—¡Temeridad loca, y hasta ridícula!
—Así será para los que no tienen idea de la honra de la patria, y para los que no ven nada más allá de esta ruin existencia, ni nada más allá del pan que comen todos los días.
—Entregarse de ese modo a la muerte es un suicidio, y el suicidio es un gran pecado.
—No es suicidio, no. La ley ineludible de la patria me ha puesto en un lugar que debo defender aun a costa de la vida. ¿Que vienen fuerzas superiores? ¡pues vengan! La patria me manda esperar tranquilo, y la ley me veda el apartar los pies de aquel sitio. ¿No morían los mártires por la religión? Pues la patria es una segunda religión, y antes que faltar a su ley, el hombre debe morir. ¿Y qué es la muerte? Los necios se asustan de la muerte, porque la muerte les quita el comer y el gozar. ¡Mentecatos! ¿Por ventura, no son mejor comida y mejor goce los de la bienaventuranza eterna? Ve ahí a mi esposa. Cierto que me aflige dejarla;pero sé que la perderé de vista tan sólo por algún tiempo, y que sus virtudes la llevarán luego a donde la tenga delante de mis ojos durante todas las eternidades, sin cuya compañía creo que el mismo cielo me sería fastidioso. ¡Morir! ¡Ahí es gran cosa morir, y apañado tienes el ojo! ¿Pues acaso el morir es mal que puede compararse siquiera al dolor de un rasguño recibido en la tierra? Y si el morir no es nada para el miserable cuerpo, ¡cuán grande y fausto suceso no es para nuestra alma, mayormente si por la nobleza de nuestro fin nos empingorotamos sobre todas las cosas nacidas! ¡Morir por la patria, morir en el puesto que a uno le marca su deber, morir no por conquistar un pedazo de tierra, ni por un cacho de pan, ni por una baja ambición, sino por una cosa que no se ve, ni se toca cual es una idea y un sentimiento puro! ¿No es equipararnos a los santos del cielo y acercarnos a Dios todo lo que acercarse puede una criatura?
Dicho esto, calló. No le contesté nada, porque tanta grandeza me tenía anonadado.
Al cabo de un buen espacio volvimos de la alcoba a la sala; acercose él con pasos muy quedos a doña Gregoria, y le dio muchos besos, tan en flor por no despertarla, que apenas tocaban sus labios el arrugado cutis de la anciana.
Luego enjugose las lágrimas, y dirigiendo una mirada en redondo a todos los objetos de la sala, me dijo con voz grave y entera:
—Gabriel, vamos.
No valían razones contra él, y cuanto yo pudiera decirle habría sido predicar en desierto, razón por la cual determiné cesar en mi obstinación, reservándome el emplear después cualquier estratagema para impedir una desgracia. Como durante la visita a la casa había transcurrido mucho tiempo, cuando salimos principiaba ya a clarear la aurora, y advirtiendo por las calles más gente de la que en tales horas suele encontrarse, nos fuimos a curiosear un poco, antes de volver a los Pozos. Serían las seis cuando entrábamos en la calle de Fuencarral, y como era esta la hora señalada para la rendición, subían y bajaban por la citada vía numerosos grupos de hombres, armados unos, sin armas otros, pero todos puestos en mucha agitación. Había quien en alta voz declamaba contra lo capitulado, poniendo a Morla, a la Junta y a Castelar como ropa de pascua; otros se desahogaban insultando a Napoleón; muchos rompían las armas arrojándolas al arroyo; no faltaba quien disparase al aire los fusiles, aumentando así la general inquietud; y por último, hacia el Arco de Santa María, vimos algunos frailes dominicos y de la Merced que arengando a la muchedumbre procuraban calmarla.
—Vamos, corramos a nuestro puesto —dijo Fernández—, no sea que nos tengan preparada una sorpresa.
—Aún no es la hora designada —dije procurando entretenerle de modo que llegáramos tarde.
—¿Cómo que no? —clamó con exaltación, avivando el paso—. Corramos, no sea que lleguemos tarde y entreguen los Pozos. Mal hemos hecho en abandonar nuestro puesto por una necia sensiblería. ¡Quién sabe lo que hará esa gente si no estoy yo por allí! Corramos, pues ya he dicho que se rendirá Madrid, que se rendirán los Pozos; que se rendirá el jardín de Bringas; pero que el Gran Capitán no se rinde.
Empezamos a correr, cuando detúvome de improviso un hombre que en opuesta dirección venía. Era Pujitos.
—Gabriel —me dijo muy sofocado—; vuelve atrás, no vayas a los Pozos; echa a correr y escapa como puedas.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó mi amigo con la mayor zozobra—. ¿Ha venido Napoleón en persona?
