—Venga conmigo y lo cogerá en brazos. Le toca mamar, ya le habrán informado del horario, ¿no?
Mientras me desnudaba, no era capaz de precisar la naturaleza de lo que sentía. La culpa, la emoción, el miedo, y una extraña impresión de impropiedad, la desazón que no dejó de hormiguear ni una sola vez en las yemas de mis dedos cada vez que toqué a mi hijo en aquel lugar, como si aquel niño no fuera mío, sino propiedad del hospital, de los médicos y las enfermeras que lo rodeaban, y ellos hubieran acordado concederme el gracioso privilegio de estar con él cinco medias horas al día, el tiempo justo para alimentarle y apenas besarle, tocarle, hablarle, luchaban en mi interior mientras penetraba en el cálido recinto de los nacidos sin suerte. Me acerqué a la incubadora e incliné la cabeza para mirarle. Entonces la enfermera levantó la tapa, deshizo las ligaduras de sus muñecas, desprendió el tubo de su nariz, y me miró.
—Cójalo —me dijo.
—No me atrevo.
Sonriendo, ella lo levantó y lo depositó en mis brazos, pero yo no quise verle todavía.
Moviéndome con infinito cuidado, procurando sostenerle sin estrujarle, un bulto caliente, pequeño, pero de una asombrosa consistencia, caminé despacio hacia una esquina mientras me sentía la madre más torpe del mundo. Le di la vuelta a una silla abandonada junto a la ventana y me senté en ella mirando a la pared, de espaldas a la sala, sin acordarme siquiera del flotador que había traído para evitar que se me abrieran los puntos. No quería que nadie me viera en aquel momento, que nadie asistiera a mi aplazado encuentro con aquel niño al que no habían consentido reposar encima de mí cuatro días antes, y que por eso no había dejado aún de ser un simple niño más. Cuando me aseguré de que los dos estábamos definitivamente solos, a salvo en aquel rincón, aparté la sábana en la que estaba envuelto y le miré a los ojos. Antes de que las lágrimas enturbiaran los míos, me pareció que él también me miraba, justo un instante antes de romper a llorar con una brusquedad que me asustó. Supuse que tenía hambre, pero tardé milenios en descubrir mi pecho izquierdo y apoyar su cabeza contra él, las manos, el corazón y los ojos temblando a la vez, el mismo ritmo. El aferró mi pezón entre los labios y empezó a chupar, tan fuerte que me hizo daño. Entonces sonreí, y le prometí que no moriría.
Llegué a casa al borde de la medianoche, porque era jueves, y encontré apagadas todas las luces. Me asomé un instante al cuarto de Jaime, que respiraba pesadamente, durmiendo de cara a la pared, como de costumbre, y me quedé parada en el pasillo, junto a su puerta, sin saber muy bien qué hacer. No pasa nada, me dije, no ha pasado nada, y me obligué a pensar en otra cosa. Estaba cansada, pero no tenía sueño, y la pila de exámenes sin corregir que me aguardaba desde hacía días en una esquina de mi escritorio creció hasta rozar el techo apenas recordé su existencia. Al final, cogí un montón de hojas al azar y me fui con ellas a la cocina. Mientras mantenía abierta la puerta de la nevera, preguntándome qué sería razonable beber en mis circunstancias, me reproché por enésima vez no haber podido acostumbrarme a trabajar de noche.
Aquel espantoso horario era ya la única secuela vigente de los frenéticos años que sucedieron al nacimiento de Jaime, el niño que no había traído un pan bajo el brazo. De la primera etapa, apenas conservo el recuerdo del miedo, el terror sordo, pequeño pero constante, que mi organismo aprendió a procesar, día a día, con la misma mecánica naturalidad con la que absorbía los nutrientes de la comida que me alimentaba. Entonces, cuando agoté la baja por maternidad, empecé a trabajar por las tardes, pero no consigo identificar el número de alumnos de mis clases de aquella época, ni sus caras, ni sus nombres, nada, ningún libro de los que leí, ninguna película de las que vi, ninguna persona a la que conocí, ninguna cosa de las que tuve que hacer, de las que seguramente hice, en los ratos que Jaime me dejaba libre, a solas con mi miedo y con mi culpa. Recuerdo en cambio, con una apabullante precisión, el olor de los pasillos del hospital, la forma de los bancos, los apellidos de los jefes de servicio, el número, el rostro y el nombre de los niños enfermos a los que veía con tanta frecuencia entonces, y el número, el rostro y el nombre de sus padres.
