¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (18 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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(...)

La transformación de Miguel Mariñas no terminaba ahí: con el olvido de su rabia anterior, de su odio contra todo y todos, se deshizo también de todo equipaje socialista, innecesario ahora que no buscaba revancha alguna, ahora que ya no pertenecía al grupo de desheredados del que huyó. Este cambio de ideas no se limitó a una mera cuestión formal, a dejar de acudir a reuniones de partido, olvidar las palabras aprendidas de Pablo Iglesias y abandonar la lectura de números atrasados de
El Socialista
. El cambio era mayor, y evidenciaba la poca fuerza de su ideario socialista, ya que se desprendió a la vez de cualquier sentimiento de clase, y de todo resto de solidaridad con sus semejantes —o al menos con los que antes eran sus semejantes, sus hermanos de miseria. Su nueva posición de rentista, de explotador de tierras, le abrió los ojos y sobre todo le despertó la ambición, que siempre estuvo latente en él, a espera de una oportunidad que ahora era cierta. No tardó en prosperar económicamente, lo que hizo que el dinero se le metiera por los ojos, cegándole o tal vez abriéndoselos de verdad, depende de cómo se mire. La explotación de sus tierras, y sobre todo el préstamo de dinero a altos intereses, lo que en una tierra de pobres no era negocio menor, hicieron que su capital se multiplicase en poco tiempo. Compró más tierras en la zona, y en otras comarcas, a las que uniría muchas otras tierras que obtuvo por el impago de deudas: pequeñas y medianas parcelas que sus dueños perderían al no poder devolver el préstamo hecho por mi padre, los altos intereses. Se hizo con un automóvil y chófer, con los que viajaba por la provincia vigilando sus propiedades. Lo más triste de su cambio fue que se convirtiera en un aprendiz de tirano contra los hombres que trabajaban sus tierras y contra sus deudores.

Esto último podría deberse, más que a una ambición desmedida por conseguir el mayor rédito, a una nueva forma de rabia: esta vez contra todos aquellos que le recordaban, de alguna manera, su pasado, lo que él fue. Es decir, todos aquellos que eran como él había sido antes de tener dinero: miserable, ignorante, humillado, nadie. De ahí que, en pocos meses, el que fuera constructor de toneles, alcohólico y violento, se convirtiera en elegante propietario —claro que siempre de una elegancia ruda, de nuevo rico—, celoso de su dinero y su tierra, implacable contra sus trabajadores, avaro hasta la extenuación. El dinero, que todo lo podía según él, trajo también nuevas amistades, forjadas en el casino de la capital y sobre todo en los muchos despachos de la región, lo cual le daba buenos contactos y la garantía de que, en caso de protesta de sus trabajadores —que eran realmente suyos, en el sentido más posesivo, pues algunos campesinos, merced a un dinero prestado y no devuelto, quedaban asignados a sus tierras hasta satisfacer la deuda con trabajo, lo cual podía alargarse por generaciones—, no tardara mucho en aparecer la guardia civil para poner orden y paz en la tierra, algo que sería frecuente en unos años especialmente conflictivos, con constantes huelgas y motines en el campo, acompañados de no pocos excesos.

(...)

Así pasaron varios años, en los que Miguel Mariñas acentuaba aún más su nueva personalidad, ya definitiva. Mi her mano Pablo, hastiado de tanto campo, no tardó en marchar, alistándose al ejército, destinado a reforzar las tropas en el Rif. Alonso, por su parte, fue acumulando contra mi padre un desprecio que le hizo alejarse también: el frecuentar desde los primeros días las hogueras del amanecer en las que se reunían los campesinos antes de trabajar, le hizo recoger la protesta de estos hombres, las ideas que explicaban de forma torpe pero clara. Sabiéndose privilegiado en la educación que recibíamos en un buen colegio, Alonso se ofrecía a los trabajadores, analfabetos en su mayoría, para leerles lo que quisieran, principalmente el periódico del partido, las mismas páginas que en tiempos mi padre recitaba a otros trabajadores no menos analfabetos y airados que éstos. Todo esto hizo que mi hermano tomara conciencia de una clase a la que en verdad ya no pertenecía, pero a la que se adscribió por voluntad propia, uniéndose a su causa desde entonces, hasta el trágico final que encontró en Sevilla.

Yo no me alejé de mi padre: permanecí junto a él, ya que, desechados mis transgresores hermanos, yo estaba llamado a heredar todas las propiedades —rentas, tierras, hombres y amistades oficiales—. Marché únicamente a Granada, para completar mis estudios, y mi padre quedó en el campo, en la gran casa, acompañado por mi hermana, Carmencita, que sufrió sus cambios de humor y su renaciente enfermedad hasta el último momento de su vida. Los últimos años que le quedaban a mi padre, hasta morir en 1931, fueron terribles para ella. Castigado durante tantos años por el vino y la rabia, hábitos que no abandonó —aunque el vino fuese ahora de mejor calidad, y la rabia de otro signo—, fue enfermando progresivamente, hasta convertirse en un anciano prematuro. Con poco más de cincuenta años estaba acabado, no tanto física como mentalmente, degenerando su breve lucidez hasta la demencia final. Esto hizo que, en los últimos años, yo me hiciera cargo íntegramente de las explotaciones, desde mi residencia en Granada, mientras él, incapacitado por completo, era cuidado por mi hermana en la casa de campo.

