Pero que si quieres. Buena familia era aquella para hacer caso de tales amonestaciones. Fue preciso que uno de los jefes diera orden de echarlos fuera, y aun así costó trabajo librar a D. Santiago de la ruidosa ovación. Además quiso nuestro coronel que todas las personas extrañas desalojaran el recinto fortificado, y al fin, no sin esfuerzo, hicimos salir a las mujeres, inclusa doña Gregoria, que se fue llorosa y entristecida, encargándome que no perdiese de vista a su buen marido.
No sé si he dicho que por los Pozos había pasado poco antes a caballo D. Tomás de Morla camino de Chamartín, donde el corso tenía su cuartel general. Largo rato duró la conferencia con el Emperador, porque el regreso de Morla fue muy tarde, y por cierto que al volver, su rostro demudado y tenebroso demostraba que en la entrevista había habido sapos y culebras. Aquel gigante con corazón de niño fue tratado por Napoleón como un muchacho de escuela. Después se supo que el vencedor le puso cual no digan dueñas, sacándole a relucir el haber permitido que no se cumpliera la capitulación de Bailén, y amenazándole con fusilarle a él y a sus tropas, si la población no se rendía antes de las seis de la mañana del día siguiente.
La tarde pasó sin ningún acontecimiento militar digno de contarse. Los franceses ocupaban sus posiciones sin hacer fuego, y nosotros, seguros de que todo se daría por concluido, estábamos también quietos y en expectativa. La agitación en el interior de la villa persistía; y según oí, numeroso gentío, nada tranquilo por cierto, llenaba la Puerta del Sol, con la atención fija en la casa de Correos, residencia de la Junta.
Rendido de cansancio, el gran Pujitos tendiose en el suelo junto a mí, y me dijo:
—Ya esperaba yo esto que ha pasado. ¿No te dije que los traidores iban a vendernos a los franceses?
—Más que a la traición —respondí con mucha tristeza—, debemos atribuir este mal resultado a la falta de recursos para la defensa.
—¿Qué? —exclamó el héroe con mucho enojo—. ¡Qué falta de recursos ni qué niño muerto! Con los voluntarios basta y sobra. Pero, hijo, contra traidores nada podemos, y así los vea yo podridos, y mala sarna se los coma. Hace poco estuvo aquí el malcarado y peor chapado Santorcaz, y no lo despabilé por aquello de que uno no quiere meter bulla en estas ocasiones, pero…
Y dio un resoplido que anunciaba exterminadores proyectos contra los enemigos de la patria.
—¿Y a qué vino acá ese charlatán embaucador?
—A buscarte, muchacho. ¡Sabes que debes andarte con cuidado! Cuando le dijimos que no estabas, dio la gran patá en el suelo y apretó los dientes. Venían con él Majoma, Tres Pesetas y otros perdidos que ahora le hacen la comitiva, junto con un tal Román, que fue criado de una casa rica. Este, cuando oyó que no estabas y vio que Santorcaz daba aquella gran patá, le dijo: «Pues esta noche no se nos escapará». ¿Qué tal? Mala gente es esa, Gabriel, y ya te dije que están vendidos en cuerpo y alma a los franceses. De modo que ahora hay que huir de ellos como de la sarna, porque los meterán en lo que llaman pulicía, que es al modo de alguaciles, para prender al que se les antoje.
—No me prenderán a mí —dije—, por lo menos mientras sea soldado. Después de la rendición, yo buscaré medios de que no me cojan, aunque la verdad, amigo Pujitos, no sé por qué me quieren mal esos señores, ni por qué hablan de si me escaparé o no me escaparé.
—Te digo que son malos más que Judas, y que ahora harán ellos migas con los franceses, como que todos son unos, lobos y zorros… pues, y a todo el que tengan entre ojos le molerán a palos, si no es que me le arman un trementorio de otrosís, y me lo empapelan y me lo ponen a la sombra.
—En todo eso que ha dicho el amigo Pujitos —respondí—, hay mucho de verdad. Quiera Dios no nos den que sentir esos bergantes; y si en Madrid no podemos vivir, afuera todo el mundo y combatamos allí donde sepan morir antes que rendirse a los franceses.
Levantose el héroe, y poniéndose la mano en el pecho, hizo exclamaciones de ardiente patriotismo, después de lo cual nos separamos.
