Read ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! Online
Authors: Isaac Rosa
—¿Vendrás pronto, padre? —preguntó la niña, apretando con las manos pequeñas la cara del padre, marcándole los carrillos de barba.
—Claro, mi niña. Esta noche, a más tardar. Es sólo levantar un puente; tu padre hace eso en un santiamén —dijo él, y aupó a la niña al cielo con una mano para mostrar la fuerza con la que él levantaría un puente en un santiamén y estaría de vuelta pronto.
—¿Por qué te llevas la
copeta
? —preguntó la pequeña entre risas, señalando el arma en el suelo, el metal que brillaba al sol.
—Por si me encuentro un lobo —bromeó el padre, provocando la seriedad en el rostro de su hija—. Aunque los lobos prefieren niñas tiernas —dijo antes de morder la barriga de la niña, que se deshacía entre carcajadas y chillos.
La madre, una mujer joven, hermosa y sencilla, se acercó, divertida por la escena pero contrariada por la realidad del camión con el motor ya en marcha, los hombres que forzaban una sonrisa al despedirse, mientras los milicianos fumaban en la cabina del camión, reían por tanto drama en una despedida que no debía ser tal.
—Ahora tú te vas a quedar con madre, y te portarás bien hasta que yo vuelva, ¿vale? —dijo el padre, dejando a la niña en el suelo y recuperando la escopeta, cambiaba hija por arma, lo que provocó un presentimiento sombrío en la madre, que apretó a la niña entre sus piernas.
—Tendrás cuidado, cielo —musitó la mujer, con tristeza.
—Sabes que no pasará nada... Es sólo ese puente, ni siquiera nos acercaremos al frente... Estaremos lejos de cualquier tiro, estate segura, mujer.
Por detrás se acercó otro hombre, con una carabina vieja, de otras guerras, colgada a la espalda; apoyó una mano en el hombro del de la escopeta, y le indicó la inminencia de la partida.
—Vamos, hombre —dijo el recién llegado—; que se nos hará de noche y estaremos todavía con las despedidas... Parece mentira, ni que nos fuésemos a la guerra. Y es sólo un puente ahí al lado.
Los dos hombres sonreían e intercambiaban unos cigarrillos, ignorando la tristeza de las mujeres. Caminaron hasta el camión, subieron a la caja y buscaron asiento entre los demás.
—¿Y eso? —preguntó alguno, señalando a la escopeta que el hombre apretaba en las manos.
—Ya ves... Una escopeta.
—¿Para qué?
—Por si acaso, no sé.
—Ya —dijo burlón el hombre, agarrando la visera de la gorra y con un gesto de complicidad a los demás—; que si te ven los regulares o los legionarios con eso salen todos huyendo, ¿verdad?
Todos rieron, encontrando así una coartada contra el miedo.
—Mejor esto que nada, ¿no? —protestó el de la escopeta, molesto por las burlas.
—Lo que te va es a sobrar. Vamos a trabajar; ya lucharán otros. A nosotros no nos toca, no todavía.)
La mujer que en su locura o su desmemoria se cree niña tantos años después, se desprende y toma la mano del viajero al que cree o desea padre regresado. Tira de él hacia la casa, y Santos se deja llevar, resignado. Cruzan la puerta para ingresar en una oscuridad asfixiada, él llevado por la mano temblona de la mujer o de la niña.
—¡Madre, madre! ¡Ya está aquí padre! —grita, y su voz se pierde en la penumbra interior de la casa.
Santos camina tirado de la mano, hasta que su rodilla golpea algún mueble. La madera recomida de los postigos filtra mínimos chorros de luz que, una vez acostumbradas las pupilas, dibujan el interior de la habitación: una mesa redonda en el centro, unas sillas en pie, otra silla tumbada en el suelo, con las patas rotas. La mujer empuja a Santos, que se deja sentar. La silla no sugiere mucha resistencia bajo su peso y los años o la carcoma. El riesgo de rotura es mayor cuando ella se sienta en las rodillas de Santos, le rodea el cuello con los brazos, sonríe, en una postura más propia de enamorados que una supuesta relación padrehija —tan imposible, siendo la mujer de la edad de Santos—, aprieta su cuerpo contra el suyo, los pechos agudos, endurecidos, clavados en el costado de Santos, que permanece quieto, sin querer hablar o moverse, prefiere el silencio, acaso el sueño.
