Maestra en el arte de la muerte (32 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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Adelia se preguntaba cómo funcionaba esa reciprocidad. ¿Qué enseñaban a cambio los caballeros europeos —de cuya higiene no tenía un alto concepto— a sus captores?

Se estaba desviando del tema central. El relato era minucioso. Rowley no quería que terminara, y ella tampoco, parecía terrible.

—De modo que tomé rehenes. —Adelia observó los dedos crispados de sir Rowley, aferrados a la túnica—. Había enviado un emisario a Al Hakim Biamrallah de Farafra, el hombre que tenía bajo su control la mayor parte de la ruta que debíamos recorrer. Hakim era fatimí, pertenecía a la rama chií del islam. Sus hombres se estaban pasando a nuestro lado, en contra de Nur al Din, que no era fatimí. —La miró por encima del hombro—. Os advertí que era complicado. El emisario había llevado obsequios y había pedido rehenes para garantizar la seguridad de Guiscard, sus hombres y sus bestias de carga en su recorrido hacia el Nilo. Allí íbamos a liberarlos. Los hombres de Hakim recogerían a los rehenes en ese lugar.

—Entiendo —asintió Adelia, muy suavemente.

—Un viejo zorro astuto, Hakim. —Lo dijo con admiración; era el reconocimiento de un zorro a otro—. Pese a su larguísima barba blanca, tenía esposas a montones. Ya nos habíamos encontrado varias veces, habíamos cazado juntos. Me gustaba.

Adelia seguía mirando las manos de Rowley, que asían la túnica como un halcón la muñeca de su amo. Le gustaban esas manos.

—¿Y él aceptó?

—Oh, sí. Aceptó. El emisario regresó sin los obsequios y con los rehenes. Eran dos muchachos. Ubayd, el sobrino de Hakim, y Jaafar, uno de sus hijos. Ubayd tenía alrededor de doce años. Jaafar... Jaafar tenía ocho, era el favorito de su padre. —El recaudador de impuestos hizo una pausa y continuó, abstraído—. Chicos agradables, bien educados, como todos los niños sarracenos. Les entusiasmaba ser rehenes en nombre de su tío y de su padre. Se sentían importantes. Para ellos era una aventura.

—Las grandes manos se curvaron, mostrando los huesos de los nudillos—. Una aventura —repitió.

El portón del jardín del alguacil chirrió y entraron dos hombres con picos. Pasaron delante de sir Rowley y Adelia saludando con el sombrero, y siguieron por el sendero rumbo a un cerezo, donde comenzaron a cavar.

Sin hacer comentarios, el hombre y la mujer que estaban sentados en el banco de hierba giraron la cabeza para mirarlos como si se tratara de sombras distantes que nada tenían que ver con ellos; como si la acción transcurriera en un lugar totalmente distinto.

—Me tranquilizó descubrir que Hakim no sólo había enviado conductores de mulas y camellos para ayudarlos a transportar los bienes de Guiscard, sino también un par de guerreros para custodiarlos. Para entonces, nuestro grupo de caballeros había mermado. James Selkirk y DʹAix habían sido asesinados en Antioquía. Gerard de Nantes había muerto en una gresca en una taberna. Los únicos supervivientes del grupo original éramos Guiscard, Conrad de Vries y yo. Guiscard, demasiado débil para montar a caballo, viajaba en un palanquín que avanzaba al paso de los esclavos que lo cargaban, por lo que el viaje a través del árido paisaje se hizo arduo y lento. La salud de Guiscard fue empeorando, hasta que no pudimos seguir adelante. Estábamos a mitad de camino, era tan complicado regresar como continuar. Pero uno de los hombres de Hakim conocía un oasis a una milla del camino. Llevamos a Guiscard hasta allí y montamos nuestras tiendas. Era un lugar diminuto, con algunas palmeras de dátiles. Estaba vacío, pero milagrosamente su fuente tenía agua dulce. Allí murió Guiscard.

