—Pues digo —exclamó Ximénez—, que eso está muy lindísimamente hecho.
—Es verdad —afirmó el dominico—, porque esos señores han estado jugando a dos juegos, y con todo el mundo quieren comer. Adelante.
—Otro —prosiguió Vargas—.
En nuestro Campo Imperial, etc… Napoleón, etc…
Este no hace exposición de motivos, ni considerando alguno, sino que dice simplemente:
Artículo. 1.º El Tribunal de la Inquisición queda suprimido como atentatorio a la soberanía y a la autoridad civil.— Art. 2.º Los bienes pertenecientes a la Inquisición se secuestrarán y reunirán a la corona de España.
—Ya se ve —exclamó el dominico sin disimular su enojo—. Sin eso no podía pasar. Afuera Inquisición y vengan herejes, y lluevan masones, ¿qué les importa esto a los que no se cuidan de lo espiritual?
—Poco significa esto —dijo Castillo—, porque el Santo Tribunal casi no existe ya de hecho, abolido por la suavidad de las costumbres.
—Pero se conservan las fórmulas, señor mío —contestó con aspereza el dominico—, y las fórmulas tienen gran fuerza. Verdad es que no se quema, ni se descuartiza (lo cual dicho sea de paso es excesiva blandura, según estamos hoy comidos de herejía); pero hay todavía degradaciones y simulados tormentos, que tienen muy buen ver para los malos.
—
Item
—prosiguió Vargas—.
Art. 1.º Un mismo individuo no puede poseer sino una sola encomienda.
—Adelante, que eso nos interesa poco.
—
Item.— Art. 1.º El derecho feudal queda abolido en España.— Art. 2.º Toda carga personal, todos los derechos exclusivos de pesca, de almadrabas u otros derechos de la misma naturaleza, en ríos grandes y pequeños; todos los derechos sobre hornos, molinos y posadas, quedan suprimidos, y se permite a todos, conformándose a las leyes, dar una extensión libre a su industria.
—Eso no es nuevo —dijo Castillo—, y es lástima que nuestros gobernantes con su indolencia hayan permitido a los franceses el jactarse de promulgar una ley tan buena.
—Eso, eso es, ¡hágale su merced la mamola! —dijo Luceño de Frías con el mayor desabrimiento, sentándose a horcajadas en una silla para apoyar los brazos en el respaldo—. Me gustan las ideas del padre Castillo. Si para eso pasa Vuestra Paternidad la vida entre la polilla de los libros, buenas nos las de Dios.
Y sacando su tabaquera y alargando la mano hacia el prior, añadió:
—Señor Ximénez, un polvito, que los duelos con rapé son menos.
—No lo gasto —repuso el prior.
—Vamos, amigo Vargas, un polvito.
—No lo gasto, que eso es cosa de viejas. Aquí tengo unos cigarritos de la Habana, que merecen ser chupados por los ángeles del cielo. Si el señor prior me da su permiso…
—Vengan —gritó Salmón—, esos tabaquíferos incensarios y pebetes de Oriente, que tan bien matan el fastidio.
—Allá van —dijo Vargas—. Son regalo de la señora marquesa del Fresno, y fuéronme remitidos poniéndolos en la mano de un Niño Jesús, que me envió para que le diera una mano de pintura.
—Pues en lo relativo a ese decreto que acaba de leerse —dijo Castillo—, mi conciencia no me dicta sino alabanzas, y alabanzas le daré, aunque lo haya escrito el gran Tamerlán. ¿Por ventura no son esas las mismas ideas que han hecho célebre en toda la redondez de la tierra a nuestro gran Jovellanos? El mismo conde de Floridablanca, ¿no intentó algo en ese asunto? Y los sabios consejeros de Carlos III, ¿no se dieron de cabezadas por quitar esas trabas a la industria? Todos sabemos que a aquel eminente Rey se le pasaron ganas de promulgar este decreto.
—¡Cosas de los jesuitas! —exclamó el dominico meciéndose en la silla—. Pero esos pelanduscas andan también al retortero de Napoleón, por ver si sacan tajada. Adelante con la lectura.
—Pues adelante —continuó Vargas—.
Considerando que uno de los establecimientos que perjudican a la prosperidad de España son las aduanas y registros existentes de provincia a provincia, hemos decretado lo siguiente: Desde 1.º de Enero próximo, las aduanas y registros de provincia a provincia quedan suprimidos. Las aduanas se colocarán y establecerán en las fronteras.
—Tampoco eso tiene pero —observó Castillo—, y la Junta Central, ya que pensó decretarlo, no debió esperar a que lo hicieran los franceses.
—También esto le parece bocadito de ángeles al Reverendo Castillo —dijo Luceño—. Medrados estamos. ¿Tratan de eso los libros de Vuestra Merced?
