¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (30 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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—No parece que haya nadie —insistió Ana, sin levantar la voz, hablando en susurros por temor a que su voz pudiese despertar a alguien que durmiera en el interior de una casa. Conservaba la esperanza de que no encontraran a nadie y regresaran en el automóvil a Lubrín y pudiera, ella también, olvidar.

—Tranquila... Ahora veremos —dijo Santos, que no quería soltar su mano, sus dedos de carne rígida, cerco de seguridad entre dos manos unidas. Avanzaron hasta detenerse en una de las casas, junto a la puerta, de cuyo interior salía la oscuridad a bocanadas: «No se asuste por lo que vea —advirtió él en voz baja—. En esta casa encontré una mujer que me confundió con su padre regresado... Es algo estremecedor: ella se comporta aún como la niña que sería en el treinta y seis, repitiendo el comportamiento durante años, negándose a crecer porque crecer, madurar, sería renunciar al día en el que los hombres, su padre, regresaban por la tarde... Espere aquí un momento.»

Santos soltó la mano deseada y entró solo en la casa, apartando una puerta derrumbada, como si nadie hubiese entrado en muchos años, ni él mismo el día anterior. Desapareció en el interior, engullido por lo oscuro, y Ana quedó en la calle, sintiéndose sola, ahora sí, como si hubiese llegado sola al pueblo, como si Santos no existiera y no fuera a salir nunca de esa casa. El viento más helado le recorrió la cara; cerró los ojos para no ver nada, que vengan las mujeres, yo no las veré, me rodearán, me tocarán, pero no abriré más los ojos, así de niña cuando se acostaba, sola, y apretaba los párpados para negar la luz, la vida o el miedo. Fue la mano de Santos, conocida, la que le devolvió la vida.

—¿Qué sucede?

—No hay nadie —dijo Santos para su alivio—. No está aquí, no sé.

Continuaron caminando hacia la iglesia; la ausencia de vida era cada vez más evidente en el pueblo:

—Julián, perdone... No parece que haya nadie... Tal vez...

—Sí hay... Están aquí —dijo Santos, como invocando una presencia oculta que surgiría con su sola palabra, como si bastara pensar o nombrar las cosas para que sucedieran o existieran—. Sólo tenemos que esperar. Venga —y Santos tiró de ella, andando deprisa, ella resistiéndose levemente, hasta llegar a otra casa, otra puerta descolgada y mal apoyada contra la pared:

—Entre conmigo y verá, no tema. En esta casa había una mujer que me confundió con su marido desaparecido; creo que es esa Angelita que su madre dijo. Me dio de cenar, hablando con normalidad de cosas cotidianas, del campo, del puente que había que reparar; y después me llevó hasta la cama. Yo estaba como hipnotizado, me dejaba llevar sin remedio; no podía oponerme, como si yo fuese en realidad un trasunto del hombre que ella decía, el marido que se marchó cuarenta años atrás y que aún no ha vuelto, o sí ha vuelto, era yo. Pedro, ése era el nombre, así me llamaba, segura en sus palabras. Al despertar, por la mañana, la mujer estaba muerta a mi lado... Como si, tras tanto tiempo de espera, pudiese al fin descansar, morir sabiendo que el marido regresó, que la espera (y la locura) no fueron en vano.

Entraron en la casa tomados de la mano. Él, conocedor del interior que no había olvidado desde su primera visita, avanzaba en la penumbra húmeda, llevando a la desconfiada Ana de la mano, como también él fue llevado por la vieja mujer, Angelita, de la mano en la oscuridad del pasillo, repitiendo ahora la escena pero él en el lugar de la fallecida, él como único fantasma. Cruzaron un patio en el que se vertían restos del día. Llegaron al dormitorio, en el que el claro del techo era todavía de sol, e iluminaba el interior, el jergón vacío, la ausencia de vida o del cuerpo muerto, ni siquiera la huella de su relieve. Nada.