—Cuéntame, padre: ¿has visto allí alguna bomba? ¿Y disparos? ¿Hubo algún disparo en el puente? ¿Usaste la
copeta
? —Santos sigue mudo, asustado. La mujer insiste: «Cuéntame, ¿estuviste de verdad en la guerra? Dime cómo era...»
Santos se mantiene estatuario, mira a la mujer con ojos perplejos, qué locura es esa que domina a esta mujer, a las otras, a las que todavía no conoce y tal vez existen, es acaso ésta la razón por la que todos niegan el pueblo, tal vez todos saben lo que aquí ocurre pero no quieren saber, como si la locura, la ceguera, la infancia eterna, la desmemoria, se extendieran por toda la región. La mujer, sobre sus rodillas, columpia los pies, provocando un mayor quejido de la silla. Ella vuelve la cabeza hacia el interior de la casa y grita de nuevo:
—¡Madre! ¡Ya está aquí padre!
(silencio absoluto. Insiste:)
—¡Madre! ¡Padre volvió ya de la guerra!
(silencio. Ella grita, desesperada.)
—¡Madre! ¡Madre! ¡Madre!
La mujer estalla en llanto, se levanta de un salto y sale de la habitación. Santos queda en mitad de la estancia, envuelto de oscuridad y humedad, aspirando todavía el perfume de sudor viejo de la que ya ha salido. Escucha los pasos y el llanto de la mujer por todos los pasillos de la casa. Él no se mueve, porque no quiere saber más, porque quizás la madre reclamada está en alguna cama, se acostó con la noche, con o sin engaño, para no despertar más. Santos querría llorar, huir, correr, dejar el coche y correr por la sierra, tropezar con los olivos, caer, levantarse y correr de nuevo, llegar con la noche hasta la cresta de la sierra, encontrar allí a los hombres junto a unas brasas sin luz, a alguno que a la escasa luz tuviera los rasgos secos de su padre, quedarse entonces allí, en la sierra, como un animal más de los muchos que sostienen la noche. De nuevo, desde alguna habitación interior, la mujer grita llamando a su madre. A cada grito sigue un mayor silencio que hace que el siguiente grito sea más angustiado que el anterior, hasta que Santos no lo soporta más y se levanta para salir de la casa, mareado.
Alcanza la calle, con el rostro descompuesto y un vértigo de cansancio que le dobla el cuello; los gritos de la mujer salen de la casa por las ventanas mal cerradas, llenan la calle soleada. Santos corre y tropieza y se levanta y sigue corriendo, entorpecido, avanza a zancadas y latidos frenéticos, hasta que alcanza las traseras de una casa donde, escondido, se apoya en la pared, agitado, respirando difícil. Se deja caer despacio hasta quedar sentado en el suelo, enciende un cigarrillo y fuma unas caladas urgentes. Coloca los brazos sobre las rodillas y hunde pronto la cabeza entre los brazos, para que el sueño le alcance pronto, como una huida sin fin.
* * *
La inseguridad púber del autor vuelve a transparentarse en estas páginas. Ya lo hemos visto en varios momentos de la novela: cuando la trama parece fluir y el autor parece coger seguridad, de repente se asusta y toca el freno, piensa que se está dejando a los lectores por el camino, que los está confundiendo, y decide tomarlos de la mano, explicarles las cosas por si se hacen un lío. No se preocupe usted, señor lector, que ya le aclaro yo las dudas. Es como si al autor, por verde, el argumento le viniera grande: como si pensase que tiene entre manos una bomba narrativa, una gran novela, y le entrase pánico al principio de cada capítulo, por lo que una y otra vez decide blindar el relato, apuntalarlo con vigas que cree más sólidas y pilares de la más basta argamasa novelesca. El edificio se resiente, claro, y siguiendo esta metáfora arquitectónica, donde podríamos encontrar una construcción ligera y luminosa, con espacios suficientes para la circulación del aire, nos topamos con gruesos muros cuya ordinariez se intenta disimular, eso sí, con unos bonitos adornos de escayola pintada de dorado
.
