—A los niños hay que enseñarles a querer a sus padres, ¿no? Eso dicen…
El eco de su voz me sobresaltó tanto como lo habría hecho un sonido nuevo, extraño, que nunca hubiera escuchado hasta entonces, porque no contaba con que siguiera hablando aquella tarde, no me imaginaba que quisiera seguir. Llevábamos más de un cuarto de hora en silencio, ella mirándose las manos, yo mirándola a ella, ella callada y yo intentando encontrar las palabras justas para decirla que la quería, y que por eso lo entendería todo, y lo aprobaría todo, y lo justificaría todo, cualquier defecto, cualquier pecado, cualquier error que pudiera haber trazado la arruga más profunda y escondida sobre la superficie de aquella cara en la que yo siempre había podido mirarme como en un espejo limpio y liso. Entonces, estudiando sus manos todavía, dijo aquello, y luego se removió sobre el asiento, encendió un cigarro, se volvió hacia mí, y siguió hablando.
—A los niños hay que enseñarles a querer a sus padres —repitió, muy despacio—, pero a mí no me enseñaron eso. Y no puedo recordar exactamente cuándo escuché aquella letanía por primera vez, pero debía de ser muy pequeña, tal vez él estaba en la finca con Teófila, todavía. Paulina, la tata, las doncellas, apenas se referían a él de otra manera, por lo menos cuando no había adultos delante, en la cocina, en el pasillo, mientras hacían las camas, y procuraban bajar la voz, pero yo las oía, el cabrón del señor, el cabrón del señor, el cabrón del señor, siempre igual, y me ponía colorada, me daba vergüenza escucharlas, luego venía siempre el segundo misterio del mismo rosario, la señora es una santa, la señora es una santa, la señora es una santa… Es complicado, ser hija al mismo tiempo de un cabrón y de una santa, bueno, eso ya lo sabes tú, porque, claro, hay que elegir, no se les puede querer a los dos igual, y si eres una niña es peor, porque después te toca aprenderte el resumen, todos los hombres son iguales, todos cerdos, y nosotras tontas, por tragar con lo que tragamos, y santas, sobre todo santas, todas santas, en fin, siempre lo mismo. Mis hermanos podían apreciar alguna cualidad de papá, aspirar a tener éxito en los negocios, ser del mismo equipo de fútbol, ir a cazar con él, y hasta decir que de mayores querían tener un montón de mujeres, eso nunca acababa del todo de dejar de estar bien, pero las niñas no. Nosotras teníamos que ser como mamá, unas santas, porque era eso lo que tocaba, y el cabrón presente, sólo un aviso del cabrón futuro, o sea, el enemigo. Como si no tuviéramos padre, como si mi padre fuera sólo, como mucho, el padre de los niños, así me crié yo, eso fue lo que me enseñaron.
Entonces la interrumpí, dispuesta a forzarla a cerrar un círculo que todavía no estaba completo del todo.
—Paulina me contó una vez que cuando volvió a casa, tú fuiste por la noche a la cama de la abuela, y al encontrártelo, te llevaste un susto de muerte. Y que al día siguiente no querías ni verlo.
—No —sonrió—, ni verlo quería, eso es verdad, me pasó lo mismo que con tu padre, siempre me pasa lo mismo con la gente que luego termina siendo importante para mí, contigo también me pasó, no creas.
—¿Yo te caía gorda?
—Pues sí, bastante. Porque me recordabas a mí misma cuando era niña, y sin embargo no me querías.
—No, no te quería —admití—, porque parecías igual que mamá, pero eras tan distinta que quererte me parecía desleal.