—Soy la madre de Jaime.
—¡Ah! Jaime… —el informador de turno revisaba sus papeles y me dedicaba una sonrisa cortés y vacía—. Está muy bien, ayer engordó cuarenta gramos.
—¿Y qué más?
—Nada más.
Algunos días me quedaba sentada todavía un rato, gritando en silencio, ¿cómo que nada más?, cabrón, ¿cómo que nada más?, cerdo, maricón, hijo de puta, nada más… ¿qué coño te crees que significa eso? A veces sentía la tentación de gritar de verdad, es mi hijo, ¿me oyes?, me ha costado mucho trabajo aceptar que existía, lo he llevado dentro de la tripa nueve meses, le he preparado una habitación en mi casa, lo he parido, lo he llorado, lo he querido a destiempo, me he imaginado miles de veces cómo sería y nunca creí que lo vería vestido de blanco en una de vuestras estériles cunas transparentes, y quiero llevármelo, enseñarle el mundo, mirarle dormir y olerle, acostumbrarle a mis brazos y mimarle, y sacarlo de aquí, y ponerle pijamas de colores, y llevarle a tomar el sol, y comprarle cajas de música, ositos y perritos de plástico de Taiwan que muevan a la vez los ojos y las orejas, y convertirle en un bebé como todos los demás, eso es lo único que quiero, así que no me digas que no hay nada más, dime que me lo voy a llevar, que me lo vais a dar muy pronto, dime eso todas las mañanas, aunque sea mentira… Un par de días estuve a punto de chillar, pero al final yo también sonreía, y daba las gracias como una señora bien educada, y me levantaba, y me iba, y me sentaba tranquilamente en la sala de espera, porque sabía que no había nada más, y que a la mañana siguiente tampoco habría nada nuevo, que mi hijo estaba en observación, que esperaban a que ganara peso para hacerle un par de pruebas, que sólo habían pasado dos días, o tres, o cuatro, desde que saliera de la incubadora, y que para ellos no era más que una cifra porque no podía ser otra cosa.
A veces tenía la sensación de que todos me miraban mal, sentía un reproche tácito en sus palabras, en sus sonrisas, creía adivinar lo que se estaban preguntando, lo que me preguntaban a mí sin hablar, cómo era posible que una mujer como yo, una niña bien, cultivada y viajada, con lecturas, e idiomas, y estudios universitarios, pudiera reaccionar como yo reaccionaba, exactamente igual que la madre de Victoria, la de la cuna 16, que despachaba en una panadería, o como el padre de José Luis, que era camionero, pero yo no me molestaba en disimular el pánico, ni la rabia, ni ese impreciso rencor universal que ni siquiera dejaba un hueco para la autocompasión, y no aspiraba a su comprensión, no la quería, me sobraba la comprensión de todo el mundo, porque nadie podrá nunca descifrar el espesor de ese compacto grumo gris que yo poseí entonces en lugar de cuerpo, ni adivinar la fría exactitud de una desolación irremediable, el gesto helado del destino que atenazaba mi garganta en todos y en cada uno de los minutos que permanecía despierta, y la tortura del miedo puro, una pasión absoluta, desprovista de cualquier matiz, que me partía por la mitad cada vez que encontraba la cuna vacía, antes de que alguna enfermera se acercara para decirme que se habían llevado a Jaime para hacerle un análisis de rutina, nadie podrá llegar a conocer la atroz brutalidad de aquella muerte, nadie excepto la madre de Victoria, o el padre de José Luis, el corazón pesado y los hombros ligeros de una cultura esencialmente insensible en la derrota, y un hijo allí dentro, un niño solo que engorda entre extraños, cuarenta gramos al día, y al que se puede tocar media hora de cada tres, a las diez de la mañana, a la una, a las cuatro y a las siete de la tarde, y a las diez de la noche. Cuando llegó la mañana en que por fin me dijeron que todos los resultados eran buenos, ninguna lesión, ninguna infección, y que me podía llevar a Jaime a casa, comprendí que en realidad no habían transcurrido más que veintidós días desde el parto, y sentí una gratitud infinita hacia todos aquellos médicos y enfermeras que me devolvían ahora, delgado y pequeño pero sano, a la criatura moribunda, morada y hambrienta a la que habían acogido sólo tres semanas antes, y aquel sentimiento era mucho más sincero, pero no más intenso, que el que todavía alentaba en mí cuando había entrado en el hospital, apenas diez minutos antes, odiándoles como no sería capaz de volver a odiar a nadie en mi vida.