—Lo lamento —dijo Adelia. El abatimiento del hombre que tenía a su lado era casi palpable.

—También lo lamenté yo, y mucho. —Rowley levantó la cabeza—. Mas no había tiempo para sentarse a llorar. Vos, mejor que nadie, sabéis lo que ocurre con los cuerpos, y cómo el calor lo acelera. Para cuando llegáramos al Nilo el cuerpo ya se habría... Por otra parte, Guiscard pertenecía a la Casa de Anjou, era tío de Enrique Plantagenet, no un vagabundo que pudiera ser sepultado en una tumba anónima cavada en arena egipcia. Sus seres queridos necesitarían que una parte de él regresara para poder realizar los ritos funerarios. Además, yo le había prometido llevarlo de regreso a casa. Fue entonces —reconoció Rowley— cuando cometí el error que me acompañará hasta la muerte. Que Dios me perdone. Dividí a nuestro grupo. Para llegar más rápido, decidí dejar a los dos jóvenes rehenes en el lugar donde se encontraban, mientras que De Vries y yo, con un par de sirvientes, volvíamos rápidamente a Bahariya llevando el cadáver, con la esperanza de encontrar un embalsamador. Después de todo, estábamos en Egipto, y Herodoto había descrito con prolijos detalles el método con que los egipcios conservaban a sus muertos.

—¿Habéis leído a Herodoto?

—Acotaciones sobre Egipto, muy ilustrativas.

Pobre Rowley, pensaba Adelia. Brincando por el desierto con un guía de mil años de antigüedad.

Sir Rowley continuó.

—Los muchachos estaban de acuerdo. Los dos guerreros de Hakim cuidarían de ellos, tenían muchos sirvientes y esclavos. Les entregué el espléndido pájaro de Guiscard para que lo hicieran volar mientras estábamos ausentes. Ellos también eran aficionados a los halcones. Agua, alimento, tiendas, cobijo por la noche. Hice todo lo que pude. Envié a uno de los sirvientes árabes para que pusiera al tanto a Hakim de lo ocurrido y le dijera dónde estaban los chicos, por si algo me sucedía. —Una lista de excusas que se habría dado a sí mismo miles de veces—. Pensé que sólo De Vries y yo correríamos riesgos. Los muchachos estaban a buen recaudo. —Picot se volvió hacia ella, como si quisiera sacudirla—. Era su maldito país.

—Sí —confirmó Adelia.

Desde el fondo del jardín, donde los hombres cavaban la tumba de Simón, se oía el repetitivo ruido del pico y la pala. Parecían estar a tres mil millas del crisol de arena caliente donde, en ese momento, ella apenas podía respirar.

—Construimos un arnés para llevar el palanquín con el cadáver de Guiscard entre dos animales de carga, y acompañados sólo por dos arrieros, cabalgamos tan rápido como fue posible. Resultó que no había embalsamador en Bahariya, pero encontré un viejo hechicero que extrajo el corazón y me lo entregó en un frasco donde se conservaría y luego hirvió el resto del cuerpo para recuperar el esqueleto.

Ese procedimiento era más lento de lo que Rowley habría esperado, pero por fin, con los huesos de Guiscard en una alforja y el corazón conservado en un frasco cerrado, él y De Vries habían partido de vuelta hacia el oasis. Lo alcanzaron ocho días después de haberlo abandonado.

