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Authors: Cilla Börjlind,Rolf Börjlind

Tags: #Intriga, #Policíaco

Marea viva (49 page)

BOOK: Marea viva
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—¿Qué es lo que quiere saber?

—Quiero saber por qué mentiste entonces. ¿Por qué lo hiciste?

—¡Yo no mentí! Es posible que me equivocara. ¡De eso hace casi veinticuatro años! Me confundí. Qué sé yo. —Eva se apartó un mechón de la cara con gesto de irritación. Mette la miró.

—Pareces irritada.

—¿Y usted cómo estaría en mi situación?

—Preocupada por la verdad.

Bosse Thyrén sonrió levemente y anotó algo en su libreta. Olivia no podía apartar la mirada de la pantalla. Se había reunido con Eva en dos ocasiones y había conocido a una mujer enérgica, pero amable. De pronto veía algo muy distinto. Una mujer tensa que parecía desequilibrada y frágil. Olivia empezaba a sentirse afectada por la situación. Se había prometido comportarse como una profesional. Intentar conducirse como una verdadera agente de policía, como alguien neutral, como una futura investigadora de asesinatos.

Su intento estaba a punto de malograrse.

Mette dejó una nueva fotografía turística sobre la mesa. Frente a Eva. Una foto de un bar de Santa Teresa. Llevada por Abbas el Fassi.

—Esta fotografía es de Santa Teresa, Costa Rica. El hombre de la fotografía es Nils Wendt, ¿verdad?

—Así es.

—¿Reconoces a la mujer que está abrazando en la fotografía?

—No.

—¿Nunca la habías visto antes?

—No. No he estado en Costa Rica.

—Pero podías haberla visto en una foto.

—No, nunca la he visto, ni siquiera en foto.

Mette sacó el sobre encontrado detrás de una estantería de la cocina de Eva. Contenía seis fotografías que distribuyó sobre la mesa delante de Eva.

—Seis fotos, en todas aparecen Nils Wendt y la mujer de la foto anterior, a la que antes dijiste no reconocer. ¿Ves que es la misma mujer?

—Sí.

—Encontramos las fotos en tu cocina en Bromma.

Eva miró de Mette a Stilton y de nuevo a Mette.

—¡Qué asco, qué bajeza! —Eva sacudió la cabeza.

Mette dejó que acabara de sacudirla.

—¿Por qué dijiste antes que no reconocías a la mujer?

—No caí en que era la misma.

—¿La misma que en las fotografías de tu casa?

—Eso es.

—¿Cómo han acabado estas seis fotos en tu casa?

—No lo recuerdo.

—¿Quién las sacó?

—Ni idea.

—Pero ¿sabías que estaban en tu casa?

Eva no contestó. Stilton reparó en las manchas de sudor en sus axilas que se extendían por la blusa de color claro.

—¿Quieres beber algo? —preguntó Mette.

—No. ¿Acabaremos pronto con esto?

—Depende de ti.

Mette sacó otra fotografía. Una antigua fotografía privada en la que una sonriente Eva aparecía al lado de su hermano pequeño, Sverker. Eva reaccionó ostensiblemente.

—Ustedes no tienen vergüenza, desde luego —dijo casi en un susurro.

—Hacemos nuestro trabajo, Eva. ¿Cuándo se tomó esta foto?

—A mediados de los ochenta.

—Es decir, ¿antes del asesinato en Nordkoster?

—Sí. ¿Qué tiene que ver con…?

—Llevas unos pendientes bastante peculiares en la foto, ¿no crees? —Mette señaló los largos y preciosos pendientes.

—Tengo una amiga que diseña joyas de plata, me los regaló cuando cumplí veinticinco años.

—O sea, que fueron hechos especialmente para ti.

—Sí.

—¿Y eran de diseño único?

—Eso creo.

Mette sacó una bolsita de plástico con un pendiente dentro.

—¿Lo reconoces?

