Read ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! Online
Authors: Isaac Rosa
En este caso, echamos de menos ciertas amarras que tal vez aparezcan en posteriores capítulos. No negamos que el argumento es curioso, atractivo, quién sabe si original, con muchas posibilidades. Las mujeres enloquecidas que esperan durante décadas el regreso de los maridos, olvidadas del mundo y por el mundo. Sin embargo, la propia escritura del joven autor tensa los bordes de lo verosímil, y empiezan a aparecer agujeros. A no ser que en posteriores páginas se aclaren algunos elementos dudosos que ahora dejamos en espera —desde cuestiones prácticas sobre la supervivencia tan prolongada en esas circunstancias de abandono, hasta asuntos más bien psiquiátricos sobre lo sostenible de una locura colectiva como la descrita—, el relato se columpia cada vez más en lo inverosímil, y nos hace temer el resbalón
.
En este capítulo, por ejemplo, el autor confunde lo misterioso con lo que da miedo. Algo puede ser misterioso sin dar miedo, o mejor dicho, dando otro tipo de miedo, menos explícito. Pero el autor opta por un miedo de cine de terror, aplicando la plantilla de clásicos del susto y la huida desesperada. Así, la persecución de las ancianas recuerda escenas del cine sobre zombis, y tal vez hay intención en el autor en evocar esos referentes, pues las ancianas no dejan de ser muertos vivientes, dadas las circunstancias. Aun así, el patetismo de la persecución casa mal con la profundidad perseguida, y ese final, con el coche que tarda en arrancar mientras los zombis golpean las ventanillas, nos suena a algo ya tan visto que se diría parodia
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Comentamos por último algo que ya nos había sorprendido en páginas anteriores: la increíble capacidad de Julián Santos para quedarse dormido en los momentos y circunstancias más contrarios al sueño. Así, se quedó dormido por unos minutos (aunque siempre se advierte que podrían ser horas) al llegar a Lubrín, en el coche. Se quedó también, si no dormido, al menos traspuesto, al entrar en Alcahaz la primera vez, mirando fijamente el cartel anunciador del pueblo. Se quedó frito en los brazos de la vieja demente, en la cama, en una situación en la que no creo que muchos se quedasen dormidos, y nada menos que toda la noche, un sueñecito de pijama, orinal y padrenuestro. Y ahora se vuelve a quedar dormido detrás de una casa, tras huir de una de las locas. Le basta sentarse en el suelo y quedarse cuajado. También, recordamos ahora, decía quedarse dormido en el despacho de Mariñas, sobre los papeles y cuadernos que le llevaba la viuda («mullido lecho de papel sobre el que a veces me quedaba dormido», leemos en el capítulo octavo de la primera parte). Tal vez nuestro protagonista sufre narcolepsia, si bien nuestro autor aún no se la ha diagnosticado
.
Anotamos brevemente un par de términos: enteco (el perro enteco, flaco como todo perro de esta novela) y vejarrón, que más que en un abultado cuaderno Moleskine nos hacen pensar en un diccionario de sinónimos en permanente uso sobre la mesa de nuestro escritor, que antes de decir que un perro es flaco o que un cuerpo es anciano, prefiere buscar el sinónimo más literario posible. Enteco, vejarrón
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Pasará el tiempo que pasará. Cómo pasará, eso nadie lo sabe; pero lo evidente, lo que nadie podrá ocultar, olvidar ni borrar es que se mató porque sí. Es decir, porque fulano le tenía ganas a mengano, con razón o sin ella (...) Hoy ya se ha olvidado mucho, dentro de poco se habrá olvidado todo. Claro está que, a pesar de todo, queda siempre algo en el aire. Como con los carlistas, pero eso aún fue ayer. Antes debió de pasar lo mismo, y pisamos la misma tierra. Yo creo que la tierra está hecha del polvo de los muertos.