—Atención —indicó Vargas haciendo un gesto dramático—, que ahora viene lo gordo.
Considerando que los religiosos de las diversas órdenes monásticas en España se han multiplicado con exceso; que si un cierto número es útil para ayudar a los ministros del altar en la administración de los Sacramentos, la existencia de un número demasiado considerable es perjudicial a la prosperidad del Estado, decretamos lo siguiente: Art. 1.º El número de los conventos actualmente existentes en España se reducirá a una tercera parte. Esta reducción se ejecutará reuniendo los religiosos de muchos
conventos de la misma orden en una sola casa. Art. 2.º No se admitirá ningún novicio ni permitirá que profese ninguno, hasta que el número de religiosos se reduzca a una tercera parte. Art. 3.º Los regulares que quieran renunciar a la vida común y vivir como eclesiásticos seculares, quedan en libertad de salir de sus conventos. Art. 4.º Los que renuncien a la vida común, gozarán de una pensión que se fijará en razón de su edad, y que no podrá ser menor de tres mil reales ni mayor de cuatro mil. Art. 5.º Del fondo de los bienes de los conventos que se supriman, se tomará la suma necesaria para aumentar la congrua de los curas. Art. 6.º Los bienes de los conventos suprimidos quedarán incorporados al dominio de España, y aplicados a la garantía de los vales y otros efectos de la Deuda pública.
Durante la lectura de este decreto, no se oyó en la celda de Ximénez otro rumor que el producido por el vuelo de una mosca, que andaba a vueltas tras los restos del chocolate prioral, como Bonaparte tras los reinos de España. Después de leído, aún duró bastante el silencio.
—¡Toquen castañuelas, repiquen panderos, machaquen almireces, punteen vihuelas y aporreen zambombas para celebrar el talento del sabio legislador, harto de bazofia y comido de piojos, que sacó de su cabeza ese pomposo y coruscante decreto! —exclamó al fin Luceño dando un porrazo en el respaldo de la silla y levantándose de ella.
—¿Conque a la tercera parte? —dijo Salmón—. ¿De modo que de cada tres no ha de quedar más que uno?
—Eso es, y los demás a la calle, a pedir limosna, porque una pensión de tres mil reales para personas que han de vivir decentemente, es aquello de hártate comilón con pasa y media.
—Y afuera novicios.
—¡Y no más profesar!
—Y con los bienes se aumentará la congrua de los curas.
—También eso está bien —dijo el dominico—. Alábelo su merced, padre Castillo. ¡Qué nos quiten lo nuestro para darlo a los curas! ¿Quiénes son los curas, ni qué hacen esos zanguangos en bien de la cristiandad? Ya… como los curas son tan tibios patriotas… ¡Estoy que bufo!
—Lo mejorcito es que los bienes de los conventos suprimidos pasen al dominio de España.
—¿Qué tiene que ver España, ni San España, ni Marizápalos, con esos bienes?
—¿De modo que nuestras granjas de Leganés, de Valmojado…? —preguntó Salmón.
—¡Ya se ve! De esto se ríen todos esos infelices Mínimo, Gilitos y Franciscos que nada tienen. A ellos, ¿qué les importa? Por eso van a hacerle el
como la porta bu
. Bien, retebién. Y lo mismo hacen los Afligidos, que son la cáfila de majaderos más desaforados que he visto.
—No murmurar, hermano —indicó Castillo.
—Dios me lo perdone —dijo Luceño—, y no lo digo por nada malo, que hay Afligidos de todas clases. ¿Pero creen vuestras mercedes que se llevará a cabo esto de las tercera partes?
—Yo creo que va a ser dificilillo.
—Pues yo temo que lo llevarán adelante —afirmó Luceño—; que esta mañana me ha dicho en confianza un regidor que va a Chamartín, que ya tienen hecho su plan, y que dentro de pocos días comenzará el restar y dividir, para dar principio a la demolición de los conventos.
—¡La demolición!
—Sí: que todas estas casas las destinan a oficinas del Estado, y la primera que va a caer hecha pedazos es este monasterio de la Merced en que ahora estamos.
—¡Cómo, la Merced! ¡Se atreverán a ello! —exclamó Ximénez de Azofra, dándose un golpe en el brazo de la silla—. ¡Cómo! ¿Se atreverán a derribar esta casa que lo fue del gran Tirso de Molina? ¿Y la gran devoción que inspira la Virgen de los Remedios que está en una de nuestras capillas? ¿Pues y el sepulcro de los nietos de Hernán-Cortés? No, no puede ser. Derriben en buen hora otras casas de religiosos, pero no esta por tantos títulos, además de su antigüedad, venerable.
—Y también está amenazada la Trinidad Calzada —apuntó Luceño—, si no de que la derriben, al menos de que la vacíen.
