¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (31 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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Caso distinto es el diálogo entre Lola y Antonio, los dos nuevos personajes que aparecen en la novela. Su diálogo es completamente funcional, pero además el autor lo introduce con poca maña. No sólo se transmiten entre ellos información redundante pues hablan cosas que ya saben, y en realidad las dicen para Santos y Ana, y en último término las dicen para el lector, un problema habitual de la literatura y el cine españoles: los diálogos en los que los personajes hablan para el lector o para el espectador. Además, este tipo de personajes empiezan a hablar justo cuando interesa que hablen. En este caso, el diálogo, o su parte interesante, comienza justo en el momento en que pasan por allí Santos y Ana. Si llegan un minuto más tarde se hubiesen perdido —nos habríamos perdido los lectores— una información importante; pero han pasado justo en el momento en que ella cuenta lo que han hecho con el cadáver de Angelita (despejando así la duda de su desaparición). El resto de su diálogo es igualmente comunicativo para nosotros, no para ellos, que repiten cosas que saben de sobra
.

La observación de todos estos defectos —ya sean ahora los diálogos, ya en otros momentos el preciosismo, el recurso al azar y lo fabuloso, las caídas argumentales, etc.— nos permite, al menos, realizar un ejercicio más interesante que la mera lectura de esta novela —por otra parte entretenida y fácil de leer, no pidamos mucho más—: la identificación de ciertas maneras literarias a lo largo de estas páginas nos permite ir de lo particular a lo general, y ampliar el diagnóstico más allá de esta obra. Aseguraba Paul de Man que la literatura escrita por los jóvenes «suele ser un buen lugar para descubrir las convenciones de un determinado período y para ver sus problemas desde dentro». Así, los libros, generalmente precarios o mediocres, que muchos escritores publicaron en su juventud, deben ser observados desde esa condición, pues los jóvenes autores «parecen ser más receptivos que nadie a los manierismos y los lugares comunes de su época, especialmente a aquellos que su obra posterior rechazará más enérgicamente». Tomo la cita de un interesante libro de crítica literaria,
Trayecto
, de Ignacio Echevarría, quien afirma que «uno de los más útiles servicios que un crítico puede hacer al joven escritor consiste precisamente en señalar en su obra esos lugares comunes y esos manierismos de los que difícilmente se sustrae un libro primerizo». En efecto
, La malamemoria
no hace más que reproducir las convenciones narrativas, tanto estílisticas como argumentales, de su tiempo, y ése puede ser el valor de esta lectura crítica
.

Por otra parte, y volviendo al texto, avanza a buen paso el romance entre Santos y Ana, apoyado siempre en la vía
manual
. Aunque se hablen de usted, ahí están todo el día de la manita, sin soltarse, y por si se nos escapa ese contacto y no apreciamos el sutil crescendo erótico-amoroso, el autor insiste en que lo de tomarse la mano no es un mero contacto de piel y carne, sino que toman la mano «como una mano última a la que agarrarse», y caminan todo el tiempo con la mano «apretada», la «estruja», y «no quería soltar su mano, sus dedos de carne rígida, cerco de seguridad entre dos manos unidas», hasta aclarar por fin que es una «mano deseada», poco antes de, en el colmo del calentón, ponerle «un dedo temblón en los labios de la mujer». No, si al final va a resultar que se han gustado, verás tú
.

El lirismo del autor, que parecía de capa caída en los últimos capítulos (y que denota cansancio en expresiones como la de esa carretera que se extiende «interminable y sola»; menuda pereza expresiva, mejor no decir nada), el lirismo remonta el vuelo en estas páginas, que nos dejan un buen puñado de cursilerías a subrayar: la «cicatriz abierta del tiempo en cada piedra», «el territorio de la memoria y del miedo», «un resto de cortina ondeando bandera a la tarde», las terribles «paredes manchadas de olvido», o ese topicazo del pasado que vuelve «como un tardo equipaje del que no llegué a desprenderme»
.