En los últimos días de vida, la locura embarró por completo su mente, y no distinguía ya el pasado del presente, el recuerdo del deseo, el paso mismo del tiempo; se comportaba a veces como si todavía fuese el desdichado barrilero de Dos Hermanas, recordaba de repente párrafos de doctrina socialista, que gritaba por la ventana para sorpresa de los jornaleros que sospecharían cualquier cosa al ver cómo el cacique hacía suyas las palabras que ellos levantaban contra su dominio. La víctima de todo fue mi hermana: en los últimos dos años de vida de mi padre, la degeneración era tal que comenzó a confundir a mi hermana, Carmencita, con nuestra madre, Carmen, dejada quince años atrás en Dos Hermanas, cambiada por un dinero cuantioso. La demencia, unida al extraordinario parecido de mi hermana y mi madre —poseídas ambas de la misma belleza delicada, la piel de la color de la tierra, los ojos infinitos—, facilitaron el equívoco. Por mucho que mi hermana le advirtiera, él seguía tratándola como a su esposa y, lo que es peor, como si aún vivieran en el chozo, en la época pasada, en la miseria y la rabia de entonces. Mi hermana no me contó mucho de aquel tiempo, pero algo sé: ella, resignada y deseando la pronta muerte del padre, acabó cediendo y asumiendo el papel de nuestra madre, actuando como tal. Él, ante esto, se comportó como veinte años atrás, humillando a Carmencita como si de su mujer se tratara, e incluso poseyéndola con violencia, con la fuerza que su salud le permitía. Una noche, por fin, mi padre quedó dormido en una silla para no despertar jamás. Cuando al saberlo regresé a la finca, ella ya se había marchado sin despedida.»

* * *

Nuestro joven autor parece decidido a aprovechar un recurso narrativo que suele dar mucho juego, y que hasta ahora sólo se ha mencionado como posibilidad: el de la escritura suplantada, esas memorias por encargo, ese falseamiento del pasado, que permite sacar jugo a todo tipo de relaciones (entre el personaje y su falseado pasado, entre el redactor y el personaje redactado, con la propia escritura y su poder falsificador...), así como reflexiones sobre las trampas y el potencial impostor de la literatura. Sin embargo, no le saca ese partido, pues acaba poniendo sin más la redacción al servicio de sus intereses en la novela, cosa que no sería criticable —pues es lo habitual—, si no fuera porque esos intereses parecen un poco despistados, y a veces se olvida hasta la confesada intención de denuncia y reivindicación y etc., y el único interés y estímulo parece ser el de avanzar, sumar páginas, completar una novela, la que sea
.

Al comienzo del capítulo advierte de su temor a que se produzca una «excesiva identificación» de Santos con Mariñas, del retratista con el retratado. Ésta se produce, en efecto, pero de forma descontrolada, y se acaban confundiendo en una misma y única voz narrativa Santos, Mariñas y el autor de la novela, pues nada distingue el tono de las páginas de las memorias falseadas de otras escritas en primera, segunda o tercera persona en capítulos anteriores. Sólo hay una voz en esta novela, y no es la de Santos, ni la del falso Mariñas, sino la de Isaac Rosa, omnipresente hasta en los personajes más secundarios. Todos hablan igual, y eso es más apreciable cuando recaen en ese soniquete engolado y retórico (presente de forma evidente en el primer párrafo de las «memorias», puro Rosa juvenil) y en esa obsesión de hiperliteraturizar todo, de convertir cada línea en un verso mayor, esa elección de adjetivos, verbos y locuciones que se imponen a otras más sencillas simplemente porque al autor le debieron de parecer «más lite rarias»
.

Pasaremos por alto la enésima insistencia en la
idée fixe
del pasado oscuro que Santos comparte con Mariñas (otra vez repite, casi palabra por palabra, lo de «una oscuridad de ciertos años que yo comparto de alguna forma» y más), y nos centraremos en analizar estas páginas de las memorias impostadas de Mariñas, que no tienen desperdicio
.

El despiste del joven autor a la hora de lo que entiende por literario no se limita sólo a la forma, al tipo de escritura, a la preferencia por lo hinchado, por lo «bonito». Está presente también, de manera evidente, en el argumento, en lo que cuenta, en la elección de historias y en la construcción de personajes. Así, a la hora de elaborar un pasado para Mariñas, el autor ha entendido que es el momento de redactar algo muy «literario», esas asombrosas historias secundarias de las grandes novelas, donde todo es extraordinario aunque siempre con un pie en el suelo, para lograr la complicidad lectora. Se trata de perfilar un personaje que, a ojos del lector, sea «inolvidable», uno de esos personajes golosos, que todo autor busca contratar para su novela, que pesan en cada página, y que espera pesen en el recuerdo del lector. Un personaje extraordinario, un tipo novelesco, entendiendo lo novelesco en su acepción más popular: «menuda vida, es como de novela», ya saben
.