—Estaba aquí —dijo Santos, sorprendido o asustado, mirando fijo al camastro vacío. Se agachó para mirar debajo, por si el cuerpo había caído en un último espasmo. Nada—. «Estaba aquí... Muerta... Estaba muerta, tumbada... No ha podido moverse.» El viento serrano entraba a través del techo y barría la estancia, algunas hojas secas por el suelo. Santos pensó en el cuerpo muerto de la mujer, cerró los ojos y podía verlo, la postura en que quedó, las piernas encogidas, un brazo estirado donde estuvo el pecho del amado que no era tal.

—No sé —dijo Ana, aliviada por la ausencia—. No parece que aquí haya vivido nadie en mucho tiempo...

—¿No me crees aún? —preguntó Santos, brusco, adoptando el tuteo por primera vez.

—No es eso. Todo es extraño. Este sitio es especial, tiene algo como hipnótico, sí... Quiero decir que... No sé, puedes acabar viendo cosas que no...

—¿Crees entonces que me lo he inventado todo? ¿Es eso?

—No he dicho eso —dijo Ana, sorprendida por el tono airado de Santos—. Es sólo que...

—¡Ya sé! ¡La iglesia! —gritó Santos, arrebatado por el recuerdo, tomando a Ana de la mano y tirando de ella hacia el exterior—. «¿No escuchaste las campanas cuando nos acercábamos al pueblo?»

—No escuché nada —mintió Ana, a punto de tropezar en el patio, llevada a tirones por Santos: ella había escuchado una floja campana al acercarse, pero no quiso escuchar, prefirió pensar que el viento del crepúsculo sacudía la pequeña campana.

—Tienen que estar todas en la iglesia, vamos —dijo Santos, al tiempo que salían a la calle atardecida, caminando deprisa hacia el templo, Ana apenas seguía sus pasos, torpe en el paso ligero. Sin embargo, a unos cuarenta metros de la iglesia Santos se detuvo brusco, chocando Ana en su espalda:

—¿Qué pasa ahora?

—¡Calla! —exigió él en voz baja, colocando un dedo temblón en los labios de la mujer.

—¿Qué pasa? —insistió ella en un susurro.

—Escucha —ella obedeció, y quedaron en silencio, detenidos en la calle, junto a una de las casas de la que, cuando el silencio fue pleno, pudieron escuchar cómo salía una voz de mujer, una voz débil que relataba algo en tono neutro, sin emoción ni tristeza. Santos tiró de Ana hacia el interior de la casa, sin hacer ruido, aunque ella se resistía porque no quería entrar, porque ahora sí había escuchado y no quería seguir escuchando, no quería ver a la mujer que hablaba, cuyas palabras, ahora sí, entendían:

—Ya te lo conté ayer... ¿No te acuerdas? Angelita... Ángela, la mujer de Pedro, ¿recuerdas a Pedro?... Pues sí, la Angelita... Se murió ya, la pobre, estaba vieja, muy vieja... Pero no te creas: hasta el último día estuvo en el campo trabajando, yendo a Lubrín por las tardes, a vender la verdura y comprar sus cosas... Era una mujer fuerte para sus años, sí señor, como te lo cuento... Pero se murió la pobre, sola en su cama que la encontramos... Por lo menos no sufrió... Se quedaría dormida y ya no despertó. Hoy la enterramos, ya ves...

Santos y Ana, en silencio, ocultos en la penumbra, descubrían ahora el interior de la casa, sorprendente: a pesar del derrumbe de los años, la casa estaba cuidada, extrañamente limpias las habitaciones y el pasillo en el que se ocultaban. Desde allí veían a la mujer que hablaba, tan vieja como las demás, enlutada a lo suyo, sentada en una silla pequeña, vuelta hacia la pared, junto a un armario grande lleno de loza. La mujer, ignorante de los recién llegados, hablaba sola, o más bien hablaba con la pared, puesto que estaba así sentada, de frente a la pared desnuda y al armario, mientras hablaba en voz algo baja:

—Ya quedamos pocas de las de entonces... Nos hacemos viejas, y las más jóvenes se marchan a la capital... Nos vamos quedando solas, qué remedio, y cada vez somos menos...