Señalar por último la referencia a
Pedro Páramo
que el autor hace, imaginamos que a modo de reconocimiento, y subrayar también una circunstancia curiosa: cómo la hasta ahora única mención al dictador Francisco Franco en toda la novela (tratándose de una historia que debe no poco al Generalísimo y su acción sobre España) es en clave humorística, desde la pincelada bufa, con el chiste de los españoles ilusos. Una vez más el retrato cómico del generalito, la dictadura de sainete de la que se cuentan más chistes que horrores
.

V

Fue sólo treinta años después de concluida la guerra, a finales de los años sesenta, cuando los topos comenzaron a salir de sus madrigueras. No se trataba de una expresión de confianza en la dudosa benevolencia de un régimen que consumía su lenta y limitada apertura, sino el cansancio de treinta años encogidos en sus refugios —encogidos físicamente por lo estrecho, pero también en otro sentido, reducidos como personas, sin más dignidad que el miedo— lo que hizo que esos hombres amanecieran al día nuevo. Decenas de hombres que, en un lento goteo por toda España, repetían escenas de un drama íntimo: cuerpos oscurecidos de sombra, ojos dolorosos a la luz, rostros lívidos de vergüenza y terror, hartazgo de demasiadas noches iguales al día, días como la noche más larga. No fue tanto la ley que prescribía todos los delitos de la guerra, como la desesperación lo que les hizo asomar: después de treinta o más años oculto en un agujero ya nada importa en realidad, y tan sólo deseas ver el sol por unos segundos, abrazar a tus queridos, aunque sea al precio de cárcel o muerte. Esto último no se produjo, y la no represión contra los resucitados hizo que por toda España fueran apareciendo otros en la misma situación. Mijas, Moguer, Benasque, San Fernando, pueblos que fueron dibujando la geografía de los reaparecidos, aquellos hombres que creíamos en América o muertos en la Guerra Mundial, y que estaban más cerca de lo que pensábamos, tan cerca como los ladrillos que les tapaban, fácil metáfora de la tierra que cubría a tantos otros que no tuvieron tiempo para elegir ser topos. En todos, la historia era similar: hombres que quedaron atrapados en la zona nacional o que no quisieron (o no pudieron) escapar al final; concejales republicanos, cargos menores, sindicalistas, o simples ciudadanos que no tenían más motivo para ocultarse que algún incidente minúsculo —una militancia conocida, una afrenta con un propietario, un orgullo levantisco— y que, ante la brutalidad de la represión de aquellos primeros años, optaron por el escondite.

Otros hubo que eligieron la sierra, las quebradas de la noche, donde huir y mantener las fuerzas para cuando llegaran los refuerzos que nunca hubo. Éstos fueron cayendo con el tiempo como fruta pasada, abatidos en alguna cacería serrana, en enfrentamientos con la guardia civil, traicionados por los más cercanos; o vencidos por el paso de los años y la conciencia de la derrota irreversible: volvían entonces a los pueblos, o se dejaban atrapar después de tantas persecuciones, esperando una clemencia que no existió. Hombres que eran temidos o venerados en las comarcas, como románticos bandoleros de otra causa, que poblaron sin voluntad tantas leyendas provinciales, y que serían fusilados en plazas públicas o, con suerte, encarcelados para una muerte más larga. Otros hubo que rechazaron el exilio, la sierra o la topera, y se quedaron a esperar, confiados en su inocencia por cuanto no tenían más falta que unas ideas liberales conocidas en el pueblo, algunos artículos publicados en el periódico de un sindicato, o un apoyo circunstancial al Frente Popular. En muchos casos, estos hombres no fueron castigados con la muerte física ni la muerte carcelaria, sino con una versión sólo en apariencia más soportable: la muerte civil, la imposibilidad de volver a sus trabajos (profesores, médicos de prestigio, profesionales liberales), la pérdida de sus propiedades y derechos, títulos, oportunidades...

