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Authors: Cilla Börjlind,Rolf Börjlind

Tags: #Intriga, #Policíaco

Marea viva (22 page)

BOOK: Marea viva
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—Creo que pretendían asustarme.

—Porque… ¿Por lo que estás escribiendo?

—Sí.

—¡Qué horror! ¿Son los que atacan a los sin techo?

—Asesinan. La mujer de la autocaravana ha muerto.

—Lo vi.

—Veremos si acabo en Trashkick —dijo Eva, y sonrió—. ¿Quieres algo? Estaba a punto de preparar un café.

—Sí, gracias.

Eva se dirigió a la cocina.

—¿Quieres que te eche una mano? —preguntó Olivia.

—No, no hace falta.

Olivia paseó la mirada por la estancia, decorada de una manera muy personal. Colores fuertes, alfombras bonitas y las paredes cubiertas de estanterías con libros. ¿Se los habrá leído todos?, pensó Olivia. Su mirada se detuvo en un estante con fotografías. Fiel a su costumbre, Olivia sintió curiosidad. Se levantó y se acercó al estante: una antigua foto de boda, probablemente los padres de Eva. Luego una foto de boda mucho más reciente de Eva con un hombre muy apuesto, y al lado de esta, una foto de una Eva bastante más joven con un chico guapo y joven a su lado.

—¿Quieres leche? ¿Azúcar? —preguntó desde la cocina.

—Leche, gracias.

Eva volvió sosteniendo dos tazas. Olivia fue a su encuentro y cogió una. Eva hizo un gesto hacia el sofá.

—Siéntate.

Olivia se dejó caer en el mullido sofá, dejó la taza sobre la mesita y señaló la fotografía de la boda de Eva.

—¿Tu marido?

—Era. Estamos divorciados.

Eva se sentó en una butaca y le habló un poco de su ex, años atrás deportista exitoso. Se conocieron cuando ella estudiaba en la facultad de Periodismo. Hacía unos años que estaban divorciados. Él había conocido a otra mujer y había sido un divorcio doloroso.

—Se comportó como un cerdo, así de simple —dijo.

—Lo lamento.

—Ya. No se puede decir que haya tenido suerte con los tíos en mi vida, mayormente me han dado penas y desconsuelo. —Eva le dirigió una sonrisa de circunstancia por encima de la taza.

Olivia se preguntó por qué tenía la foto de su boda expuesta en el salón si el tipo era tan cerdo. Ella, en su lugar, habría hecho limpieza y la habría quitado al otro día. Señaló las fotografías.

—¿Y ese chico guapo al que estás abrazando en esa foto? ¿Fue tu primera decepción?

—No; es mi hermano Sverker, murió de sobredosis. Bueno, ya basta de hablar de mí. —De pronto, Eva adoptó un tono muy distinto.

Olivia se mordió la lengua. Era evidente que había vuelto a pasarse de la raya con sus preguntas de índole personal. ¿Es que no aprendería nunca?

—Disculpa. No pretendía… Disculpa.

Eva la miró. Su semblante estaba extrañamente tenso; le duró algunos segundos, luego se reclinó en la butaca y volvió a sonreír levemente.

—Soy yo quien te pide disculpas, es que… Mi cabeza está a punto de estallar y hoy ha sido un infierno. Disculpa. ¿Y a ti cómo te va? ¿Has podido aprovechar algo del material?

—Sí, pero hay una cosa sobre la que quería preguntarte. ¿Sabes para quién trabajaba Jackie Berglund en 1987, cuando todavía era chica
escort
?

—Sí, era un caballero muy conocido, Carl Videung; llevaba Gold Card. Creo que aparece en la carpeta.

—¿De veras? Pues me lo he saltado. ¿Qué era Gold Card?

—Una empresa de
escort
en la que trabajaba, entre otras, Jackie Berglund.

—Entiendo. Carl Videung, qué nombre tan curioso.

—Sobre todo para un rey del porno.

—¿Lo era?

—Entonces sí. ¿Sigues con lo de Jackie?

—Sí.

—Ya sabes lo que te dije.

—¿Sobre ella? Que me anduviera con cuidado, ¿no?

—Exacto.

Jackie Berglund estaba frente a una ventana panorámica en Norr Mälarstrand contemplando el mar. Le encantaba su piso, seis habitaciones, en lo más alto del edificio, con unas vistas fantásticas que abarcaban incluso las colinas de Söder. Lo único que estorbaba eran los sauces al otro lado de la calle; tapaban las vistas considerablemente. Jackie pensaba que deberían hacer algo al respecto.

Se volvió hacia el gran salón. Hacía unos años, le había dado libertad de acción a un afamado interiorista, siempre a la última, que había obrado el milagro: una mezcla de frialdad y calidez y animales disecados. Muy en la línea de Jackie. Rellenó su copa con un Martini seco y puso un CD de tango; le encantaban los tangos. De vez en cuando invitaba a hombres a su piso con los que bailaba, y rara vez sabían bailar tango. Alguna vez encontraré a un héroe del tango, pensó, un hombre misterioso con una pelvis potente y un vocabulario limitado.