Eva miró el pendiente.

—Parece que es uno de ellos.

—Sí.

—¿De dónde lo han sacado? —preguntó Eva.

—Del bolsillo del abrigo de la mujer asesinada en Hasslevikarna en 1987. ¿Cómo llegó allí?

Olivia apartó la mirada. Las cosas se estaban poniendo demasiado desagradables. La manera tranquila e insidiosa que tenía Mette de torturar a su víctima. Con un solo objetivo.

—¿No sabes cómo pudo acabar en el bolsillo del abrigo de la víctima? —insistió Mette.

—No.

Mette se volvió ligeramente y su mirada se cruzó con la de Stilton. Un truco típico en los interrogatorios. Al interrogarle había que darle la sensación de que los interrogadores sabían más de lo que parecía. Mette volvió a mirar a Eva y luego a la antigua fotografía familiar.

—¿Es tu hermano quien está a tu lado?

—Sí.

—¿Es cierto que murió de una sobredosis, hace cuatro años?

—Sí.

—Sverker Hansson. ¿Fue a visitarte alguna vez en la casa de veraneo?

—Alguna vez.

—¿Estuvo allí el mismo verano del asesinato?

—No.

—¿Por qué mientes?

—¿Lo estuvo? —Eva pareció sinceramente sorprendida.

¿Estará fingiendo?, pensó Stilton. Tenía que estar haciéndolo.

—Sabemos que estuvo allí —confirmó Mette.

—¿Cómo lo saben?

—Estuvo allí con un tal Alf Stein. Alquilaron una cabaña en la isla. ¿Lo conoces? Alf Stein.

—No.

—Tenemos una grabación en la que él confirma que estuvieron allí.

—Bueno, entonces es que estuvieron.

—Pero ¿tú no lo recuerdas?

—No.

—¿No te encontraste ni con Alf Stein ni con tu hermano?

—Supongo que es posible, ahora que lo dice. Recuerdo que alguna vez Sverker trajo a algún amigo a casa.

—Alf Stein.

—No sé cómo se llamaba.

—Pero fuiste tú quien les dio una coartada para la hora del asesinato.

—¿Eso hice?

—Declaraste que Sverker y su amigo te habían robado la embarcación y que luego desaparecieron. La noche anterior al crimen. Pero creemos que fue a la noche siguiente. ¿No es así?

Eva no contestó. Mette prosiguió.

—Alf Stein afirma que le has estado dando dinero durante todos estos años. ¿Es verdad?

—No.

—Es decir, que miente.

Eva se pasó el brazo por la frente. Estaba al límite de sus fuerzas. Mette y Stilton lo advirtieron. De pronto alguien llamó a la puerta. Los tres se volvieron. Una mujer uniformada la abrió y tendió una carpeta de plástico verde. Stilton se levantó, la cogió y se la pasó a Mette. Ella la abrió, echó una ojeada al primer documento y volvió a cerrarla.

—¿Qué es? —preguntó Eva.

Mette no contestó. Se inclinó lentamente hacia la luz de la mesa.

—Eva, ¿fuiste tú quien mató a Adelita Rivera?

—¿A quién?

—La mujer que aparece junto a Nils Wendt en todas las fotos que te hemos enseñado. ¿Fuisteis vosotros?

—No.

—Entonces sigamos. —Mette sacó la carta falsificada de Adelita—. Esta carta fue enviada desde Suecia a Dan Nilsson en Costa Rica. (Dan Nilsson era el alias que utilizaba Nils Wendt.) Te la leeré en voz alta, está escrita en español, pero te la traduciré. «Dan: Lo siento, pero no creo que estemos hechos el uno para el otro, y ahora tengo la posibilidad de iniciar una nueva vida. No volveré.» Está firmada. ¿Imaginas por quién?

Eva no contestó. Tenía la mirada clavada en sus puños apretados sobre el regazo. Stilton la observaba, inexpresivo. Mette prosiguió con el mismo tono controlado.

