—Buscaré. ¿Está previendo que se produzca un terremoto?
—Algo así; el Efecto Malcolm entraña cambios catastróficos.
—Pero Arnold dice que todos los sistemas están funcionando a la perfección.
—Ahí es cuando se produce.
—Usted no tiene una gran opinión de Arnold, ¿no?
—Él está bien. Es un ingeniero. Wu, lo mismo. Ambos son técnicos. No tienen inteligencia. Tienen lo que denomino «inexisteligencia»; ven la situación inmediata; piensan con estrechez, y a eso le llaman «estar concentrado en un concepto». No ven lo que les rodea; no ven las consecuencias. De esa manera es como se llega a conseguir una isla como esta. Como consecuencia del pensamiento ininteligente: porque no se puede fabricar un animal y después esperar que no actúe como si estuviera vivo. Que sea impredecible. Que se escape; pero no lo ven.
—¿No cree usted que eso no es más que la naturaleza humana? —adujo Ellie.
—¡Por Dios, no! Eso es como decir que huevos revueltos y tocino para el desayuno son parte de la naturaleza humana. No es nada de eso. Es, pura y exclusivamente, adiestramiento occidental, y mucho del resto del mundo siente náuseas cuando piensa en eso. —Se contrajo de dolor—: La morfina hace que me ponga filosófico.
—¿Quiere agua?
—No. Le diré cuál es el problema de los ingenieros y los científicos: los científicos tienen una línea de cháchara cuidadosamente elaborada acerca de cómo persiguen el conocimiento de la verdad de la Naturaleza. Lo que es cierto, pero no es eso lo que los mueve. A nadie le mueven abstracciones tales como la «búsqueda de la verdad».
»En realidad, lo que preocupa a los científicos son los logros. Y están concentrados en si pueden hacer algo. Nunca se detienen a preguntar si deben hacer algo. De modo muy conveniente, a tales reflexiones las definen como «inútiles»: si no lo hacen ellos, algún otro lo hará. El descubrimiento, afirman, es inevitable. Así que simplemente tratan de lograrlo. Ése es el juego que se practica en la ciencia. Aun el descubrimiento científico puro es una acción agresora, de penetración; exige un gran equipo y literalmente cambia el mundo venidero: los aceleradores de partículas lesionan profundamente la tierra, y dejan subproductos radiactivos. Los astronautas dejan basura en la Luna. Siempre quedan evidencias de que los científicos estuvieron ahí, haciendo sus descubrimientos. Un descubrimiento siempre es una violación del mundo natural. Siempre.
»Los científicos lo quieren de esa manera. Tienen que meter sus instrumentos. Tienen que dejar su señal. No se pueden limitar a observar. No se pueden limitar a apreciar. No se pueden limitar a encajar en el orden natural: tienen que hacer que algo antinatural ocurra. Ése es el trabajo del científico, y ahora tenemos sociedades enteras que intentan ser científicas. —Suspiró y volvió a reclinarse.
—¿No cree que exagera…?
—¿Qué aspecto tiene una de sus excavaciones un año después?
—Bastante malo —admitió ella.
—¿No vuelven a plantar, no restauran la tierra después de excavarlo?
—No.
—¿Por qué no?
Ellie se encogió de hombros:
—No hay dinero, supongo…
—¿Sólo hay dinero suficiente para cavar, pero no para restaurar?
—Bueno, sólo estamos trabajando en las tierras malas…
—Tan sólo las tierras malas —dijo Malcolm, meneando la cabeza—. Tan sólo basura. Tan sólo subproductos. Tan sólo efectos colaterales… Estoy tratando de decirle que los científicos lo quieren de esa manera: quieren subproductos, basura, cicatrices y efectos colaterales. Es una forma de tranquilizarse. Eso se incorpora a la trama de la ciencia y es un desastre cada vez mayor.
—Entonces, ¿cuál es la respuesta?
—Desháganse de los que son ininteligentes. Retírenlos del poder.
—Pero entonces perderíamos todos los progresos…
—¿Qué progresos? —preguntó Malcolm, irritado—. La cantidad de horas que las mujeres le dedican al cuidado del hogar no ha cambiado desde 1930, a pesar de todos los progresos. Todas las aspiradoras, lavadoras-secadoras, trituradoras de basura, eliminadoras de desperdicios, telas que se lavan y se usan sin planchado… ¿Por qué limpiar la casa requiere tanto tiempo, todavía, como en 1930?
Ellie nada dijo.
—Porque no ha habido progreso ninguno —se autorrespondió Malcolm—. No verdadero progreso. Treinta mil años atrás, cuando los hombres estaban haciendo pinturas rupestres en Lascaux, trabajaban veinte horas semanales para abastecerse de alimento, refugio y vestido. El resto del tiempo podían jugar, o dormir, o hacer lo que quisieran. Y vivían en un mundo natural, con aire puro, agua pura, hermosos árboles y ocasos. Piense en eso: veinte horas por semana. Hace treinta mil años.
—¿Quiere volver atrás el reloj?
—No: quiero que la gente despierte. Hemos tenido cuatrocientos años de ciencia moderna y, en este momento, deberíamos saber para qué sirve y para qué no. Es hora de cambiar.