Al avanzar la noche, la tropa de línea que estaba en los Pozos, recibió orden perentoria de internarse y fue que cuando la Junta acordó formalmente la capitulación; no queriendo el marqués de Castelar presenciar este hecho, ni tampoco que se rindiera la tropa, discurrió el escapar con ella por la puerta de Segovia, lo que verificó con toda felicidad a media noche. Solo los paisanos, ¿qué esperanza quedaba? Para que la rendición de Madrid fuera honrosa, la diplomacia, no las armas, debía hacer un esfuerzo.
Yo conté al Gran Capitán lo que pasaba, con la esperanza de que desalentado se retirase a su casa, como habían hecho otros pobres veteranos, convencidos de su inutilidad. Él juró y perjuró que era imposible una capitulación acordada por la Junta, pero contra lo que yo esperaba, de repente dijo:
—Tengo que ir a mi casa, Gabriel; ¿quieres acompañarme?
—Al instante —le contesté.
Y pedimos permiso al jefe, que nos lo concedió de buen grado. Era ya muy entrada la noche.
Pronto llegamos a nuestra morada de la calle del Barquillo. Abrió mi amigo la puerta de su casa, con llave que consigo llevaba, subimos, abrió la entrada de su domicilio de la misma manera, y encontrámonos dentro de la salita donde tantas veces me ha visto el discreto lector en compañía de mis amables vecinos. En la pared del fondo, donde desde inmemoriales tiempos tenía asiento la lanza consabida, había una especie de altarejo, sobre cuya tabla, dos velas de cera puestas en candeleros de azófar, alumbraban una imagen de la Virgen de los Dolores, un San Antonio y otros muchos santos de estampa, que de los cuatro testeros habían sido descolgados para congregarlos allí. Algunas cintas y lazos a falta de flores, servían de adorno al improvisado tabernáculo, con varios jarros y cacharros antaño lujosos y bonitos, pero ya perniquebrados, mancos y heridos. Delante de todo esto, estaba el sillón de cuero, y sentada en él doña Gregoria, profundamente dormida. La pobre mujer que de tal modo se había rendido al cansancio tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, aún humedecida la cara por recientes lágrimas, y sus cruzadas manos indicaban que el sueño la había sorprendido en lo mejor de su fervorosa oración.
Quedose suspenso el espeso al verla, y después me dijo:
—Gabriel, no hagamos ruido, porque no se despierte; que más vale que descanse la pobrecita.
Después llegándose a una cómoda vieja que en un rincón había, añadió en voz muy baja:
—Aquí en la tercera gaveta está mi testamento: y en esta otra todo el dinero que tengo ahorrado, con el cual mi mujer puede mantenerse en lo que le quedare de vida, que no será mucho. Voy a escribir mis últimas disposiciones. No chistes ni me respondas nada.
Y acto continuo sentose junto a la mesilla y con una pluma de ganso mal cortada trazó sobre un papel dos docenas de torcidas líneas.
—Aquí dispongo —añadió alzando la vista del papel—, que las misas me las digan en San Marcos, donde está enterrado D. Pedro Velarde, ese valiente entre todos los valientes. En cuanto a mis huesos, no dispongo nada, porque no sé dónde caerán.
—Todavía está Vd. con esas manías —dije—. Hablaré en voz alta para que despierte doña Gregoria y le ponga a Vd. las peras a cuarto.
—No harás tal, porque te estrangularé; que no quiero que ella abandone su blando sueño para pasar amarguras. Aquí en esta primera gaveta dejo mi última disposición.
Y luego levantándose y acercándose de puntillas a su mujer, la contempló un buen espacio, pálido y conmovido: después de un rato, llevome a la alcoba inmediata, y sentándose en la cama en sitio desde el cual, al través de la mampara medio abierta, se veía el rostro de doña Gregoria iluminado por las luces del altar, hablome así:
—Si algo enflaquece mi ánimo, es la vista de mi inocente esposa, a quien voy a dejar viuda. Te confieso que al considerar esto, se me nublan los ojos, se me oprime el corazón y estoy a punto de dar al traste con toda mi fiereza. ¿No la ves desde aquí? Parece que fue ayer cuando nos casamos; parece que no han pasado cuarenta y cinco años, y se me representa con la misma celestial figura que tenía allá por los tiempos de Maricastaña, cuando yo iba a la reja, llevándole media libra de peras en el pañuelo o un par de mantecadas de Astorga. En todo este tiempo no me ha dado nada que sentir, y hemos vivido juntos como dos palomos, queriéndonos lo mismo que el primer día. ¿No la ves desde aquí? ¿No ves su hermosa cara, tan serena y tranquila a pesar de su tristeza? Yo la estoy viendo con sus cabellos de oro, con su boquita encarnada como un casco de granada, con sus dulces ojos azules, que al mirarte parece que se abre el cielo delante de los tuyos, estoy viendo el nácar de su tez y su airoso y gentil cuerpecito, lo mismo que su garganta alabastrina. ¡Oh, Dios mío! ¡Tan hermosa, tan buena y tan desgraciada!