—Eso no puede ser —declaró Vargas—, que más glorias encierra mi casa que todos los demás claustros de Madrid reunidos. Díganlosi no el beato Simón de Rojas y el padre Hortensio de Paravicino, autor del libro
De locis theologicis.
—Autor de las
Oraciones evangélicas
, de la
Historia de Felipe III
y de la
España probada
, querrá decir Vuestra Paternidad —indicó Castillo con malicia—; que el libro
De locis theologicis
, hasta los chicos de las calles saben que es de Melchor Cano.
—Tiene razón Castillo: me equivoqué. Pero sea lo que quiera, también tiene mi convento la honra de haber rescatado, mediante los padres Bella y Gil, al inmortal Cervantes, autor del
Quijote
, Sr. Castillo, pues yo también entiendo algo de autores. En caso de desalojar conventos para oficinas, ahí está Santo Tomás, donde caben todas.
—¡Cómo es eso! ¡Santo Tomás! ¡Desalojar a Santo Tomás, el más ilustre de los conventos de Madrid! —exclamó impetuosamente el dominico—. ¿Y qué sería de este pueblo si te quitaran el espectáculo de las procesiones que de allí salen con motivo de las funciones del Santo Oficio? A fe que hartas casas hay en Madrid, si quieren hacer plazuelas, como dicen, aunque más vale que no se toque a ninguna, porque
setenta y dos
conventos para una población de 160.000 almas, me parece que no es mucho. Las casas de religiosos apenas ocupan un poco más de la mitad del perímetro de esta gran villa, lo cual no es nada desmedido, y de todas las casas que se alzan en ella, sólo
cuatro quintas partes
pertenecen a conventos, memorias pías, capellanías y otras fundaciones.
—Y dígame, Luceño —preguntó Ximénez—, ¿van dominicos a la reunión que convoca el corregidor?
—Creo que no. Según he oído, sólo se prestan a ir a Chamartín el prepósito de San Cayetano, el abad de Montserrat, dos Agonizantes, un par de Franciscos, un rector de Niñas de la Paz y un Afligido.
—Pues estos sacarán tajada, no lo duden vuestras mercedes. Sobre nosotros lloverán los decretos y las terceras partes.
—Mi opinión es —dijo Salmón—, que pues cuesta bien poco ir de aquí a Chamartín, nada se pierde con que vayan un par de padres, y yo me brindo a ello, que bueno es estar bien con todos, y el orgullo es pecado, y quien al cielo escupe en la cara le cae.
—No en mis días: de esta casa no irá nadie —aseguró Ximénez de Azofra—, y en cuanto a este joven, nada podemos hacer. Indigno sería pedir favores a quien nos trata mal, amenazándonos con terciarnos y partirnos como si fuéramos aranzadas de tierra. Conque busque usted quien le proporcione la
carta de seguridad
para salir de Madrid.
—Dificilillo es —afirmó Luceño—, pues entiendo que se miran mucho para dar las tales
cartas
, y sin ellas no es posible dar un paso de puertas afuera.
—Sin embargo —dijo el discreto Castillo—, hay multitud de personas que por estar en bien con los franceses, pueden socorrer a este joven. ¿No conoce Vd. ninguna persona de alta posición y de influencia?
—Sí, ya me ocurrió acudir a la señora condesa —indicó Salmón—, y confío en que su generosidad sacará a este joven del mal empeño en que se ve. El señor marqués se ha afrancesado y dicen que va a entrar en la alta servidumbre del rey José.
—El Sr. D. Felipe bebe los vientos porque cualquier Gobierno se acuerde de él —dijo Castillo—. Algo debe de haber de cierto en eso, pues hace tres días, después de haberse presentado a Belliard, fuese al Pardo, donde se ha instalado con su hija. Ayer creo que debió llegar a dicho real sitio el rey José. A pesar del influjo que en la botellesca corte tiene el señor marqués, yo no me fiaría de él para ningún delicado asunto. De más eficacia me parece en el caso presente el señor duque de Arión, pariente de esta familia y que goza de gran poder en el cuartel general.
—¡Admirable idea! Veremos al señor duque.
—No ha llegado aún a Madrid, y como no sea exponiéndose a los peligros de un viaje a Chamartín, este joven no podría verle.
—Lo mejor —añadió Salmón—, es que veamos hoy mismo a la señora condesa. ¿Va hoy allá la Paternidad del Sr. Castillo?
—Dentro de un rato, pues la señora marquesa me ha mandado llamar hoy con toda premura. Si quiere este joven venir conmigo, le llevaré.
—Oportunísimo —añadió Salmón—. Yo iré también. Pero hijo, si en la calle acertamos a pasar por junto a esos cafres…