M
AX AUB
,
Campo de los almendros
* * *
La cita de Aub, además de incorrecta en su elección —puesto que no es realmente un pensamiento de Aub, como podría parecer por la primera persona («Yo creo...»), sino de un personaje que interviene en la adenda de Campo de los almendros—, subraya una idea peligrosa que ha hecho fortuna en la literatura española sobre la guerra. La vieja patraña del cainismo español, de los odios ancestrales, del rencor larvado durante generaciones, de las venganzas al calor de la guerra, como forma de explicar la gran matanza de la guerra civil. Por supuesto que en muchos casos «se mató porque sí. Es decir, porque fulano le tenía ganas a mengano». Pero eso no debe hacernos olvidar que por parte franquista hubo una auténtica política de exterminio contra los republicanos, que no respondía precisamente a venganzas personales. Podríamos dar muchos ejemplos de ejecuciones, tanto en la guerra como en la posguerra, en las que ningún fulano tenía ganas a ningún mengano. Ejecuciones en frío, burocratizadas, con trámite administrativo. Pero también muchas otras en caliente, pero cuyo calor no procedía de una venganza, de cuentas pendientes, sino de la decisión golpista de aprovechar la guerra para limpiar el país. Recordamos ahora al capitán Alegría que retrata Alberto Méndez en Los girasoles ciegos; el desertor franquista que denuncia la estrategia de exterminio disfrazada de guerra: «no quisimos ganar, queríamos matarlos».
J
UEVES
, 7
DE ABRIL DE
1977
Desde el sueño —hacía meses que no dormía sino a intervalos, sin disciplina, allí donde le venciera el cansancio— alcanzaron a Santos imágenes antiguas, de otro tiempo, imágenes ciertas pero deformadas por el soñar —que falsea los diálogos, los rostros invisibles, los personajes que no vemos aunque son reconocibles—. La mecánica onírica mezcla siempre los tiempos, pasado y presente y quién sabe si futuro, personas muertas o vivas junto a otras que acaso no existieron, cuánto habrá de memoria y cuánto de deseo en lo soñado. En el ensueño reciente, del que poco recordaría Santos al cabo, aparecía nítidamente un niño que mezclaba rasgos del propio Santos, de su infancia, con otros del muchacho, no tan niño, que recogió en el coche camino de Lubrín dos días atrás —su cuerpo adulterado, sus ropas viejas que sí tenían mucho de la pobreza en el vestir de Julianín—, y con un rostro no muy definido, como todos los que surgen en los sueños.
Aparecía también un pueblo poco preciso, formado por algunas casas, blancas y acaso derruidas, que bien podía ser una recreación a partir de mezclar Alcahaz y su propio pueblo natal, o bien cualquier pueblo del sur, todos de casas blancas, desordenadas, idénticas, sin más límite a sus calles que los campos de cultivo, tal vez la vega de un río. Él, protagonista del sueño, y que se recordaba a ratos niño y a ratos adulto, caminaba por la calle solitaria, con las manos en los bolsillos como un niño arrancado de la infancia a golpes. Se detuvo en la esquina de otras veces, esperando el momento que ya sabía: desde un callejón que llegaba al centro del pueblo como prolongación de una cañada que bajaba de la sierra, un grupo de hombres se acercaba: cuatro guardias a caballo, despojados de sus capas, con las camisas algo abiertas, tan sólo uno de ellos conservaba el tricornio de negro charol. Traían rostros agotados, faltos de sueño, de tanta noche peleando por los olivares de la serranía, disparando a la oscuridad, corriendo por las pendientes hasta tropezar y caer y volver a caer en los riscos, en desventaja como estaban frente a los hombres fugados, habitantes de la noche, que conocían bien el terreno, sus curvas y grietas, los pedrizos donde protegerse. Ahora, con la mañana, regresaban al pueblo, agotados pero satisfechos de lo apresado: un hombre joven, de piel denegrida —de noche o de sol, tal vez los dos manchan la piel—, pelo crespo y barba de semanas. El hombre, como presa, caminaba descalzo y sin camisa; llevaba las manos juntas y atadas a la silla de uno de los caballos con una soga larga, que le obligaba a seguir el ritmo de los que cabalgaban. Al llegar a la calle central del pueblo, el prisionero, fatigado de correr huyendo durante toda la noche, resbalando por los pedregales y disparando sin fortuna contra todo lo que se movía a su espalda, y agotado también de haber tenido que caminar detrás de los caballos desde el alba, cayó ahora al suelo, sin más fuerzas. Los pantalones jironados permitían ver sus rodillas desolladas. Todo en él era desgarro; los pies sangrantes, de caminar descalzo por las cortadas de la sierra; la boca o la nariz llenas de un resto negruzco ya seco. Los jinetes se detuvieron, mientras el hombre quedaba de rodillas, con la cabeza hundida y los brazos levantados porque el guardia a cuyo caballo iba atado tironeaba la cuerda para obligarle a ponerse en pie. El niño, que era Santos aunque compartía rasgos del mozo de Lubrín, reconoció el cuerpo que no podía levantarse, el mismo cuerpo que había visto la noche anterior arriba en la sierra, insinuado en el contraluz de las brasas, el rostro que entonces no tenía sangre ni sudor, sólo el miedo súbito del padre al ver llegar a su hijo tan temprano, inesperado, como las sombras de los guardias que aparecían entre los olivos, los primeros disparos y las carreras.