—Divisamos los buitres desde tres millas antes de llegar. El campamento había sido asaltado. Todos los sirvientes estaban muertos. Los guerreros de Hakim se defendieron con coraje antes de ser destrozados. Se veían tres cadáveres pertenecientes a los asaltantes. Las tiendas habían desaparecido, los esclavos, los objetos, los animales. En el terrible silencio del desierto, oímos que alguien gimoteaba en la copa de una de las palmeras. Era Ubayd, el mayor de los muchachos. Estaba vivo y no tenía heridas visibles. Los habían atacado durante la noche, y en la oscuridad él y uno de los esclavos habían logrado trepar a un árbol y esconderse entre el follaje. El chico había pasado allí tres días y dos noches. De Vries tuvo que subir y desengancharle las manos para bajarlo. Lo había visto todo. No podía moverse. A Jaafar, el niño de ocho años, no pudimos encontrarlo. Todavía estábamos revisando el lugar, tratando de buscarlo, cuando Hakim llegó con sus hombres. Había recibido mi mensaje junto con la noticia de que un grupo de asaltantes vagaba por el lugar. Inmediatamente montó su caballo y salió como un viento del infierno hacia el oasis. —Rowley dejó caer su cabeza, avergonzado por retribuir bien con mal—. Hakim no me culpó. No dijo una palabra, ni siquiera después, cuando encontramos... lo que encontramos. Ubayd le explicó, le dijo al anciano que yo no tenía la culpa, pero todos estos años he sabido quién fue el culpable. Jamás debí dejarlos, debí llevarme a los muchachos conmigo. Eran mi responsabilidad. Eran mis rehenes. —Los dedos de Adelia cubrieron sus manos crispadas. Él no lo advirtió—. Cuando, por fin, Ubayd estuvo en condiciones de relatar los hechos, nos explicó que la banda estaba formada por veinte o veinticinco hombres. Mientras veía la masacre había oído distintos idiomas. «Principalmente el de los francos», dijo. Y había oído los gritos de su pequeño primo, pidiendo ayuda a Alá. Los seguimos. Nos llevaban treinta y seis horas de ventaja, pero con semejante botín no podrían ir muy rápido. Al segundo día vimos las huellas de un caballo que se había apartado de los demás y se había dirigido al sur. Hakim había enviado a algunos de sus hombres tras la banda de asaltantes. Yo seguí las huellas del jinete solitario. Miré hacia atrás, no sé por qué lo hice. El hombre podía haberse desviado por una docena de motivos. Pero creímos saber cuál era. Lo intuimos al ver a los buitres volando en círculo sobre un objeto que estaba detrás de las dunas. Un pequeño cuerpo desnudo estaba arqueado en la arena, como un signo de interrogación. —Rowley tenía los ojos cerrados—. Ningún ser humano debería ver o describir lo que le habían hecho a ese niño.

«Yo lo hice», pensó Adelia. «Y os enfadasteis mientras los estudiaba en la celda de Santa Berta. Los describí y lo lamento. Cuánto lo lamento por vos».

—El niño y yo habíamos jugado al ajedrez durante el viaje. Era inteligente, me ganó ocho de cada diez partidas.

Envolvieron el cuerpo en la capa de Rowley y lo llevaron al palacio de Hakim, donde fue enterrado esa noche entre los gemidos de las mujeres.

Luego comenzó la verdadera cacería. Una persecución extraña, conducida por un cabecilla musulmán y un caballero cristiano, bordeando los campos de batalla donde la media luna y la cruz estaban en guerra.

—El demonio moraba en ese desierto —reflexionó Rowley—. Nos envió tormentas de arena que borraron las huellas, los lugares donde hacíamos un alto para descansar no tenían agua y estaban devastados por los cruzados o los moros, pero nada podía detenernos, y finalmente, encontramos a los bandoleros. Ubayd los había descrito correctamente, era un grupo variopinto. En su mayoría desertores, fugitivos, las escoria de las cárceles de la cristiandad. Nuestro asesino había sido su capitán y al llevarse al niño también había tomado la mayor parte de las joyas; sus hombres debían apelar a sus propios recursos, que no eran muchos. Apenas opusieron resistencia. En su mayoría estaban atontados por el hachís; otros peleaban entre sí por lo que quedaba del botín. Antes de que murieran, le preguntamos a cada uno de ellos adonde había ido su jefe, quién era, de qué lugar venía. Ninguno sabía demasiado acerca del hombre a quien habían seguido. Un cabecilla violento, un hombre afortunado, fue lo que dijeron. Afortunado. Para una escoria como aquélla el lugar de origen nada significa. Para ellos era sólo un franco más, lo que significaba que podía haber vivido en cualquier lugar desde Escocia hasta el Báltico. Sus descripciones tampoco eran mucho mejores; alto, de mediana estatura, moreno, rubio. Lo que decían no servía de mucho. Cada uno de esos hombres tenía su propia idea acerca de su jefe. Uno de ellos dijo que de la cabeza le salían cuernos.

