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Authors: Cilla Börjlind,Rolf Börjlind

Tags: #Intriga, #Policíaco

Marea viva (38 page)

BOOK: Marea viva
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Aquellos tres buscaban algo específico.

En la casa de un hombre recientemente asesinado.

¿Qué?

El bar se llamaba Good Vibrations Bar. Un plagio comercial que los Beach Boys tendrían que tragarse. Estaba un poco lejos de California, pero probablemente los surferos norteamericanos del lugar sentían una oleada de nostalgia cuando entraban en ese agujero de mala muerte, sucio y destartalado, de Santa Teresa.

Abbas estaba en el extremo de una larga barra cargada de humo. Solo, con un gin tonic seco delante. Por una vez, una copa. Había atravesado la oscuridad con el cuerpo y la mente en tensión, muy consciente del sitio en que llevaba sus cuchillos. Y había llegado hasta allí sin recibir un disparo por la espalda. Tenía ganas de una copa. A sabiendas de que es un error, le dijo una voz desde un rincón de su cerebro. Sin embargo, el resto de su cerebro dio el visto bueno.

Suponía que el tercer hombre estaba allí fuera.

En la oscuridad.

Bebió un sorbo. Igeno, el barman, se lo había mezclado bien. Abbas se volvió y echó un vistazo a la clientela del bar. Hombres morenos, y unos aún más morenos y casi quemados, con torsos que conformaban una parte significativa de su identidad. Y mujeres, lugareñas y turistas. Probablemente, muchas eran guías y algunas entusiastas del surf, todas en animada charla con algún torso. La mirada de Abbas se deslizó por la barra y se posó en la pared de enfrente. Un par de largos estantes llenos de botellas de alcohol más o menos sazonado, todas con un solo fin.

Fue entonces cuando la vio.

La cucaracha.

Un ejemplar enorme. Con largas antenas y fuertes alas pardas dobladas sobre el cuerpo. Trepaba por encima de una brecha en el estante del alcohol. La pared revestida de madera estaba cubierta de fotografías turísticas y postales. Igeno también la vio, y la mirada de Abbas que la seguía. Con una pequeña sonrisa, aplastó la cucaracha con la palma de la mano. Justo encima de una foto. Una foto en la que Nils Wendt rodeaba a una joven con el brazo.

Abbas dejó su copa sobre la barra con un ligero chasquido. Sacó un papel del bolsillo e intentó comparar la imagen que en él había con la fotografía bajo la cucaracha aplastada.

—¿Podría quitarla, por favor?

Abbas señaló la cucaracha. Igeno la retiró con la mano.

—¿No le gustan las cucarachas?

—No; tapan las vistas.

Igeno sonrió. Abbas no. Pronto constató que la joven que Nils Wendt rodeaba con el brazo era idéntica a la víctima de Nordkoster, la mujer ahogada en Hasslevikarna. Vació su copa. «Investigar si hay alguna conexión entre Nils Wendt y la víctima de Nordkoster», le había dicho Stilton.

La había.

—¿Otro? —dijo Igeno.

—No, gracias. ¿Sabe quiénes son las personas de la foto?

Abbas señaló e Igeno se volvió y también señaló.

—Ese es el Gran Sueco, Dan Nilsson, la mujer no sé quién es.

—¿Conoce a alguien que pueda saberlo?

—Bueno, tal vez Bosques…

—¿Quién es?

—El antiguo propietario del bar, fue él quien las colgó. —Señaló con la cabeza las fotografías de la pared.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—En su casa. Nunca abandona su casa.

—¿Y dónde está su casa?

—En Cabuya.

—¿Muy lejos de aquí?

Igeno sacó un pequeño mapa y señaló el pueblo en que estaba la casa de Bosques. Abbas consideró si volver a Mal País y pedirle a García que lo llevara en coche. Dos cosas le hicieron optar por otra solución. La primera era el tercero, el hombre que probablemente se mantenía oculto en algún lugar fuera del bar. La segunda era la policía. Seguramente la casa de Wendt, a estas horas, era un hervidero de policías. A lo mejor alguno de ellos tenía varias preguntas que hacerle a Abbas.