Así, en este capítulo vuelve a adoquinar la página con un flashback idéntico al utilizado páginas atrás, cuando Santos paseó por primera vez por el abandonado Alcahaz. Y para más delito, utiliza la misma fórmula introductoria, insultante para cualquier lector inteligente: «con el tiempo sabrás, ya lo descubrirás entonces...». A lo que cualquier lector responderá: «¿cómo que “con el tiempo” sabré? ¡Si me lo estás contando ya!». Para colmo, el flashback de marras no puede ser más ingenuo, lleno de aclaraciones y diálogos explicativos, donde el autor coge al lector, lo sienta en sus rodillas y le explica despacito lo del camión, lo del puente, lo de los hombres, lo de las mujeres, para que no se piense cosas raras y no saque los pies del tiesto propuesto por el autor. Y por si a algún lector borrico aún le quedan dudas, al cerrar el paréntesis añade la enésima aclaración, ésta ya en román paladino: «la mujer que en su locura o su desmemoria se cree niña tantos años después»; por si no nos ha quedado claro qué hace esa señora comportándose como una niña; y «toma la mano del viajero al que cree o desea padre regresado», como si tras el paréntesis aún no hubiésemos entendido el alcance del malentendido
.
La temblona inseguridad del autor, tan extendida en otros jóvenes (y no tan jóvenes) escritores, le lleva a echar mano de otros recursos con forma de flotador, aunque la piscina sea pequeña y haga pie de sobra. Así, en dos ocasiones hace eso tan maleducado de poner voz al pensamiento del lector, disimulando con algún personaje. El autor hace que el personaje piense, en voz alta, lo que cree que a estas alturas debería estar pensando el lector con la información recibida. De esta forma, si el lector no ha formulado aún las preguntas pertinentes, se las ofrece masticaditas. Así hace en dos ocasiones: «Entonces hay más vida en este pueblo —pensó Santos—...» y continúa enumerando las incógnitas que todo lector debe manejar a estas alturas. Y en un segundo momento del mismo capítulo, cuando Santos se pregunta «qué locura es esa que domina a esta mujer, a las otras, a las que todavía no conoce y tal vez existen, es acaso ésta la razón por la que todos niegan el pueblo, tal vez todos saben lo que aquí ocurre pero no quieren saber...». Lo dicho, el autor, el personaje y el lector, todos piensan en voz alta, qué sincronía de voces, qué ruido, todos hablando a la vez
.
En términos menores, el capítulo incluye otros aspectos reseñables. Por ejemplo, la insistencia en comenzar los capítulos con arranques «de pegada», que cojan de las solapas al lector, según consejo de las escuelas literarias más agresivas, que se lanzan al cuello del lector desde el primer renglón, sin dejarle respirar, no sea que se aburra y se vaya. Nuestro autor lo hace como acostumbra, hiperliteraturizando el primer párrafo
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También se aprecia una insistencia machacona en el uso de imágenes luminosas. Y digo lo de luminosas, no porque sean brillantes y arrojen luz sobre el texto, sino porque se construyen a partir de elementos lumínicos. Lo hemos visto en los capítulos anteriores, y continúa en éste. La luz del sol, que despierta, crea, coloca, descoloca, recoloca, iguala, desmiente... La luz de la luna, habitualmente restregada en las hojitas de los olivos o en la encendida cal de las paredes. La luz eléctrica de faros de automóvil, linternas, bombillas de diversa potencia, carburos, brasas de cigarrillo. La luz que chorrea, que gotea, que moja, que se vierte. En fin, a vueltas con la fotoliteratura, si se me permite acuñar un término que sería aplicable a otros autores con igual gusto por la cosa luminosa
.
El capítulo nos deja además otras dos figuritas para colocar en nuestro ya nutrido portal de belén. Esta vez dos ancianas que nos vienen al pelo como aguadoras para colocar junto al arroyo de papel de aluminio o junto al pozo. Ahí están, viejecitas, tan graciosas ellas con sus ropas negras, sus pañuelos «de trapo», sus alpargatas descosidas, sus cántaras (de barro, lo que deben de pesar para ir hasta la fuente y luego de vuelta con ellas llenas) y sus cestas de mimbre. Y ese gesto tan belenesco, en el que podemos congelarlas para colocarlas ya en el Nacimiento: una dándole agua a la otra con un cazo
.
