«Maldita sea», pensó. ¿En qué parte del río? El río recorría kilómetros a través de la isla. Volvió a mirar su reloj: habían pasado siete minutos.
—Tienes un problema, Dennis —dijo en voz alta.
Como en respuesta a sus palabras, se oyó el suave ulular de un búho en el bosque.
Nedry apenas sí se dio cuenta; estaba preocupado por su plan. El hecho liso y llano era que el tiempo se le había agotado. Ya no había opción. Tenía que abandonar su plan original. Todo lo que podía hacer era regresar a la sala de control, volver a poner en funcionamiento el ordenador y, de alguna manera, tratar de ponerse en contacto con Dodgson y arreglar la cita en el muelle este para la noche siguiente. Nedry tenía que pasar por terreno escabroso para que ese nuevo plan funcionara, pero creía que podría lograrlo. En forma automática, el ordenador hacía el registro cronológico de todas las llamadas: después de que Nedry consiguiera comunicarse con Dodgson, tendría que volver a entrar en el ordenador y borrar el registro de la llamada. Pero una cosa era segura: ya no podía permanecer en el parque más tiempo, porque se darían cuenta de su ausencia.
Nedry empezó a volver, dirigiéndose hacia el fulgor de los faros del jeep. Estaba calado hasta los huesos y se sentía desdichado. Oyó el suave ulular una vez más y, esta vez, se detuvo: realmente eso no sonaba como si fuera un búho. Y le parecía que estaba cerca, en la jungla, en algún lugar hacia su derecha.
Mientras escuchaba, oyó el sonido de ramas que se rompían en el parque bajo. Después, silencio. Aguardó y volvió a oír: sonaba claramente como algo grande, que se movía lentamente por la jungla hacia él.
Algo grande, algo cercano. Un dinosaurio grande.
Vete de aquí.
Nedry empezó a correr. Hizo mucho ruido mientras corría pero, aun así, pudo oír al animal que venía entre el follaje, aplastándolo a su paso. Y ululando.
Se estaba acercando.
Tropezando con las raíces de los árboles en la oscuridad, abriéndose camino a arañazos por entre las goteantes ramas, vio el jeep ahí delante, y las luces que brillaban alrededor de la pared vertical de la barrera le hicieron sentirse mejor: Dentro de un instante estaría en el jeep y, entonces, se largaría de allí a toda velocidad. Dio vuelta a la barrera gateando y, entonces, quedó congelado.
El animal estaba ahí.
Pero no estaba cerca. El dinosaurio se erguía a unos doce metros de distancia, en el borde de la zona iluminada por los faros. Nedry no había hecho la gira, de modo que no conocía los diferentes tipos de dinosaurios, pero este tenía un aspecto extraño: el cuerpo, de tres metros de alto, era amarillo con puntos negros y, a lo largo de la cabeza, corría un par de crestas rojas con forma de V. El dinosaurio no se movió pero, una vez más, emitió su suave ulular.
Nedry esperó para ver si el animal atacaba. No lo hizo. Quizá los faros del jeep le asustaban, forzándole a mantenerse a distancia, como si fuera una fogata.
El dinosaurio le clavó la mirada y, entonces, avanzó y retrajo la cabeza con un solo movimiento veloz. Nedry sintió que algo golpeaba en forma sorda y húmeda contra su pecho. Miró hacia abajo y vio una pringosa mancha de espuma en su camisa empapada por la lluvia. La tocó con curiosidad, sin comprender…
Era un escupitajo.
El dinosaurio le había escupido.
Era horrible, pensó. Volvió a mirar al dinosaurio y vio la cabeza moverse otra vez y, de inmediato, sintió otro chasquido húmedo contra el cuello, justo debajo de la cabeza. Se lo quitó con la mano.
Jesús, es repugnante. Pero la piel del cuello ya le estaba empezando a hormiguear y quemar. Y en la mano sentía un hormigueo también. Era, casi, como si le hubieran arrojado ácido.