Así que miró a Igeno, quien sonrió levemente.

—¿Quiere ir a Cabuya?

—Sí.

Igeno hizo una llamada y un par de minutos más tarde apareció uno de sus hijos frente al bar montado en un quad. Abbas le pidió a Igeno que le prestara la fotografía de la pared. La tuvo. Salió y se sentó detrás del hijo sobre el quad y paseó sus ojos compuestos de mosca alrededor. A pesar de que había anochecido y no salía demasiada luz del bar, vio la sombra. O un vislumbre de ella. Detrás de una gruesa palma, a cierta distancia del bar.

El tercero.

—Vámonos.

Abbas le dio una palmadita en el hombro al hijo de Igeno y el quad se puso en marcha. Cuando Abbas volvió la cabeza vio cómo el tercer hombre se alejaba en dirección a Mal País a una velocidad sorprendente. Para coger un coche, supuso Abbas. No tardaría mucho en alcanzar el quad, teniendo en cuenta que solo había una carretera. En una única dirección.

Hacia Cabuya.

El hijo de Igeno preguntó si tenía que esperarle, pero Abbas lo despidió. Aquello podía alargarse. Solo llegar a la casa de Bosques le llevaría su tiempo. Había que superar bastantes obstáculos hasta alcanzar el porche.

Allí estaba Bosques. Vestido con ropa blanca, a medio afeitar, sentado en una silla apoyada en la pared. Con una copa de ron en la mano y una bombilla desnuda colgando del techo. Apagada. El concierto de cigarras en la selva circundante no parecía molestar sus oídos. Tampoco el débil susurro de una cascada menor entre la vegetación. Estaba sumido en la realidad que se hallaba a disposición de sus sentidos. Observaba un minúsculo insecto que trepaba por su mano bronceada.

De pronto miró a Abbas.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Abbas el Fassi, vengo de Suecia.

—¿Conoce al Gran Sueco?

—Sí. ¿Puedo subir?

Abbas estaba un poco más abajo, al pie del porche. No parecía sueco. Ni escandinavo. No se parecía en nada al Gran Sueco.

—¿Qué quiere?

—Hablar un poco con usted, Bosques. De la vida.

—Suba.

Abbas lo hizo y Bosques le acercó un taburete con el pie. Abbas tomó asiento.

—Ese tal Dan Nilsson, ¿es el Gran Sueco? —preguntó Abbas.

—Sí. ¿Lo conoce?

—No. Ha muerto.

Le costó un poco interpretar el semblante de Bosques en la penumbra del porche. Todo lo que Abbas vio fue que bebía un sorbo de su vaso y que este temblaba un poco en su mano cuando la bajó.

—¿Cuándo murió?

—Hace unos días. Lo mataron.

—¿Usted?

Una pregunta extraña, pensó Abbas. Pero se encontraba al otro lado del mundo, en un pueblucho, en medio de un bosque tropical, en compañía de un hombre que no tenía ni idea de quién era. Ni qué relación tenía con Nils Wendt. El Gran Sueco, como lo llamaba Bosques.

—No. Trabajo para la policía sueca.

—¿Tiene algún tipo de documentación? —Bosques no había nacido ayer.

—No.

—Entonces, ¿por qué debería creerle?

Sí, ¿por qué debería creerme?, pensó Abbas.

—¿Tiene un ordenador? —dijo.

—Sí.

—¿Puede entrar en internet?

Bosques le dedicó una mirada fría. Lo suficientemente fría como para traspasar la oscuridad. Se levantó y entró en la casa. Abbas se quedó sentado. Unos minutos más tarde, Bosques salió con un portátil y se volvió a sentar en su sillón. Con cuidado conectó un módem USB móvil en el ordenador y lo encendió.

—Busque a Nils Wendt, asesinato, Estocolmo.

—¿Quién es Nils Wendt?

—Era el verdadero nombre de Dan Nilsson. Se escribe con doble uve y dt al final.