Añadamos, por último, un par de expresiones cursis para el ya abultado listado («Angelita que duerme la muerte», las casas «dolidas de tiempo»), y un guiño entrañable traído desde el submundo literario infantil (la «copeta», aún sonrío al pronunciarlo)
.
Queda siempre, de alguna manera, un silencio último, un lugar oscuro de donde no escapen las palabras, cerrada franja de sombra en la que nos escondemos y nos esconden. Queda esa parte que no podría contar de Mariñas aunque quisiera, no sólo porque la viuda me pague para lo contrario —para dar forma de palabra al silencio, a lo oscuro—, sino porque en realidad no importa, nadie querría recordarlo, pertenece ya a un pasado que destruimos tiempo atrás, maldito pueblo de lotófagos.
La parte de las memorias de Mariñas que no podría escribir, la que debería falsear o no contar, podría ser algo así —siempre que pudiera contar la verdad:
«La muerte de mi padre, el desistimiento de mis hermanos —muerto Pablo en Annual, marchado Alonso a la capital, con el partido—, y la desaparición inmediata de mi hermana, me convertían definitivamente en el único responsable de todas las propiedades, y de su explotación. Las hectáreas de olivares compradas inicialmente por mi padre se habían convertido en pocos años, y gracias a su trabajo —y a sus manejos—, en un gran territorio repartido por varias provincias. Extensiones de olivar, frutales, cereales, viñas, un par de cotos de caza y una sierra de montería; considerables propiedades en explotación o arrendadas, que rendían cuantiosas rentas monetarias. Cerca de dos mil hombres, de distintos pueblos, dependían directamente de nuestras tierras, del trabajo en ellas. Además, la casa primera, de caprichosa arquitectura, había dado paso a varias casas, de residencia o descanso, una en cada finca: casas de campo, cortijadas, alquerías de distintos tamaños. Resulta difícil entender la buena mano que demostró Miguel Mariñas para los negocios tras tantos años de miseria e ignorancia. Buena mano y, sobre todo, una increíble capacidad para hacer amistades de conveniencia, principalmente entre delegados gubernamentales, alcaldes, mandos de la benemérita y, en general, todo aquel que pudiese procurarnos favor alguno. A esto añadiremos la conciencia que mi padre tenía sobre lo que la pobreza significaba, su seguridad en el valor de cada peseta que tenía, su rechazo a la disipación, su avaricia extrema y, sobre todo, los pocos escrúpulos que demostró para incrementar su fortuna, especialmente a la hora de actuar como usurero, prestando dinero a sus vecinos y trabajadores a intereses imposibles de pagar, lo que le permitía obtener, en caso de impago —y esto era frecuente, dada la acumulación de la deuda por los intereses—, fincas particulares que incrementaran su patrimonio o incluso, cuando el moroso no poseía una mala hectárea de nada, su servidumbre de por vida, el trabajo del deudor y su familia para resolver una deuda imposible.