Fueron días extraños, largos y confusos, como las jornadas del protagonista de una vieja película de terror pasada a cámara lenta. Nunca he descubierto tantas cosas desagradables de mí misma en tan poco tiempo, nunca me he sentido tan egoísta, tan ruin, tan mezquina, tan débil, tan culpable, tan loca como entonces, cuando recibía de la madre de cualquier niño amarillo, esos bebés nacidos con ictericia que abandonarían el nido en tres o cuatro días a lo sumo, la misma mirada de compasión autocomplaciente que yo dedicaba a la madre de Jesús, que había nacido con el esófago y la tráquea comunicados, y que ésta a su vez dedicaba a la madre de Victoria, cuyos intestinos estaban obstruidos por una especie de madejas de fibra que se reproducían tras las operaciones y cuyo origen los médicos ignoraban, y que miraba exactamente así a la madre de Vanessa, que había nacido con múltiples malformaciones en varios órganos, y que ésta concentraba por fin en el padre de José Luis, el niño hidrocefálico a quien su madre no se había atrevido a visitar todavía, la gran atracción de aquella improvisada galería de los horrores, el pobre padre de aquel monstruo espontáneo que ni siquiera conquistaría el favor de la muerte hasta que pasaran doce o trece años, y que no tenía a nadie, más allá de sí mismo, a quien mirar con compasión, aunque guardaba las formas exactamente igual que los demás.
Todos estábamos en el mismo barco, pero navegábamos tan cerca de la frontera de la desesperación que la presunta solidaridad que nos unía no era más que una cínica apariencia, y algunas veces, cuando estaba sentada con los otros padres, esperando el informe del día, miraba a mi alrededor y reconocía la tensión de las fieras enjauladas, dispuestas a saltar al primer aviso para despedazar al domador, en los rostros que me rodeaban. Yo sabía que ellos sabían que mi hijo integraba, junto con un par de críos más, el equipo de las caprichosas víctimas del calcio, los niños completos, normales, que sólo tenían que engordar un poco más para marcharse a casa, y que por la noche, a la hora de los biberones, la enfermera jefe se los cedía graciosamente a las alumnas de prácticas recién llegadas, las que aún se conmovían con facilidad, para que no se asustaran, y sabía que me detestaban por eso, pero yo no podía reprochárselo, porque detestaba a mi vez a las madres de los niños amarillos, y a todas las mujeres que paseaban bebés gordos y sonrosados por las aceras, y también me quejaba en voz alta de mi mala suerte. Nunca me he sentido tan miserable, nunca he conocido a tanta gente miserable como entonces. Habría dado todo cuanto poseía por no volver a verlos nunca más, estoy segura de que ellos habrían entregado todas sus posesiones a cambio de no volver a verme en lo que durara su vida, y sin embargo seguí encontrándomelos —¿qué tal?, muy bien, ¡qué grande está Jaime!, sí, y tu hija también, tiene mucho mejor aspecto, sí, gracias a Dios, bueno, me voy, que tengo un poco de prisa, claro, hasta otra, adiós, adiós— por los pasillos, durante dos años que se hicieron eternos, siempre en compañía de nuestros hijos, aquellos niños que seguían siendo escuálidos cuando no conservaban un terrible aspecto.