Ana apretaba la mano de Santos, y casi le rompió un dedo del susto cuando escuchó una nueva voz, esta vez una voz de hombre que no supo situar, que salía de ninguna parte, o más bien de un punto indefinido en la pared, en el armario; una voz ronca, jadeante, dura como la tierra:

—Venga, mujer, no te pongas así... Que como te pongas triste tú, yo igual... Todos los años que hemos aguantado y los pocos que nos quedan... Ya llegará cuando yo pueda salir y todo sea como antes, ya verás, mujer... No seas así, no me llores ahora —decía la voz de hombre salida de la nada, mientras la anciana se descomponía en un llanto breve. Santos, sobrecogido como Ana, retrocedió un paso imprudente, y el suelo viejo crujió bajo su pie. Quedó paralizado por el crujido que le delataba, mientras la anciana, sorprendida, giraba la cabeza despacio hasta descubrir a los inesperados visitantes. Quedaron quietos, sin saber qué hacer, ella estrujando su mano, mientras la anciana se ponía en pie, con trabajo, y se acercaba para reconocerlos, pensando tal vez que eran un par de las mujeres del pueblo. Al reconocerlos (o más exacto, al no reconocerlos), se llevó las manos a la boca, conteniendo un grito del que sólo escapó un principio de aullido.

—¿Qué pasa, mujer? —preguntó la voz de hombre, que ahora se localizaba claramente en el armario o detrás de él.

—Cállate, Antonio, cállate —dijo ella, susurrando entre lágrimas, intentando que Santos y Ana no escucharan sus palabras.

—Señora... Nosotros —comenzó Santos, sin saber bien qué decir.

—¿Qué? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren? —preguntó la mujer de negro, muy asustada, exagerando sus palabras para hacer comprender a quien estuviera detrás del armario que ya no estaban solos.

—Perdone... Usted no... —dudó Santos, sorprendido porque la mujer no tenía en sus ojos, en su voz, la locura de las otras mujeres. Santos preguntó: «Perdone... ¿Hay alguien escondido ahí?»

—No... No, no hay nadie... Estoy sola —apenas le llegaba la voz a los labios, nerviosa.

—Pero... Hemos oído hablar y...

—Hablaba sola... Siempre lo hago, ¿qué tiene de malo? Estoy sola —dijo ella, más segura ahora, apretando los puños.

—Tranquilícese, por favor —se adelantó Santos hacia ella—: no tiene nada que temer con nosotros... Sólo queremos ayudarla... Pero dígame... ¿Quién está ahí metido? —y se acercó hacia el armario.

—No, por favor, no —se arrodilló la anciana, llorando en súplicas, agarrando a Santos para que no se acercara más al armario—. No se lo lleven... No pueden llevárselo... Él no ha hecho nada a nadie... Él sólo...

—No se preocupe; levántese, no venimos a llevarnos a nadie —dijo Santos, tomando de las manos a la señora: al levantarla notó la fragilidad de su cuerpo antiguo. Miró a Ana, que permanecía junto a la puerta, con los ojos brillantes. En ese momento, un disparo atronó la habitación, estallando la parte central del armario en astillas, y cayendo varios platos al suelo, la habitación llena de ruidos. Santos se lanzó al suelo e hizo un gesto a Ana para que se agachara, mientras un segundo disparo detonaba. La bala salió a través del agujero hecho en el armario por el primer disparo, alcanzando ahora los pocos azulejos de la pared, que reventaron en pedazos pequeños.

—¡Dejadla a ella, cabrones! —gritó el hombre escondido, y su voz se localizaba ahora sin duda, como los disparos, a través del agujero en el armario—. ¡Es a mí a quien buscáis, no le pongáis un dedo encima a ella, cabrones!

—Tranquilo... No dispare más, por favor —suplicó Santos, asustado desde el suelo—. No vamos a hacer nada.

—No se lo lleven, no —lloraba la anciana en el suelo, pataleando, sujetada por Santos. Un nuevo disparo salió del interior, limpiando de los últimos cristales una de las ventanas. Ana, desde el suelo, se arrastró hacia Santos y le susurró:

—Vámonos de aquí... Vámonos, por favor.