Nedry abrió la portezuela del auto, le echó una ojeada al dinosaurio para asegurarse de que el animal no fuera a atacar, y sintió un dolor súbito, agudísimo, en los ojos, que le pinchaba como clavos contra el fondo del cráneo; apretó los ojos con fuerza y jadeó por la intensidad de ese dolor; levantó rápidamente las manos para cubrirse los ojos y sintió la resbaladiza espuma que le corría a ambos lados de la nariz.
Escupitajo.
El dinosaurio le había escupido en los ojos.
Aunque se dio cuenta de eso, el dolor le abrumó y cayó de rodillas desorientado, respirando con dificultad. Se desplomó sobre el costado, la mejilla apretada contra el suelo húmedo, el aliento saliéndole en débiles silbidos a través del dolor constante, que le hacía gritar sin descanso y que determinaba la aparición de puntos destellantes de luz por detrás de sus párpados fuertemente cerrados.
La tierra tembló debajo de él y supo que el dinosaurio se estaba moviendo; podía oír el suave ulular y, a pesar del dolor, se forzó a abrir los ojos y, aun así, no vio otra cosa más que puntos centelleantes contra un fondo negro. Lentamente, comprendió la verdad.
Estaba ciego.
El ulular se hizo más intenso cuando Nedry bregó por ponerse de pie y, tambaleándose, volvió hacia el coche, apoyándose contra el panel lateral, mientras una oleada de náuseas y vértigo le envolvía. El dinosaurio estaba cerca ahora; podía sentir que se acercaba; era oscuramente consciente del jadeo del animal.
Pero no podía ver.
No podía ver nada y su terror era extremo.
Extendió las manos, agitándolas en todas direcciones para evitar el ataque que sabía tenía que llegar.
Entonces hubo un nuevo dolor, quemante, como si tuviera un cuchillo de fuego en el vientre, y Nedry se tambaleó, buscando, sin ver, la parte inferior de su cuerpo, para tocar el extremo desgarrado de la camisa y, después, una masa espesa, resbaladiza, que resultaba sorprendentemente tibia y, con horror, súbitamente se dio cuenta de que estaba sosteniendo sus propios intestinos en las manos: el dinosaurio le había abierto en canal. Los intestinos habían salido de su cuerpo.
Nedry cayó al suelo y aterrizó sobre algo escamoso y frío, era la pata del animal y, después, sintió un nuevo dolor a ambos lados de la cabeza. El dolor se hizo más intenso y, mientras era levantado y puesto en pie, supo que el dinosaurio le había tomado la cabeza entre las mandíbulas, y al horror de esa comprensión le sucedió un deseo final de que todo terminara pronto.
—¿Más café? —preguntó Hammond con cortesía.
—No, gracias —dijo Henry Wu, retrepándose en su silla. Se palmeó el vientre, y agregó—: No podría comer nada más.
Estaban sentados en el comedor de la casa de campo de Hammond, en un rincón apartado del parque, no lejos de los laboratorios. Wu tuvo que admitir que la casa campestre que Hammond se había hecho construir era refinada, de líneas depuradas, casi japonesa. Y la cena había sido excelente, teniendo en cuenta que el comedor todavía no contaba con todo el personal.
Pero había algo en Hammond que Wu encontraba preocupante. El anciano era diferente en algún sentido…, sutilmente diferente. Durante todo el desarrollo de la cena, Wu trató de decidir qué era. En parte, una tendencia a irse por las ramas, a repetirse a sí mismo, a volver a contar antiguas anécdotas. En parte, una inestabilidad emocional, llameante ira en un momento, sentimentalismo lloroso en el siguiente. Pero todo eso se podía entender como propio de la edad. Después de todo, John Hammond tenía casi setenta y siete años.
Pero había algo más. Una obstinada tendencia a evadirse. Una insistencia en tener siempre la razón. Y, como remate, un total rechazo a lidiar con la situación que se le planteaba al parque.