—¡Qué Napoleón ni qué Juan Lanas! —añadió Pujitos empujándome para que retrocediera—. Corre presto, que si llegas allá te echan mano. Ahora mismo han estado esos perros por ti.
—¿Quién?
—¿Quién ha de ser sino D. Luis Santorcaz, ese que llaman Román, y los tres o cuatro pillos que andan con ellos?
—¿Y a mí para qué me buscan?
—Para prenderte.
—¿Y quién es él para prenderme? —exclamé lleno de ira—. ¿Pero no dijeron por qué me quieren prender? ¿Qué he hecho yo?
—Sí dijeron, y es un aquel de traiciones que has hecho, y no sé qué diabluras. Conque a correr. Mira que vienen. Aire a los pies y buenos días.
—¡Eh!… Basta de simplezas —dijo el Gran Capitán—, y no me detengo más, que hago falta en otra parte.
Y marchose resueltamente hacia arriba sin decir nada más. Luego que me quedé solo con Pujitos, proseguimos nuestro altercado, él queriendo obligarme a que retrocediera, y yo obstinándome en seguir, pues me parecía una fábula aquello de mi prisión y la mudanza de Santorcaz y Román en alguaciles, y sobre todo en perseguidores míos por traiciones que yo no había soñado en cometer. Pero al fin logró convencerme recordando pasados sucesos que podían explicar, ya que no justificar, aquel hecho como una venganza; creí prudente seguir el consejo de mi compañero de armas, hombre que no por ser tonto dejaba de ser honrado, y me escurrí a buen andar en dirección al Espíritu Santo.
Cerca de la calle Ancha tuve un feliz encuentro en la aparición de mi reverendo amigo el fraile mercenario, que seguido de mucha gente venía en dirección opuesta.
—¿A dónde vas, Gabriel? —me dijo deteniéndome.
—Voy huyendo, padre —le respondí—; huyendo de infames enemigos que me persiguen sin motivo alguno.
—¿Quién, quién es el atrevido que te acosa? —exclamó briosamente.
—Hombres pérfidos, hombres inicuos que han sido espías de los franceses, y ahora aparecen como oficiales de la justicia.
—¿Pero de qué justicia
[10]
? ¿Quién nos manda? Sepámoslo de una vez. ¿Nos manda aún nuestra Sala de Alcaldes, o nos manda un bigotudo general francés, en nombre de Napoladrón? ¿Ha capitulado ya la plaza?
—No lo sé, padre; pero es lo cierto que esos hombres me buscan para prenderme, y con autoridad o sin ella, llevan sus reales despachos en toda regla, que maldito sea el que se los dio para que satisfagan infames venganzas personales.
—Vamos a ver qué es eso…
—No, padre, yo no pienso ver nada más que la calle por donde corro, porque conozco la clase de gente en cuyas manos voy a caer.
—Por la Santísima Virgen del Carmen, que nadie te ha de tocar el pelo de la ropa, al menos yendo conmigo. Ea, señores —añadió Salmón volviéndose a los que le seguían—, me voy a mi casa. Se despide de Vds. el padre Salmón, de la orden de la Merced; ya no soy nada, hijos míos; ya no tenéis padrito Salmón; ya no tenéis quien os predique, ni quien os aconseje, ni quien os diga cosas alegres. Se acabó todo: España es de los franceses; adiós frailes y monjas, que a todos nos van a quitar de en medio, hijos míos, y no hagáis pucheros, que de nada valen ahora estos pucheros, pues no se defiende la religión con lagrimitas… No lloréis, que
tarde piache
, como dijo el otro, y sucumbamos. Adiós, hijos míos, que ahora os quieren hacer a todos herejes, y los religiosos estamos de más. Yo os echo la bendición, y cuidado, cuidadito con los pecados. Y tú, joven desgraciado, arrímate a mí, que aún nos queda un poquillo de influjo, y nadie te hará nada yendo en mi compañía. Ven conmigo a la Merced, y allí procuraremos ponerte en salvo.
Cuando marchamos juntos hacia la calle Ancha, oímos en derredor nuestro estentóreas y acaloradas voces de hombres y mujeres que gritaban: «¡Viva el padre Salmón! ¡Muera Napoleón! ¡Muera el rey de Copas!».
—En mi convento estarás seguro —me dijo luego el mercenario—, hasta que puedas salir de Madrid. ¿Piensas salir?
—En cuanto pueda, padre; no puedo ni debo estar más aquí.