Pero aquellos otros no. Aquéllos se escondieron en cualquier parte, en sótanos sellados, en falsos techos, en dobles paredes, en habitaciones cegadas tras un armario, en grutas junto al corral, en pozos secos, esperando que la guerra y lo que viniera después pasaran pronto, que lo suyo fuera cosa de unos meses, a lo sumo un par de años. Pero pasaron los años, diez, veinte, treinta, y nada cambiaba, las noches eran idénticas a los días, se comunicaban con el exterior apenas por una grieta por la que recibir comida y palabras de ánimo o consuelo (los que tenían más suerte podían tal vez salir algunas noches, dormir junto a su mujer, abrazar a sus hijos para con el alba retornar a la madriguera). El tiempo pasaba y el miedo aumentaba, cuanto más tiempo estaban escondidos más grande se ría el castigo si salían. No temían por ellos (cobardes no eran), sino por sus familias, por lo que les harían a sus mujeres e hijos después de haberlos mantenido escondidos durante años, engañando a las autoridades que los reclamaban periódicamente («se marchó a Francia, murió en la guerra, no lo vimos nunca más»).

Hasta que —después de la ley de 1969 por la que prescribían las responsabilidades penales por hechos cometidos antes del uno de abril de 1939— alguno de ellos, probablemente desconociendo la existencia de muchos otros como él, tal vez creyéndose el único topo en un país de miedo, decidió un buen día que ya no aguantaba más, y salió del agujero. Evidentemente, aquello fue una noticia, una conmoción para muchos, cómo puede un hombre aguantar treinta años escondido, qué miedo le retenía. Como fuera que no le pasó nada (apenas un interrogatorio sumario y un par de días de calabozo preventivo, qué son dos días después de treinta años de celda), otras familias, conocedoras de lo ocurrido por la prensa, alerta rían a los suyos, y éstos irían naciendo a la luz, despacio, sin prisa, porque el tiempo mata la impaciencia, podían salir en ese momento o esperar otro año, qué más da. Así, durante más de cinco años, la aparición de un hombre vuelto a la vida desde las tinieblas se convirtió en una noticia repetida en la prensa cada pocas semanas, con fotografías de aquellos hombres de barba enmarañada y mirada abrasada por la luz nueva, como una atracción divertida para tantos que no conocían o no recordaban la guerra, que no podían entender aquello al no haber vivido —o haber olvidado— el miedo de entonces, el horror cotidiano de varios años.

Pero hubo otros que no, hubo quienes no se fiaron de medidas de gracia y esperaron aún cinco, seis años, hasta la muerte del supremo sayón. Aquéllos, tal vez porque se consideraban portadores de una culpa que no encontraría clemencia —dirigentes locales o provinciales del Frente Popular, milicianos que fusilaron a nacionales, verdugos también ellos, a su manera—, o porque directamente se negaban a vivir en un país que no era el suyo, por lo que fuera no se atrevieron a salir todavía y, acostumbrados ya a su situación, podían vivir otros treinta años escondidos si era necesario. Así, tras la muerte de Franco, todavía hubo unos meses en los que, al mismo tiempo que los exiliados regresaban entre fiestas, los últimos topos —los que quedaban vivos— dejaban sus cubiles, no sin desconfianza, olvidados ya por todos.

Ayudado por Ana, Santos retiraba el pesado armario para dejar salir al anciano escondido en un hueco de la falsa pared, y en ese momento recordaría restos de un diálogo que meses atrás mantuvo con uno de estos hombres ocultos. Apenas un año después de la muerte del Generalísimo, Santos hizo un viaje a su pueblo natal, después de casi cuarenta años sin volver, y sin que nada quedara allí que le vinculase, más que un par de lápidas en el cementerio. Conocedor por los periódicos de que uno de los vecinos del pueblo había permanecido escondido durante más de treinta años en el doble fondo de un sótano, decidió entrevistarlo y grabar la conversación con vistas a un libro sobre el tema que algún día tal vez escriba. Éstos son algunos extractos de aquella conversación que ahora recordaría:

«—¿Cuándo se escondió usted?

»—En agosto del 36, cuando los nacionales llegaron a la provincia con el Ejército de África. De camino a Badajoz tomaron el pueblo. Entonces me escondí.

»—¿Por qué se escondió? ¿Qué temía?

