¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (13 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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S
EGUNDA PARTE
ALCAHAZ

Todo mortal necesita defenderse con ficciones
.

C. C
ASTILLA DEL
P
INO

I

N
OCHE DEL
5
AL
6
DE ABRIL DE
1977

La noche vuelve lentos los relojes, atonta el paso del tiempo, minutos que contienen horas, una vida entera comprimida en unos pocos gestos, instantes en que, engañados por el sueño o la ensoñación de la mente, creímos estar conscientes mientras la vida, la verdadera, continuaba a nuestro alrededor, sin que interviniéramos en ella. Qué tiempo es el real, cuánto tiempo hemos pasado dormidos o hundidos en un pensamiento que nos paraliza los sentidos, son realmente los cuatro minutos que señala el reloj —fatal convención— o los días con sus noches que vivimos en la duermevela, en el sueño dulce de quien permanece en la frontera entre el sueño y la vida, durante esos minutos tan infinitos.

No habían pasado en verdad más de cinco minutos de reloj, pero a Julián Santos le vencía la sensación de haber permanecido inmóvil muchas horas, días enteros, varias noches sin intermedio de amaneceres. Apenas fueron cinco minutos con el cuerpo rígido y las manos apretadas en el volante, pero le parecía haber estado toda la vida así, mirando ese cartel de chapa (las letras casi borradas por la herrumbre, el nombre escondido una vez más, como en la boca de los hombres de la región que lo niegan), sumido en un paréntesis inabarcable que comenzó con la pronunciación en voz alta del nombre descubierto, Alcahaz, y que terminó con la vuelta a la conciencia y el ronroneo del motor todavía encendido. Bajó entonces del coche, olvidado ahora del miedo a la noche, y avanzó hasta quedar parado a un metro del cartel, frente a frente, no queriendo mirar más allá del letrero, ignorando las cercanas casas hinchadas de luna, como si todo el pueblo existiese únicamente contenido en una palabra, en ese trozo de chapa oxidada. Alcahaz, repitió en voz alta, cual palabra mágica que al pronunciarla hiciese aparecer el lugar que ahora sí miraba. Caminó unos pasos hacia el pueblo, sombreado en la noche, tan sólo visibles las primeras casas llenas de luz de estrellas. Se detuvo a pocos metros de la primera construcción, algo atemorizado, recuperando en la memoria y en todo el cuerpo, como un regalo del tiempo, el momento tantas veces repetido más de cuarenta años atrás, en un pueblo que no es éste pero podría serlo —la noche iguala los pueblos, los campos, las gentes—; recuperó la sensación repetida en aquellos años cada tres noches cuando, una vez cumplida su misión de clandestino porteador, con su padre perdido ya en un fondo de noche y silbidos, Julián, Julianín entonces, regresaba solo a casa, bajaba la sierra entre los olivos y llegaba a la carretera hasta detenerse en la entrada del pueblo, impresionado por el silencio de la madrugada, sintiéndose el extraño que a la noche llega a un pueblo desconocido, quizás abandonado, y del que desconoce la hospitalidad o la hostilidad de los vecinos; como el forastero que encuentra al fin un lugar que sólo existía en los mapas antiguos, en alguna fotografía de otro tiempo.