Lo estaba esperando con ahínco.

Estaba a punto de servirse un nuevo Martini cuando oyó el teléfono. No el que estaba más cerca, sino el de su estudio. Miró la hora: casi la una de la madrugada. Era entonces cuando solían llamar.

A menudo.

Los clientes.

—Jackie Berglund.

—Hola, Jackie, soy Latte.

—Hola.

—Escucha, tenemos una pequeña fiesta en marcha y necesitaríamos un poco de asistencia.

Los clientes habituales, como en el caso de Lars Örnhielm, sabían cómo expresarse en la línea telefónica de Jackie. Nada demasiado evidente. Nada de palabras equivocadas.

—¿Cuántas necesitáis?

—Unas siete u ocho.
High class
!

—¿Preferencias?

—Nada especial, pero ya sabes, a poder ser con final feliz.

—De acuerdo. ¿Dónde?

—Te envío un SMS.

Jackie colgó y sonrió. Final feliz, sacado del menú de las chicas asiáticas cuando debían llegar hasta el final con sus masajes de pies. Latte necesitaba «chicas para el café de después»,
meninas
que pudieran suministrar un final feliz.

No había problema.

Esa misma noche Acke volvió a casa en un estado lamentable. Muy lamentable. El niño de diez años avanzaba entre los bloques de vivienda de Flemingsberg, por el lado equivocado, lejos del alumbrado, con el monopatín bajo el brazo, cojeando por el dolor provocado por los golpes. Golpes continuados en lugares no visibles por fuera de la ropa. Se sentía muy solo mientras avanzaba renqueante y le volvieron a la cabeza los pensamientos de siempre. Acerca de su padre, el que no existía, del que su madre nunca hablaba. Pero tenía que existir. En algún lugar. Al fin y al cabo, todos los niños tienen un padre.

Apartó esos pensamientos sombríos y cerró la mano alrededor de la llave que llevaba colgando del cuello. Sabía que su madre estaba en la ciudad trabajando y sabía en qué trabajaba.

O casi.

Se lo habían contado unos chicos mayores de la escuela después del entrenamiento de fútbol, hacía ya cierto tiempo.

—¡Prostituta! ¡Tu mamá es una prostituta!

Acke no sabía qué era una prostituta. En cuanto llegó a casa, se metió en internet y lo buscó.

Solo en casa.

Luego fue a buscar la botella de agua fría que su madre le había dejado en la nevera antes de irse a la ciudad y se la bebió casi toda. Después se acostó.

Y pensó en su madre.

En que tal vez podría ayudarla con dinero para que pudiera dejar de ser lo que decían que era.

13

Los coches desfilaban a través de la neblina, a intervalos largos, camino de Vaxholm. Era temprano por la mañana en la península de Bogesundslandet y nadie se fijó en el Volvo gris aparcado en una pista de grava, a poca distancia del hermoso castillo rodeado de bosque. Entre el velo de bruma hozaban unos jabalíes.

Nils Wendt estaba sentado en el asiento del conductor, contemplando su propio rostro en el retrovisor. Se había despertado antes del alba en su habitación de hotel. A las cinco cogió el coche de alquiler y salió de la ciudad, en dirección a Vaxholm. Quería alejarse de la gente. Estudió su rostro en el espejo. Demacrado, pensó. Pareces consumido, Nils.

Pero tenía que hacerlo.

Ahora ya no faltaba tanto. Esa misma mañana había concebido las últimas piezas del puzle. El hostigamiento al que había sometido a Bertil había desembocado en un plan. Un plan que había empezado a cobrar forma cuando vio aquel reportaje televisivo sumamente crítico con las actividades de MWM en el Congo.

Tan brutal como antes.

Luego había sido testigo de varias manifestaciones, leído pasquines y entrado en distintos grupos en Facebook, por ejemplo el «Rape-free cellphones!», donde, tras acceder a algunas contribuciones, había entendido la indignación despertada por el asunto.

Fue entonces cuando fraguó el plan.

Golpearía donde más le dolía a Bertil.

A las nueve y cuarto de la mañana Bertil Magnuson había solucionado el problema con el propietario del terreno de Walikale. No personalmente, por supuesto, sino a través de su buen amigo, el jerarca militar. Este había enviado unos agentes del cuerpo de seguridad al propietario para informarle que, debido a ciertos disturbios en la zona, podría tener que realizar un traslado forzoso. Como medida de seguridad. El hombre no era estúpido. Preguntó si había alguna manera de evitar dicho traslado forzoso. Los agentes le explicaron que la empresa sueca MWM se había ofrecido para responder de la seguridad, siempre y cuando él les permitiera explotar parte del terreno para realizar prospecciones. De este modo conseguirían mantener todos los disturbios a raya.

Rápidamente.

Bertil recordó a su secretaria que debía llamar al representante de la empresa en Kinshasa para que se ocupara de enviarle un regalo adecuado al jerarca militar.

—Le gustan mucho los topacios.

