Yo no comprendía pero dije que sí.
—Ahora te voy a hacer una extracción. Voy a meter el brazo para coger al niño por la cabeza y empujar de él hacia fuera, ¿comprendes?
No comprendía pero volví a decir que sí, y ella se inclinó sobre mí, y desde muy lejos, desde un cuerpo que no era del todo mío, tuve la sensación de que me estaban desgarrando por dentro, una tortura atroz, las enfermeras se habían callado, yo miraba hacia las lámparas y no decía nada, y casi echaba de menos las voces de antes, porque ahora ya ni siquiera podía empujar, ya no podía hacer nada, y no me fiaba de aquella tía, y entonces pregunté por última vez si el niño estaba muerto, y todo cesó.
No vi a mi hijo. No me dejaron verlo, pero le oí llorar. Entonces yo también tuve ganas de llorar, y me preparé para abrazarlo, porque ahora tendrían que traerlo, tendrían que ponérmelo encima, y yo lo tocaría, eso era lo que tenía que pasar, lo que pasaba en los anuncios, y en las películas, estaba vivo, así que ahora tendrían que traérmelo, pero oí voces lejanas, cuchicheos apagados, y un llanto que se alejaba.
—¿Hay una ambulancia preparada?
—Sí. ¿Lo has pesado?
—Sí, un kilo setecientos ochenta gramos.
Entonces comprendí que no lo traerían, y ya no tuve ganas de llorar siquiera. La comadrona estaba terminando de coserme cuando mi ginecólogo apareció por fin, limpio, bien vestido, impecable. Me pregunté si habría desayunado, y me respondí que sí, que por qué habría debido dejar de hacerlo. Me saludó, me dijo que no me preocupara, que el niño parecía estar bien, dadas las circunstancias, que se lo acababan de llevar en una incubadora, que Santiago se había ido con él, que en aquel hospital estaba la mejor unidad neo-natal de Madrid, que deberíamos esperar pero no perder la esperanza, y que él también se iba para allí a enterarse de todo, que luego vendría y me lo contaría. En ese instante tuve una sensación nueva, no dolorosa, pero sí amarga, aunque ni siquiera ahora la podría clasificar con precisión. Acababa de expulsar la placenta.
—¿Quieres que la guarde para que la analicen? —reconocí la voz de la comadrona.
—No, da igual —dijo él—. Fíjate, está completamente calcificada.
A mí no me explicaron nada más. Me sacaron del quirófano, me montaron en un ascensor, me llevaron a una habitación, me depositaron sobre una cama y me dejaron sola. A través de la ventana se veía la copa de algunos chopos, grises, viejos, ateridos de frío, tan infelices como aquellos otros que ya conocía. Arboles domésticos, me dije al reconocerlos.
Estuve sola más de una hora, tumbada en la cama, mirando por la ventana, con las piernas cruzadas, sin mover un músculo. Cada veinte minutos, llegaba una enfermera, me descruzaba las piernas, me daba un masaje brutal en la tripa, me quitaba una especie de enorme compresa empapada de sangre, y me ponía otra limpia. Ellas no hablaban, yo tampoco. A ellas les daba igual todo aquello, a mí también. Mientras tanto, pensaba en los árboles.
Mi marido llamó por teléfono. Me preguntó que qué tal estaba, y le dije que bien, con el mismo tono que había empleado miles de veces para decir lo mismo. Me sentía tranquila, insensible, ausente, y sin embargo, no me atreví a preguntar por el niño, se hizo una pausa larga, densa, y yo sabía que tendría que preguntar por él, pero no me atrevía. Santiago rompió entonces a hablar y él me lo contó todo. En el hospital le habían pesado otra vez, un kilo novecientos veinte gramos, aquel peso era el definitivo, y parecía estar bien, le habían explorado minuciosamente, le habían hecho radiografías y análisis de urgencia y era un niño completo, había desarrollado todos los órganos, y respiraba solo, los pediatras habían dicho que eso era lo más importante, que no necesitaba respiración asistida, pero estaba muy débil, claro, era muy pequeño, y muy delgado, al parecer había perdido peso dentro de mi cuerpo, había pasado mucha hambre antes de nacer porque, al final, mi placenta se había convertido en un retal inservible, nadie sabe por qué pasa lo que a mí me había pasado, no se ha descubierto todavía por qué el calcio se fija en la placenta, la endurece y la hace inútil, pero todos estaban de acuerdo en que hacía semanas ya que no le alimentaba, por eso el parto se había adelantado tanto, se podría decir que él mismo lo había provocado para sobrevivir, había sufrido mucho y todo podía complicarse, lo más previsible era una lesión renal, pero de momento no habían detectado nada que indicara su existencia, y era perfectamente posible que saliera adelante sin problemas, lo único que tenía que hacer ahora era comer y ganar peso.
—Una cosa más, Malena —dijo Santiago, al final—. ¿Cómo quieres que se llame?
Estábamos casi de acuerdo en que si era niño se llamaría Gerardo, pero en aquel momento adiviné que mi hijo solamente podría llevar un nombre, uno solo, y lo pronuncié con decisión.