Bien por efecto de la imaginación, ofuscada por aquellas palabras, bien porque la situación diese a doña Gregoria ideales encantos, lo cierto fue que a pesar de sus blancos cabellos, de su tez arrugada y de su en tantas partes notoria vejez, la estaba viendo tan hermosa como el Gran Capitán decía. ¡Milagroso efecto del pensamiento!
—Mira, Gabriel; desde que nos vimos hace cincuenta años, nos quisimos: vernos y querernos fue todo uno, lo mismísimo que cuentan de los amantes de Teruel. Un lustro duró nuestro noviazgo, porque yo no tenía posibles; pero desde el primer día concertamos la boda. Durante aquel tiempo, ni riñas, ni bromicas, ni celillos. Nunca hemos tenido celos el uno del otro, porque desde el primer día la confianza fue nuestro norte. Todos me tenían envidia. ¡Ay! Cuando nos casamos fuimos tan felices, que no hubiéramos cambiado nuestra casa por siete imperios. Y desde entonces, hijo, esta felicidad no se ha alterado. ¡Ay! se me parte el corazón al pensar que desde mañana se acostará sola en esta cama, que por cuarenta y cinco años nos ha visto juntitos.
Al decir esto, el Gran Capitán se llevó el pañuelo a los ojos para secar sus lágrimas.
—Vamos, amigo —le dije—; de veras no sé si reírme o enfadarme, oyendo lo que usted dice. ¿Está loco por ventura?
—Si tú no comprendes esto —me contestó—, es porque eres un simplón y un majadero egoísta. ¿Tú sabes lo que significa cumplir uno con su deber? ¿Tú sabes lo que significa el honor? y si sabes todo esto, ¿ignoras lo que es la honra de la patria, que vale más que la propia honra? Escúchame bien: si me causa angustia y pesar la consideración de la viudez de Gregorilla, mayor, mucha mayor pena me causa el considerar que la capital de España se entrega a los franceses. Esto es terrible, esto es espantoso, y no vacilaría en dar mil vidas y en sufrir todos los tormentos por impedirlo. ¡España vencida por Francia! ¡España vencida por Napoleón! Esto es para volverse loco; ¡y Madrid, Madrid, la cabeza de todas las Españas en poder de ese perdido! De modo que una Nación como esta, que ha tenido debajo de la suela del zapato a todas las otras naciones, y especialmente a Francia; de modo que esta Nación que antes no permitía que en la Europa se dijera una palabra más alta que otra, ¿ha de rendirse a cuatro troneras hambrones? ¿Cómo puede ser eso? Eche Vd. a los moros, descubra y conquiste Vd. toda la América, invente usted las más sabias leyes, extienda Vd. su imperio por todo lo descubierto de la tierra, levante Vd. los primeros templos y monasterios del mundo, someta Vd. pueblos, conquiste ciudades, reparta coronas, humille países, venza naciones, para luego caer a los pies de un miserable Emperadorcillo salido de la nada, tramposo y embustero. Madrid no es Madrid si se rinde. Y no me vengan acá con que es imposible defenderse. Si no es posible defenderse, deber de los madrileños es dejarse morir todos en estas fuertes tapias, y quemar la ciudad entera, como hicieron los numantinos. ¡Ay! todos mis compañeros se han portado cobardemente. España está deshonrada, Madrid está deshonrado. No hay aquí quien sepa morir, y todos prefieren la mísera vida al honor.
—Pero cuando no se puede triunfar —le dije—, es una temeridad seguir peleando, y más vale guardar la vida para emplearla con éxito en mejor ocasión.
—¡Simplezas y tonterías! El honor mandaba a los madrileños morir antes que rendirse, y el honor nos manda a los de la puerta de los Pozos, que muramos todos allí antes que entregarla.
Pues no creo que estén dispuestos a ello.
—Pues yo lo estoy, porque mi conciencia, que es la voz de Dios, me lo manda. Se rendirá la puerta; pero el jardín de Bringas está bajo mi mando, y el que quiera entrar en él pasará sobre mi cadáver.