El niño, Santos, corrió, asustado, hacia el cuerpo arrodillado, al que se abrazó llorando de miedo, no de culpa, por cuanto era demasiado pequeño para relacionar la captura del padre con su imprudencia infantil de la noche anterior. Se apretó contra el cuerpo del padre, llenándose de su suciedad y su cansancio pegajoso. El prisionero, con las manos atadas y tensadas desde el caballo, no podía abrazar al hijo, y se limitaba a apoyar la cabeza en el hombro del pequeño, en un gesto de agotado cariño que Santos querría identificar, durante tantos años, como una última expresión que le exoneraba de culpa. El guardia que montaba el caballo al que iba atado el prisionero hizo retroceder al animal, hasta situarse a suficiente distancia para estirar el brazo y agarrar de los pelos cortos al muchacho, tirando hacia arriba de él.
—Lárgate de aquí, niño —dijo el guardia sin soltar los cabellos de Julián, Julianín, que lanzó un aullido de dolor o rabia.
El padre, al ver cómo su hijo era maltratado, se puso en pie, con más orgullo que fuerza, tensó la cuerda y rodeó al caballo hasta que la soga quedó arrollada en la cintura del jinete. Sólo hizo falta un tirón para que el guardia cayera al suelo con violencia y se golpease la espalda. El padre se lanzó sobre el guardia caído, enrolló la cuerda en su cuello y apretó hasta casi romperle la garganta. Esto último lo impidió otro guardia, que desmontó de un salto, tomó el rifle de la silla, y dio un solo golpe, seco y duro, con la culata del arma en la nuca del preso, que cayó desplomado al suelo. Quedaron los dos tumbados, un hombre inconsciente por el golpe, el otro con la tráquea partida, casi asfixiado.
Aunque en realidad tal vez no hubo sueño, sino que todo fue una confusión de la duermevela, una llamarada del recuerdo encendida cuando un guardia civil, tan parecido a los de décadas atrás, golpeó con los nudillos el cristal de la ventana del coche de Santos, despertándole mal y llenándole de imágenes pretéritas que pronto se extinguieron.
—Salga del coche —ordenó el guardia, mientras Santos se desperezaba en el interior estrecho. El durmiente limpió con la manga de la camisa la respiración que empañaba los cristales, y descubrió así el rostro del guardia, de cabeza chata, nariz rotunda y bigote corto.
—Buenos días —murmuró Santos, frotándose los ojos al salir del coche.
—¿No sabe que hay hostales en el pueblo? No se puede dormir así, dentro de un coche, en mitad de la plaza —protestó el guardia, tratando de llenar de indignación sus palabras, señalando con la mano la plaza toda, la fuente en el centro, los jardines y los ancianos sentados al sol, como un territorio en el que dormir fuera una profanación, algo de mal gusto.
—Perdone... Llegué muy tarde al pueblo, ya de madrugada, y no pensé que me fueran a atender en ningún hostal a esas horas. No pensé que...
—¿De dónde viene? —preguntó el guardia, sin interés ya por el posible delito de dormir en una plaza, dentro de un coche forastero.