El resplandor azulado del portátil iluminó el rostro de Bosques. Sus dedos se movían por el teclado. Esperó, miró la pantalla y, aunque no entendía ni una sola palabra de lo que ponía, reconoció la foto de la portada de un diario. La foto del Gran Sueco. Una foto que tenía veintisiete años. Más o menos con el aspecto que tenía Dan Nilsson cuando apareció en Mal País por primera vez.

En el pie ponía «Nils Wendt».

—¿Asesinado?

—Sí.

Bosques cerró el ordenador y lo dejó en el suelo de madera frente a sí. Sacó una botella de ron de la oscuridad y llenó su vaso.

—Es ron. ¿Quiere?

—No.

Bosques se lo bebió, apoyó el vaso sobre la rodilla y se pasó la otra mano por los ojos.

—Era mi amigo.

Abbas asintió con la cabeza e hizo un gesto compasivo con la mano. Los amigos asesinados exigen cierto respeto.

—¿Cuánto hacía que lo conocía? —preguntó.

—Mucho tiempo.

Una indicación harto vaga. Abbas buscaba algo más exacto, algo que pudiera asociar con la foto de la mujer en el bar.

—¿Se puede encender?

Abbas señaló la bombilla apagada que colgaba un poco más allá. Bosques se volvió ligeramente y alcanzó un viejo interruptor de baquelita negra en la pared. La luz casi deslumbró a Abbas durante unos segundos. Luego sacó la fotografía.

—Me prestaron esta foto en Santa Teresa. Nilsson aparece junto a una mujer. Aquí.

Abbas le acercó la foto. Bosques la cogió.

—¿Sabe quién es?

—Adelita.

¡Un nombre! ¡Por fin!

—Adelita a secas, ¿o qué?

—Adelita Rivera. De México.

Abbas reflexionó. ¿Debía contarle que Adelita Rivera también había sido asesinada, ahogada en una playa de Suecia? A lo mejor también era amiga de Bosques. Dos amigos asesinados y apenas quedaba ron.

Se abstuvo.

—¿Se conocían bien Dan Nilsson y Adelita Rivera?

—Ella esperaba un hijo suyo.

Abbas sostuvo la mirada de Bosques. Gran parte de esa conversación dependía de ello. Que ninguno de los dos se escapara. Pero en su interior comprendió lo que esto significaría para Tom. ¡Nils Wendt era el padre del hijo de la víctima!

—¿Podría hablarme un poco de Adelita? —preguntó.

—Era una mujer muy bella.

Y entonces Bosques le contó lo que sabía de Adelita, y Abbas intentó memorizar cada detalle del relato. Sería importante para Tom.

—Luego se fue de aquí —dijo Bosques.

—¿Cuándo?

—Hace muchos años. No sé adónde. Nunca volvió. El Gran Sueco estaba desconsolado. Viajó a México para buscarla, en vano. Más tarde viajó a Suecia.

—Pero ese viaje fue bastante reciente, ¿no?

—Sí. ¿Lo asesinaron en su país?

—Sí. Y no sabemos por qué. Ni quién lo hizo. Estoy aquí en busca de algo que nos ayude a descubrirlo —dijo Abbas.

—¿Al asesino?

—Sí, y el motivo del crimen.

—Me dejó una bolsa cuando se fue.

—¿De veras? —Abbas tenía todos los sentidos puestos—. ¿Qué contenía?

—No lo sé. Si no volvía antes del uno de julio debía entregársela a la policía.

—Yo soy policía.

—No puede identificarse.

—No hace falta.

Antes de que le diera tiempo a Bosques a parpadear con sus pesados párpados, un cuchillo largo y negro se clavó en el cable eléctrico en la pared. Tras unos segundos de chisporroteos la bombilla del techo se apagó. Abbas miró a Bosques en medio de la oscuridad.

—Tengo otro.

—De acuerdo.

Bosques se levantó y volvió a entrar en la casa. Salió, más rápido que la primera vez, con una bolsa de cuero que le dio a Abbas.

