¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (26 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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»—¿Dónde está mi hija?

»Mariñas se limitó a sonreír, y ofreció la botella a Andrés, que la apartó de un manotazo y derramó el líquido en la moqueta. El campesino, adivinando lo que sucedía, rodeó a Mariñas y entró en la habitación abierta, que estaba oscurecida, apenas una vela aromática en un rincón, luz insuficiente para llenar la estancia. Andrés se movió a tientas, agobiado por el olor a ginebra y sudor, hasta que palpó una de las columnas de la cama. Recorrió con manos rápidas el colchón, las sábanas tiradas en el suelo, la humedad en el lecho, hasta encontrar un cuerpo pequeño, encogido y tiritando en un llanto reconocible. Levantó el cuerpo de la cama, la niña se colgó de su cuello, toda ella temblor, la piel escarchada. Al salir al pasillo, con el cuerpo en brazos y la cabeza de la niña hundida contra el pecho del padre, vio a Mariñas, que fumaba apoyado en la barandilla de madera, mirando hacia abajo, al salón donde los invitados, paralizados aún, devolvían la mirada hacia arriba, al padre que con la hija en brazos, desnuda y envuelta en una sábana, pasó junto a Mariñas que le negaba la mirada, e inició el descenso de la escalera, con el arma colgada al hombro, pasando entre los invitados que, probablemente, apenas esperarían a que el pueblerino hubiera salido de la casa para que alguna risa temulenta e incontenible sirviera como excusa para reanudar la fiesta, la música en la noche, las bromas y el baile, olvidados todos del incidente, como en un juego.

»Al entrar de vuelta en su hogar, Andrés dejó a la niña sobre un jergón, junto al fuego donde la madre, llorando en silencio, la cubriría con una manta lanuda, la niña todavía ocultando el rostro, avergonzada y miedosa, deseando con seguridad un baño de agua hirviente para arrancarse de la piel, como excrementos, el olor de alcohol vertido, el sudor de aquel hombre brutal que la había invitado a entrar en la casa con cualquier pretexto, y que la había encerrado en una habitación bajo amenazas, donde quedaría escondida hasta que, al caer de la fiesta, con el fondo de música que todo lo silencia, pudiera poseerla como un preciado caldo reservado en la bodega; esa niña a la que Mariñas observaría desde hacía años en el pueblo, ayudando a su madre con los animales, creciendo por días en sus piernas y su pecho de niña que ya no lo es.

»Andrés, con la escopeta en la mano, y sin que su mujer pudiera impedirlo —tal vez no quiso impedirlo, mientras apretaba a la niña en su regazo—, salió de nuevo a la lluvia del exterior, cruzó la calle, las casas oscurecidas de la madrugada, un solo farol junto a la iglesia competía con la lluvia por iluminar el pueblo. Dejó atrás las últimas casas, acercándose de nuevo a la casa de Mariñas, que en la noche, bajo la cortina de agua, se encendía como un barco encallado de risas y canción. Al llegar a la puerta, donde estaban aparcados una veintena de automóviles grandes, elegantes, de carrocería espejeada, tomó la escopeta con firmeza y disparó contra el primero de los coches, un Dodge negro cuyo cristal delantero estalló como una lluvia más afilada que la de las nubes. Disparó contra un segundo auto, un Hispano Suiza rojo y blanco, ya la música desvanecida en el interior de la casa, los gritos de los primeros invitados que salían al porche para ver cómo aquel hombre airado destrozaba los cristales, los faros, las ruedas y puertas, cargando el arma, con la mano llena de cartuchos que cargaba y disparaba con rapidez, sin apuntar siquiera. Por fin Andrés, satisfecho con la destrucción, entró en la casa, y todos los invitados se apartaban al paso del hombre armado.

»En el interior, los miembros de la orquesta estaban detenidos, con sus instrumentos en el gesto congelado de la última nota, mientras algunos invitados se escondían bajo las mesas cuyos manteles de paño blanco los oculta rían. Andrés disparó contra una estantería de madera maciza, que se dobló en astillas como un animal herido, mientras Mariñas, orgulloso en sus movimientos, descendía la escalera, acariciando la baranda con la mano, sonriendo con desprecio, vestido ya con una camisa azul que tenía parches de humedad. Andrés disparó una vez más, esta vez contra un sofá de estilo francés, que se deshizo en cientos de plumas por el aire viciado del salón. Sacó otro par de cartuchos del bolsillo, dejando caer otros tantos, y cargó el arma con temblor, no de miedo sino de rabia. Se acercó a Mariñas que, parado en el segundo escalón, con el cuerpo apoyado en la baranda, se abrochaba los puños de la camisa sin preocupación. Andrés levantó el arma y apoyó el cañón en la mejilla de Mariñas, mirándole a los ojos, los suyos humedecidos, los de Mariñas secos y dilatados, el dedo que temblaba en el gatillo. Quedaron así unos segundos, inmóviles, como un extraño grupo escultórico, el resto de invitados desaparecidos, bien escondidos, bien afuera evaluando los destrozos de los autos. Por fin, Andrés, delatado por la tensión de su mandíbula, bajó el arma. Mariñas hizo apenas un gesto de alivio, y Andrés se giró para marcharse, pero tan sólo había dado un paso cuando, en un movimiento rápido, inesperado, se giró de vuelta, con el arma levantada, y golpeó con fuerza la cara de Mariñas con la culata dura del arma, haciéndole caer desplomado, con las dos manos se tapaba la cara, un hilo de sangre se le escurría entre los dedos, un gemido seco y una maldición entre dientes. Andrés salió de la casa.

