Malena es un nombre de tango (74 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Malena es un nombre de tango
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Desde la carretera apenas se adivinaba una mancha blanca, emboscada en una muralla de palmeras y eucaliptus, como la frontera entre el mundo de casas blancas desperdigadas por el llano —cortinas de cuentas de plástico en todas las puertas, gallinas picoteando nada en improvisados patios de tierra, macizos de adelfa bien cuidados, con intensas, venenosas flores rojas, alguna minúscula bicicleta con ruedines apoyada contra la hoja de una verja entreabierta— y el horizonte abrumador de una montaña pelada, dura y gris, que caía a pico sobre un mar también desnudo.

Desde abajo, calculé que el sendero, una estrecha cinta de arena, no permitiría el paso de un coche. Aparqué el mío en la puerta de un bar alrededor del cual parecía haberse aglutinado el caserío más cercano al cortijo, y eché a andar sin preguntar siquiera, como si desde siempre hubiera conocido aquel camino. Eran las cinco y media de la tarde, hacía mucho calor, y no había recorrido la mitad todavía cuando la cuesta empezó a empinarse, y yo a sudar. Un poco más allá, dos hileras de árboles viejos amagaban con proyectar una pobre sombra sobre mis pasos. Dejé atrás un par de construcciones toscas, de techo muy bajo, seguramente almacenes, o cochiqueras en desuso, y atravesé una línea imaginaria entre el campo y un terreno casi idéntico, igualmente salpicado de pitas y chumberas, que sin embargo era ya un jardín. No había valla, ni verja, ni puerta alguna. El sendero desembocaba en una placita redonda, grandes tinajas de barro, sus paredes encaladas reventando en largas varas de geranios trepadores, marcando el círculo de tierra recién regada.

En el centro, un hombre de unos cincuenta años, sentado en un desvencijado taburete de madera, miraba un lienzo blanco, sujetándolo con la mano izquierda sobre sus rodillas. Entre los dedos de su mano derecha, inmóviles, descansaba un carboncillo. Le miré con atención mientras me preguntaba quién sería, y qué haría allí exactamente. Poseía ese académico aspecto de artista bohemio que ya sólo distingue a los viejos hippies que venden pulseras de cuero por la calle, en los pueblos de la costa. Con el pelo largo y desgreñado, entreverado de canas lánguidas y sucias, como sin vida, y una corta barba gris, llevaba una camisa marrón con las mangas enrolladas por encima de los codos, y unos vaqueros desteñidos, arrugados, que le estaban muy grandes. Tal vez fuera de verdad pintor. Tal vez se esforzaba solamente en parecerlo.

Cuando ya llevaba casi diez minutos observándole en silencio, volvió lentamente la cabeza en mi dirección y dio un respingo. No sólo me había visto, sino que algo en su actitud, una cierta expresión de asombro muy cercana a la alarma, me hizo sospechar que creía haberme reconocido. Se levantó e hizo un gesto con la mano, extendiendo hacia mí la palma abierta.

—Atender aquí uno momenta, por favor.

No me sorprendió que fuera extranjero, probablemente alemán, a juzgar por esa peculiar forma de arrastrar las erres y cerrar las úes que yo todavía recordaba tan bien. Se levantó y apenas llegó a dar un par de pasos en dirección a la puerta antes de detenerse, porque allí, apoyada en el quicio, estaba ella, y era yo misma, veinticinco años después. Mientras la miraba, sentí que mi corazón empezaba a latir más deprisa, y los ojos me escocían, el vello de mis brazos se erizaba. No había cambiado mucho, su pelo seguía siendo negro, una diadema tirante alrededor de la frente, y su cuerpo conservaba aproximadamente el mismo volumen, aunque ya no sugería la ambigüedad de esa peligrosa línea que serpentea entre la esbeltez y la opulencia, sino más bien, como el mejor signo de su edad, una acogedora y sostenida blandura. Llevaba una camiseta blanca, de manga corta, y unos pantalones muy ligeros del mismo color, con una goma en la cintura. Se sacó la mano derecha del bolsillo y la carne del brazo bailoteó un instante alrededor del codo, suave y cansada. Estaba muy morena, y su rostro, alrededor de los ojos y de la boca, lucía arrugas nuevas, profundas como heridas superficiales y mal curadas, pero sin embargo, a los cincuenta y cinco años, seguía siendo una mujer muy guapa. Extendió los brazos, vino lentamente hacia mí, y entonces sonrió. Me lancé contra ella con los ojos cerrados, y ella me recibió con los suyos abiertos.