Retrocedió hasta el coche, a paso rápido. Tomó del maletero una linterna gruesa que encendió contra el suelo, salpicando de luz el camino. Apagó el motor y las luces del coche, para quedar enterrado en la oscuridad, abandonado en la noche como el propio pueblo, tan sólo unido al mundo por el gotear blanco de la linterna. Avanzó de nuevo hacia Alcahaz, y llegó a las primeras casas que eran sólo el comienzo de la calle principal y única: dos hileras de casas idénticas que se prolongaban hasta el fondo de la oscuridad, más allá de donde alcanzaba la cansada linterna. Se acercó a una de las primeras construcciones, cuyas paredes llenó con la débil luz hasta descubrir una arquitectura desolada: las paredes desconchadas, en parte derrumbadas; las ventanas de madera roída, las puertas recomidas, los tejados mellados, llenos de matorral y huecos, algunas vigas asomando como huesos gastados al cielo. Alumbró el interior por una ventana, certificando el abandono, las paredes apenas sostenidas, la malayerba que crecía en todas partes, como alfombra descuidada. La contemplación de una casa derruida siempre nos produce una tristeza honda, mezclada de nostalgia y falsa memoria, como si fuésemos los propietarios de aquella casa perdida. Cuando en Madrid, por el día, caminaba por una calle y encontraba un edificio recién demolido —víctima de los especuladores o los malos constructores, que suelen ser los mismos—, Santos se detenía unos minutos y quedaba en silencio, como en un respeto fúnebre, encontrando en los pocos restos de la casa imágenes de la vida que ya no será: las escasas paredes de pie todavía con el papel pintado de flores, algunos azulejos que resistieron la piqueta, puertas sin pared que les den sentido, cerradas al viento; las marcas de claridad donde estuvieron los muebles, el perfil quebrado donde una vez hubo escalera, algún calendario que olvidaron descolgar y que permanecerá varios años en aquel trozo de pared hundida, marcando para siempre la fecha de la destrucción, el día último en que las familias cargaron como pudieron los muebles, maletas y trastos en alguna camioneta que las alejó de allí antes de la demolición.

La destrucción, como todo proceso de cambio —como la creación, y a ella se iguala—, nos impresiona siempre. Todos compartimos la extrañeza de la creación: cómo en un solar, en un descampado sólo del viento habitado, en poco tiempo se levantan estructuras de hierro que mañana sostendrán techos que cobijarán expresiones de vida —niños jugando, amantes en un lecho, una cena de familia, la soledad en mitad de la noche, el miedo incluso— en el mismo sitio donde ayer crecía la malayerba y los escombros componían un bodegón desolado. Por tener resultados parejos, la destrucción se acaba igualando a la creación en nuestra curiosidad y en nuestra esperanza.

Si dolorosa es la mirada a un edificio recién demolido —las paredes cuarteadas como pan, las vigas manos retorcidas hacia el cielo, las bóvedas de polvo y nubes—, no menos desasosiego causa la contemplación —como era el caso de los restos de Alcahaz— de los efectos del tiempo y el abandono humano en una construcción que una vez fue habitada. Igual que un cuerpo humano al que negáramos los mínimos cuidados y atenciones, así sufre una casa habitada que al día siguiente fuese dejada en manos del tiempo destructor, de la comezón lenta de los insectos en las vigas, el derrumbe imperceptible de las paredes restalladas del viento, la lluvia que abre surcos en los tejados, primero hileras después grietas y al fin barrancas hacia el interior; la vegetación como mancha imparable o noche certera que invade las estancias: breves matorrales en los pliegues de la pared, en las esquinas, entre las tejas; y el paso de todo ser viviente que destruye —pequeños animales nocturnos que roen, pellizcan o mordisquean los muebles; niños que en su juego destrozan los sillones, alguien que pasa por allí y decide tomar en propiedad lo que no tiene dueño, las puertas de un armario, las contraventanas, los interruptores y enchufes, lo que necesite. Deberíamos ser capaces de seguir, día a día, minuto a minuto, los avances de la destrucción. De lo contrario —y es lo que ocurre siempre—, la contemplación del hogar de antaño tras décadas de abandono nos produce el malestar de lo incomprensible; como incomprensible resulta observar el orden interno de todo proceso de descomposición, los caprichos del tiempo al deshacer lo habitable, arrancando restos de vida de donde quiere, pero dejando a cambio algunas señales como memoria indeleble de la vida perdida: una botella llena de un licor difícil y que después de varios años permanece inalterada sobre una mesa, ajena a la ceremonia de aniquilación que sucede a su alrededor; un juego de tazas que ha sobrevivido a la ruina general en lo alto de un chinero de cristal astillado; una silla recordada y que continúa quieta, tal vez coja, en el mismo rincón al que nos acercábamos entonces para dejar la chaqueta en el respaldo y los pantalones bien doblados sobre el asiento, cada noche, como preludio del dormir o del amar.