Así, cuando Bertil se acercó a la ventana y el intenso sol matinal lo alcanzó estaba de un humor relativamente bueno. Sus pensamientos seguían en el Congo cuando sacó su móvil vibrante del bolsillo en un gesto automático y contestó.

—Soy Nils Wendt.

Aunque la voz que Bertil había oído en la cinta grabada era varios años más joven, se trataba de la misma voz. Pero no grabada.

Era Nils Wendt.

Bertil sintió subirle la ira. Odiaba a ese hombre, un bicho insignificante capaz de organizar una catástrofe. Sin embargo, intentó no inmutarse.

—Hola, Nils. ¿Estás en la ciudad?

—¿Dónde podemos encontrarnos?

—¿Por qué nos tendríamos que encontrar?

—¿Quieres que cuelgue?

—¡No! ¡Espera! ¿Quieres que nos veamos?

—¿Tú no?

—Sí.

—¿Dónde?

Bertil pasó páginas febrilmente en su cabeza y miró por la ventana.

—En el cementerio de Adolf Fredrik.

—¿Dónde allí?

—En el sepulcro de Palme.

—A las once de esta noche —dijo Wendt.

Y colgó.

Ovette Andersson salió por la puerta, sola; eran poco más de las diez. Había acompañado a Acke al centro de actividades extraescolares, contra su voluntad, pero quería hablar con alguien allí sobre sus morados. Últimamente solía llegar a casa con morados por todo el cuerpo. Marcas azules y amarillentas. Al principio, Acke había intentado ocultarlas, al fin y al cabo casi nunca se veían por las mañanas, pero una noche Ovette había abierto la puerta mientras el niño se desvestía y las había visto.

—Pero ¿qué has hecho?

—¿Qué?

—Pero ¡si tienes morados por todo el cuerpo!

—Es por el fútbol.

—¿Te salen marcas así de jugar al fútbol?

—Sí.

Y entonces Acke se metió en la cama. Ovette fue a la cocina y encendió un cigarrillo frente a la ventana. ¿El fútbol?

Los morados de su hijo no la habían dejado tranquila. Un par de noches más tarde, al volver a casa después de su ronda nocturna, fue a su habitación y con cuidado le retiró el edredón. Y volvió a verle morados. Marcas amarillentas y azuladas por todo el cuerpo. Y grandes costras.

Fue entonces cuando decidió hablar con el centro.

—No, no sufre
bullying
. —La pedagoga del centro de actividades extraescolares parecía sorprendida.

—Pero tiene morados por todo el cuerpo —dijo Ovette.

—¿Qué dice él?

—Que ha sido por culpa del fútbol.

—¿No será así entonces?

—¿En todo el cuerpo? Imposible.

—Ya. No sé, en cualquier caso no sufre
bullying
, aquí no. Tenemos un programa especial para combatir el
bullying
y la violencia y nos hubiéramos dado cuenta de haber sido así.

Ovette tuvo que conformarse con eso.

Entonces, ¿con quién podía hablar? No disponía de ninguna red social. No tenía trato con sus vecinos. Trataba con gente de la calle que se interesaba en los hijos de los demás. Era un campo minado.

Ovette abandonó el lugar y de pronto se sintió infinitamente cansada. Y desesperada. Toda su vida desesperanzada desfiló ante sus ojos cerrados. Su incapacidad para salir de la prostitución callejera, su cuerpo marcado. Y ahora veía a su único hijo metido en problemas y no tenía a nadie a quien dirigirse. Ni un número de teléfono de alguien que pudiera escucharla, consolarla o ayudarla. Solo estaban ella y Acke en todo el vacío mundo.

Se detuvo al llegar a una farola y encendió un cigarrillo. Sus manos agrietadas temblaban. No por el viento fresco, sino por algo mucho más frío que venía de dentro, de un oscuro sumidero en el pecho que se ensanchaba cada vez que respiraba, esperando que se rindiera. De haber habido una puerta secreta por la que dejar la vida, la habría cruzado.

Fue entonces cuando se acordó de él.

Un tipo que tal vez podría ayudarla.

Se habían criado juntos en Kärrtorp. Habían vivido en la misma escalera y mantenido el contacto a lo largo de todos aquellos años. Ahora hacía un tiempo que no se veían, pero aun así. Cuando de vez en cuando se veían, siempre resultaba todo muy sencillo. Tenían un pasado común, los mismos orígenes, conocían las debilidades del otro, y se preocupaban por el otro.

Con él podría hablar.

El Visón.

Olivia tardó un tiempo en rastrearlo, pero mereció la pena cuando su nombre apareció en la residencia geriátrica de Rådan en Silverdal.

Y se quedó un poco sorprendida: la residencia estaba bastante cerca de la Escuela Superior de Policía.

El mundo es pequeño, pensó mientras conducía por caminos harto conocidos y aparcaba finalmente frente a la residencia. Casi podía ver la escuela entre los árboles. En cierto modo, la escuela le pareció extrañamente lejana. Sin embargo, hacía muy poco se había sentado en un banco de allí y había encontrado un caso que no tenía ni idea de adónde la llevaría.

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