—Por «Adelita». Se llamaba Adelita Rivera y la ahogaron en Hasslevikarna cinco días antes de que fuera enviada la carta. ¿Sabes quién la escribió?

Eva no contestó. Ni siquiera levantó la mirada. Mette dejó la carta sobre la mesa. Stilton mantenía la mirada fija en Eva.

—Hace unos días te asaltaron en tu casa, en el vestíbulo —dijo Mette—. Nuestros técnicos tomaron muestras de las huellas de sangre en la alfombra del vestíbulo para ver si pertenecía a tus agresores. En esa ocasión tuviste que darnos una muestra de ADN que demostró que la sangre era tuya.

—Sí.

Mette abrió la carpeta verde que acababan de darle.

—También hemos realizado una prueba de ADN con la saliva de la persona que lamió el sello de la carta de «Adelita» en 1987 y la comparamos con la tuya. De la sangre del vestíbulo. Resulta que coinciden. Fuiste tú quien lamió el sello. ¿También escribiste la carta?

Todo el mundo tiene un límite y luego cae al precipicio. Antes o después, ocurre si a uno le presionan lo bastante. Eva Carlsén había llegado hasta allí. Hasta el borde. Tardó unos segundos, casi un minuto, hasta que musitó:

—¿Podemos hacer una pausa?

—Antes dime: ¿fuiste tú quien escribió la carta?

—Sí.

Stilton se reclinó en la silla. Había terminado. Mette se inclinó hacia la grabadora.

—Haremos una breve pausa.

Forss y Klinga habían interrogado a Liam e Isse durante un par de horas. Los dos eran de Hallonbergen. A Klinga le había tocado Liam. Sabía de antemano lo que más o menos escucharía, incluso antes de sacar lo que tenían sobre Liam del archivo policial. Un montón de porquería creciente durante la adolescencia. Cuando Liam acabó de contar cómo su padre solía ayudar a su hermana mayor a pincharse en la mesa de la cocina, el retablo quedó bastante claro para Klinga.

Niños ultrajados. ¿No los había llamado así la mujer que había visto en algún programa de debate?

Liam era un niño tremendamente ultrajado.

A más o menos el mismo resultado había llegado Forss con Isse. Originalmente de Etiopía, fue abandonado a su suerte antes de que llegara siquiera a la adolescencia. Ultrajado y destruido. Lleno de agresividad descarriada.

Ahora las preguntas giraban en torno a las peleas en jaulas.

Tardaron un rato en sonsacarles lo que sabían, pero poco a poco empezaron a hablar. Los nombres de otros chicos que participaban en la organización y, sobre todo, cuándo se celebrarían las próximas peleas.

Y dónde.

En la isla de Svartsjölandet, en una antigua fábrica de cemento desmantelada. Ahora vacía y cerrada a cal y canto.

Salvo para algunos.

Forss había puesto el lugar bajo vigilancia varias horas antes. La estrategia establecía que antes de intervenir debía estar toda la diversión en marcha. Así pues, esperaron a que encerraran a los primeros niños en las jaulas y empezaran los gritos de ánimo. La policía había cortado todas las posibles vías de escape y entraron con un grupo de agentes armados hasta los dientes. Pronto se llenaron las furgonetas hasta arriba.

Cuando Forss y Klinga salieron de la fábrica se encontraron con algunos periodistas y fotógrafos.

—¿Cuándo os enterasteis de estas peleas en jaulas?

—Hace un tiempo, a través de nuestras investigaciones. Ha sido nuestra mayor prioridad —dijo Forss a una cámara.

—Entonces, ¿cómo es que no habéis intervenido antes?

—Queríamos asegurarnos de que estuvieran las personas adecuadas.

—¿Y lo habéis conseguido?

—Sí.

Cuando otra cámara enfocó el rostro de Forss, Klinga se alejó.