Wu había quedado pasmado por las evidencias (todavía no se permitía creer que el caso estuviera demostrado) de que los dinosaurios se estaban reproduciendo. Después de que Grant preguntase sobre el ADN de los anfibios, Wu intentó ir directamente a su laboratorio y revisar los registros del ordenador concernientes a los diversos ensamblajes de ADN. Porque si los dinosaurios realmente se estaban reproduciendo, entonces todo lo que había en Parque Jurásico se podía cuestionar: sus métodos de desarrollo genético, sus métodos de control genético, todo. Incluso se podía sospechar de la dependencia de la lisina. Y, si los animales en verdad se podían reproducir, y también podían sobrevivir en estado silvestre…
Henry Wu quería revisar los datos de inmediato. Pero Hammond había sido obstinado en que Wu le acompañara a cenar.
—Vamos, vamos, Henry, tienes que dejar lugar para el helado —dijo Hammond, apoyándose en el borde de la mesa y dándose un leve pulso hacia atrás, para separarse de ella—. María hace el helado de jengibre más maravilloso del mundo.
—Muy bien. —Wu miró a la bella y silenciosa muchacha que les servía. Sus ojos la siguieron cuando abandonaba la habitación Y, después, echó un vistazo al único monitor de televisión montado en la pared. Estaba oscuro—: Su monitor está apagado —anunció.
—¿Lo está? —Hammond lo miró rápidamente—. Debe de ser la tormenta. —Extendió el brazo por detrás de Wu, para tomar el teléfono—. Lo comprobaré con John Arnold, en control.
Wu pudo oír el ruido de estática y de chasquidos en la línea. Hammond se encogió de hombros y puso el receptor de vuelta sobre la horquilla.
—Las líneas tienen que estar descompuestas —comentó—. O, a lo mejor, Nedry todavía está haciendo su transmisión de datos. Tiene unos cuantos defectos de programación que arreglar este fin de semana. Nedry es un genio a su manera, pero tuvimos que apretarle con mucha dureza al final para asegurarnos de que hiciera las cosas bien.
—Quizá deba ir yo a la sala de control y comprobar lo que pasa —propuso Wu.
—No, no. No hay motivo. Si hubiera algún problema, ya nos estaríamos… ¡Ah!
María regresó a la habitación, llevando dos platos de helado.
—Tienes que probar un poco, Henry: está hecho con jengibre fresco, traído de la parte este de la isla. El helado es el vicio de un viejo. Pero, así y todo…
Obediente, Wu hundió su cuchara. Fuera, los relámpagos destellaban y se oía el penetrante estallido de los truenos.
—Ése estuvo cerca —murmuró—. Espero que la tormenta no esté asustando a los niños.
—No lo creo —contestó Hammond. Probó el helado—. Pero no puedo dejar de albergar ciertos temores relativos a este parque, Henry.
En su interior, Wu se sintió aliviado: quizás el anciano fuera a enfrentarse con los hechos, después de todo.
—¿Qué clase de temores?
—Ya sabes, el Parque Jurásico realmente se hizo para los niños. Los niños del mundo aman los dinosaurios, y los niños se deleitarán, escúchame bien,
deleitar
, en este lugar. Sus caritas se iluminarán con la dicha de ver, por fin, esos maravillosos animales. Pero tengo miedo… Puedo no estar vivo para verlo, Henry. Puedo no estar vivo para ver la dicha en sus caritas.
—Creo que hay otros problemas también —observó Wu, frunciendo el entrecejo.
—Pero ninguno que me obsesione como éste: que puedo no vivir para ver sus caritas iluminadas, encantadas. Y, no obstante, este parque es nuestro triunfo. Hemos hecho todo lo que nos habíamos propuesto hacer. Y, si lo recuerdas, nuestra intención original era utilizar la tecnología recientemente surgida de la ingeniería genética para ganar dinero. Mucho dinero.
