Napoleón en Chamartín (27 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Napoleón en Chamartín
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—Pues bien —dijo Ximénez—; para que vaya más seguro, yo les presto mi coche, que con sus dos gallardas mulas debe de estar ya en la huerta.

—Muy bien —declaró Salmón batiendo palmas—. Me parece buena idea la del coche; pero para mayor seguridad, te vestiremos de novicio. Venga la carroza prioral y a casa de la condesa.

—Pues entrareme también en ella, y me dejarán de paso en Santo Tomás —añadió Vargas.

—Pues allá voy también —dijo Luceño—, si me dejan en las Descalzas Reales.

Y así acabó la conferencia sin más resultas que las de mi improvisado disfraz de novicio y mi viaje a casa de la condesa, donde me pasó lo que el lector verá a continuación si tiene paciencia para seguir leyendo.

- XXIV -

La condesa mostró mucho asombro al verme. Hallábase en la misma habitación donde algunos días antes me había recibido, y cuando entramos, apartose del secreter donde escribía, para venir a nuestro lado. Castillo principió preguntándole por la salud de todos, y luego en breves palabras le expuso los motivos de mi visita y de mi nuevo vestido. Cumplida esta misión, y añadiendo que necesitaba ver a la señora marquesa, pidió a Amaranta venia para pasar adentro, y con esto nos quedamos Salmón y yo solos con ella.

—Por ahí se murmura que yo soy afrancesada —dijo Amaranta—, pero no es cierto. Mi tío sí ha abrazado la causa del rey José con tanto entusiasmo, que cuando le contradecimos en algún punto relativo a estas cosas, nos quiere comer a todos. Vive en el Pardo con su hija desde hace tres días en el mismo palacio real, pues el Rey intruso se ha empeñado en incluirle en su alta servidumbre. Está mi tío loco de contento, y si viene esta tarde a Madrid, como decía, yo le rogaré que me proporcione una
carta de seguridad
para este mancebo.

—Ya estás en salvo, Gabriel —exclamó el mercenario.

—¿No te dije que esta excelsa señora te sacaría de tan mal paso?

—Aún mejor puedo conseguirla por mi primo el duque de Arión, el cual más que afrancesado, es francés puro, y si viene mañana a Madrid, como espero, no olvidaré este encargo.

—Vaya, no hay que pensar en que te echen mano —dijo Salmón levantándose—. Ya estás salvado, chiquillo; prostérnate ante Su Grandeza y dale un millón de gracias por tantas mercedes. Y ahora, señora condesa, si usía me da su licencia, voy a pasar a ver a mi señora la marquesa, que el otro día me habló de unos requesones, acerca de cuyo mérito quería saber mi voto.

Nos quedamos solos Amaranta y yo, lo cual me agradó, pues deseaba hablar con ella sin testigos.

—Señora —le dije—, ¡cuánto agradezco a vuecencia esta nueva bondad! Ahora me cumple pedir perdón a usía por no haber salido de Madrid, como hubiera sido mi deseo.

—Estarías alistado.

—Justamente, y ahora que el desarme me permite salir, una persecución injusta, cuya razón no puedo explicarme, me detiene en Madrid, oculto en el convento de la Merced.

En seguida contele el incidente de Santorcaz, añadiendo que el antiguo desleal mayordomo de la casa andaba a la zaga del flamante jefe de policía.

—Ya lo sé —me dijo Amaranta—, y he tenido miedo de que algún peligro amenazara nuestra casa. Por eso me alegro mucho de que Inés esté con mi tío en el palacio del Pardo, donde no puede ocurrirle nada malo. El primer día sentía yo gran zozobra; pero nosotros tenemos antiguas amistades y relaciones con las primeras personas del partido francés, y ya estoy tranquila. Nada temo de esos miserables.

—Me falta —dije yo—, dar las gracias a vuecencia por los otros favores de que me dio cuenta el licenciado Lobo. No los necesitaba para llevar adelante mi resolución, y sin destino en el Perú, sin ejecutoria de nobleza y sin promesas de dinero, sabré hacer de modo que usía no tenga queja alguna de mí.

—No —me dijo sonriendo—, el destino que solicité de la Junta, espero que ahora me lo conceda también el Gobierno francés, y de todas estas diligencias está encargado Lobo, a quien he dado cartas para Cabarrús y para Urquijo. Irás al Perú, tendrás tu ejecutoria de nobleza, y con esto y con la ayuda de Dios podrás llegar a ser un hombre de provecho. La conciencia me impulsa a hacer esto en pro de una persona desvalida que tiene derecho a mi consideración. En cambio no olvidaré que has hecho una promesa, y cuanto hago por ti no es más que la recompensa anticipada que ganas cumpliendo lo pactado.

—Señora condesa, yo cumpliré religiosamente lo prometido —le contesté con resolución—, y no puedo admitir la recompensa. Mi dignidad no me lo permite.