—Haces bien: algunos compañeros míos piensan marcharse también a levantar por ahí el espíritu de los pueblos. Yo no saldré de Madrid, porque mi naturaleza es tan delicada y flatulenta, que no resiste los trabajos, hambres y estrecheces de una misión. A la casa de Madrid me atengo: ni quito ni pongo rey, y aunque dicen que el hermano de Copas nos quiere quitar, todo es filfa, hijito mío. Yo sé que andan por Madrid emisarios del Emperador que nos hacen la mamola a cencerros tapados para que le rindamos pleito-homenaje y transijamos con él, requisito indispensable para tratarnos a maravilla, por lo cual opino que tan bien se sirve con Pedro como con Juan, y adelante con los faroles, porque si tienes hogazas no pidas tortas, y si te dan la vaquilla acude con la soguilla, que como dijo el otro, mano que da mendrugo, buena es aunque sea de turco.
Tan sumergido estaba yo en mis pensamientos que no contesté a mi amigo, si bien mi silencio no fue parte a que dejara de seguir hablando por todo el trayecto, durante el cual no nos ocurrió desgracia alguna, ni tuvimos ningún mal encuentro.
—Ya estamos en casa —me dijo cuando entramos—. Sube y probarás de unas magritas de la olla de ayer que el refitolero me ha guardado para hoy, poniéndolas con arroz; y te advierto que en todo lo que sea de arroz soy una especialidad, y a mí se me debe la introducción de las almejas y de la canela en la valenciana paella.
Entramos en su celda, donde me dejó, volviendo al poco rato con un cazuelillo debajo del manteo, y con esto y una botella que sacara de la alacena juntamente con una cesta llena de pedazos de pan, higos, aceitunas, nueces, embutidos, queso, dátiles y otras viandas, aderezó un almuerzo que me vino de perillas.
—Esta misma celda en que estás, y que es la mía —dijo mientras comíamos—, fue ocupada hace más de doscientos años, allá en los de 1620, por aquel insigne mercenario fray Gabriel Téllez, a quien generalmente se conoce por el maestro Tirso de Molina. Es fama que en este sitio, y quizás en esta misma mesa, escribió su célebre
Crónica de la Orden
, porque comedias se cree que no hizo ninguna después de meterse a fraile.
—¿No le ha dado a Vuestra Paternidad por hacer comedias? —le pregunté.
—Hombre, algunas he hecho, y ahí están pudriéndose en aquella alacena. Mas no he intentado que se representen, porque el prior nos lo prohíbe, aunque son todas devotas. Una hice que no me parece mala, y se titula
El Santo Niño de la Guardia
. No deja de tener su sal otra que compuse con el rótulo de
La tutora de la Iglesia y doctora de la Ley
, toda en sonetos arreo, entreverados con lo que se llaman séptimas reales; y me daba tanto el naipe por estas obrillas que enjaretaba dos en una semana, y si no me lo prohibieran, le hubiera echado la zancadilla a Bustamante que escribió trescientas veintinueve comedias de santos.
—¿Y en qué se ocupa ahora Vuestra Paternidad?
—¿En qué me he de ocupar, muchacho, sino en hacer jaulas de grillos? ¿No sabes que soy el primer jaulista de Madrid? Pues a fe que me dan poco trabajo las tales obras. Mira cuántas hay allí. Aquella que tiene tres pisos, con dos hermosísimas torres y su reloj figurado en el centro, es para las monjas de Constantinopla; y aquella otra redonda que está por concluir, para las Carmelitas Descalzas que ha un mes me tienen loco con la dichosa obra.
En efecto, todo un rincón de la celda estaba lleno de jaulas hechas y por hacer, con todos los materiales y herramientas propias de aquel oficio. De libros no vi sino los folletos y papeles que días antes recogió en casa de Amaranta.
—Yo soy un hombre que abomina la holgazanería —continuó Salmón—, y no me parezco a otros de esta misma casa que no se ocupan en maldita la cosa; aunque hay algunos, la verdad sea dicha, como el padre Castillo, que noche y día están metidos en un mar de libros y papeles.
—Y en verdad, padre —le dije—, ya que no hay cautivos que redimir, todos Vds. deberían pasar el tiempo en algún útil menester.
—Pues hay frailes que como no sea tirar a la barra en la huerta y jugar al tute en la solana, no hacen nada. Y si no, en la celda de al lado tienes al padre Rubio que se pasa la vida haciendo acertijos y enigmas, los cuales envía a las monjas para que ellas le devuelvan la solución y nuevos problemas, y tienen establecidas ganancias y pérdidas para el que acierta y para el que yerra, las cuales pérdidas y ganancias consisten siempre en algo de condumio. ¿Pues y el padre Pacho, que se ha dedicado a hacer punto de media y labra unos primores?… Esto es andar a mujeriegas, lo cual no me gusta. Yo al menos he hecho en lo tocante al arte eminentísimo de las jaulas adelantos admirables, y además me dedico a la medicina, para lo cual, con aquel Dioscórides que está a la cabeza de mi cama tapando la escudilla, me basta y me sobra.