»Dos días después, el sol del mediodía sería el primero en encontrar el cuerpo tieso de Andrés, doblado en una cuneta de la carretera, visitado de moscas en cada disparo como flores abiertas en su cabeza y su pecho. Un perro solo ladraba a su lado, y un mulo con las alforjas caídas, detenido en la carretera, miraba al automóvil que se alejaba del lugar, los cuatro hombres que llevaban en sus manos las pistolas todavía calientes.»

La anciana, agotada por el relato, se detuvo un momento, se limpió con el pañuelo la saliva seca de los labios, tomó el vaso de agua fresca que la hija le trajo. El salón, encendido aún de gris por el televisor, se abultaba del humo de los cigarros, el cenicero lleno sobre la mesa junto a las dos fotografías idénticas de Mariñas con los hombres del pueblo, tal vez alguno de ellos sería Andrés, pensó Santos buscando algún rostro entre tantos, imaginando más un rostro muerto que viviente, lleno de disparos en la frente, como cuando miramos una fotografía de quien ya está muerto, y esperamos encontrar en su rostro retratado, en su gesto normal, un anuncio, por mínimo que sea, de la desgracia ya consumada, un presagio que no supimos ver antes en sus ojos.

—¿Qué ocurrió entonces? —preguntó Santos, invitando a la mujer a seguir el relato:

—No se pudo acusar a Mariñas de la muerte de Andrés, no había pruebas, y la guardia civil no pensaba investigar nada contra él. Así que el pueblo, indignado tras tantos abusos, y envalentonado desde la proclamación de la República, se tomó la justicia de su mano. Habíamos aguantado demasiado tiempo los caprichos de Mariñas —Santos notó que, por primera vez, la anciana se incluía entre los habitantes de Alcahaz—. «Lo de Andrés fue la colmadura. Los hombres del pueblo fueron a por él. Imagínese. Mariñas pudo escapar más por la inocencia de los hombres que por su propia maña. Se llevó algún coscorrón, pero pudo salir del pueblo antes de que lo lincharan. El muy bastardo había pensado que después de lo de Andrés podría seguir por el pueblo como si nada. Esa misma noche, los hombres quemaron la casa de Mariñas. Eso le hizo mucho daño, porque aquella casa era de gran valor, preciosa, qué patios, y qué muebles. No he olvidado la imagen de la casa encendida en la noche, como una hoguera de San Juan que calentaba el aire del pueblo y nos llenaba de un miedo raro, sin saber cuál sería el castigo, porque era evidente que habría castigo. Mariñas no se atrevió a volver después de aquello. De hecho, ya no volvió nunca más. A cambio, su buena relación con el gobernador, que venía mucho a sus fiestas, hizo que la guardia civil fuese al pueblo y, a falta de un culpable confeso, detuviese a todos los hombres del pueblo. Ya ve usted, en plan Fuenteovejuna, el pueblo entero había quemado la casa, todos culpables.
Detenieron
a todos sin distinción: viejos y jóvenes, algunos casi niños todavía... Llegaron los guardias con un par de camionetas y se los llevaron a todos, quedándonos solas las mujeres...»

—¿Fue así como desaparecieron los hombres del pueblo? —preguntó Santos, que creía entenderlo, ahora sí, todo.

—No, no —respondió la anciana, dejando en sus palabras un breve reproche a la impaciencia de Santos—. Eso fue después, un par de años más tarde. Lo que le estoy contando tuvo que ser en el treinta y cuatro o el treinta y cinco... Seguramente en el treinta y cinco. Entonces se llevaron a los hombres al cuartelillo de aquí, de Lubrín. Al que menos le rompieron tres o cuatro dientes... Pero ninguno muerto, no... Sólo palizas. Como hacía poco tiempo de lo de Asturias, y había revueltas por todo el país, en el campo también, acusaron a los hombres de algo de eso y los llevaron a la capital, donde los metieron a todos en prisión, también a los más chavales. Las mujeres del pueblo nos quedamos solas entonces, y con la angustia de no saber qué pasaría con ellos. Estuvieron cerca de un año presos, y en ese tiempo nosotras nos hicimos cargo de todo: la cosecha del año, los animales, vender los productos en el pueblo, y pagar a los hombres de Mariñas, que pasaban puntualmente a recoger su pellizco... Cuando las elecciones del treinta y seis soltaron a todos los presos de la provincia. Los hombres volvieron entonces a Alcahaz... Aquello sí que fue una fiesta —la mujer dejó la palabra suspendida, los ojos enrojecidos, tal vez recuperando imágenes de aquel día, el pueblo engalanado modestamente, las mujeres en la entrada del pueblo recibiendo con gritos a los hombres (maridos, padres, hijos), que volverían tal vez caminando por la carretera desde la capital, los abrazos y besos, las lágrimas.