»—Me hubieran matado. Llegaban a un pueblo y hacían una primera purga, de emergencia, indiscriminada. Liberaban a los facciosos que teníamos encerrados en la escuela, y éstos eran los que guiaban a los soldados, los que señalaban a los que debían morir. Todos los hombres del pueblo estábamos asustados, cómo no estarlo. Llegaban refugiados de los pueblos que ya habían caído, y lo que contaban era terrible: no había juicios, ni siquiera fusilamientos: los moros sacaban a los hombres de las casas y los mataban a bayonetazos, para no gastar munición, ¿sabe? Mutilaban los cuerpos y todo, a lo que dicen, y los dejaban en medio de la calle, para que todos lo vieran. Así que cuando llegaron aquí, ni siquiera hicimos resistencia. El gobernador republicano nos había prometido doscientos hombres de Badajoz, y un avión. Pero nunca llegaron, y éramos muy pocos para hacer frente. Algunos se fueron a la sierra, a esconderse. Yo estuve tentado, y de hecho seguí a los que se iban, pero cuando empecé a subir me arrepentí y volví. Hice bien, porque ésos cayeron todos, con el tiempo. Como tu padre, a lo que me dijeron, ¿no? Pues eso. Otros, en cambio, cogían a sus familias y se marchaban a Badajoz. Ésos también cayeron con la ciudad, porque no pudieron pasar la frontera a Portugal. Yo elegí esconderme, porque pensé que sería por un tiempo, hasta que la República reconquistara la región y terminara la guerra. Pero ya ve, las cosas fueron de otra forma. Así que me quedé escondido ahí, donde le he enseñado antes. Todos estos años.

»—¿Qué había hecho usted para que quisieran matarle?

»—Aunque no hubiera hecho ná. Se los cargaban a todos, no distinguían. Si tenías la señal de la culata del rifle en el hombro, como un moratón del retroceso al disparar, ya sabían que eras republicano, y te mataban. Y luego dependía del capricho de los cuatro señoritingos, que nos tenían ganas desde antes que les encerráramos. Pero yo además era del sindicato, de la UGT, de los de la tierra. Yo estuve con tu padre, tú lo sabes, cuando ocupamos las fincas en marzo. Y eso no me lo iban a perdonar, no. Yo estaba marcado.

»—¿No pensó en salir del escondite después de los primeros años? No haber esperado tantos años...

»—No crea que soy un cobarde. Si no lo hice antes fue por mi mujer y los niños. Por lo que le hicieran a ellos por haberme escondido. A lo primero registraban todas las casas, tiraban incluso las paredes para buscar a los que se escondieran. Ahí al lado, donde lo de Marisol, pillaron a uno, a Jesús, tú no te acuerdas, eras muy pequeño entonces. Se había escondido muy mal, en el corral, en una covacha bien cerrada pero mal disimulada. Le encontraron porque un perro suyo se puso a olisquear el sitio, buscando al dueño, qué iba a saber el animalito. Como el Jesús se negó a salir, y los fachas no querían perder mucho tiempo, le metieron una granada y saltó por los aires con cobertizo y perro incluidos. El pobre. Yo tuve más suerte. Pero bien que me buscaron. Porque un hijo puta me había visto en el pueblo hasta el último momento, y sabía que no me había largado a la sierra. Durante dos meses venían casi todos los días a casa, una pareja de la civil, y registraban todo otra vez. Interrogaban a mi mujer, y a los niños, que eran pequeños y menos mal que no sabían nada, porque lo hubieran dicho, qué iban a saber los pobres. Sin aviso se presentaban en la casa, y yo les oía gritar, pegándole collazos a mi mujer. Se me ponía la sangre que no salía y me los cargaba porque sabía que no sólo me matarían a mí, sino también a ella. Luego, con el tiempo, no te creas que dejaron de venir. Por lo menos una vez a la semana venían, convencidos de que yo estaba en la sierra y bajaba por las noches. No dejaron de buscarme hasta un par de años después, cuando acabó la guerra. Entonces mi mujer me dijo que probara a salir, pero yo sabía que no podía. Ella es la que peor lo ha pasado todo este tiempo. Tú imagínate: cuando salí, en el setenta, llevábamos casados treinta y nueve años, y sólo habíamos estado juntos los cinco primeros años. Hay que joderse, ¿eh?

