplejo por los sonidos y los movimientos de su diminuta presa. Inclinó la cabeza hacia Regis, olfateándole con curiosidad, y el hombre lo aporreó en el hocico con los puños.
—¡Lárgate! ¡Fuera! ¡Vamos, fuera! —gritaba Regis a voz en cuello, y el dinosaurio retrocedió, permitiendo que Regis se pusiera de pie.
El hombre seguía gritando:
—¡Sí! ¡Ya me has oído! ¡Atrás! ¡Lárgate! —mientras se alejaba del dinosaurio.
El animal siguió contemplando con curiosidad al extraño y ruidoso animalito que tenía ante él pero, cuando Regis hubo recorrido unos pocos pasos, volvió a precipitarse sobre él y a derribarlo.
«El tiranosaurio está jugando con él», pensó Grant.
—¡Eh! —gritó Regis mientras caía, pero el dinosaurio no le persiguió, permitiéndole que se pusiera de pie. Regis se puso en pie de un salto y siguió retrocediendo:
—Pedazo de estúpido… ¡Atrás! ¡Atrás! Ya me has oído, ¡atrás! —gritaba, como un domador de leones.
La cría de tiranosaurio rugió, pero no atacó, y Regis poco a poco se rué acercando a los árboles y al follaje alto que tenía a la derecha. Con unos pocos pasos más estaría en un escondrijo.
—¡Atrás! ¡Tú! ¡Atrás! —gritó y entonces, en el último instante, el tiranosaurio dio un súbito salto y le hizo caer de espaldas—. ¡Termina con eso! —aulló Regis, y el animal bajó la cabeza en forma repentina. Regis empezó a gritar; no palabras, solamente un chillido estridente.
El grito se cortó en forma abrupta y, cuando el tiranosaurio levantó la cabeza, Grant vio carne desgarrada en sus fauces.
—¡Oh, no! —murmuró.
A su lado, Tim volvió la cara, presa de una repentina náusea. Al hacerlo, sus lentes para visión nocturna le resbalaron de la frente, cayendo al suelo con un tintineo metálico.
La cabeza de la cría de tiranosaurio se levantó como impulsada por un resorte y miró hacia la cima de la colina.
Tim recogió las lentes, mientras Grant aferraba las manos de los chicos y echaba a correr.
Los compis se escabullían en la noche siguiendo el margen del camino. El jeep de Harding los siguió a corta distancia. Ellie señaló algo que estaba en el camino, más adelante:
—¿Eso es una luz?
—Podría ser —contestó Harding—. Parecen los faros de un automóvil.
La radio zumbó súbitamente y chasqueó. Oyeron a John Arnold decir:
—¿… ustedes ahí?
—Ah, ahí está —dijo Harding—. Por fin. —Apretó el botón—: Sí, John, estamos aquí. Estamos cerca del río, siguiendo a los compis. Es bastante interesante.
Más chasquidos. Después:
—…sita su coche…
—¿Qué ha dicho? —preguntó Gennaro.
—Algo ha dicho de coche —aclaró Ellie. En la excavación de Grant, en Montana, era ella quien operaba el radioteléfono: después de años de experiencia, se había vuelto ducha en la comprensión de transmisiones ininteligibles—. Creo que ha dicho que necesitaba su vehículo, Harding.
Harding apretó el botón.
—¿John? ¿Estás ahí? No le recibimos muy bien, John.
Hubo un destello de relámpagos, seguido por un largo chirrido de estática radial; después, la voz tensa de Arnold:
—… ¿Dónde están… des…?
—Estamos a algo más de kilómetro y medio de la dehesa de los hypsis. Cerca del río, siguiendo algunos compis.
—No… malditamente bien… regresar… ¡ahora!
—Se lo oye como si tuviese un problema —dijo Ellie, frunciendo el entrecejo. No había posibilidad de error: en esa voz había tensión—. Quizá debamos volver.
Harding se encogió de hombros:
—Es frecuente que John tenga algún problema. Ya sabe cómo son los ingenieros. Quieren que todo salga como dice el libro. —Apretó el botón de la radio—: ¿John? Dígalo otra vez, por favor…
Más chasquidos.
Más estática. El fuerte estallido del trueno. Después:
—Muldoo… necesita su coche… ra…
Gennaro frunció el entrecejo:
—¿Está diciendo que Muldoon necesita su coche?
—Eso es lo que pareció decir.
—Bueno, pues eso no tiene el menor sentido —manifestó Harding.
—… otros… atascados… Muldoon quiere coche…
—Lo entiendo —dijo Ellie—: los demás coches están atascados en el camino, en la tormenta, y Muldoon quiere ir a buscarlos. Harding se encogió de hombros.
—¿Por qué no toma el otro jeep? —Apretó el botón de la radio—: ¿John? Dígale a Muldoon que tome el otro coche. Está en el garaje.
La radio estalló:
—… no… escuchen… estúpidos… coche…
Harding apretó el botón de la radio:
—He dicho «está en el garaje», John. El coche está en el garaje.
Más estática:
—…edry tiene… el… altante…
—Temo que esto no nos lleva a ninguna parte —comentó Harding—. Muy bien, John. Vamos para allá ahora. —Apagó la radio e hizo virar el jeep, agregando—: Cómo me gustaría saber cuál es el motivo de la urgencia.
Puso el jeep en marcha y volvieron estruendosamente por el camino, envueltos por la oscuridad. Pasaron otros diez minutos antes de que vieran las luces del Pabellón Safari, que les daban la bienvenida. Y, mientras Harding frenaba ante el centro de visitantes, vieron a Muldoon que corría hacia ellos: iba gritando y agitando los brazos.
—¡Maldita sea, Arnold, pedazo de hijo de puta! ¡Maldita sea, haga que este parque vuelva a funcionar! ¡Ahora! ¡Haga que mis nietos vuelvan aquí! ¡Ahora! —John Hammond estaba en pie en la sala de control, gritando y golpeando el suelo con los pies. Hacía dos minutos que se mostraba descontrolado, mientras Henry Wu permanecía de pie en el rincón, dando la impresión de estar atontado.
—Bueno, señor Hammond —dijo Arnold—, Muldoon acaba de salir en este preciso instante para hacer exactamente eso.
Arnold se volvió y encendió otro cigarrillo. Hammond era igual que cualquier otro de los ejecutivos que Arnold conocía. Ya se tratara de Disney o de la Armada, los tipos que estaban en la gerencia siempre se comportaban de la misma manera: nunca entendía las cuestiones técnicas y creían que gritar era el único método para lograr que las cosas se hicieran. Y, a lo mejor, tenían razón, si le gritaban a la secretaria para que les consiguiera una limusina.