—De Madrid... Vengo de Madrid... Estoy buscando... —comenzó Santos, sin saber si debía justificar su viaje, dudando qué decir, si hablar de Alcahaz, de lo que allí vio, no le creerían.
—¿Ha venido de Madrid en ese coche? —preguntó el guardia, recuperando así el aburrido protocolo de los hombres de la región, y anunciando el final de las pesquisas, el escaso interés que le despertaba el meteco.
Cuando el guardia, una vez comprobada la documentación, se alejó, caminando algo zambo hacia el cercano cuartel, Santos (entre maldiciones hacia el guardia, como cada vez que veía a un agente de verde, como si la culpa de la muerte de su padre se transmitiera de uno a otro guardia a lo largo de las generaciones) evocó cómo había llegado esa madrugada a Lubrín. Después de dejar Alcahaz con el crepúsculo, huyendo a gran velocidad de las mujeres que le perseguían para que contestara a sus esperanzas, descendió el camino de la sierra a una velocidad de riesgo, cercano a perder el control en alguna curva, hasta llegar por fin a la carretera —tras cruzar el tramo de barbecho donde había sido borrado el camino— y tomar la dirección de Madrid, convencido de que no pararía hasta pasar el Cerro de los Ángeles y ver las luces primeras de la capital, difuminadas en la niebla; iría directo a la casa de Mariñas, no importaba lo tarde que fuera, llamaría a la puerta hasta que le abriera la criada aniñada con los ojos llenos de sueño, y apareciera la viuda envuelta en una bata de seda vieja, con una expresión de normalidad en el rostro, porque tal vez ella sabía y callaba, nada le sorprendería.
Sin embargo, tras casi dos horas conduciendo sin parar, Santos se detuvo en medio de la carretera. Ni siquiera se apartó al arcén: dejó el coche en el centro de la calzada y se bajó del automóvil, ahogado; respiró la noche a bocanadas, con el deseo de abandonar el coche para seguir huyendo a pie, por los campos oscuros, por las quebradas de la sierra. Se tranquilizó fumando un cigarrillo, con los ojos vueltos hacia el cielo encendido de astros, la noche quieta, la carretera desierta a esas horas. Pensó —se obligó a pensar, con imágenes y palabras— en Alcahaz, en lo ocurrido, en aquellas mujeres, en la demencia que las encadenaba al pasado, a la esperanza que creían haber visto en él. No podía marcharse de allí ahora, debía saber más, averiguarlo todo, comprender qué sucedía, por qué aquella locura. Y lo más importante: debía hacer que los demás supieran — que supieran los que no sabían o no querían saber, que recordaran los que se empeñaban en olvidar. Como un deber moral recién adquirido, quizás acomplejado por su precipitada y cobarde salida de Alcahaz, escapado de un peligro que no era tal, hizo propósito ahora de que aquel pueblo no quedara sumido en un silencio de cuarenta años más hasta que las mujeres murieran todas, abandonadas, y el pueblo se terminara de descomponer, engullido por la tierra. Recordó la visita a Lubrín dos días atrás, en el ayuntamiento, los escrúpulos de los funcionarios, la violencia de aquel hombre que le expulsó a golpes. Recordó ahora todas las negativas, las miradas de desconfianza desde que llegó a la provincia, las muchas veces en que había sido rechazado en la región cuando pronunciaba el nombre del pueblo. Todos sabían, no podía ser de otra manera, todos sabían algo —tal vez no todo, no lo de las mujeres, no que seguían vivas— y callaban, o peor aún, negaban.
Subió entonces al coche y dio la vuelta en la carretera, acelerando en dirección a Lubrín, donde debía aclararlo todo. Tras más de tres horas de conducción, en mitad de la noche más oscura, alcanzó a ver Lubrín tras una loma, el pueblo apenas encendido en la noche, pocas farolas en las calles, el pueblo todo dormido cuando entró despacio, recorriendo las plazas abandonadas al sueño. Convencido de que a esas horas no hallaría posada en ninguna parte, aparcó en un lateral de la plaza central. Incluso el cuartel de la Guardia Civil estaba cerrado a la noche. Una sola farola grande, de cuatro brazos, repartía su titubeo luminoso por la plaza. Santos recostó el asiento y buscó acomodo en el interior angosto del automóvil, colocándose las manos en la nuca como carnosa almohada. Retuvo algunas imágenes, guardándolas para el sueño. El reloj del consistorio, luna de números, marcando las tres de la madrugada, fue la última visión que Santos se llevó hacia el sueño.