»—Durante todo ese tiempo, ¿no salió del agujero?

»—Ya te he dicho que se presentaban en cualquier momento, sobre todo de noche, despertaban a mi mujer yo creo que por joder. Ni rastreaban ni preguntaban ná, pero todo era joder un rato. Así que lo mejor era quedarme ahí metido. Además, había cerrado una pared de ladrillo para que no me encontraran, y sólo dejé abierto un agujero de una cuarta por el lado que daba al corral, y por ahí me daba comida mi mujer y me hablaba por la noche. No podía salir sin romper unos cuantos ladrillos... Ni siquiera me cabía la cabeza pa’ darle un beso a la mujer, qué te parece.

»—¿En qué condiciones vivía ahí dentro?

»—Tú qué crees; prueba a meterte en un agujero y pasa un día entero. Así treinta años y más. No, con el tiempo me arreglé un poco. El sitio era pequeño, dos zancadas de largo y otras dos de ancho. No tenía ni cama, sino una estera para dormir. Y un cajón para sentarme. Tenía una lámpara de aceite, y más adelante tuve una linterna, así que podía leer algunos libros que me traía mi mujer. El tiempo se te hace enorme, no sabes qué hacer con él. Yo apenas sabía leer y escribir más mal que bien cuando entré ahí, había aprendido en la casa del pueblo, no sé si te acuerdas de Joaquín, que enseñaba a leer a los jornaleros. A mí me enseñó él. Al pobre también se lo cargaron, en la sierra, cuando cogieron a tu padre y a los demás. El caso es que he salido del agujero y leo como nadie, tú te crees. Tampoco había muchos libros, así que me leía los mismos una y otra vez. Y periódicos pocos, porque mejor no leerlos, pa’ lo que contaban. Todavía en los cuarenta, seguía los periódicos que me traía la mujer, porque me interesaba la guerra europea, ya ves, creía que después de liberar Francia iban a seguir para abajo los aliados y nos iban a liberar a nosotros también. Pero resultó que no, que Franco no era tan malo como Hitler, o yo qué sé. Lo malo era que, tanto los periódicos como los libros, mi mujer me los tenía que conseguir a escondidas, porque ella no sabe leer, y hay mucho chivato en el pueblo que hubiera dicho a la guardia civil que dónde iba la mujer del Palomo con unos libros si no sabe leer ni ná. Qué gente, Dios. Y mi pobre mujer, lo que ha tenido que aguantar. La crueldad de todo el mundo, que decía que su marido era un cobarde, y que estaría por ahí escondido, en la sierra como un bicho, en vez de cuidar de la mujer y los hijos.

»—Ya sé que la pregunta es obvia: ¿llegó a desesperarse?

»—No te creas. Eso es al principio. Luego, el tiempo te da lo mismo, la impaciencia se te pasa en pocos años. Es una rutina. Es cambiar tu rutina de siempre por otra distinta, al final da lo mismo irte al campo a trabajar que dar vueltas en una topera. Eso sí, tiempo pa’ pensar he tenido pa’burrirme. Pero no, con los años no me desesperaba por mí. Sí por mi mujer, claro, que se hacía vieja sin tenerme al lado. Y mis hijos, que crecían sin que los viera más que por el agujero, y sólo a partir de que tuvieron doce o trece años, porque hasta entonces mi mujer los engañaba y les decía que yo estaba en América, porque ellos eran pequeños y podían decir algo, en el colegio, a los amigos; y este pueblo está lleno de chivatos, ya te lo he dicho. Y desesperado también por el país, aunque no te lo creas. Me desesperaba ver en lo que se había convertido España, lo poco o nada que quedaba de todo lo que hicimos, no sólo de la República, sino de lo que hicimos en el campo, de tantas cosas. Me desesperaba ese lagarto cabrón, que parecía que no se iba a morir nunca, que iba a ser eterno por la gracia de Dios o de su puta madre. Eso también me desesperaba, pero no podía hacer ná.

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