—Espera... Quédate tumbada, no te muevas —Santos se incorporó, quedando de rodillas, y habló tranquilo hacia el armario—: No estamos armados. No queremos hacer nada. No dispare más, por favor.

—¡Una mierda! —gritó el hombre, tosiendo, mientras se escuchaban sus movimientos al cargar el arma—. «¡Sabía que acabaríais viniendo a por mí, hijos de puta! ¿Cuántos sois, cobardes de mierda? ¿Cuántos habéis venido?», y remató sus palabras con un nuevo disparo, que se estrelló esta vez contra el techo, provocando un pequeño derrumbe sobre los tumbados.

—Deje de disparar —insistió Santos, que apretaba la cabeza de Ana contra el suelo—. Somos sólo dos... Una mujer y un hombre... Venimos de Lubrín, no tenemos armas... No sabíamos que usted estaba aquí... No sabemos qué sucede...

—¿Por qué voy a creerles? ¿No será una trampa? —preguntó el escondido, que a continuación gritó a su mujer, que lloraba en el suelo—: ¡Lola! ¿Son guardias o no?

—No lo sé, Antonio —murmuraba la mujer, apretada en sí misma.

—No somos guardias civiles... Se lo prometo —gritó Santos, rotundo.

—¿Quiénes sois entonces? ¿Qué queréis?

—Ayudarle... Sólo ayudarle —afirmó Santos, que ya comenzaba a comprender la escena, lo que allí sucedía, la razón del hombre escondido, la desconfianza y los disparos.

* * *

Tenemos un problema con los diálogos en esta novela. En realidad es un problema habitual en muchas novelas españolas, por no hablar del cine español, donde los diálogos suelen ser desastrosos. El problema es que los autores, nuestro autor en este caso, no saben qué hacer con los diálogos. O sí saben qué hacer, sólo una cosa: utilizarlos en un plano meramente informativo. Diálogos que no dicen nada de quien habla, no nos muestran una psicología. Ni siquiera nos conducen la acción como tal. Son diálogos explicativos, aclaratorios, de ampliación de información o de fijación de la misma. Lo hemos visto en varios momentos de la novela, y en este capítulo se observa mejor
.

Por ejemplo, el diálogo de Santos y Ana en el coche. Es un mero diálogo de tesis. No hablan porque necesiten hablar, sino que el autor los hace hablar para que desarrollen y refuercen la tesis de partida de la novela, la idea contenida en el prólogo, ese «nadie conoce a nadie». Lo que Santos y Ana opinan es en realidad el tipo de opiniones que, a criterio del autor, debería haber alcanzado el lector a estas alturas de la novela. Pero por si algún lector no ha llegado por sí solito a esas conclusiones, el autor se las «propone», le da directamente las ideas masticadas, con la estructura y las palabras adecuadas. Al lector le basta con leer en voz alta las opiniones de Santos o de Ana, y hacerlas propias. Pero además, el autor lo hace con una insistencia machacona, esa tendencia a repetir varias veces una idea por si no ha quedado clara a la primera. Que sí, que ya nos hemos enterado, que no conocemos a nadie, que vivimos engañados, vivimos entre desconocidos, que no queremos saber, preferimos no saber, y los que saben prefieren olvidar, haciendo además una peligrosa extrapolación de lo individual a lo colectivo, como si el problema español en la gestión del pasado fuese un olvido elegido, que los españoles no sabemos porque no queremos saber, porque elegimos el olvido, y no porque «nos lo eligieran». Además, los diálogos se ocupan de subrayar ciertas conclusiones, por si no caemos en ellas. Sea, en el capítulo anterior, el sentido de la locura de las mujeres; sea, ahora, y en otros momentos, el juego etimológico entre el nombre del pueblo y la jaula para aves, que ahora se repite por si no nos hemos dado cuenta del guiño. Igualmente los diálogos se empeñan en aclarar puntos que cree podían haber pasado desapercibidos, ya sea el carácter de la locura de la mujer que «se comporta aún como la niña que sería en el treinta y seis...», ya la muerte de Angelita interpretada como que «tras tanto tiempo de espera, pudiese al fin descansar, morir...»
.

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