—¿Qué hacía mientras tanto Mariñas? —interrumpió Santos.

—Tramar algo, supongo... A lo que dicen, ese malnacido estuvo soltando dinero, desde un año antes, por toda la región, para ir preparando la guerra en todas las provincias. Supongo que, a la hora del golpe, él tuvo mucho que decir... Conociendo los beneficios que sacó de la guerra, está claro que estaba en el ajo. Nosotros, en el pueblo, con los hombres de vuelta, no esperamos a la guerra para hacer nuestra propia revolución. Desde la vuelta de los hombres, como Mariñas no regresó más, las tierras eran nuestras, del pueblo. No hubo que ocupar lo que Mariñas no se atrevía a reclamar como suyo, y el gobernador había cambiado con las elecciones, así que tampoco contaba con la guardia civil para darnos palos como otras veces. Alguna vez, un grupo de pistoleros llegaron en un coche, pero tuvieron que salir por pies cuando los hombres plantaron cara con las pocas armas que teníamos. Aquel tiempo fue bonito. Usted es joven, no puede hacerse una idea de lo que fue aquel tiempo, aunque sabíamos que no duraría para siempre. Sólo duró unos meses, pero fue el único tiempo en que de verdad el pueblo era nuestro.

Santos dejó de escuchar a la mujer, evadido unos segundos, algo perdido en su propio pasado, en su infancia, claro que sabía lo que fue aquello, la ocupación de las tierras, centenares de hombres, mujeres, niños, animales, cruzando los campos en la madrugada, él llevado de la mano de su madre, sin entender nada, miraba a su padre que, al frente de los compañeros del sindicato de trabajadores de la tierra, arengaba a los más temerosos («la tierra es nuestra, pero tenemos que ganarla»); cruzaron durante toda la noche el campo helado, la tierra dura de escarcha que arañaba las rodillas a los que tropezaban, hasta que con el amanecer llegaron a las tierras elegidas, las que llevaban años, generaciones, trabajando para el beneficio de otro, del propietario que esa madrugada no se atrevería a estar presente en las tierras porque no podría hacer nada cuando ellos, hombres, mujeres, niños, animales, los que llegaron con el alba, repartieran las herramientas y comenzaran a trabajar la tierra mientras cantaban al amanecer, la tierra tan dura que apenas se hundía la azada en ella, como una piel curtida de viejos animales.

—Y llegó entonces la guerra —murmuró Santos desde el ensueño pasajero, intuyendo lo sucedido, tantos pasados comunes, el suyo propio, el de Alcahaz, el de tantos otros que fracasaron entonces y que ya han sido olvidados, cubiertos con una cortina de desmemoria que sólo levantan algunos nostálgicos, a quién interesan esas historias de viejas.

—Sí, la guerra —susurró la mujer, entristecida como si la guerra fuera algo que ocurriera ahí fuera, al otro lado de la celosía, en la calle misma, hoy—. «Y llegó entonces el camión.»

—¿El camión? —preguntó ansioso Santos, recuperando en su memoria el camión del que hablaban las ancianas de Alcahaz con las bocas llenas de esperanza al verle. Ana permanecía en silencio, escuchando, fumaba, impresionada por la tragedia de su madre tantos años callada.

—Sí, el camión. Desde que empezó la guerra, los hombres estaban esperando su oportunidad de unirse a los que iban a luchar a Córdoba o Málaga. Era como una continuación de la alegría y el miedo que vivíamos en el pueblo esos días, desde que la tierra era nuestra. Los hombres vinieron, todos, a Lubrín, para alistarse en el local de la CNT. Volvieron al pueblo y esperaron unos días, a que les llegara la oportunidad de defender la República, de ser útiles, de luchar contra todos los Mariñas de la región. Entonces llegó el camión. Parecía que aquélla era la oportunidad que esperaban... Había mucho jaleo esos días, no había noticias, ni siquiera se sabía del todo quién controlaba la provincia... Se luchaba en todas partes, había disparos por las carreteras, mucho ruido. No sabíamos...

«El camión llegó por la mañana, temprano, un cacharro grande y antiguo, cubierto de banderas rojas y negras como identificación obligatoria, y lleno de pintadas con las siglas de rigor, CNT, FAI, escritas con tiza y mano torpe. Entró en el pueblo haciendo sonar la bocina, y un miliciano, con medio cuerpo fuera de la ventana, hacía ondear una gran bandera de trapos malcosidos. Todos salimos de las casas, los niños corrían detrás del camión como en una fiesta, los perros ladraban y los hombres vieron el camión como una señal, ya era el momento. Del camión bajaron varios hombres, con monos de milicianos, pañuelos o gorras en las cabezas, fuertemente armados, con cananas cruzadas en el pecho y revólveres en el cinturón. Los niños se subían al camión, agitaban banderas, se ponían las gorras, hacían corros a los visitantes, que traían cierto cansancio en los rostros. Pedro, uno de los hombres de Alcahaz, se adelantó a saludar a los del camión.»

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