—Has tardado mucho en llegar, Malena…

No sé cuánto tiempo estuvimos abrazadas en aquel lugar, pero cuando nos separamos, el pintor ya no estaba con nosotras. Ella me cogió por el hombro y echamos a andar entre las pitas, tomando un camino que yo no había visto antes, una trocha que bordeaba la montaña para ensancharse en una especie de plataforma natural donde apenas cabían un banco de madera y una mesa. Desde allí, solamente se veía el mar, una inmensa mancha de agua verde, o quizás azul, porque yo, que siempre he vivido tan lejos de él, nunca he acertado a conocer su color.

—Esto es precioso, Magda —le dije, entusiasmada—. ¿Sabes?, he tratado de imaginármelo muchas veces, pero nunca supuse que fuera tan bonito.

—Sí que es bonito —asintió, dejándose caer en el banco—. Como una postal, ¿no?, o esas marinas baratas que la gente cuelga encima del sofá del cuarto de estar, para darles la espalda y fijarse en la televisión que tienen enfrente… —me miró, respondiendo con una sonrisa limpia a mi desconcierto—. No sé, al principio a mí también me encantaba, pero luego empecé a echar de menos la tierra adentro, el campo de Almansilla sobre todo, los cerezos, las encinas, hasta la nieve en invierno. Y Madrid, aunque por allí sí que iba algunas veces, cuando me hartaba de mar.

—¿Has vuelto a Madrid? — movió la cabeza afirmativamente, muy despacio, y yo por un instante me quedé muda, como si no pudiera aceptar lo que me estaba diciendo—. Pero nunca llamaste…

—No, no avisaba a nadie, ni siquiera a Tomás, que siempre ha sabido dónde vivo. Me alojaba en un hotel de la Gran Vía, cerca de la Red de San Luis, al que se entra por un portal corriente, y me dedicaba a andar, y a respirar humo, y a escuchar hablar a la gente, porque me daba mucha rabia no entenderos, a la gente de tu edad, quiero decir. Cuando era joven, yo también hablaba en una jerga extraña, me gustaba mucho, y además sacaba a mi madre de quicio, pero el código ha cambiado muy deprisa… Y no es sólo eso. La verdad es que he terminado por darle la razón a Vicente, un viejo amigo mío, bailarín de flamenco, muy malo pero muy gracioso, que era maricón perdido y siempre me decía lo mismo, mira, Magdalena, hija, los novios de secano, ¿sabes? Huesca, Jaén, León, Palencia, Albacete, Badajoz, como mucho Orense, en serio. Tú hazme caso a mí, que la costa amaricona una barbaridad.

—Y él lo sabía porque era de un sitio con mar.

—¡Qué va! — soltó una carcajada—. El era de Leganés, aunque le decía a todo el mundo que había nacido en Chipiona, por lo del pedigrí, ya sabes, eso era lo mejor de todo, y sin embargo, ahora sé que en cierto modo tenía razón, y no porque aquí haya más homosexuales que en cualquier otro sitio, sino porque se siente todo de una manera distinta, más suave, más húmeda. He llegado a sentir nostalgia hasta de la nostalgia que yo misma sentía cuando vivía en Madrid, y he llegado a convencerme de que allí era mucho más brusca, quizás más cruel, pero también más enérgica, y por eso siempre duraba menos, aunque, a lo mejor, en una gran ciudad con mar, todo sería distinto, porque también echo de menos eso, el tamaño de las calles que nunca se acaban. Llevo veinte años viviendo aquí. Es mucho tiempo, y sin embargo no he llegado a acostumbrarme del todo.

La miré con atención y me sorprendió no haberla visto envejecer, porque me resistía a rechazar la ilusión de que ella había querido crecer conmigo.

—Yo te he echado mucho de menos a ti —murmuré.