—Jaime.
—¿Jaime? — preguntó él, sorprendido—. Pero yo pensaba…
—Es un nombre de héroe —dije—. Lo necesita. No sé cómo explicarlo, pero yo sé que tiene que llamarse así.
—Muy bien, Jaime —aceptó, y nunca sabrá cuánto se lo agradecí—. Tengo que esperar un rato para hablar por última vez con el médico. Luego voy para allá.
Colgué, y me dije que tendría que estar contenta, muy contenta, pero no logré sentirme así. Entonces se abrió la puerta y entró mi padre. Venía solo. No dijo nada. Me miró, acercó una silla a la cama y se sentó a mi lado. Yo le toqué la cabeza.
—El niño está bien —le dije.
El me miró otra vez y se echó a llorar, dejando caer la cabeza contra mi pecho. En ese momento adiviné dónde estaban todos los demás. Reina y mamá habían ido antes a ver al niño, estaba segura, pero él no. El había venido primero a verme a mí. Entonces se me erizó la piel de todo el cuerpo. Era emoción, y rompí a llorar por fin, y lloré durante mucho tiempo, mi cabeza descansando sobre la cabeza de mi padre.
Mi habitación nunca pareció una fiesta.
No quería ver a nadie, como si necesitara preservar el íntimo pudor de mi fracaso, pero todos fueron llegando escalonadamente, el ginecólogo primero, luego Santiago, después mi madre, mis cuñadas, la tata, y mucha gente más, personas simpáticas y educadas que hablaban y se besaban, y se comían los bombones que ellos mismos me habían traído y que yo me negué a probar siquiera, en un mudo gesto de impotencia que seguramente nadie registró. Reina, que después de ver a mi hijo se había marchado corriendo a casa de mi madre porque a su hija le tocaba comer, no llegó hasta las cinco, con Germán, y con la niña en brazos.
Cuando la vi aparecer por la puerta, la fría alucinación en la que se habían ido integrando todos los acontecimientos que había vivido durante aquel día, se deshizo bruscamente para permitirme al fin comprender la realidad. Yo había parido a una criatura débil y enfermiza, que estaba sufriendo aún, amenazada de muerte, dentro de una incubadora controlada por extraños, en otro edificio, muy lejos de mí. Ella era la madre de aquella cría rubia y blanda, que desgastaba el chupete entre sus brazos, vestida con un pelele de terciopelo blanco, «Baby Dior» bordado en el delantero con hilo brillante de color fucsia. Y la había traído consigo. Para que yo la viera. Porque yo la estaba viendo.
Miré a mi madre, y ella torció la cabeza hacia la ventana. La tata, en un impulso irrefrenable, supongo, cogió a la niña en brazos y empezó a sonreírle y a hacerle carantoñas, y en un instante congregó a su alrededor un pequeño corro de aspirantes a tener a la pequeña Reina en brazos. Santiago estaba a mi lado, sentado en el borde de la cama, apenas se había movido de ahí un par de veces desde que había vuelto del hospital. Tranquilo y optimista, responsable y maduro, pendiente de la más trivial de mis necesidades, parecía haber extraído una sorprendente entereza del infortunio, o quizás solamente había logrado conservar la que siempre había tenido, mientras la mía se diluía hasta disolverse en el puro centro de la debilidad. Al llegar, le había pedido al médico que nos dejara solos un momento y que no permitiera la entrada a nadie más, se había sentado frente a mí, me había mirado a los ojos, y me había dicho que el niño no moriría porque era hijo mío, y a la fuerza tenía que haber recibido de mí la semilla de los supervivientes y un montón de mala hostia. Aquellas palabras me hicieron sonreír y llorar al mismo tiempo, y él sonrió y lloró conmigo, y me sostuvo en sus brazos, consintiendo que me apoyara en él como nunca había podido hacerlo antes. Nunca habíamos estado tan cerca el uno del otro, por eso no quise callarme, e incliné mi cabeza hacia la suya para hablarle al oído.
—Santiago, por favor, dile a mamá que saque a mi sobrina de aquí, que alguien se la lleve al pasillo, por favor, no quiero verla.
Entonces echó el cuerpo para atrás, como si quisiera cobrar distancia antes de mirarme, y me contestó en un susurro.
—Pero, Malena, por Dios, ¿cómo quieres que haga una cosa así? Yo no puedo coger a tu hermana y decirle…
—No quiero ver a esa niña, Santiago —insistí—. No puedo verla. Haz algo, por favor. Por favor.
—¡Déjalo ya, Malena, anda! Parece mentira, lo bien que te has portado todo el tiempo, y ahora vas, y te pones ñoña.
Me callé porque me resultaba imposible continuar, procesar las palabras que acababa de escuchar, como si hubiera podido oírlas, pero no capturarlas, descifrarlas, entenderlas. La hora mágica había pasado, se había consumido para siempre. Entonces, Germán, que se estaba dando cuenta de todo, me miró, cogió a su hija en brazos, y salió con ella de mi habitación. Aquella tarde no volví a ver a ninguno de los dos.