—Esa es la palabra clave, lealtad, deslealtad, en eso se resume todo, pero yo no podía saberlo aún cuando conocí a mi padre, porque era demasiado pequeña. La primera vez que lo vi despierto fue en el desayuno de la mañana siguiente, y tenía sólo cinco años, pero no se me ha olvidado, no se me olvidará jamás, si cierro los ojos todavía puedo verlo, supongo que no he vuelto a vivir otra situación que me impresionara tanto. Mamá nos cogió de la mano, Reina a la derecha, yo a la izquierda, y entró con nosotras en el comedor. El estaba sentado en la cabecera, un hombre muy alto, muy imponente, con el pelo oscuro, las cejas terribles, anchas y pobladas, y mis propios labios en la boca. No nos vio entrar, porque tenía la cabeza baja, las manos cruzadas, y caídas sobre los muslos, pero cuando ella le dijo, éstas son tus hijas, Reina y Magdalena, se enderezó sobre el respaldo, irguió la cabeza y nos miró desde muy arriba. Reina se adelantó a darle un beso y yo creí que me moría de miedo al pensar que luego me tocaría a mí, pero él me dijo, hola, y yo también le besé, y por lo visto le cogí de la mano, de eso no me acuerdo, ya ves, pero papá lo contaba siempre, que yo no le había dicho nada, pero le había apretado la mano mientras le besaba, no sé… De todas formas, le cogiera o no yo de la mano, lo cierto es que no quería ni verle, porque era un extraño, y me daba pánico mirarle, y sobre todo, que él me mirara, entonces sí que no sabía dónde meterme. Una vez, tres o cuatro años después, salió por sorpresa de su despacho mientras yo andaba por el pasillo, y casi nos chocamos. No sé por qué, me dio por pensar que iba a decirme algo, creí que me iba a hablar, y me puse tan nerviosa que me hice pis encima…
—¿Y qué te dijo?
—Nada.
—Porque no hablaba nunca, ¿verdad?
—No, no hablaba, excepto para decir lo imprescindible, yo qué sé, pedir el pan en la mesa, preguntar dónde estaba su paraguas, y cosas así, pero jamás intervenía en las conversaciones de los demás, y hacía todo lo posible para que nos diéramos cuenta de que ni siquiera nos escuchaba. Si parecía de buen humor, mi madre intentaba animarle, pero no le sacaba más que gruñidos, murmullos afirmativos o negativos, y algún que otro monosílabo, como mucho. Cuando ella fue a buscarle a Almansilla, después de la guerra, él le juró que si le obligaba a volver, no volvería entero, y desde luego, cumplió su palabra. Al principio, apenas le veíamos. Estaba todo el día encerrado en su despacho y siempre salía a la calle solo, y nunca decía adónde iba, ni con quién, ni cuándo pensaba volver, pero si se retrasaba diez minutos, si llegaba tarde a comer o no aparecía a cenar, la casa entera se venía abajo, porque todos calculaban que había vuelto al pueblo con Teófila, todos se comportaban como si supieran que era inevitable, que antes o después volvería, porque para eso era un cabrón, porque aquella palabra lo explicaba todo, pero luego, en cuanto que se escuchaba el chirrido de una llave en la cerradura, el vestíbulo se quedaba desierto, los grupitos se disolvían, las muchachas, mis hermanos mayores, mamá, todos se ponían en movimiento echando leches, porque él manejaba la pasta, ¿sabes?, y la pasta de mi familia era mucha pasta.
—Pero yo creía que tu madre era muy rica —objeté, sorprendida.