—¿Antes de que destruyamos el planeta? —inquirió Ellie.
Malcolm suspiró, y cerró los ojos. Después:
—Oh, querida; eso sería lo último de lo que me preocuparía.
En el oscuro túnel del río de la jungla, Grant avanzaba, cogiéndose de las ramas alternativamente con una mano y con la otra, desplazando con cuidado la balsa hacia delante. Todavía percibía los sonidos. Y, por fin, vio los dinosaurios:
—¿No son ésos los venenosos?
—Sí —contestó Grant—. Dilofosaurios.
Erguidos en la orilla había dos dilofosaurios. Los cuerpos de tres metros de alto tenían manchas amarillas y negras; por debajo, el vientre era verde brillante, como el de las lagartijas. Dos crestas curvas gemelas, rojas, corrían a lo largo de la parte superior de la cabeza, desde los ojos hasta la nariz, formando una V por encima de la cabeza. La apariencia como de pájaro quedaba reforzada por el modo en que los animales se movían, inclinándose para beber agua del río, irguiéndose después para gruñir y ulular.
Lex susurró:
—¿Deberíamos bajar y caminar?
Grant contestó que no con la cabeza: los dilofosaurios eran más pequeños que el tiranosaurio, lo suficientemente pequeños como para pasar entre el denso follaje que había en los márgenes del río. Y parecían ser rápidos, cuando gruñían y ululaban entre sí.
—Pero no podemos pasar frente a ellos en el bote —dijo Lex—: tienen veneno.
—Tenemos que hacerlo. De alguna manera.
Los dilofosaurios siguieron bebiendo y ululando. Parecían estar interactuando entre ellos según una pauta de conducta extrañamente ritual, reiterativa: el animal que estaba a la izquierda se inclinaba para beber, abriendo la boca para desnudar largas hileras de dientes agudos y, entonces, ululaba. El animal de la derecha ululaba respondiendo al primero y se inclinaba para beber, reproduciendo, de manera idéntica, los movimientos del animal de la izquierda. Después, la secuencia se repetía, exactamente de la misma forma.
Grant observó que el animal de la derecha era más pequeño, con manchas de menor tamaño en el lomo, y que su cresta era de color rojo más opaco.
—Quién lo diría —contestó—: es un ritual de apareamiento.
—¿Podemos pasar frente a ellos? —preguntó Tim.
—No de la manera en que están ahora: están justo en la orilla del agua. —Grant sabía que los animales a menudo llevaban a cabo esos rituales de apareamiento durante horas; no comían, no prestaban atención a ninguna otra cosa… Miró su reloj: las nueve y veinte.
—¿Qué hacemos? —preguntó Tim.
Grant suspiró:
—No tengo la menor idea.
Se sentó en la balsa y, en ese momento, los dilofosaurios empezaron a graznar y rugir repetidamente, presas de agitación. Grant alzó la vista: ambos animales miraban en dirección opuesta al río.
—¿Qué pasa? —preguntó Lex.
Grant sonrió:
—Creo que, por fin, vamos a tener ayuda. —Alejó la balsa hacia el centro del río, empujándose con las manos en la orilla—. Chicos, quiero que vosotros dos os tendáis en el fondo de la balsa. Pasaremos lo más deprisa que podamos. Pero recordad esto: pase lo que pase, no digáis nada, y no os mováis, ¿entendido?
La balsa empezó a desplazarse aguas abajo, hacia los ululantes dilofosaurios. Ganó velocidad. Lex estaba tendida a los pies de Grant, mirándole con pavor.
Se estaban acercando a los dilofosaurios, que todavía se hallaban de espaldas al río. Pero Grant extrajo su pistola de aire comprimido y revisó la cámara.
La balsa siguió adelante y pudieron oler un hedor peculiar, dulzón y nauseabundo a la vez. Parecía vómito seco. El ulular de los dilofosaurios sonaba con mayor intensidad. La balsa dio vuelta a un último recodo y Grant contuvo la respiración: los dilofosaurios no estaban a más que unos metros de distancia, graznando a los árboles que estaban más allá del río.
Como había sospechado, le estaban graznando al tiranosaurio: el animal intentaba pasar a través de la vegetación, y los dilofosaurios ululaban y pataleaban en el barro. La balsa se deslizó frente a ellos. El hedor producía náuseas. El tiranosaurio rugió, porque vio la balsa. Pero, al instante siguiente…
Un golpe sordo.
La balsa dejó de moverse: estaban varados contra la margen del río, sólo a unos pocos metros, aguas abajo, de los dilofosaurios.
Lex susurró:
—¡Ah, grandioso!
Se oyó un prolongado sonido de frotación de la balsa contra el barro. Después empezó a navegar otra vez. Estaban bajando por el río. El tiranosaurio rugió por última vez y se fue; uno de los dilofosaurios parecía sorprendido y, después, ululó. El otro ululó en respuesta al primero.
La balsa se fue flotando río abajo.