Reina siguió haciéndome la visita durante más de media hora, pero no crucé ni una sola frase con ella hasta que, antes de despedirse, se detuvo un momento a los pies de mi cama.
—Por cierto… ¿Cómo se va a llamar el niño?
—Jaime —contesté.
—¿Como papá? —preguntó, perpleja.
—No —respondí con voz firme—. Como el abuelo.
—¡Ah…! — dijo ella, y empezó a recoger sus cosas, pero antes de moverse hacia la puerta, me miró otra vez, en su rostro las huellas del desconcierto más absoluto—. ¿Qué abuelo?
El flotador era de goma amarilla con dibujos de colores, una estrella de mar azul, un árbol verde y marrón, una pelota roja, y la silueta de un perro de piel naranja. Hubiera preferido que fuera liso, y de cualquier otro color, pero Santiago, que antes había recorrido todas las jugueterías del barrio sin resultados, me dijo que sólo había dos, exactamente iguales, en la cacharrería donde por fin lo encontró. No es fácil encontrar flotadores en enero, y tampoco taxis en las mañanas de lluvia. No tendría que haber salido de casa hasta que hubieran transcurrido veinticuatro horas más, pero me encontraba muy bien, o quizás demasiado mal como para acusar el cansancio del parto, las huellas de ese dolor equívoco que ni siquiera ahora sé si llegué a sentir realmente, los puntos que no llegaban a molestarme, incapaces de competir con la agonía de mi pecho, que se dolía atrozmente de la ausencia del hijo desconocido, con el vacío de mi memoria, que proclamaba que estaría hueca hasta que no pudiera verlo, tocarlo, mirarlo y recordarlo, así que no dije nada cuando mi marido se fue a trabajar y media hora después salí a la calle con aquel aspecto de bañista invernal, demente y desnortada. Aquella mañana diluviaba, y estuve más de un cuarto de hora en una esquina, sosteniendo el paraguas con la mano izquierda, el flotador en la derecha, hasta que me tropecé con un taxi libre.
Su conductor me miró con curiosidad, pero no dijo nada. La recepcionista del hospital, en cambio, levantó apenas un segundo la vista de la hoja en la que escribía, antes de señalarme el camino con un dedo. Esperé un largo rato ante las puertas del ascensor mientras la cabina se movía monótonamente entre los pisos superiores, y al final me arriesgué a subir por las escaleras, muy despacio, juntando los dos pies en cada peldaño. La cicatriz resistió los tres pisos sin quejarse apenas. Empujé una pesada puerta de vaivén, y penetré en un mundo blanco.
Durante el siguiente mes, repetiría ese itinerario cinco veces cada día, sin alteración alguna, a las diez de la mañana, a la una, a las cuatro y a las siete de la tarde, y a las diez de la noche, y me acostumbré pronto a deambular por esos inmaculados corredores que olían a plástico, y al áspero tacto de las batas verdes dos mil veces lavadas y esterilizadas, y al rostro de los plácidos bebés que ilustraban los calendarios de vacunaciones que decoraban las paredes, y sin embargo jamás he conocido un lugar tan desolado. En una sala de espera de aspecto austero, casi monástico, un grupo de mujeres de todas las edades y aspectos posibles charlaban animadamente, generando el inconfundible rumor que suele percibirse al pasar ante la puerta de cualquier cafetería de unos grandes almacenes. Supuse que eran las madres de los recién nacidos que acompañaban a mi hijo, y me asombré de la serena frivolidad de su conversación, sin sospechar siquiera que tres o cuatro días después yo sería una más entre ellas. Avancé lentamente por el pasillo hasta tropezarme con el ventanal que separaba las incubadoras del frío implacable de la realidad, y me concentré en las cajas de cristal mientras una angustia imprecisa trepaba a gran velocidad por mi garganta. La mayoría de los pequeños pacientes estaban dormidos, tendidos boca abajo, y no hallé ningún recurso para distinguir su sexo. Un sabor caliente y ácido explotó en mi boca sin embargo cuando descubrí una boca familiar y diminuta, el ocupante de la incubadora central de la segunda fila, un niño moreno, muy pequeño, muy delgado, y completamente despierto, sus ojos negros y redondos abiertos, mirando al techo, los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo, las muñecas sujetas a dos enganches fijados en los extremos, como un precoz criminal crucificado.
Entonces se abrió una puerta situada a mi derecha y en el umbral apareció una mujer vestida de verde, bata, calzas, y una mascarilla desechable al cuello.
—¿Qué desea?
—Soy la madre de Jaime —contesté—, pero no le conozco. No le he visto nunca.
Vino hacia mí sonriendo y se colocó a mi lado, frente al cristal.
—Es aquél… ¿Lo ve? El de la segunda fila, en el centro. Está siempre despierto.
—¿Por qué está atado? —pregunté, y escuché con sorpresa mi propia voz, neutra y serena, mientras mis ojos se llenaban de lágrimas.
—Por precaución, para que no se arranque el tubo de la nariz.
Quise decir que no habría querido conocerle así, pero ella me cogió del brazo y me condujo hacia la puerta que acababa de atravesar.