—¿Dijeron su nombre?

—Lo llamaban Rakshasa. Es el nombre de un demonio. Los moros asustan a los niños con él. Según me contó Hakim, los rakshasi venían del Lejano Oriente, India supongo. Los hindúes los lanzaron sobre los musulmanes en una antigua batalla. Asumen distintas apariencias y atacan a las personas durante la noche.

Adelia se inclinó hacia atrás y cogió un tallo de lavanda. Lo frotó entre sus dedos y miró el jardín que la rodeaba tratando de fundirse con el verdor inglés.

—Es inteligente —admitió el recaudador de impuestos, y luego se corrigió—.

En realidad, más que inteligencia, tiene instinto, puede oler el peligro en el aire, como una rata. Sabía que lo estábamos buscando, sé que lo sabía. Estábamos seguros de que se dirigía hacia la parte alta del Nilo y lo hubiéramos atrapado, Hakim había dado aviso a las tribus fatimíes, si no hubiese virado hacia el noreste, de regreso a Palestina.

Recuperaron su rastro en Gaza, donde descubrieron que había zarpado del puerto de Teda en un barco con destino a Chipre.

—¿Cómo? —preguntó Adelia—. ¿Cómo encontraron el rastro?

—Las joyas. Se había llevado la mayor parte de las joyas de Guiscard. Se vio obligado a venderlas una por una para mantenerse lejos de nosotros. Cada vez que lo hacía, las tribus de Hakim nos daban aviso. También nos habían dado su descripción, un hombre alto, casi tanto como yo. —En Gaza, sir Rowley perdió a sus compañeros—. De Vries quiso quedarse en Tierra Santa. Jaafar había sido mi rehén, él no había tomado la decisión que había provocado su muerte y no tenía por qué sentirse obligado a continuar. En cuanto a Hakim... un buen hombre. Quiso acompañarme, pero le dije que era ya anciano y que de todos modos no podría pasar desapercibido en la Chipre cristiana, sería como una hurí entre un grupo de monjes. Bueno, no se lo dije así, aunque ésa era la idea. Me arrodillé ante él y juré por mi Señor, por la Trinidad y por la Virgen María que perseguiría a Rakshasa hasta la tumba si fuera necesario, le cortaría la cabeza a ese bastardo y se la enviaría. Y con la ayuda de Dios, eso haré.

El recaudador de impuestos se dejó caer de rodillas, se quitó el sombrero y se santiguó.

Adelia estaba sentada, paralizada, confundida por la repulsión y el enorme consuelo que encontraba en ese hombre. Algo de la soledad a la que había sido arrojada por la muerte de Simón había desaparecido. Pero él no era otro Simón. Se había mantenido fiel a su promesa, tal vez se había apoyado en ella al interrogar a los asaltantes. «Interrogar» era sin duda un eufemismo para referirse a la tortura hasta la muerte, algo que Simón no habría deseado ni hubiera podido hacer. Por Jesús —cuyo atributo era la misericordia—, ese hombre había jurado venganza y rogaba por ella en ese momento.

Pero cuando Adelia cubrió su mano crispada, las lágrimas de sir Rowley humedecieron sus dedos y, por un momento, alguien que —como su difunto amigo— podía sufrir por un niño de otra raza y religión había llenado el espacio que Simón dejara vacío.

Adelia recuperó la compostura. El recaudador se levantó, seguiría el relato deambulando por el jardín.

Del mismo modo que sir Rowley la había transportado a través de las tierras desiertas de Ultramar, estaba dispuesta a acompañarla mientras, cargando las reliquias del muerto, refería su persecución de Rakshasa por Europa.

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