El tercer hombre había aparcado su furgoneta oscura a una distancia prudente de la casa de Bosques y se había acercado todo lo que había podido sin riesgo de ser descubierto. No lo suficientemente cerca para ver a simple vista, pero con la ayuda de sus prismáticos de visión nocturna no tuvo problema para ver lo que Abbas sacó de una pequeña bolsa en el porche.

Un sobre, una carpeta de plástico y una casete.

Abbas volvió a meter los objetos en la bolsa. Comprendió que lo que aquellos tres buscaban en la casa de Wendt era la bolsa. No pensaba revisar su contenido ahora mismo. Además, él mismo se había cargado la única luz que había en el porche. Levantó la bolsa un poco.

—Me temo que tendré que llevármela.

—Lo comprendo.

El cuchillo había agrandado la comprensión de Bosques considerablemente.

—¿Tiene un baño?

Abbas se levantó y Bosques señaló una puerta en otra habitación. Abbas arrancó el cuchillo de la pared y desapareció con la bolsa en la mano. No pensaba soltarla. Bosques seguía sentado en su silla. El mundo es curioso, pensó. Y el Gran Sueco ha muerto.

Sacó un frasquito con un líquido transparente del bolsillo de su pantalón y empezó a pintarse las uñas en medio de la oscuridad.

Abbas volvió a salir y se despidió de Bosques, que le deseó suerte y le dio un inopinado abrazo. Luego entró en la casa.

Abbas se dirigió a la carretera y empezó a caminar. Reflexionaba acerca de la información que había recabado. Tenía el nombre de una mujer que Tom había buscado durante más de veinte años: Adelita Rivera, una mexicana que estaba embarazada de Nils Wendt, quien, a su vez, también había sido asesinado.

Era todo muy extraño.

De pronto, a cien metros de la casa de Bosques, donde el camino se estrechaba y la luz de la luna era más tenue, alguien le puso una pistola en la nuca. Demasiado cerca para que pudiera utilizar los cuchillos. El tercero, pensó. En ese mismo instante le arrebataron la bolsa de la mano. A continuación recibió un fuerte golpe en la parte posterior de la cabeza. Se tambaleó y cayó en el arcén, entre la vegetación. Allí se quedó echado, viendo cómo una furgoneta negra salía del bosque con estrépito y desaparecía.

Luego él también desapareció.

El vehículo abandonó Cabuya traqueteando y atravesó la mitad de la península de Nicoya. En las cercanías del aeropuerto de Tambor se detuvo a un lado de la carretera. El tercer hombre encendió la luz de la cabina y abrió la bolsa de cuero.

Estaba llena de papel higiénico.

Abbas volvió en sí en el arcén. Se palpó la cabeza y constató que tenía un buen chichón. Le dolía mucho, pero había valido la pena. Le había dado al tercer hombre lo que quería. La bolsa de cuero.

En cambio, el contenido de la bolsa estaba dentro de su jersey. Pensaba guardarlo allí hasta llegar a Suecia.

El tercer hombre seguía en su coche. Llevaba un buen rato luchando consigo mismo y su cabeza bloqueada. Se dio cuenta de que no había gran cosa que hacer. Lo habían engañado y a esas alturas el hombre de los cuchillos sin duda habría vuelto con los policías de Mal País. Sacó su móvil, buscó la foto del hombre de los cuchillos que había tomado a través de la ventana de la casa de Wendt, escribió un breve texto y envió el SMS.

Instantes después le llegó a K. Sedovic en Suecia, quien se apresuró a reenviar el mensaje a un hombre que estaba sentado en un amplio porche, cerca del puente de Stocksund. Su esposa se encontraba en el interior de la casa, duchándose. El hombre leyó el breve texto en el móvil: describía el contenido de la bolsa que más tarde fue sustituido por papel higiénico. Un pequeño sobre, una carpeta de plástico y una casete. Una cinta original, pensó. Con una conversación grabada que podía cambiarle la vida a Bertil Magnuson por completo.

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