No dijo nada porque no hacía falta. Veinte años después, hablar con ella seguía siendo tan fácil para mí como hablar conmigo lo había sido antes para ella, cuando yo era la única persona a la que se atrevía a dirigir palabras sinceras en aquel siniestro corral de suelo embaldosado que apestaba a limpieza, y a esa sana alegría que emana de Dios.

—Pero tendrías que haberme llamado, Magda —insistí—, yo sé guardar secretos, ya lo sabes, y podríamos haber hablado, te habría contado muchas cosas. Yo ahora estoy casada, ¿sabes?, bueno ya no, pero todavía sí, esto es largo de explicar, y tengo un hijo, y…

Me interrumpí porque ella cabeceaba lentamente todo el tiempo, dándome a entender que no la estaba informando de nada que no supiera.

—Ya lo sé —dijo—, Jaime. ¿Ha venido contigo?

—Sí, se ha quedado en el hotel, durmiendo la siesta, con las dos Reinas.

—¿Has venido con tu hermana? —preguntó, parecía sorprendida, yo asentí.

—Sí. La verdad es que no me apetecía venir con nadie, pero se empeñó en acompañarme, porque mi marido me dejó por otra hace sólo una semana, y ella está convencida de que estoy hecha polvo, y en fin, lo de siempre, ya sabes, se siente obligada a hacerme compañía, a prestarme un hombro en el que llorar, etcétera.

—A ella no me apetece verla, pero me encantaría conocer a tu hijo. ¿Cómo está?

—¡Oh, ya está bien! — detecté en su expresión una sombra de desconfianza y sonreí—. En serio, Magda… Bueno, no es que sea muy alto, la verdad. Reina, mi sobrina, parece su madre y tienen la misma edad, pero ha engordado mucho, ya tiene un peso normal, y va muy retrasado con la dentadura. El pediatra está seguro de que eso es una señal estupenda, porque quiere decir que el resto de sus huesos crecerá con retraso, igual que sus dientes, pero que crecerá, seguro, aunque terminen de estirarse cuando él tenga más de veinte años. Eso ya ha dejado de preocuparme.

—¿Romper con tu marido te preocupa más? Es muy atractivo, creo.

—Yo no —sonreí—. Es muy guapo, eso sí, pero empecé a pensar en dejarle antes de quedarme embarazada, ¿sabes?, porque ya sabía que lo nuestro no iba bien, por mucho que me hubiera empeñado en casarme con él, siempre supe que no iría bien… Debería de haberle dejado hace mucho tiempo, pero nunca me atreví, porque desde el principio él se convirtió en algo parecido a un hijo grande, durante años he tenido la sensación de tener dos hijos, uno mayor y otro pequeño, y las madres no abandonan a sus criaturas, ¿no?, eso no está bien, y ahora, que sea él quien me deje a mí, y que me deje por otra, me parece tan raro… No sé, estoy desconcertada, confundida, no entiendo bien lo que pasa. Es extraño.

Magda se sacó una boquilla de marfil del bolsillo del pantalón, y encajó en ella el filtro de un cigarrillo rubio, de la misma marca que la había visto fumar siempre. Lo encendió con un gesto lento, cuidadoso, y aspiró, y tuve la sensación de que no había pasado el tiempo.

—Yo sin embargo te encuentro muy bien, Malena. A nosotros, las ojeras nunca nos han sentado mal, nos hacen los ojos todavía más negros —rió, y yo reí con ella—. Los Alcántara felices, al fin y al cabo, siempre han sido los más feos de la familia. A propósito… —calló un momento, y su risa se deshizo en una sonrisa incierta, que se desvaneció casi instantáneamente—, ¿cómo está tu madre?

—¡Uy! Pues aparte de muy gorda, ahora estupendamente, por lo menos en comparación con cómo llegó a estar hace cinco años.

—Cuando se fue tu padre.

—Sí. Yo comprendo que lo pasó fatal, pero la verdad es que estaba insoportable. No me dejaba vivir, en serio, se me pegó como una lapa, todo el santo día llorándome encima, hasta que conseguí que se apuntara a un club de bridge, y allí fue, y se echó novio. Ahora, entre eso y la hija de Reina, que ha vuelto a vivir con ella, por lo menos tiene algo que hacer.

—¿Tu madre? — parecía perpleja—. ¿Tiene novio?