El jeep avanzaba dando saltos bajo un sol cegador. Muldoon conducía, con Gennaro a su lado. Estaban en campo abierto, alejándose de la densa línea de vegetación y palmeras que señalaba el curso del río, unos noventa metros hacia el este. Llegaron a una elevación y Muldoon detuvo el vehículo.
—¡Cristo, hace calor! —comentó, enjugándose la frente con el dorso del brazo. Bebió de la botella de whisky que tenía entre las rodillas; después se la ofreció a Gennaro.
Gennaro negó con la cabeza. Contempló el paisaje, que centelleaba débilmente bajo el calor matinal. Después miró el ordenador y el monitor de televisión montados en el tablero de instrumentos: el monitor mostraba vistas del parque, tomadas por cámaras lejanas. Todavía no había señales de Grant y los niños. Ni del tiranosaurio.
La radio chasqueó:
—Muldoon.
Muldoon levantó el receptor:
—Sí.
—¿Tiene el equipo que va montado en el tablero? He encontrado al rex: está en la cuadrícula 442. Y va a la 443.
—Un momento —dijo Muldoon, ajustando el monitor—. Sí, lo tengo ahora. Está siguiendo el río.
El animal marchaba a lo largo del follaje que tapizaba las márgenes del río, yendo hacia el norte.
—No se exalte con él. Tan sólo inmovilícelo.
—No se preocupe —le tranquilizó Muldoon, entornando los ojos por el sol—, no voy a lastimarle.
—Recuerde: el tiranosaurio es nuestra principal atracción —hizo hincapié Arnold.
Muldoon apagó la radio con un chasquido de estática:
—Maldito idiota: todavía está hablando de los turistas. —Puso en marcha el motor—: Vamos a ver a «Rexy» y a darle una dosis.
El jeep avanzó traqueteando por el terreno.
—Hace tiempo que estaba deseándolo —dijo Gennaro.
—Hace tiempo que esperaba hacerle una trastada a ese gran bastardo —confesó Muldoon—. Y ahí está.
Se detuvieron con tanta brusquedad que el jeep giró sobre sí mismo. A través del parabrisas, Gennaro vio el tiranosaurio directamente delante de ellos, moviéndose entre las palmeras que había a lo largo del río.
Muldoon vació la botella de whisky y la tiró en el asiento de atrás. Tendió la mano para alcanzar sus tubos. Gennaro miró el monitor de televisión, que mostraba el jeep de ellos y el tiranosaurio: debía de haber una cámara de circuito cerrado en los árboles, en alguna parte allá atrás.
—Si quiere ayudar —dijo Muldoon—, puede romper los sellos y abrir esos cartuchos que tiene a sus pies.
Gennaro se inclinó y abrió una caja «Halliburton» de acero inoxidable. El interior estaba acolchado con espuma de goma. Cuatro cilindros, cada uno del tamaño de una botella de un cuarto de litro de capacidad, estaban alojados en la espuma. Todos llevaban el rótulo MORO-709. Gennaro extrajo uno.
—Le rompe la punta y le atornilla una aguja —explicó Muldoon.
Gennaro encontró un paquete plástico con agujas grandes, cada una del diámetro de la yema de un dedo. Atornilló una en el cartucho. El extremo opuesto del cartucho tenía un peso circular de plomo.
—Ése es el émbolo: se comprime al producirse el impacto. —Muldoon se sentó hacia delante, con el rifle de aire terciado sobre las rodillas. Era de pesado metal tubular gris, y a Gennaro le pareció que se trataba de un bazuca o de un lanzacohetes.
—¿Qué es MORO-709?
—Tranquilizante clásico para animales. Los zoológicos de todo el mundo lo usan. Probaremos con mil centímetros cúbicos, para empezar. —Muldoon abrió la cámara con un movimiento seco: era lo suficientemente grande como para que cupiese el puño.
Deslizó el cartucho dentro y la cerró.
—Esto debe de bastar —dijo Muldoon—. Un elefante normal necesita alrededor de doscientos cecés, pero cada uno sólo pesa dos o tres toneladas. El
Tyrannosaurus rex
pesa ocho toneladas y es mucho más malvado. Eso importa para la dosificación.
—¿Por qué?
—La dosificación que se le da a un animal depende, en parte, del peso corporal y, en parte, del temperamento: se dispara la misma dosis del 709 a un elefante, a un hipopótamo y a un rinoceronte. —Al elefante le inmoviliza, de modo que se limita a quedarse quieto como una estatua. Al hipo le frena, de modo que se amodorra, pero se sigue moviendo. Y el riño se vuelve furiosamente combativo. Pero, por otro lado, a un rinoceronte se lo persigue durante más de cinco minutos en un automóvil, y se desploma muerto como consecuencia de un shock de adrenalina. Extraña combinación de dureza y delicadeza.
Muldoon condujo lentamente hacia el río, acercándose al tiranosaurio. Continuó:
—Pero todos ésos son mamíferos. Sabemos mucho sobre cómo manejar mamíferos, porque todos los zoológicos están estructurados en torno a la atracción que ejercen los grandes mamíferos: leones, tigres, osos, elefantes. Sabemos mucho menos de los reptiles. Y nadie sabe nada de los dinosaurios. Los dinosaurios son animales nuevos.