Ahí tenemos al personaje novelesco, el padre de Mariñas, don Miguel Mariñas, en quien el autor aplica su sabiduría narrativa para darle todo tipo de atributos que lo hagan inolvidable, para lo cual debe ser, a ojos del lector, impactante a la vez que entrañable, que sea leído con una sonrisa. Y ahí está: el autodidacta, el hombre hecho a sí mismo a golpe de rabia y coraje, el pobre que triunfa, el analfabeto que quiere saber, el revolucionario... Los recursos utilizados son archisabidos, empezando por eso de la enciclopedia leída por orden alfabético y memorizando artículos, ese candor del analfabeto que pone tierno al lector, pero que ya hemos visto en otras novelas. Tampoco puede faltar el matrimonio interclasista, el amor montescocapuleto, el pobre y la rica, con oposición de las familias y melodramática compraventa de su libertad, y que siempre será del gusto de un sector importante de los lectores agradecidos, sobre todo cuando se añade la madre sufridora, tan entrañable como otro de los recursos elegidos en varios momentos del relato: el sentimentalizado
punto de vista infantil
; el
mundo visto por los ojos de un niño
, al que recurren novelistas y cineastas cuando quieren rendir al lector o al espectador de la manera más fácil, por KO emocional
.

Todo ello adornado por la habitual cháchara didáctica de este tipo de relatos: la exhibición documental del autor, que tras pasar meses en una biblioteca, copiando todo tipo de informaciones relativas a la época, decide ofrecer un retrato de época que parece un paseo por el museo de cera
.

La cháchara didáctica, sostén del viejo reclamo «enseñar y entretener», es el mejor enganche para el lector, que leerá con deleite un relato en el que, a la vez que se lo pasa bien, siente que aprende, que asimila informaciones interesantes, que el autor le facilita ser más culto, más instruido, ya sea aprendiendo cómo era la vida de la clase obrera andaluza a principios del siglo
XX
, ya sea viendo en vivo y en directo cómo se construye un barril (¿y lo hace en su casa, no en la fábrica? ¿Uno al día? ¿Y lo transporta varios kilómetros «a cuestas», ni siquiera lo hace rodar?), ya sea recibiendo de forma literal los discursos de Pablo Iglesias, etc. Y sin que falte el recurso a la alta cultura, que además el lector aprenda algo culto, a ser posible relacionado con la cultura clásica, en este caso la sonrojante inclusión de la leyenda de las Danaides y el tonel, insertada en la novela con brutal calzador —y además inexacta, pues fueron cuarenta y nueve las princesas asesinas, no cincuenta
.

Alíñenlo todo con un poco de ambientación de época, tipo museo etnográfico, donde no falta ni la luz de carburo ni la picadura para fumar (y ese interior del chozo, tan teatral como todos los interiores vistos hasta ahora, y que ahonda la impresión de que el lector no ha visto la miseria más que en esas formas documentales que fueron algunas novelas realistas de antaño, pues en este capítulo de nuevo vemos formas de idealización campesina y obrera, y hasta niños descalzos y burros asustados cuando un automóvil cruza el pueblo, ole y ole)
.

Por último, el sustancioso capítulo nos permite ampliar largamente nuestra lista de expresiones cursis y manidas: esa «geografía de los sentidos», un «paisaje que el tiempo había herido de muerte», un «taumaturgo de sueños», el barrilero como un «forjador de armas míticas», una casa «herida de lluvia», la «magia de las palabras», o esa «piel de jabones gallegos»; pero sobre todo esas risibles «huellas violetas (y violentas) del tiempo», en lamentable paronomasia. Mención aparte merecen las dos descripciones de Carmencita, que parecen de broma: «La piel del color de los terrones secos del campo, los ojos de un verde prado, la voz arracimada de viento.» Qué literario, qué bonito. Y añade después: «belle za delicada, la piel de la color de la tierra, los ojos infinitos», con ese detalle de lírica popular de «la color»
.

Reseñamos brevemente la postal turística de una exótica Granada, que parece encargada por la diputación granadina a un poeta local (con perdón por los poetas locales) para el pregón de las fiestas de nuestra señora de no sé qué, con sus «cuevas húmedas del Sacromonte donde vivían gitanos que parecían criaturas de la oscuridad», la Alhambra presentada como «castillo fantástico» y «pesebre de leyendas»... Apuntar por último una preocupante acumulación de frases hechas y expresiones trilladas que delatan cierto cansancio en el autor en estas páginas: «en su práctica totalidad», «desgranar recuerdos», «tarea titánica», «vencer el desánimo», «indeleble en la memoria», y algunas más, que parecen impropias de un autor aplicado en hacer de cada página un monumento literario, oiga
.

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