Wu sabía que Hammond estaba a punto de lanzarse a perorar sobre uno de sus antiguos temas. Por eso, alzó la mano y dijo:
—Estoy familiarizado con eso, John…
—Si estuvieses a punto de crear una compañía dedicada a la bioingeniería, Henry, ¿qué elaborarías? ¿Harías productos para ayudar a la Humanidad, para luchar contra los males y las enfermedades? Válgame Dios, no. Ésa es una idea terrible. Es un uso muy malo de la nueva tecnología. —Hammond sacudió la cabeza con tristeza—: Y, sin embargo, recordarás que las compañías que originalmente se dedicaron a la ingeniería genética, como «Genentech» y «Cetus», empezaron, todas, por elaborar fármacos. Nuevas medicinas para la Humanidad. Noble, noble propósito. Desgraciadamente, las medicinas tienen que hacer frente a toda clase de obstáculos: nada más que los ensayos de la FDA requieren de cinco a ocho años… si hay suerte. Peor aún, hay fuerzas en acción en el mercado: supón que hicieras una medicina peligrosa contra el cáncer o para las enfermedades cardíacas, como hizo «Genentech». Supón, ahora, que quieres cobrar mil dólares, o dos mil dólares, por la dosis. Podrías imaginar que ése es tu privilegio. Después de todo, tú inventaste la medicina, tú pagaste la investigación y las pruebas; tú deberías poder cobrar lo que quisieras. ¿Pero realmente crees que el Estado te permitirá hacerlo? No, Henry, no te lo permitirán. Los enfermos no van a pagar mil dólares la dosis por la medicación que necesitan…, no van a mostrarse agradecidos, estarán indignados. La Cruz Azul no lo pagaré: gritarán que es un asalto a mano armada. Así que esto es lo que ocurrirá: se te negará la solicitud de la patente; se te demorarán los permisos. Algo te obligará a entrar en razón… y a vender la medicina a menor costo. Desde un punto de vista empresarial, eso hace que ayudar a la Humanidad sea una empresa muy arriesgada. Personalmente,
nunca
ayudaría a la Humanidad.
Wu había escuchado ese razonamiento antes. Y sabía que Hammond tenía razón: algunos nuevos fármacos producidos mediante la bioingeniería realmente habían padecido demoras inexplicables y problemas de patente.
—Ahora bien —prosiguió Hammond—, piensa en lo distintas que son las cosas cuando produces entretenimiento. Nadie necesita entretenimiento. Ésa no es cuestión que requiera la intervención del Estado. Si cobro cinco mil dólares por día por mi parque, ¿quién me va a detener? Después de todo, nadie necesita venir aquí. Y, lejos de ser un asalto a mano armada, una etiqueta con precio elevado realmente aumenta el atractivo del parque: una visita se convierte en un símbolo de posición social, y les gusta a todos los norteamericanos lo mismo que a los japoneses y, claro está, los japoneses tienen mucho más dinero.
Hammond terminó su helado y María le retiró el plato.
—Ella no es de aquí, ¿sabes? —explicó—. Es haitiana. Su madre es francesa. Pero, en todo caso, Henry, recordarás que el propósito original que animaba la intención de guiar mi compañía en esta dirección en primer lugar, fue evitar la intervención del Estado, en cualquier parte del mundo.
—Y hablando del resto del mundo…
—Ya hemos alquilado una gran porción de las Azores, para el Parque Jurásico de Europa. —Hammond sonrió—. Y sabes que hace mucho conseguimos una isla cerca de Guam, para el Parque Jurásico de Japón. La construcción de los dos Parques Jurásicos siguientes comenzará a principios del año que viene. Todos se inaugurarán dentro de cuatro. En ese momento, los ingresos directos superarán los diez mil millones de dólares anuales, y los derechos de comercialización, de televisión y subsidiarios deberán duplicar esa cifra. No veo motivo alguno para molestarnos haciendo mascotas para los niños, cosa que, según se me informa, Lew Dodgson piensa que estamos planeando hacer.