—Más o menos. Un viudo de sesenta años… —marqué una pausa para crear una expectación adecuada a lo que todavía tenía que decir—, coronel del Ejército de Tierra. Artillería, creo.

—¡Vaya! — exclamó Magda entre carcajadas—. Podría haber sido peor.

—Sí —admití, sucumbiendo a su risa, y seguimos riéndonos a coro, como dos niñas pequeñas, o como dos mujeres tontas, hasta que ella se secó una lágrima con el dorso del dedo para seguir hablando.

—Y tu padre bien, ¿no?

—Sí, muy bien. Y él sí que está guapísimo.

—Eso siempre.

—Pero ha cambiado mucho, ¿sabes? Tiene una mujer bastante más joven que él, y le lleva así —estiré el dedo índice de la mano derecha y ella asintió con la cabeza, sonriendo—, pero así, en serio, es que no te lo puedes ni imaginar. Ahora bebe la mitad, y ya no sale solo por las noches. Van juntos a todas partes, y la trata como si fuera una muñeca de porcelana, es increíble.

—Ya, me lo imaginaba.

—¿Sí? — le pregunté, sorprendida—. ¿De papá? — volvió a asentir—. Pues no lo entiendo.

—Siempre pasa lo mismo, Malena, los hombres como tu padre siempre terminan igual. Antes o después encuentran una mujer que les hace andar derechos como una vela, y además… —me miró de una forma distinta, casi traviesa, y sonrió—, la verdad es que me lo imaginaba porque hace, a ver, déjame calcular… ¿siete años? No, ocho. Hace ya ocho años que no viene a verme.

Después de pronunciar estas palabras, Magda forzó una pausa estratégica. Miró hacia el mar, se arregló una arruga del pantalón, sacó un cigarrillo, lo encendió, empezó a fumar. Antes de que la mitad se hubiera consumido, le di un codazo blando, y ella no quiso acusarlo.

—Siempre lo he sabido —le dije—. O, bueno, a lo mejor sólo me lo imaginaba, pero me lo imaginaba mucho, no sé si me entiendes…

Pretendía frivolizar la situación, hacerla reír, soltarle la lengua, pero ella se puso seria, y cuando se decidió a seguir hablando, lo hizo sin mirarme.

—Yo no lo busqué, ¿sabes? En realidad, me lo encontré. Y de la manera más tonta, la verdad. Tú ya habías nacido, tendrías cuatro o cinco años, fue una noche absurda, una de esas noches estúpidas que gastábamos en ir de bar en bar sin pararnos nunca. Creo que no logré apurar ni una sola copa. Llegábamos a un sitio, pedíamos, bebíamos el primer sorbo, pagábamos y nos íbamos…

—¿Quiénes eran los demás? — me miró con extrañeza, y me expliqué mejor—. Hablas todo el rato en plural.

—¡Ah! Pues no sé si me acordaré de los nombres. Uno era Vicente, desde luego, que iba con un novio que tenía entonces, un chico de Zaragoza que estaba haciendo la mili en Alcalá, con los paracas, no le consentía quitarse el uniforme ni un solo momento al pobre. De su nombre sí que me acuerdo, porque se llamaba Magín, nada menos. Luego había un cantante… ¿era cantante?, sí, o ilusionista, no sé, algo así, un francés que trabajaba en el mismo cabaret que Vicente. Y mi novio de turno, claro, un existencialista imbécil que me fascinaba, porque me parecía listísimo y estaba empeñado en que nos fuéramos a vivir a Islandia, por lo de los volcanes, tú fíjate, a Islandia, como si no hubiera nada más cerca, en fin… Ahora es director general de algo, no me acuerdo, pero sale de vez en cuando por la tele, y parece todavía más tonto que antes, aunque no sé, porque, sinceramente, es difícil. Total, que el cantante amigo de Vicente, que de ése sí que no me acuerdo ni de cómo se llamaba, era cocainómano, o a lo mejor no tanto, pero estaba empeñado en conseguir cocaína a toda costa, y aquello no resultaba muy fácil entonces, ¿sabes?, para nada, el pobre Magín ni siquiera sabía lo que era, nos costó Dios y ayuda enseñarle a pronunciar el nombre, así que… Es que era muy bruto, ésa es la verdad, que estaba muy bueno pero era muy bruto.

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