—¿Pues acaso tú tienes dignidad? —me dijo riendo—. Pero no, no debo reírme. ¿Por qué no habías de tenerla como otro cualquiera? La verdad es que los que estamos en cierta posición, no vemos más que a nosotros mismos. En cuanto a la determinación de no aceptar nada, yo arreglaré las cosas de modo que aceptes.

Así hablábamos cuando regresó Salmón a nuestro lado, y al punto cortó el hilo de nuestro coloquio, diciendo:

—Gran satisfacción, señora condesa, me ha causado la noticia que en este momento acabo de oír de los autorizados labios de mi poderosa señora la marquesa. La paz sea en esta casa, señora, bendigamos la mano de Dios.

—¿Habla Su Paternidad del asunto de mi prima? —dijo Amaranta—. Sí, ya creo que la tenemos en vías de curación.

—Veo que el ingeniosísimo recurso ideado por el gran entendimiento de vuestra merced ha surtido su efecto. ¿Y cómo recibió la noticia? ¿Se turbó, derramó muchas lágrimas…? Porque en realidad, señora, decirle de buenas a primeras que el joven ese…

Y Salmón se detuvo como hombre prudente, temiendo hablar de negocio tan delicado delante de un extraño.

—Puede Vuestra Paternidad hablar sin reticencias —dijo Amaranta con un tonillo que me pareció algo intencionado—, porque no estando en antecedentes la única persona que nos oye, poco importa…

—Pues preguntaba, señora, si cuando se le dijo y se le probó la muerte de ese joven, no mostró su pena de un modo ruidoso, con desmayos, gritos, lloros y demás desahogos propios de la debilidad femenina.

—Nada de eso, padre —repuso Amaranta con muestras de satisfacción—. Al principio no lo quería creer; luego cuando se le probó de un modo irrecusable, con los papelotes que trajo el licenciado Lobo, pareció dudarlo, y por último cuando yo se lo dije, aparentando sentirlo y doliéndome mucho de la muerte de ese infeliz, empezó a creerlo. Lo que más la ha convencido fue el artificio verdaderamente teatral que puse en práctica para hacérselo creer. Estaban todos hablándole de este asunto, cuando entré de improviso, fingiendo mucho enojo porque sin preparación alguna le daban tan tristes noticias; arranqué de las manos de Lobo aquellos papeluchos que fingían ser partidas de defunción, copias del libro del hospital o no sé qué, y los hice pedazos delante de ella. Al mismo tiempo empecé a disponer que se dieran cordiales y otros remedios del caso, asegurando que tenía ella mucha razón en sentir la muerte de aquel con quien tuvo tan honesta amistad. Esto hizo efecto, y después cuando encerrándonos las dos en mi alcoba, le dije: «Sosiégate, todavía puede ser que se salve. Yo te prometo que si vive le verás, y quién sabe, primita mía… puede ser, puede ser…». Ella se afligió mucho, y yo añadí: «Es preciso tener resignación, es preciso aprender a padecer. Yo no quiero contrariar ya una inclinación tan decidida, porque antes que todo es tu felicidad. Desgraciadamente Dios quiere resolver la cuestión de otro modo y llamar a ese joven a su seno. Esta mañana he estado en el hospital, le he visto, y la verdad… había pocas o ningunas esperanzas». Y con esto aumentaba su tristeza; pero sin llantos ni exclamaciones. Luego yo también me puse a llorar y la abracé y le di mil besos, diciéndole: «Ya ves cómo no está en mi mano hacerte feliz. Te aseguro que por mi parte no repararía en nada para conseguirlo; pero Dios lo ha dispuesto de otro modo. Procura calmarte y ten resignación»: cuando esto le dije, la dejé convencida. ¡Ay! Después su aspecto era el de la resignación. Hablaba poco y parecía meditar. Se ha desmejorado mucho en pocos días; pero esto se le pasará indudablemente. Ahora ha ido al Pardo, pues la variación de localidad es muy buen remedio para estas enfermedades del espíritu. Su manía caprichosa y ciega nos ha disgustado mucho; pero me parece que dentro de algún tiempo estará todo concluido.

—¡Oh! ¡qué felicidad! —exclamó Salmón—, hay un gran médico del dolor que se llama el doctor tiempo. Perdida con la idea de la muerte la esperanza, ese señor médico hace maravillas en un par de semanas.

Yo oía este diálogo y admiraba la extremada habilidad artística de aquella encantadora cortesana, tan maestra en engaños y ficciones.

—Ha hecho muy bien usía —continuó Salmón— en poner en juego esos ingeniosos ardides que prueban su grandísimo talento. Era una cosa que daba vergüenza ver a mi niña enamoriscada de un haraposo de las calles, que sin duda es de lo más arrastrado y despreciable que han echado madres al mundo.