»Los primeros años, a pesar de la creciente prosperidad, fueron de gran austeridad: todo el dinero que ganaba con sus iniciales propiedades era automáticamente invertido en nuevas adquisiciones. Fue así como, durante dos años, tuvimos la mejor casa de la comarca, una enorme construcción de dos plantas, llena de inútiles pasillos y patios de luz, habitaciones para nadie y salones redondos, pero completamente vacía, sin mueble alguno. La austeridad, el ansia por acumular lo máximo posible en el menor tiempo, hizo que mi padre dejara la compra de muebles, incluso los más básicos, para tiempos mejores. Con seis años que yo tenía, puedo recordar la casa mucho más grande de lo que era en realidad, tanto por la magnificación natural del recuerdo infantil, como por la impresión de tanto vacío, tantas habitaciones, grandes o no, vacías: salones de paredes blancas e interminables, patios sólo llenos de cielo, una docena de dormitorios en los que arraigarían el polvo, los insectos y algunos hierbajos. Ocupábamos únicamente dos habitaciones en el extremo más solea do de la casa, con dos jergones para dormir que en nada diferían de los catres de Dos Hermanas. Por eso, si bien era evidente que nuestra situación había cambiado, mis hermanos y yo no lo notaríamos hasta dos años después de llegar, cuando mi padre pudo respirar aliviado y decidir los primeros gastos: un camión cargado de muebles rústicos, nada elegantes, que fueron llenando poco a poco las incontables habitaciones de la casa. Aún habría que esperar otro año más hasta que comprase un automóvil y contratara un chófer. Hasta entonces, agobiado por la posibilidad de un revés de suerte que diera al traste con su fortuna, prefería no hacer muchos gastos, y se desplazaba a todas partes a caballo o incluso en la bicicleta comprada en Granada, en la que aprendió a montar. Frío o lluvia no eran obstáculos para recorrer hasta sesenta kilómetros para visitar algunas propiedades. Poco a poco, conforme fue acumulando un capital de seguridad suficiente, y sus contactos oficiales le daban idéntica tranquilidad, mi padre fue introduciendo cierto lujo en nuestra vida; sin estridencias, siempre lleno de una austeridad penitente, sopesando bien cada adquisición, no olvidando nunca la miseria de la que venía. Había algo más: con el tiempo supe que la austeridad de los primeros años no era sólo una opción de ahorro para la subsistencia, sino que además estaba motivada por el incesable orgullo de Miguel Mariñas. Él, que nunca quiso aceptar nada de la familia Carrión, consideró el dinero —el pago por la libertad de mi madre— como un mero préstamo; de ahí que, desde el primer día, ahorrara una buena parte de sus ingresos para devolver cuanto antes el préstamo, lo que le costó dos años, tan cuantiosa era la cantidad entregada por el padre de los Carrión. Fue así como, dos años después de nuestra llegada, sin haber comprado todavía el coche y apenas amueblada la casa, mi padre desapareció un día sin más equipaje que una bolsa con el dinero, oculta bajo la camisa, exactamente igual a como llegó dos años antes a la provincia, repitiendo ahora el viaje, simétrico en el tiempo. Es de suponer que llegara, en tren o como fuera, a Dos Hermanas, y que se dirigiera directamente a la casa Carrión. Los vecinos del pueblo, probablemente recordándole, le mirarían con poca extrañeza, ya que por muchas historias que se contaran en el pueblo (“que vendió a su mujer y se hizo rico”), no po dían encontrar en él ningún indicio de riqueza, las mismas ropas sencillas aunque no tan raídas, el cuerpo igual de magro, afilado, la miseria de siempre en los ojos. Llegaría a la casa de los Carrión, donde entraría despacio, recorrería pasillos y patios tal vez para certificar la exactitud de su propia casa, hasta alcanzar el despacho de Carrión y, sin mediar palabra, dejar el dinero sobre la mesa y salir sin despedida, sin dirigir una palabra a mi madre, a la que encontraría tal vez en un patio, sentada bajo una higuera, hermosa bajo el sol, limpia la cara como nunca. Ella, quizás, le miraría con temor, pensando acaso que Miguel Mariñas regresaba para reclamar lo que era suyo, su mujer, la recuperación de la prenda entregada en fianza una vez devuelto el dinero. El propio Carrión, acaso nervioso al ver el dinero de vuelta, ante la posibilidad de que su yerno hubiera regresado para recuperar lo suyo, saldría alarmado de su despacho, gritando y pidiendo ayuda hasta que llegara una pareja de guardias civiles que expulsaría del pueblo, no sin cierta violencia, al hombre que en ningún momento reclamó lo que por derecho le pertenecía.