Parte del equipo había abandonado la habitación. Olivia seguía allí, junto con Bosse Thyrén y Lisa Hedqvist. Todos sentían lo mismo. Una suerte de alivio porque estaba a punto de resolverse un asesinato irresoluble durante muchos años, mezclado con diversas reflexiones de índole personal. Para Olivia tenía mucho que ver con el móvil.

¿Por qué?

Aunque lo intuía.

Habían llevado café a los tres en la sala de interrogatorios. El ambiente reinante era apagado. De alivio para dos de ellos y en cierto modo también para el tercero. Mette volvió a encender la grabadora y miró a Eva Carlsén.

—¿Por qué? ¿Quieres contárnoslo? —dijo.

De pronto la voz de Mette había cambiado. Lejos quedaba la voz impersonal de los interrogatorios, la que solo perseguía un único objetivo: conseguir una confesión. La nueva voz era la que emplea un ser humano para dirigirse a otro, con la esperanza de entender por qué hacemos lo que hacemos.

Para saber.

—¿Por qué? —repitió Eva.

—Sí.

Eva enderezó ligeramente la cabeza. Si tenía que contar el porqué se vería obligada a atravesar mares de dolor. De dolor reprimido, sublimado. Pero sentía que al menos debía dar una explicación, ponerle palabras a lo que había dedicado toda una vida a intentar expiar.

El asesinato de Adelita Rivera.

—¿Por dónde empiezo?

—Por donde quieras.

—Lo primero que ocurrió fue que Nils desapareció, en 1984, sin una palabra. Simplemente desapareció. Creí que lo habían matado, que algo le había ocurrido en Kinshasa, Supongo que ustedes también barajaran esta posibilidad. —Eva miró a Mette.

—Fue una de nuestras hipótesis, sí.

Eva asintió con la cabeza. Prosiguió, con una voz muy baja y frágil:

—Sea como fuere, nunca apareció. Estaba desesperada. Yo lo amaba y me sentí completamente destrozada. Así durante un año, hasta que usted apareció de pronto con esas fotografías turísticas de México y me di cuenta de que era Nils, que estaba vivo y moreno, en algún paraíso en México, y me volví… No sé, me sentí tremendamente engañada. No había sabido nada de él, no había recibido ni una llamada, ni una postal, nada. Él estaba allí, tomando el sol tranquilamente, y yo, mientras tanto, me arrastraba por aquí, afligida, desesperada y… Fue algo terriblemente denigrante, me sentí como una basura.

—¿Por qué no me dijiste que era él cuando te mostré la foto entonces, en 1985?

—No lo sé. Fue como si… Quería dar con él por mi cuenta, quería una explicación, quería entender por qué me había hecho esto a mí. Si era algo personal entre nosotros, si pretendía hacerme daño, quería saber qué pretendía. Más tarde entendí de qué iba todo.

—¿Cuándo?

—Cuando recibí las demás fotografías.

—¿Las que encontramos en tu casa?

—Sí. Contraté a una agencia extranjera, especializada en encontrar a personas desaparecidas. Les conté dónde había sido visto por última vez, en Playa del Carmen, en México. Entonces la agencia empezó a buscarlo y lo encontraron…

—¿Allí?

—Sí. Me enviaron unas fotografías del lugar, de él junto a una mujer joven. Fotografías íntimas, escenas sexuales, de dormitorios y de hamacas y de playa… Ustedes mismos las han visto. Es posible que parezca… pero me sentí terriblemente ultrajada, no solo engañada. Por la manera en que lo hizo todo, como si yo fuera menos que nada, como si yo no existiera, como si yo fuera alguien a quien se puede tratar como… No lo sé. Y entonces llegó esa…

—La joven de las fotos en Nordkoster.

—Sí. Embarazada. De él. Vino con el vientre hinchado, y no tenía ni idea de que yo la había reconocido en las fotografías, y entonces comprendí que él la había enviado.

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