—¡Oh! no —dijo Amaranta con cierto énfasis jovial—. Nosotros nos esforzábamos en pintárselo así; pero no tiene nada de despreciable. Yo tengo noticias ciertas de sus antecedentes y conducta. Además de que ha demostrado en varias ocasiones una nobleza de sentimientos que no puede caber sino en personas bien nacidas; su posición es más que regular. Cierto es que por desgracias de familia, tan comunes en estos tiempos, viose reducido a la indigencia; pero está probado que procede de una nobilísima familia de los mejores solares de Andalucía, como lo acredita la ejecutoria que posee, y además, figúrese Su Paternidad si tendrá méritos personales, cuando la Junta Central le dio espontáneamente un gran destino en el Perú, cuyo destino parece le confirmará ahora el Gobierno francés.

Tuve que hacer un esfuerzo para contener la risa que asomaba a mis labios.

—Pues eso sí que no lo sabía yo. De modo que la discreta ninfa no había puesto sus ojos en ningún piruétano. De todos modos, bueno es que se haya quitado de en medio por una engañosa ficción la importuna memoria del empleado del Perú. Por supuesto, señora, no hay que pensar en D. Diego.

—¡Oh! no… estamos decididas. D. Diego no será de modo alguno su esposo, aunque renunciemos a la buena amistad de la de Rumblar. Al fin he convencido a mi tía, y pronto hasta impediremos a ese joven que entre en esta casa. Aún viene aquí; pero tanto nos disgusta su presencia, que de un día a otro le vedaremos la entrada.

—Y ese pariente de vueseñorías —dijo el mercenario—, ese duque de Arión, a quien se tiene por un joven instruidísimo, ¿no estará destinado a ser esposo de la joya de esta casa? Perdone usía mi curiosidad.

—No lo sé —respondió Amaranta—. No hay nada proyectado. Mi primo ha vivido catorce años en París, apenas nos conoce.

Así continuó la conversación por un buen espacio de tiempo, cuando sentimos ruido de voces, y vimos que con gran estrépito y barahúnda entraba el diplomático, en traje de camino, y tan alegre, tan festivo, tan charlatán, que al punto le tuvimos por poseedor de los más altos secretos de Estado.

—Sobrina —gritó al entrar—, aquí me tienes. Pero soy el juego de la correhuela: cátate dentro y cátate fuera. Ahora mismo tengo que salir, pero si no miente mi lista, son ciento dos las personas que he de ver de aquí a las cuatro de la tarde. ¡Si me vuelvo loco! Si no es mi cabeza para tantos negocios. Que vaya el señor marqués a explorar el ánimo del duque de Alba para ver si cede o no cede; que forme el señor marqués una lista de las personas de la grandeza que están dispuestas a acatar a José; que vea el señor marqués al corregidor de Madrid; que se dé una vuelta por los Cinco Gremios a ver si anticipan o no anticipan fondos; que vaya, que venga, que corra, que escriba, que aconseje, que consulte, que tantee… ¡Jesús, María, José! Esto no es vivir. Yo no quería meterme en tales faenas. Pero me han obligado, me han cogido, me han puesto el cordel al cuello. Cuando el rey José dice que no puede hacer nada sin mí; cuando me presenta a su hermano elogiándome con frases que no repito por no parecer jactancioso, no es posible evadirse… ¡Oh! ¡Qué belén, qué ir y venir! Nada se ha de hacer sin que yo diga hágase. Y Vd., Sr. Salmón, ¿qué dice de estas cosas?

—Qué he de decir, sino que Dios le conserve a usía mil años al lado de ese Rey, para ver si evita lo de las terceras partes con que nos han amenazado.

—Todo se arreglará, hombre, todo se arreglará. A pesar del decreto de proscripción, hemos salvado la vida a Infantado, Alba, Santa Cruz del Viso, Medinaceli, Híjar, Fernán-Núñez, Altamira, Castel Franco, Cevallos, y al obispo de Santander, sentenciados a muerte por el decreto dado en Burgos el 12 de Noviembre. Se les envía a Francia simplemente. Otras muchas cosas ha dispuesto el Emperador, modificando sus primitivas determinaciones; pero no las puedo decir, no, no te diré una palabra, sobrina, de estos delicados negocios; ya te veo sonreír… Ya te veo a punto de emplear las armas de tu seducción para poner sitio a la fortaleza de mi secreto; pero no te diré nada, no, ni una sílaba; ni tampoco a Vd., padre Salmón, que me mira con esos ojazos, que revelan toda la concupiscencia de la curiosidad.

—No quiero saber nada de eso —dijo Amaranta—. ¿Y mi primita?

—Contentísima.

—¿Cómo contentísima?

—No, no, quiero decir, tristísima. En dos días creo que no habrá dicho seis palabras. Se ocupa en sus labores con una asiduidad que me asombra, y no hay quien la haga presentarse en el gran salón de Palacio.

—Ha hecho Vd. muy mal en dejarla sola —dijo la condesa con cierto enfado.

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