»En 1916, bien asentada ya nuestra fortuna, y teniendo yo ocho años, mi padre me envió a la escuela del pueblo cercano, para que recibiera los estudios que él nunca pudo tener porque la riqueza le llegó tan tarde. Ingresé en un internado religioso, del que salía los fines de semana para volver a la casa de campo donde mi padre, celoso de mis adquisiciones de conocimiento, no cesaría de examinarme a todas horas, preguntándome cualquier cosa que él recordara de sus lecturas anteriores, países ignotos, procesos industriales revolucionarios, sistemas de cultivo nórdicos, vencedores de todas las guerras, cuestiones que yo no habría aprendido aún (y algunas nunca las aprendería, claro), pero que él consideraba fundamentales en la totalidad del saber. Dado que dos años después, y a pesar de tanta escuela, yo seguía sin conocer lo que a su juicio era la esencia del saber, mi padre decidió que aquella escuela no era lo suficientemente buena y me envió a un nuevo internado, esta vez en Granada, que él consideraba bueno sólo por el prestigio en la provincia, y del que no salía más que en vacaciones y un par de fines de semana al año. A pesar del cambio, y de que el colegio granadino fuese realmente el mejor de la provincia, donde los principales caciques enviaban a sus primogénitos, yo no logré adquirir los conocimientos que él esperaba, pero esto ya no importó por cuanto la degeneración de mi padre había comenzado, lenta, borrándole al principio los saberes adquiridos en años de lecturas y memorizaciones desordenadas. Sólo de vez en cuando insistía mi padre en preguntarme algo aislado, pero no persistía, y se contentaba cuando a cambio yo le exponía algún conocimiento académico que, aunque no fuera tan fundamental como él esperaba, le bastaba para ver que aprendía cosas.
»Cuando en 1926 me disponía a iniciar mis estudios de Comercio en la universidad granadina, mi padre me consideró ya preparado para ir tomando responsabilidades, y decidió instruirme para el futuro. Él se sabía final, su salud se desgastaba por meses, y mis hermanos habían marchado ya, quedaba tan sólo mi hermana, a la que él nunca consideraría capaz de nada. Los primeros pasos en mi instrucción como futuro propietario no consistieron en visitar las distintas explotaciones, ni en explicarme los libros de cuentas, ni nociones sobre patronazgo. No. La primera lección fue más práctica, lo que él consideraba más útil. Me vistió un buen traje y me llevó con él de gira por los principales despachos donde apoyaba buena parte de su fortuna: gobernadores civiles, alcaldes, propietarios, banqueros, comandancias de la guardia civil..., varias decenas de personas a las que fue presentándome de forma más bien somera, directo en sus intenciones:
»—Éste es mi hijo Gonzalo, y pronto estará a la cabeza de mis negocios. Así que vete acostumbrando a tratar con él. Y cuidado, que es duro como el padre, o más —explicaba al figurante, apoyado en mi hombro, apretando los dedos agudos en mi clavícula, yo asustado pero sonriente, intentando asimilar sus maneras, su soltura al hablar, su espontaneidad y su manifiesta falta de escrúpulos. Después, el personaje en cuestión, uniformado o trajeado, servía algo de licor para los tres y ofrecía unos cigarros. Yo aún no había fumado, ni probado más alcohol que el vino de eucaristía; pero la mano de mi mentor en la clavícula, apretando cuando debía asentir, me obligaba a aceptar todos los cigarros y todas las copas con una sonrisa, yo era duro como mi padre, pronto estaría a la cabeza de nuestros negocios. Como fuera que las visitas se hicieron en un solo día, con el automóvil de un pueblo a otro y a la capital, de un despacho a otro, una copa y otra, un nuevo cigarro, pronto mi conciencia se fue deteriorando, hundido de coñac y tabaco, mareado además por el automóvil, por el aliento agrio de los señores que me acogerían con un abrazo o un estrechón de manos, hasta que en el último despacho, en el de cualquier alcalde menor, me desplomé al tiempo que mi padre decía “y cuidado, que es duro como el padre”. Me desmayé de vértigo, borracho y mareado, cayendo hacia delante y golpeándome de boca contra la esquina de una mesa de roble, lo que me costó un par de dientes y los consiguientes reproches de mi padre, de vuelta a casa. Durante unos meses me retiró su confianza, desesperado en silencio porque consideraba