Ahora, vencida ya la mañana en la plaza, mientras el guardia se alejaba hacia el cuartel y los primeros tenderos levantaban las persianas de sus comercios y barrían las aceras, Santos, olvidado ya del sueño o recuerdo confuso de la noche, se acercó hacia un bar próximo, donde tomar un café y hacer tiempo mientras llegaban los funcionarios al ayuntamiento. Un café no muy decente, una tostada más de suela que de pan, y un periódico del día anterior, conformaron un aciago desayuno mientras esperaba, sentado en un taburete desde el que dominaba la fachada del ayuntamiento, donde ya entraban los trabajadores más madrugadores.
—¿Viene usted de muy lejos? —preguntó el camarero, obligado a sacar conversación del único cliente.
—De Madrid —respondió Santos sin abrir mucho la boca, adivinando ya el diálogo monocorde.
—¿De Madrid? ¿En aquel coche?
Una mujer entró en el bar, atrayendo la atención de Santos. Era una mujer cercana a su edad, tal vez algo más joven, frisando los cuarenta años en todo caso, pero claramente desprovista de amargura, plena de esa relajación propia de quien no hace penas de cada año cumplido. Vestía de forma sencilla, unos pan talones de pana fina y una blusa oscura que traslucía un cuerpo de formas redondas, nada falto de carne. No llevaba maquillaje —o, si lo llevaba, era imperceptible—, ofrecía un rostro limpio, apenas del tiempo castigado, tan sólo una espiga de cansancio en los ojos, y el pelo recogido en una trenza. Se sentó en un taburete al otro lado del mostrador, sonriendo con educación a Santos, que le hizo llegar unos buenos días. La mujer pidió una copa de ginebra, petición que chocó a Santos: estaba acostumbrado a ver, en Madrid, tantas mujeres degradadas por los años y el tedio, que apenas despertaban se ponían una bata para bajar al bar más cercano y beber una copa de cualquier alcohol temprano. Lo que le sorprendía ahora era ver a una mujer como aquélla, respetada por los años, sin sombra de fracaso en la mirada, que tomara una copa a las nueve de la mañana en un gesto que la igualaba a miles de mujeres entristecidas en cada ciudad. La recién llegada encendió un cigarrillo y bebió despacio la ginebra, mirando hacia la plaza, y cruzó sus ojos algún instante con los de Santos, estableciendo acaso esa complicidad que se da entre dos desconocidos, cuando a veces, en un lugar público e incluso concurrido, dos miradas se encuentran en la distancia, a través de muchos cuerpos, e inician una comunicación silenciosa sin que nadie lo sepa, un intercambio de miradas furtivas y hasta vergonzosas que invitan a conocer al otro, aunque casi nunca se dé el siguiente paso, tan encadenados como estamos a las convenciones sociales, a las reglas que impiden que una mirada sea excusa para conocerse cuando hay una atracción repentina, un interés no confesado.
La mujer, como urgida por algo que ahora recordara, no terminó la ginebra ni el cigarrillo, y salió del bar sin devolver una última mirada a Santos, que la observaría mientras cruzaba la plaza a paso rápido y entraba en una sucursal bancaria, perdida quizás para siempre una relación que nunca fue.
Cuando Santos, minutos después, entró en el ayuntamiento, conocedor ya del edificio, no preguntó al conserje que dormitaba junto a la puerta, y se dirigió directamente a la oficina de la visita anterior. Los funcionarios, recién llegados y con la chaqueta todavía puesta, charlaban en corrillos y reían a voces. Al entrar Santos, los hombres cesaron la tertulia y lo miraron en silencio, al tiempo que se acercaban a sus respectivas mesas, y le lanzaban miradas de rechazo, murmurando alguno con el más cercano.