En aquella época nada parecía moverse, equilibrarse o cambiar, como si el tiempo se divirtiera jugando a imitarse perversamente a sí mismo. Lo que yo quise interpretar como una victoria definitiva al atravesar el umbral de mi casa con Jaime en los brazos, resultó ser apenas una efímera tregua, la etapa prólogo de un larguísimo peregrinaje que, de corredor en corredor, de consulta en consulta, de especialista en especialista, nos condujo hasta los últimos rincones de aquel inmenso edificio que yo creía haber abandonado para siempre. Mi hijo crecía demasiado despacio, y nunca engordaba lo que debía, pero estaba muy bien, y sin embargo, como ya ocurriera una vez con mi hermana, ese estado parecía intrínsecamente incompatible con su historia clínica, y por eso decidieron volverle del revés, examinarle con las lupas más potentes, argumentos de una sofisticada tecnología a la que mi madre jamás tuvo que enfrentarse, y descartaban hasta las hipótesis más remotas, y buscaban, y rebuscaban, y buscaban otra vez, aquellas baterías de pruebas que no terminaban nunca y lo pesaban, y lo medían, y lo veían, y lo reconocían, una vez a la semana al principio, luego cada dos semanas, al final una vez al mes, y Jaime ya caminaba, y estaba empezando a hablar, pero ellos seguían encargando pruebas, y pruebas, y más pruebas, y volvíamos al hospital, una mañana, y otra, y otra, mientras yo aprendía a transformarme poco a poco en una esfinge.
Cuando uno de los pediatras más jóvenes y optimistas entre todos cuantos se ocuparon de mi hijo —no te agobies, porque éste, de mayor, nos dará a todos cortes de manga desde las alturas, igual termina midiendo un metro noventa, vete tú a saber, solía decirme siempre al despedirse— le dio definitivamente de alta con más de dos años y medio, los músculos de mi rostro habían alcanzado ya un altísimo grado de destreza en la tarea de congelarse según mi voluntad, para ocultar mis sentimientos con una eficacia indescifrable para quienes me rodeaban. Había descubierto muy pronto que aquel camino debería recorrerlo yo sola, porque Santiago había decidido no preocuparse, comportarse como si todo fuera perfecto, reprochándome incluso, con cierta frecuencia, la mansedumbre con la que me sometía a las indicaciones de los médicos, una actitud que en su opinión rayaba con la hipocondría. Estás todo el santo día ahí metida, decía, con el niño a cuestas, y debe de ser que el hospital te gusta, porque desde luego él está perfectamente, vamos, no hay más que verle… Eso era cierto, Jaime estaba muy bien, era despierto, simpático, rápido y sociable, hasta guapo, al menos todo lo guapo que puede ser un bebé tan flaco, pero crecía muy despacio, y no engordaba lo que debía, y yo seguía teniendo miedo aunque no pudiera compartirlo con nadie, por eso finalmente opté por no expresarlo, por no expresarme, y cuando una señora se quedaba mirando a mi hijo por la calle, en el mercado, o en el parque, yo miraba hacia otro lado, y si me preguntaba su edad, le contestaba con una sonrisa rigurosamente ensayada, el radiante entusiasmo que cortaba de raíz cualquier ulterior comentario, y si todavía tenía valor para aconsejarme que insistiera con las comidas, porque ya se veía que no me comía nada bien, o para asombrarse de que una madre tan grande como yo hubiera tenido un niño tan pequeño como él, entonces, sin dejar de sonreír, me despedía deprisa y me llevaba al niño a cualquier otro lugar, la acera, el puesto o el banco donde no hubiera nadie con ganas de hacer preguntas, de calcular qué vida habría llevado yo durante el embarazo para pasearme con aquel niño tan raquítico, qué enfermedad gravísima lo había dejado en ese estado, o qué clase de malos tratos le infligiríamos sus padres para que ofreciera aquella famélica imagen. Nadie sabe por qué el calcio se fija en la placenta de algunas mujeres, por qué la endurece y la hace inútil, pero no me quedó más remedio que admitir que tampoco a nadie le interesa saberlo, y que aquella placenta inservible, rígida, mineral, que había sido mía, me había convertido, de algún modo y para siempre, en la suprema responsable del azar.