—Y lo era, casi tanto como él, pero no se ocupaba del dinero y además, la versión oficial era muy distinta. Mamá siempre se comportó como si dependiera económicamente de su marido, porque para triunfar como santa, más vale ser pobre, ¿comprendes? — asentí con la cabeza, sonriendo, pero Magda no sólo no me imitó, sino que endureció su expresión poco a poco—. Yo al principio también me lo creía, pensaba como los demás, que ella era una santa, y tal vez lo fuera de verdad, no te digo que no, porque lo había pasado muy mal, desde luego, y vivía sólo para sus hijos, eso es cierto, y te lo recordaba tantas veces que no se te podía olvidar… En toda mi vida he conocido a nadie que se riera menos que mi madre. Cuando Miguel estaba empezando a andar y se caía de culo, cuando mi hermano Carlos, que era muy divertido, contaba chistes al volver de clase, cuando Conchita rompía con su novio y la tomábamos el pelo hasta que se echaba a llorar, yo qué sé, siempre que los demás nos poníamos enfermos de risa, ella apenas sonreía, tensando los labios como si le dolieran, porque todo le dolía, ¿sabes?, todo. Andaba muy despacio, arrastrando los pies, atusándose el pelo constantemente aunque acabara de peinarse, y de vez en cuando hablaba en voz baja, para sí misma, pero ¿qué he hecho yo, Dios mío?, o ¡qué cruz tengo yo con este hombre! Entonces, Paulina, o la tata, que parecían olfatear su desconsuelo a kilómetros de distancia, aparecían de repente y le cogían una mano, o le ponían la suya en el hombro, y ahí se quedaban, cabeceando a su lado, con cara de tristeza ellas también. Tenéis que querer mucho a vuestro padre, niños, nos decía a todas horas, y lo decía en el mismo tono con el que nos pedía buenas notas, como si nos exigiera un terrible sacrificio, como si ya supiera ella de sobra que deberíamos esforzarnos duramente para conseguirlo, pero nunca añadía que tuviéramos que quererla mucho a ella también, porque nuestro amor, en ese caso, se daba por descontado, y yo a veces le miraba, y me parecía que estaba mucho más triste que ella, y mucho más solo, y me preguntaba qué clase de crímenes habría cometido para que todo el mundo le llamara cabrón, y para que no le quisiera nadie, nadie, en aquella casa llena de gente donde hasta los perros adoraban a mi madre.
Magda dobló los labios hacia dentro, hasta esconderlos dentro de la boca, y toda su cara tembló durante un instante. Tenía los ojos brillantes, y los escondió también bajo los párpados, y permaneció así, quieta, como muerta, tan lejos de mí que me arrepentí de estar hablando antes de haber terminado.
—Hasta que le quisiste tú, ¿no? — dije—. Y Pacita, claro. Y también Tomás.
—Es que yo no era una santa, Malena —me contestó, moviendo lentamente la cabeza—, yo no era santa, no valía para eso, ni siquiera lo entendía bien, ¿sabes?, lo del espíritu de sacrificio, y eso de la alegría de darse a los demás, todo lo que nos contaban las monjas en el colegio, yo no lo entendía, ni que la vida de mi madre fuera ejemplar, qué quieres que te diga, a mí me parecía más bien una putada, y desde luego no aspiraba a una vida como la suya, a mí me gustaba demasiado reírme… Al principio lo pasé muy mal, me sentía muy culpable, pero luego me fui enterando poco a poco de la verdad, siempre por boca de extraños, por supuesto, porque ella jamás reconoció otra versión que la suya. Cuando enfermó Paz, las cosas cambiaron muy deprisa. A papá no le había hecho mucha ilusión tener otra hija, aunque en casa estábamos todos locos con el bebé, porque Reina y yo, que éramos las pequeñas, teníamos ya nueve años, pero una noche se puso mala, con mucha fiebre, y la llevaron al hospital, estuvieron allí varios días, y al volver, mi padre parecía un hombre distinto. Mamá se metió en la cama, a oscuras, y anunció que estaba destrozada, que no quería ver a nadie, y entonces él se hizo cargo de todo, hablaba, se reía, organizaba la casa y cuidaba de la niña, pero ni siquiera eso le sirvió de mucho, porque aunque mis hermanos le contestaban, claro, y tenían que dirigirse a él todo el tiempo, para pedirle dinero, o permiso para salir, y cosas por el estilo, ninguno de ellos quiso acercarse a su padre, y a mí me daba demasiado miedo todavía. Luego, cuando volvimos a Almansilla y se lió otra vez con Teófila, las cosas volvieron a estar como antes, con la única diferencia de que él se largaba de casa de vez en cuando, y nadie nos decía adónde iba, pero tampoco nadie parecía asustarse ya, incluso, fíjate, mi madre parecía mucho más contenta, estaba más tranquila cuando él se iba, todos estábamos mejor sin él, eso era lo más extraño y lo más terrible de todo.