Santos siguió avanzando por la calle nocturna y sola, arrimado a las casas de la derecha, comprobando en cada construcción las mismas huellas de abandono, la desolación extendida por todas las paredes, la noche que se descolgaba en el interior de cada habitación por los tejados rotos y huía después por las ventanas desarboladas. Llegó así al final de la calle, una breve avenida formada por dos filas de apenas quince casas cada una, todas tronchadas y dejadas por muchos años. Al final, cerrando la calle, había una construcción algo mayor, que Santos fue dibujando con la linterna: una parroquia de piedra, no menos ruinosa que el resto de casas. La fachada llena de mordiscos, las esquinas derrumbadas, las puertas de madera todavía en pie como último testimonio de entereza. Hacia arriba, el cañón de la linterna era insuficiente para terminar de alumbrar el campanario, que permanecía así indefinido en su altura, aunque previsiblemente desgastado de los muchos años de negligencia.

Santos quedó allí, frente a la iglesia, detenido en medio de lo que un día debió de ser una calle viva, cruzada por gentes que irían de una a otra casa, que llenarían el espacio de palabras y de risas, como guirnaldas de uno a otro tejado. Ahora quedaba el pueblo solo, habitado siquiera por la luna que llenaría de claridad las casas cuyos tejados estuvieran más mutilados. Así permaneció Santos, detenido frente a la parroquia, hasta que un ladrido de perro no muy lejano le estremeció. Sintió un escalofrío de miedo al escuchar el ladrido repetido. Quedó asustado, no por el ladrido en sí, sino por el hecho de que era un sonido vulgar, común. Hubiese aceptado un sonido inhumano, un bramido salvaje, un grito inaudito que sería más apropiado para un pueblo fenecido, que existía casi fuera del mundo. Pero un ladrido de perro no; un ladrido era una nota de realidad en un pueblo irreal, un anuncio de una cotidianidad desaparecida, un aviso de vida inesperado. Tuvo un instante de pánico, un impulso de salir corriendo y subir al coche y marcharse lejos, pero no pudo ni siquiera moverse, abrumado por la desolación que le rodeaba. Se tranquilizó con el pensamiento de algún perro que se perdió de un cortijo cercano.

De repente, una mano nacida de la oscuridad tomó su brazo, una mano de dedos rígidos como ramas, que se apretó en su brazo helado; una mano surgida de la nada, perteneciente a un cuerpo imprevisto, unos pasos que no oyó llegar, una débil sombra en el charco de la linterna. Quiso cerrar los ojos para no ver a quien le agarraba, quiso correr pero no pudo moverse, como en un sueño de pasillos infinitos; quiso gritar pero ya no sabía hablar. Brusco, se giró rápido para soltarse de la mano oscura, incapaz de pensar con la urgencia que necesitaba, levantó la linterna para alumbrar un instante tan sólo el rostro recién llegado. La linterna cayó al suelo y se apagó del golpe, pero dejó un segundo de luz previo, la claridad suficiente para ver de lleno el rostro que retuvo la luz un segundo más como si fuera de fósforo, aquella cara de hombre o de mujer, difícil precisar el sexo por las muchas arrugas que deshacían las facciones, mapa del tiempo arrasado, unos ojos apenas vistos entre los párpados pequeños, una expresión de naturalidad, una leve sonrisa anciana, un cuerpo menudo, antiguo y ennegrecido, como nativo de la noche o de la tierra, la misma cosa son. Santos permaneció paralizado, lleno de oscuridad ahora, sin saber si tenía los ojos abiertos o todavía cerrados, invisible el cuerpo frente a él, prolongación de la mano que todavía le apretaba el brazo y le impedía huir, aunque ni correr podría. La anciana — porque era mujer, lo supo entonces— habló, como una voz de la nada, como si la propia noche hablara, tal que un espectro de ropas negras, con una voz vetusta, sílabas masticadas sin dientes, voz sin sorpresa:

—Pedro, cariño; vaya horas —unos segundos de silencio en los que Santos retuvo en la mente las palabras, intentando encontrar algún significado, no ya a la frase completa, sino a cada una de las palabras, que a su mente asustada se presentaban como vocablos de un lenguaje desconocido—. «Ya pensaba que no vendrías hasta mañana, como se hacía tarde», concluyó la mujer, que aflojaba la presión de la mano.

Santos intentó hablar, la boca adormecida, olvidada de la capacidad del habla, amordazado por el miedo. Sentía la mano de ella deslizarse desde el brazo hasta la mano, y le apretaba ahora los dedos con ternura, la solidez de dos manos juntas, la carne de la mano de la anciana helada, de materia estremecida. La mujer tiró levemente de Santos hacia ella, y habló con voz amable:

—Anda, vámonos para casa, que tengo la cena preparada. Tendrás hambre de todo el día, me lo imagino.

La mujer tiró de Santos, que no opuso resistencia y se dejó llevar, manso, de la mano de la anciana, guiado en la oscuridad de la calle como un ciego repentino, como quien queda atrapado en un sueño, en una realidad impredecible o un baile de locos.

(con el tiempo sabrás, ya lo descubrirás, alguien te lo contará más adelante, que la escena de la que ahora participabas remitía a cuatro décadas atrás, 1936 seguramente: Alcahaz todavía vivo, la calle llena del sol tenaz de agosto, las casas brillantes a la luz, las fachadas recién encaladas, geranios en las ventanas, naranjos en la calle frente a las casas, niños que corrían entre risas, las familias en las puertas de las casas, el camión detenido en la mitad de la calle, cubierto de banderas rojas y negras, unas siglas pintadas con tiza en la chapa del vehículo. Y Pedro, no tú sino el verdadero Pedro de hace cuarenta años —un campesino de buena talla, el rostro generoso, los ojos graciosos, el pelo rebelde—, tomaba las manos de su mujer, la misma mano que hoy es carne rígida y que entonces era calor y blandura, juventud.

—Venga, mujer; no te preocupes, que volveremos antes de la cena. Es sólo un puente que hay que arreglar, eso lo hacemos en un rato. El frente está muy lejos, no nos puede pasar nada. Venga, mujer... Tú prepara un buen gazpacho y unos huevos para cuando vuelva... Estaremos de vuelta antes de la cena, tú verás cómo sí... Quédate tranquila, que no pasa nada, de verdad.

Pedro apretó las manos de su mujer sin noción de despedida, y dejó un beso tierno en la mejilla. Se alejó caminando deprisa, volviéndose varias veces para decir adiós a la mujer con la mano, para lanzarle desde la distancia un beso al aire y una sonrisa de tranquilidad. Llegó hasta el camión rojo y negro, parado frente a la iglesia con los motores encendidos. Casi todos los hombres estaban ya montados en la parte trasera del vehículo, todos idénticos en sus ropas campesinas, en sus gorras, en sus herramientas o sus pocas escopetas. Todos, con la misma expresión forzada en las sonrisas, intentaban tranquilizar en el saludo a las mujeres que a los lados del camión esperaban el momento de la despedida. Pedro subió al camión, ayudado por varios compañeros que le ofrecieron las manos y tiraron de él hacia arriba. La mujer quedó quieta junto a la parroquia, en el mismo lugar en que la encuentras —te encuentra— cuarenta años después, como si toda su vida hubiera estado ahí, detenida. Pero todo esto lo sabrás después, ahora debes esperar, intuir los acontecimientos, crearte una vaga idea de lo que ocurra.)

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