que no tenía heredero posible, que todo se perdería, tanto esfuerzo por acumular riqueza para que al final no hubiera quien recogiera su testigo. Al final, su propia degeneración mental le hizo olvidar el incidente, y olvidar incluso que ya habíamos hecho la ronda de los despachos, por mucho que yo le insistí en que ya habíamos hecho las visitas correspondientes unos meses antes. Él, terco, lo negaba, “cómo no iba a recordarlo entonces, me tomas por tonto, tú lo que pasa es que eres un cobarde, te da miedo entrar en esos despachos, piensas que esas gentes están por encima de nosotros, pero te equivocas, cualquiera de sus despachos no vale la mitad de mi dinero, ten eso en cuenta, y compórtate como debes, no hagas que me avergüence de ti, ya no eres un niño”. Hasta que volvimos al primer despacho, de un alcalde cualquiera, y mi padre repitió la presentación de la vez anterior, “éste es mi hijo Gonzalo, y pronto estará a la cabeza de mis negocios...”, a lo que el alcalde, cortés, respondió con educación hasta dejarle claro que aquello ya había tenido lugar meses atrás. Al salir del despacho, de vuelta a casa, mi padre guardaba silencio, impresionado por su propia desmemoria, consciente desde entonces del inicio de su declive, irreversible. Poco tiempo después, apenas iniciados mis estudios superiores, tuve que ocuparme casi por entero de los negocios, ya que cayó en un estado de total postración, sin salir de casa, hasta que un año después pareció recuperarse, se hizo de nuevo cargo de los negocios, pero sólo para unos meses más tarde volver a caer, esta vez de forma definitiva, ya para siempre metido en casa, a cargo de mi hermana, atormentándola hasta su muerte.»
(hasta aquí, tal vez, se podría contar todo; los hechos no comprometen mucho a Mariñas, tan sólo habría que suavizar un poco los juicios, aligerar la falta de escrúpulos del padre, disimular el peso real de los contactos privilegiados, las corrupciones cotidianas. Es a partir de este momento cuando hay que mentir, alterar la historia, y el propio Mariñas ya lo hizo en las primeras páginas que llegó a escribir, ocultando tantas cosas que sin embargo no hizo desaparecer de su abundante correspondencia de aquellos años: varios centenares de cartas, breves y uniformes, remitidas por otros propietarios de la región, por no pocos gobernadores civiles, alcaldes, banqueros, diputados..., cartas de las que, tras la lectura continuada, se van desprendiendo como escamas los aspectos negados de Mariñas en aquellos años previos a la guerra civil, final de los veinte y primera mitad de los treinta, cuando Gonzalo se hizo cargo de la explotación y recogió el ejemplo de su padre para ir más allá, mucho más allá.
Del joven tímido y delicado que fue presentado en cada despacho cuando sólo tenía dieciocho años, poco quedaría cuando, apenas tres años después de aquella primera gira, se dirigiera, firme y seco y sin la compañía del padre ya enfermo, a los mismos despachos, en los que ahora aceptaría la copa gustoso, fumaría el cigarro ofrecido y algún otro más, y hablaría con seguridad, sin necesidad de la mano paterna en el hombro. Si fue su juvenil ambición o el empuje del padre lo que transformó al muchacho no lo sabremos ya, pero comoquiera que fuere, Gonzalo Mariñas cambió radicalmente, la responsabilidad le endureció, le hizo implacable, adulto a fuerza de necesidad. Caminaba por dependencias oficiales como si fueran propias; se dirigía al director o secretario de turno con una familiaridad que resultaba a veces amenazante; daba órdenes sin empacho a los alcaldes de los pueblos cercanos, armado con la autoridad que le confería saberse dueño no sólo de la tierra sino también del trabajo: de él dependían el presente y el futuro laboral de la mayoría de hombres de esos pueblos, braceros y jornaleros de piel oscura y maneras humildes, que llegaban con el amanecer para torcer la espalda durante horas, y que apenas protestaban por unos salarios risibles, acumulando a cambio una mezcla de miedo y odio hacia aquel joven, Gonzalo Mariñas, que con poco más de veinte años se paseaba altanero por sus tierras a lomos de un caballo oscuro, tocado con un sombrero de campo y unas ropas de campero aunque elegantes, amenazaba sin levantar la voz, daba órdenes que siempre eran inmediatas, despedía a quien protestara y compraba el favor de los más influyentes.