—Habían pactado.
—Sí, claro, habían terminado por pactar, aunque él no consiguió lo que quería. Cuando me enteré de que existía Teófila, de que mi padre tenía otra casa, otra mujer, otros hijos, le pregunté a mi madre por qué le había dejado volver, porque yo creía que él había vuelto por su cuenta, claro, era lo lógico, y no lo entendía, cómo había podido ella tragar tanto, por qué había aceptado semejante humillación. Lo hice por vosotros, me dijo, sólo por vosotros, y yo sonreí, y le di un beso, pero aquello me sonó más falso que un duro de palo, la verdad… Luego, cuando tenía catorce años, les escuché discutir en Almansilla, bueno, les escuchamos todos, se les debía de oír hasta en el pueblo, porque hablaban a grito pelado, él quería vivir a caballo entre Cáceres y Madrid, tener la casa de Almansilla abierta todo el año y repartirse equitativamente, guardando las apariencias, pero ella se negó, jamás, ¿te enteras?, jamás, le dijo, y yo eso tampoco lo entendí. Mamá, le dije un día, cuando ya habíamos vuelto a Madrid, si sufres tanto cuando él está en casa, si lo pasas tan mal, si eres tan desgraciada… ¿por qué no dejas que se vaya? Iba a decir que creía que sería lo mejor para todos, pero no me dejó terminar, se puso a chillar como una furia, has hablado con él, ¿no?, eso es lo que pasa, que has hablado con él, me decía, y yo lo negué, avergonzada, como si hablar con mi padre fuera pecado, porque era verdad, él no me había dicho nada, se me había ocurrido a mí sola, al fin y al cabo llevaba toda la vida viéndola llorar, y exhibiendo sus cruces, y pidiéndole a Dios que se la llevara de una vez porque esta vida era un martirio para ella, así que… ¿Pero es que a ti te gusta sufrir, mamá?, le pregunté, y ni siquiera me contestó. Es mi marido, dijo, mi marido, ¿me oyes?, mi marido. Si me hubiera dicho la verdad, si me hubiera confesado que a pesar de todo estaba enamorada de él, o que le necesitaba, o que le odiaba tanto que quería joderle vivo para el resto de su vida, entonces lo habría entendido, pero sólo me dijo que mi padre era su marido y que tenía que vivir con ella. ¿Aunque no quiera?, pregunté, aunque no quiera, contestó, y entonces se me quitaron las ganas de seguir allí, pero antes de salir de la habitación, me volví y le dije, mamá, ¿qué pasa, es que no puedo hablar con papá? Me miró como si estuviera a punto de estallar de rabia, y luego me contestó, no, no puedes, por lo menos si quieres seguir hablando conmigo —se detuvo a encender un cigarrillo, pero antes dejó escapar una breve carcajada—. Ella se acostaba con él, ¿comprendes?, se había quedado embarazada de Pacita, y luego se quedaría embarazada de Miguel, eso sí podía hacerlo, ella podía hacerlo, pero yo no podía hablar con mi padre, yo tenía que retorcerme de asco y de repugnancia, rechazar de plano a aquel monstruo en nombre de su matrimonio, del matrimonio de mi madre, naturalmente, era yo quien tenía que renunciar a tener padre para preservar el vínculo matrimonial de mamá, pero ella, la pobre, no sólo no renunciaba a tener marido, sino que lo defendía con garras y dientes, y seguía durmiendo con él todas las noches, y follaba con él sin retorcerse de asco ni de repugnancia, y todavía intentaba venderme que aquello no era más que su obligación. Bonito, ¿no? Y sin embargo la obedecí, seguí sus instrucciones al pie de la letra durante algunos años, porque estaba muy confundida, y ella me seguía pareciendo la más débil, la indiscutible y única víctima de aquella situación.